< Previous18 homenaje a fina garcía marruz Emilio de Armas encuentro Los poetas de Orígenes —generación a la que pertenece Fina García Marruz— comparten esta actitud en diversos grados de intensidad. Títulos como En la calzada de Jesús del Monte y Por los extraños pueblos , de Eliseo Diego, y Estos parques , de Octavio Smith, dan ejemplo de aquel ahondar en la geografía interior de la Isla, que fue parte principal de la aventura de Orígenes, para generar uno de los procesos de interiorización poética más singulares y autén- ticos en la literatura hispanoamericana. El sitio que Fina García Marruz ocupa en la realización de aquella aventura —«sigilosa», sin duda alguna, para emplear el decir lezamiano— hace de ella una de las voces más sólidas de toda nuestra poesía. Ya en sus primeros textos, la autora parece hablarnos desde una sabiduría radicalmente suya, y al mismo tiempo desde un nosotros en el que pueden reconocerse cuantos tienen a la poesía cubana como patria. Esta sabiduría se nutre de una humildad esencial ante la existencia del mundo, humildad que equivale a la aceptación de esta existencia— y de su fluir hacia la muerte como un hecho irreversible. Pero en el reverso de tal fluir encuentra la poesía su propio camino, y, de este modo, la mirada que la poetisa dirige hacia el pasado (el tiempo que ya ha sido) no es de naturaleza quietista, sino dinámica: «comprendo que es el corazón extinto / de esos días manchados de temblor venidero / la razón de mi paso por la tierra» (18), admite con lucidez. Y en otro momento confiesa: «Al ayer, no al mañana, el tiempo insiste» (8), y en este insistir persiste otra forma de ser, y aun de estar siendo, que es el reverso de la nostalgia, tal como lo expresa un soneto de Las miradas perdidas: Yo quiero ver la tarde conocida, el parque aquel que vimos tantas veces. Yo quiero oír la música ya oída en la sala nocturna que me mece el tiempo más veraz. Oh qué futuro en ti brilla más fiel y esplendoroso, qué posibilidades en tu hojoso jardín caído, infancia, falso muro. ¡Sustancia venidera de la oscura tarde que fue! ¡Oh instante, astro velado! Te quiero, ayer, mas sin nostalgia impura, no por amor al polvo de mi vida, sino porque tan sólo tú, pasado, me entrarás en la luz desconocida. (22) Entrar «en la luz desconocida» será, pues, el deseo guiador de esta poesía que procura el encuentro a través de la mirada. Y la mirada se realiza en el instante, en una fracción del tiempo en que éste se detiene o anula, de tal19 homenaje a fina garcía marruz La poesía del encuentro en Las miradas perdidas... encuentro modo que el pasado y el presente convergen y se concretan en la visión pura o el conocimiento. El instante es un «astro velado» que se revelará sólo a la pureza de una mirada sin nostalgia, es decir, sin el velo que la apariencia del presente arroja sobre la apariencia del pasado. Así interpretada, la poesía de Fina García Marruz no puede estar más lejos de las recurrentes actitudes neo- rrománticas que embellecen lo perdido sólo porque es irrecuperable, y sí dentro de una corriente de la poesía hispánica en que la percepción y la expresión del tiempo como trasmutación de la sustancia de los seres y las cosas se convierte en cauce principal. Por el cauce del tiempo, en efecto, se llega en Las miradas perdidas a la for- mulación de otra gran pregunta de la poesía de todos los tiempos: la de la iden- tidad, «esa música que soy y que no abarco» (9). El ser cuya sustancia transcu- rre y se transforma en el tiempo se pregunta por su esencia, es decir, por aquello suyo que es capaz de existir fuera del tiempo, o más allá de éste. La res- puesta de la poetisa parece basarse en una interpretación de orden teológico: No mira Dios al que tú sabes que eres —la luz es ilusión, también locura— sino la imagen tuya que prefieres, que lo que amas torna valedera, y puesto que es así, sólo procura que tu máscara sea verdadera.(8) La mirada de Dios se tiende sobre el ser, en un acto de conocimiento abso- luto. En esta mirada no puede haber pérdida, desviación o ilusión alguna, de tal modo que la identidad en que el ser se reconoce —«que tú sabes que eres»— no es su objeto, pues «la luz es ilusión, también locura». El objetivo de esta mirada mayor es «la imagen tuya que prefieres», en una aceptación divi- na de la voluntad del ser, validada por el amor: «que lo que amas torna vale- dera». Estamos ante la proposición filosófico-teológica según la cual nuestra verdadera identidad consiste en aquello que deseamos ser, pues este deseo no puede consistir, para el alma, en otra cosa que un acto de amor orientado hacia Dios. El neotomismo que por entonces había surgido en Francia (con Jacques Maritain como deslumbrante protagonista) no parece ajeno a esta posición, aunque resulta mucho