La Habana o la metáfora de Hiroshima. Un siglo de Alain Resnais

Compartir

¿De qué modo imperceptible y vigoroso la vida de la imaginación, asentada en las suposiciones y los sueños, forma parte de eso que denominamos la vida real, como si la vida a secas no fuera ya un compuesto vagamente enterizo y de límites oscilantes? Hace 100 años nació Alain Resnais, el cineasta de Hiroshima mon amour (1959). Un creador cuyo crédito descansa en esa y otras películas muy dialógicas (mas no teatrales). Porque no es lo mismo el “teatro filmado” del que huyó siempre Robert Bresson, que el “cine de diálogo”, ese donde los discursos interpersonales no nos remiten a un escenario con espectadores, sino más bien al espacio de la mente y el susurro. En sus Notas sobre el cinematógrafo (1975), Bresson deslindó, creo que para siempre, la parcela donde el cine adquiere su especificidad en el sistema de las artes.

No es lo mismo la devastación sentimental que la devastación atómica. Me cuentan que hace muchos años, cuando Günter Grass pasó por La Habana, dijo que la ciudad le recordaba bastante a Calcuta. Lo dijo aludiendo tal vez a alguna guerra imposible de localizar en el pretérito, a una guerra de la erosión marítima, o la Guerra del Tiempo, o la Guerra de la Indiferencia. Visitó lo que es hoy, en cierto sentido, la Ciudad Arruinada, que se cae a pedazos. O cierta ciudad que la devastación hace suya, en contraste con la Otra Habana, la de la Ciudad Maravilla.

La metáfora de Hiroshima –la luz letal, los escombros, las pieles devastadas por el fuego nuclear– le sirve a Resnais para hablar de la paz y colocar encima de ella, como si fuera un trasfondo entristecido por la muerte, una historia de amor. En La Habana el polvo no es atómico, pero hay sombras polvorientas en las paredes y en los soportales antiguos, como fotografías dejadas por una inmensa y larga explosión y por un pasado histórico truncado por la Utopía. O polvo real: el que escapa de los derrumbes convertidos en parques menesterosos. O polvo irreal y ectoplasmático: el de las reliquias utopistas (vuelvo a decirlo) que nacen muertas.

A medida que pasaron los años, el cine de Resnais se hizo más conversacional y menos narrativo, o más interpersonal en lo que concierne a la tirantez del vínculo (a veces inexplicable) entre los personajes. Y fue abandonando esa omnisciencia que a menudo resuena en sus películas iniciales para subrayar el carácter irresoluto de ciertos momentos de la vida.

Hay un orden medular de los actos, referido a un claroscuro “desmontable”, emocional, que el director logra trasmitir por medio de pinceladas llenas de cálculo. Así obra, de cierto modo, la estética de la nouveau roman –en textos y películas de Alain Robbe-Grillet y Marguerite Duras, pongamos por caso–, y así también lo había hecho Resnais desde sus inicios, en algunos pasajes de Hiroshima mon amour y en L’Année dernière à Marienbad (1961). Paseando por la Habana del polvo y las sombras, de la luz y la obnubilación, del No y el Sí, de la sobrevivencia repetitiva y el lujo inmediato, de las mascarillas tapabocas (las que evitan la transmisión de la tan aludida epidemia y las que evitan que la gente opine, hable y proteste de más), del recelo y la incertidumbre, casi es costumbre metaforizar dentro de un paisaje social averiado y en el que al pasar vemos los muñecos de Antonia Eiriz y los payasitos mustios de Luis Manuel Otero Alcántara.

Es un hecho que el cine imite la existencia, la atiborre de convenciones y la simplifique. Pero también existe otro hecho, acaso más complicado: la existencia se vuelve hacia el cine, con o sin ánimo de parodiar sus estéticas, y se apropia de un conjunto de esquemas que continúan funcionando muy bien en la intrincada y misteriosa cháchara de las emociones humanas. ¿La Habana se ha convertido o tiende a convertirse en la película de sí misma? Posiblemente. Y vuelve a nacer la supremacía de una querella estetizada: la continuidad factual contra la continuidad emocional.

Alguna vez escribí, a propósito de Hiroshima mon amour, sobre la agraciada perseverancia del abrazo (el abrazo, diría ahora, como residuo simbólico desde donde un sujeto resiste y perdura) en medio del polvo (radioactivo o no). Aludí a la caída del polvo mientras el abrazo permanece. Y me referí al movimiento suave, casi espasmódico, de las manos sobre la piel, bajo la ceniza. Las manos y las caricias. Hoy, en La Habana, siempre al borde de variados abismos (el económico, el financiero, el de la sanidad pública, el de la libertad secuestrada), uno se entrega al credo de la posibilidad de que el abrazo sea lo único que existe realmente, con el recuerdo de la temperatura del sol en las calles de Hiroshima y con el sentimiento inmediato del calor o la frialdad en el malecón habanero: el sitio donde la ciudad acaba y también empieza.

El drama se eterniza hasta la saturación de sí mismo, cuando al mismo tiempo, textura tras textura y relieve tras relieve, la piel es, sin embargo, una sola piel, y el abrazo, un abrazo unánime, imborrable. Y por detrás o por delante de las imágenes (recordemos: se trata de una caricia que quiere ser amistosa, pero también sensual, y que procura expresar la naturaleza ecuménica del deseo sin abandonar los predios de cierta ternura contaminada por la presunción de la muerte), aparece un discurso que remarca la posibilidad de existir dentro de cierta plenitud digna y en virtud de la principalía del sujeto y su individualidad.

Una ciudad atomizada por los derrumbes (tras las lluvias que traen los frentes fríos de ahora mismo) y otras demoliciones y estragos menos ruidosos (los del alma y el mundo interior) es casi una ciudad-ensayo, un paisaje de la decadencia material que sólo se sostiene gracias a la simpatía más sensible, el cariño, el sexo, el placer. De modo que cualquier síntoma o manifestación comprobable del amor podría articularse con la aleccionadora escritura cinematográfica de Resnais, en la que sobrevivir significa amar. Ya no tanto ser amados como amar, que es, a la larga, una suerte de heroísmo sentimental donde se pone a prueba la épica de nuestra identidad.

Entre paréntesis: la edad no tiene nada que ver con envejecer, sino con cuánto tardamos en morir. La peor de las muertes: la del mundo interior. Y, sin embargo, por muy excelso y noble que sea no hay amor que no necesite del cuerpo alguna vez. El sexo como uróboros y como espacio de iniciación y de consumación, de principio y de fin. La Habana es una de las ciudades más sexualizadas que existen.

Entreverar el polvo atómico de Hiroshima mon amour con la sobrevivencia desesperada y libre (e insubordinada, rebelde) del afecto y el apego. Ir de la emoción más elevada al sexo más duro. Y en un país arruinado por cosas peores que un bombardeo atómico. Detrás se halla, creo, lo más auténtico de la fluidez de la memoria y lo real. Todo va a parar al cuerpo. Y el lenguaje “se calla”. Solo quedan las manos, la piel y, por si hiciera falta, la música.

En la película de Resnais una voice-over alude a la inmensidad del sufrimiento, o a la carencia que manifiestan las imágenes para decir la verdad sobre los hechos. “No has visto nada en Hiroshima”, dice esa voz. “No has visto nada en La Habana”, oigo balbucear.

Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

Deja un comentario

Su dirección de correo electrónico no se publicará. Los campos obligatorios están marcados*