Las formas de financiamiento y producción de la cultura en el siglo XXI están cambiando aceleradamente. En América Latina y el Caribe, los Estados se debilitan como matrices institucionales de la actividad cultural, incluso en países como Brasil y México, que se distinguieron por políticas públicas de larga continuidad en el siglo XX. Wendy Brown, filósofa de la Universidad de Berkeley, asocia la crisis de los Estados culturales con el avance del neoliberalismo. Otros pensadores, como el sociólogo noruego Per Mangset, piensan que el desgaste de las políticas culturales está relacionado con una atrofia burocrática que impide a las instituciones encauzar el dinamismo del campo artístico e intelectual en el siglo XXI.

Cuba, tal vez el país latinoamericano y caribeño donde el Estado ha ejercido un poder más omnímodo sobre la cultura en las últimas seis décadas, no es ajena a esa crisis. Tanto por el ascenso de la lógica neoliberal como por la disfuncionalidad e intolerancia burocrática, la política cultural cubana se ha visto rebasada, estética e ideológicamente, por la producción artística e intelectual. No se trata de un fenómeno ajeno al propio cambio social que tiene lugar en la isla desde fines del siglo pasado. El campo artístico e intelectual sigue siendo mayoritariamente administrado por el Estado, pero la construcción de sentidos que ese campo impulsa en la esfera pública transgrede, con frecuencia, los límites que traza el poder.

La Constitución de 2019 puede interpretarse como un intento del Estado de adaptarse al cambio social. Un intento que, como han observado tantos constitucionalistas dentro y fuera de la isla, no logró encauzar jurídicamente ese cambio y, a la vez, le interpuso no pocas cortapisas para apuntalar el monopolio del Estado. En vez de asumir plenamente el crecimiento y la pluralización de la sociedad civil, como consecuencia del desmantelamiento de una parte del sector estatal, la diversidad de formas de propiedad y el avance del mercado, el turismo y las nuevas tecnologías, el poder buscó obstruir el acceso de la ciudadanía a los derechos de asociación y expresión.

En el plano de la cultura, algunos decretos como el 349, que intenta regular las fronteras de la comunidad artística, y el 373, que busca delimitar esas fronteras, específicamente, en el sector “audiovisual y cinematográfico independiente”, forman parte del mismo proyecto de contención jurídica del cambio social en Cuba. Antes que transitar a una modalidad propiamente autoritaria, en la que el Estado reemplaza el control absoluto con una variante de hegemonía acotada, el poder intenta monitorear y reconducir la dilatación de la comunidad de artistas independientes en Cuba.

La redacción del decreto 373 lo expone con claridad. Luego de reafirmar el artículo 39 constitucional, que concede al Estado la función no sólo de “fomentar” o “promover” la cultura, sino de “orientarla”, y de remitir esa orientación a una ideología de Estado, que en una sintomática evocación de la ley fundacional del ICAIC (Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos), del 20 de marzo de 1959, se define como “nuevo humanismo que inspira a nuestra Revolución”, el decreto admite el “incremento de variados soportes y modalidades que han favorecido la aparición de nuevas perspectivas creativas, tecnológicas y productivas” en la esfera audiovisual y cinematográfica. El decreto es, por tanto, la respuesta oficial al dilema del crecimiento del cine independiente.

Llama la atención que el gobierno de Miguel Díaz-Canel, fiel a una tradición casuística que aun no ha sido bien estudiada, aplique a la producción cinematográfica y audiovisual una definición de la ideología de Estado que, históricamente, es anterior a la declaración del carácter “socialista”, en el sentido marxista-leninista del término, de la Revolución cubana, en abril de 1961. Mientras la Constitución, en su artículo 5, establece que la ideología oficial es “martiana, fidelista, marxista y leninista”, en el decreto 373 se dice que es “humanista”, en la acepción fundamentalmente liberal y republicana que se atribuía al humanismo en la Cuba de 1959. Ese desplazamiento se origina en criterios de flexibilidad pero también de discrecionalidad del poder.

Luego de admitir la existencia de un nuevo sujeto en los márgenes del Estado, el creador independiente audiovisual y cinematográfico, el decreto propone la elaboración de un Registro o Directorio de todos los artistas de esa condición. La elaboración del Registro corre a cargo de un Comité de Admisión, encabezado por los presidentes del ICAIC y del ICRT (Instituto Cubano de Radio y Televisión), las dos instituciones del Ministerio de Cultura con respecto a las cuales se afirma la independencia del creador cinematográfico o audiovisual. Sin registrarse como artista independiente, en ese Directorio del Estado, no sería legal o legítima la práctica de la independencia artística cinematográfica o audiovisual en Cuba.

Se ha dicho que en la isla, a diferencia de la mayor parte de la comunidad internacional, la independencia del artista se ejerce frente al Estado y no frente a las grandes corporaciones de la producción cultural comercial. La formulación es cierta, aunque con matices, ya que la autonomía ante el Estado también es una demanda de proyectos culturales en una región como América Latina y el Caribe, donde las instituciones públicas han sido tradicionalmente protagónicas en la producción y distribución cultural. Lo que define la excepcionalidad jurídica de Cuba, que la Constitución de 2019 heredó pasivamente de la de 1976, es tanto la ausencia de producción privada, grande o mediana, como la inexistencia del concepto de autonomía jurídica dentro del sector público.

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Si existiera autonomía jurídica, como en la mayoría de las democracias del planeta, los artistas independientes sólo tendrían que inscribir su empresa productora en la administración fiscal y bancaria del país. En condiciones democráticas, el registro de los artistas independientes en un directorio de organismos gubernamentales, como condición para realizar su obra, sería visto como un mecanismo de control y subordinación, que desvirtúa la razón de ser del arte autónomo.

Esta paradoja de la independencia autorizada sólo es verificable en sistemas que desconocen la autonomía cultural. Sin embargo, el proceso jurídico de la autonomía del “Estado cultural”, como ha estudiado Marc Fumaroli, no es exclusivo de las democracias ni carece de ciertos límites bajo un régimen político democrático. En América Latina y el Caribe, durante el siglo XX, se verificaron múltiples casos de validez del principio de la autonomía cultural y educativa e, incluso, verdaderos Estados culturales, como el mexicano, bajo sistemas políticos autoritarios. Valga esta última observación para concluir que no es indispensable el tránsito democrático para lograr la autonomía cultural y que las demandas de los creadores independientes cubanos son alcanzables bajo el orden constitucional establecido.

El decreto 373 no carece de ventajas para los cineastas y artistas independientes, ya que oficializa las posibilidades para la articulación de cooperativas o colectivos de producción industrial. Pero la ruta hacia la autonomía pasa, de manera inevitable, por una derogación de ese decreto y la promulgación de una verdadera ley de cine como la que exigen los propios artistas cubanos desde hace años. Lo mismo que el texto constitucional, la nueva legislación oficial en materia de cine y producción audiovisual es un intento de confiscar la voz al ciudadano desde el Estado.

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RAFAEL ROJAS
Rafael Rojas (Santa Clara, Cuba, 1965). Es historiador y ensayista. Licenciado en Filosofía por la Universidad de La Habana, y doctor en Historia por El Colegio de México. Es colaborador habitual de la revista Letras Libres y el diario El País, y es miembro del consejo editorial de la revista Istor del Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE). Ha publicado los libros: Un banquete canónico (2000), Revolución, disidencias y exilio intelectual cubano (2006), La vanguardia peregrina. El escritor cubano, la tradición y el exilio (2013), entre otros. Desde julio de 2019 ocupa la silla 11 de la Academia Mexicana de la Historia.

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