más sencillo derivarla de la natural disposi- ción a la piedad que ha prevalecido a todo lo largo de la obra de Fina García Marruz, y que la ha llevado a identificarse, de múltiples maneras, con las cosas y los seres que han perdido su lugar en el mundo. Entre estos seres están los que han sufrido la trasmutación de la muerte, los que ya no son visibles para la mirada o el amor que los busca aún dentro del tiempo de un día vacío, o en la luz y los colores de la mañana: Pienso a veces en vosotros, pobres muertos hace ya tiempo o aun recién segados, 20 homenaje a fina garcía marruz Emilio de Armas encuentro pienso en vuestro Domingo ya acabado, tan final, tan transcurrido para siempre. La mañana de oro y azul sobreviviente ya olvidó vuestros ojos, ya no os pide nada que hacer. Sin futuro, volvéis como una música. Os arrollan de verde las infinitas hierbas. El yacente camino queda y los negros coches fueron a su alborada polvorienta. Hoy me parece mucho a un tiempo y poco improvisar la obra maestra del instante a cada paso único, más bello que el inmenso crepúsculo que vuelve. (25) Esta disposición, en suma, es lo que dirige su mirada hacia las cosas y los seres, y lo que le permite ver a unas y otros a una luz que el amor torna vale- dera. De este modo, la máscara del ser (y recordamos aquí a Pirandello y a Unamuno) resulta su verdadero rostro en la medida en que es verdadera, es decir, moldeada por la voluntad del amor. La poesía del encuentro a través de la pérdida es poesía de voluntad amorosa, tal como se manifiesta en Cin- tio Vitier, Eliseo Diego y Octavio Smith, quienes comparten con la poetisa una misma actitud de maravillada reverencia ante la vida como milagro y misterio cotidianos. Esta actitud separa a los poetas de Orígenes del «sonido y la furia» asumidos —con parejas muestras de autenticidad— por otras corrientes de la poesía moderna, para situarlos en un ámbito de penumbro- sas estancias donde un breve rumor puede equivaler al lenguaje más hondo. Curiosamente, este ámbito de la cultura postcolonial habanera era explora- do al mismo tiempo desde la perspectiva de la pintura: los vitrales, los sillo- nes de mimbre y los patios interiores abundan en la plástica cubana de los años 40, como si a la estridencia de una vida urbana donde la violencia polí- tica se iba abriendo paso cada vez con más ímpetu, aquellos artistas quisie- ran oponer el ideal de una máscara que su amor convertía en valedera. De este modo, una presencia querida transforma el sillón tradicional en el trono donde un rey destronado por el tiempo recupera toda su cotidiana majestad: Mientras tú estabas sentado en tu sillón la sala se puso eterna como un idioma súbito, yo te pensé leyendo en otros sitios porque me daba mucha lástima todo, tú agradecerías la vida como si no fuera la muerte. Pero yo sólo estoy aquí, abriendo la puerta con dedos lejanísimos.(32)21 homenaje a fina garcía marruz La poesía del encuentro en Las miradas perdidas... encuentro Desde esta lejanía, la mirada crece y abarca la inasible plenitud del tiempo, y se transforma ella misma en el rumor de lo que transcurre: «Escucho esa arpa eterna que es mirar desde lejos», escribe la poetisa, adentrándose en un plano del conocimiento donde los sentidos intercambian sus frutos y se hacen una sola y pura percepción: Una cara, un rumor, un fiel instante ensordecen de pronto lo que miro y por primera vez entonces vivo el tiempo que ha quedado ya distante. Es como un lento y perezoso amante que siempre llega tarde el tiempo mío, y por lluvia o dorado y suave hastío suma nocturnos lilas deslumbrantes. Y me devuelve una mansión callada, parejas de suavísimos danzantes, los dedos artesanos del abismo. Y me contemplo ciega y extasiada a la mágica luz interrogante de un sonido que es otro y que es el mismo.(12) En la lejanía que les otorga el tiempo indetenible, las cosas, los lugares y los seres que fueron son esencialmente irrecuperables, a no ser a través de su recrea- ción como imagen. De este modo, «la poesía del encuentro» no puede encontrar- se, en última instancia, más que consigo misma, como un espejo que nos entrega, junto con las imágenes amadas, la evidencia de que son inasibles. Esta convicción se expresa en el poema «Canción de otoño», que me sigue pareciendo hoy, como veinte años atrás, una de las más hermosas baladas de la literatura cubana: Puedo volver, amigo, al país más lejano. Fácil sería ver la nieve y los ciruelos. Pero enséñame, dime el intacto camino que me llevó al lugar de nuestro encuentro. Llévame a los hondos pasillos de la casa en que estuvimos con frío aire de otoño. ¿Cómo volver allí, cómo volver? (...) ¿Qué quedará más lejos que la tarde que acaba de pasar, parque encantado? ¿Conoces tú el país en que se vuelve? Y sin embargo escribo