Eiriz, Zarza… Tres notas sobre el gesto moribundo

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Primero

A veces, ante los signos de horror que nos rodean o se nos muestran, casi como una mueca desesperada y nerviosa, como un acto para alejarnos de una profunda verdad que nos expresan esos signos, acudimos a la risa como bálsamo para poder resistir ante tales imágenes, ante tales verdades. Reímos y damos en inicio un carácter cómico a lo que vemos, creyendo que de alguna manera esa risita nos protegerá ante esa realidad.

Así, algunas “explicaciones” sobre ciertas obras literarias o artísticas pueden llevar a ese lugar común. Franz Kafka o Samuel Beckett pueden parecer “cómicos”. Menuda confusión. Momentos en Kafka o en Beckett pueden resultar risibles, pero en el fondo, sus grandezas no vienen por los momentos de comicidad que puedan poseer sus obras.

Las dos exposiciones que se encuentran actualmente en el Museo Nacional de Bellas Artes, edificio de Arte Cubano, de Antonia Eiriz y Rafael Zarza, pueden llevarnos a tener dicha reacción. Y claro, de este modo se podría perder el rumbo. Si bien lo primero podría ser la risa, de esto no hay duda, al analizar a profundidad eso “risible” notamos que nos estamos enfocando en un lugar totalmente pobre, descartando por cobardía el horror de ser testigos de una angustia sofocante.

Vista de la exposición de Antonia Eiriz en el Museo Nacional de Bellas Artes de La Habana (foto: cortesía del autor).

Segundo

Los seres que habitan los mundos de las obras de ambas exposiciones son el signo de mundos con mucho de marcial, de gestos militarizados, que se “dictan” a gritos por una autoridad de figura terrorífica (más en el caso de Zarza), figura otras veces ausente (sobre todo en el caso de Eiriz), una autoridad férrea que lanza unas leyes terribles a una masa sumisa, temerosa, decadente y, sobre todo, moribunda. La fuerza del gesto de este grupo pictórico que representa esa masa está dado por el horror de poseer unos cuerpos aplastados, fulminados, cadavéricos, deformados e hipnotizados por el grito autoritario del poder. Todo esto donde mejor se encuentra emplazado es en el espacio por excelencia desde donde se grita a las masas su destino: la tribuna. Desde su altura se rige, se oprime, se deforma con el lenguaje retórico de todo poder, la singularidad de cualquier rostro hasta convertirlo en lo que, tanto Eiriz como Zarza notablemente representan: lo masivo, la no distinción, el borramiento de lo particular de todo ser que se sume al tumulto, a ser lo masivo.

Pero hay diferencias. En Antonia Eiriz no hay gestos agresivos ni violencia física directa en los personajes, todo el terror se da en el espanto decadente de los cuerpos, de sus rostros ennegrecidos, deformes, seres convertidos en especímenes. A sus seres se les quiebra la voz, tienen la boca siempre abierta, agujero negro del que al parecer no puede brotar ya palabra alguna. La carencia de voz les convierte en el despojo mayor, en “una cosa” ausente de humanidad.

Sin embargo, en Eiriz es el cuadro en sí quien muestra “la piel” cuando esta es violentada al ser cuadro rasgado, quemado, destruido, unido a unas pinceladas duras, a unos trazos gruesos y oscuros, trozos de pintura que fueron descargados en el óleo con unos determinantes brochazos. La semidestrucción de la obra en Eiriz va acompañada de la semidestrucción de los personajes que la habitan.

En cambio, en Rafael Zarza, las figuras acuden con frecuencia a la brutalidad, incluida la violación, un atropellar del poder sin ninguna clemencia y sobre todo mostrando el placer de ejercer la brutalidad del poder sobre otro. Hay un arte de la guerra, un demencial guerrero que grita y estalla ante la masa. En esos grupos de esqueletos (lo que en Eiriz serían las masas boquiabiertas de seres sonámbulos) que se dejan demoler por el discurso de un toro viril (imagen del poder ausente que rige en las tribunas vacías en Eiriz) que les dice que para ellos la vida se terminó. La masa responde al poder del alarido del toro tanto como al silencio de un poder ausente, y siempre son incapaces de emitir algún gesto. Están unidos en la simetría perfecta de la igualdad física y gestual.

‘El gran fascista’, Rafael Zarza, 1973.

Y tercero

En ambas obras “se lee”, hay un anuncio que nos lleva a mirar en lo que se inscribe en la obra, un “leer aquí”. Más allá de que en algunos de los títulos de las obras ya se nos dice un casi dictatorial (también) “mira y lee solo esto”, en la obra en sí ya se nos obliga a leer un cierto “mensaje”. Pero nuevamente con diferencias. Eiriz nos deja sus mensajes a través de recortes de periódicos o banderitas con consignas (nada mejor), en trozos de libros o en periódicos enteros, en trozos quemados o cortados (de nuevo la violencia solapada en los trazos, en el cuerpo de la obra en sí), pero ausentándose de lo que en Zarza es ley, escribir en el cuadro de su puño y letra, dejar el mensaje explicito, directo, reconocido a todas luces.

En las obras de Antonia Eiriz se nos dice “lee y elige tu propio cinismo”, en Zarza se nos agrede directamente mostrándonos un “esto es esto y nada más”. Pero la imposición en Zarza no le debilita por increíble que parezca, aun en esa distancia están unidos por el horror que narran. La “potencia” (palabra tan bien usada para hablar de una obra por Georges Didi-Huberman) que se transmite en estas piezas es tal que esas leves diferencias terminan hermanadas en el desastre del mundo que nos develan.

De este modo, es tal la relación que guardamos con las historias que nos narran a la cara estas imágenes, es tal la historia de nuestro propio horror y la decadencia que vemos en esos mundos en relación con nuestra propia decadencia, porque esas historias son las nuestras, esos rostros huecos, esos gestos sumisos.

‘El vendedor de periódicos’, Antonia Eiriz.

Final

Visitar el Museo Nacional de Bellas Artes, edificio de Arte Cubano, y entrar en “los mundos Eiriz-Zarza” es adentrarse en la retórica de una historia que por extraño que parezca aún sostiene sus bases sobre un mismo lenguaje de violencia, sobre un discurso que agrede y minimiza a la masa, más aún cuando sabemos que ambas obras están separadas por más de cincuenta años de esa monolítica historia.

Las dos obras muestran a una gran mayoría moribunda, a unos bultos oscuros y observadores en medio de un horrendo paisaje en el que nada se puede hacer ante la violencia del poder.

Esa primera reacción risueña de nuestras mentes al enfrentarnos a estos paisajes aterradores, es solo la reacción de un miedo que oculta el reconocimiento de una verdad que nos habita y destruye. Sabemos que formamos parte de una mayoría moribunda, somos uno de esos moribundos, y si podemos alcanzar a ver ese reconocimiento del horror, es porque solo un moribundo puede reconocer en su esencia a otro moribundo.

Ramón Hondal (La Habana, 1974). Poeta y editor. El cuaderno Diálogos le valió en 2013 el Premio Luis Rogelio Nogueras de la Editorial Extramuros. Preparó y prologó la recién publicada edición habanera de Ferdydurke. Es el editor principal del proyecto editorial Torre de Letras.

Ver comentarios

  • Moribundo también es el país que los acogió. La realidad plasmada en muchas de las imágenes de esas valiosas piezas artísticas tocan la realidad de un país que se derrumba poco a poco desde hace más de 60 años de dictadura y corrupción. Lástima que se haya destruido un país y avasallado a sus habitantes para enriquecer los dueños de Cuba. Qué termine esta pesadilla ya!!!! Patria y vida!!!

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