sobre su polvo «siempre». Yo digo siempre como el que dice adiós.22 homenaje a fina garcía marruz Emilio de Armas encuentro A esta certidumbre parece aludir la frase con que la poetisa, en la dedica- toria citada al comienzo de estas páginas, se refirió a Las miradas perdidas como un intento por tocar «la poesía del encuentro, —aunque sin lograrlo». Ahora, en cambio, se impone rectificar dicha frase: el libro, en efecto, no toca la «poesía del encuentro», sino que esuna de sus más auténticas realizaciones. Los poemas de Las miradas perdidasllenan con su plenitud el vacío que la infancia, el hogar, los rostros amados, el silencio y la música, la tarde y las sombras fueron abriendo para su autora mientras el tiempo se le convertía en rauda juventud, asombro y añoranza. El acto de decir se identifica en dicho libro con el de recuperar y compartir aquellos tesoros cuya sustancia ha tras- mutado el tiempo: Qué justeza y dulzura me ha traído decir estas palabras «cae la tarde» y su vieja ternura despaciosa. ¡Cae la tarde sobre lo que se ha ido, cae la tarde sobre la antigua tarde de la lluvia, el silencio, las baldosas! (13) Desde el encuentro que fue y es Las miradas perdidas, la poesía de Fina García Marruz ha crecido en torno a sí misma, como sólo crece la música. Visitaciones y Habana del Centro, dos sumas poéticas y vitales más que dos libros, han dado espacios sucesivos a su obra de recuperar y compartir la noble y humilde belleza de la vida. Quienes tienen por patria a la poesía cubana, han de agradecérselo. The Slow Spreading of Sound.(1992)23 encuentro E l nombre, ¿hace a la cosa? ¿O la cosa hace al nombre? Este vulgar acertijo ha concitado honda meditación, tanto en Oriente como en Occidente. Uno de esos complicados pensadores alemanes, Max Horkheimer, conceptuaba la filosofía misma como esfuerzo concienzudo por nombrar correctamente las cosas. Hsun Tzu, discípulo aventajado de Confucio, profesaba que los nombres, ade- más de concordar con la realidad, debían sentar pautas de organización social. De tal palo filosófico salen astillas que avivan el fuego de la discusión sobre las denominaciones oficiales de las calles habaneras. De «ingratitud incalificable» y «falta de patriotismo» tachó en 1938 el Historiador de la Ciudad, Emilio Roig de Leuchsenring, que ciertas vías públicas de La Habana tuvieran nombres tales como Belascoaín y Zulueta. Ambos se emplean todavía por el común de las personas, en vez de Padre Varela y Agramonte, respectivamente, pese a que estas últimas denominaciones son oficiales y correspon- den al panteón de los próceres independentistas. Por el contrario, Belascoaín remite a un amigo del odioso gober- nador colonial Leopoldo O’Donnell, mientras Zulueta lo hace al coronel de voluntarios Julián Zulueta y Amonde, quien aconsejaba ofrecer de todo a los cubanos, menos la independencia. La calle Zulueta (Agramonte) se abrió tras el derribo de las murallas (1863); Belascoaín (Padre Varela) fue conocida originalmente (1782) como Calle del Cocal, por los cocoteros plantados en la estancia de un tal Gervasio Rodríguez, cuyo nombre tomó y aún conserva la vía para- lela inmediata. A la del Cocal se le llamó también Calzada de la Beneficencia, pues la casa homónima se edificó por allí en 1793, y aun Calle de Gutiérrez, por el apellido del constructor principal de la vía, quien había nacido en Islas Canarias y llegaría a regidor en La Habana de 1812. Hacia 1844 otro isleño, el gobernador O’Donnell, perfiló el Los nombres y las cosas Miguel Fernández24 Miguel Fernández encuentro tramo que hoy va desde la Avenida Salvador Allende (entonces Paseo de Tacón y después Carlos III) hasta la de Máximo Gómez (Calzada del Monte), consagrándolo a la memoria del general español Diego de León, conde de Belascoaín. Este apelativo acabaría por extenderse al resto de la arteria. El mismo año en que funda la Oficina del Historiador (1938), Emilio Roig de Leuchsenring presentó al alcalde de La Habana, Antonio Beruff Mendieta, un informe sobre la revisión total de nombres de las calles, de los cuales cien- to debían cambiarse. Antes habían sido acordadas las bases generales (Decre- to-Ley 511, de 13 de enero de 1936), que prescribían no sólo restablecer las denominaciones alteradas caprichosamente a partir de la primera interven- ción americana (1899-1902), sino también eliminar todas aquéllas que hirie- ran los sentimientos patrióticos. Así recuperó su rótulo inicial, por ejemplo, la calle Aguacate, el cual había sido reemplazado por el de Perfecto Lacoste, en homenaje a este buen alcalde habanero. La calle cierra en el convento de Belén y hasta 1837 creció allí el árbol frondoso que dio nombre a la vía. No hubo forma de que los vecinos se acostumbraran a llamarla Perfecto Lacoste. Igual suerte corrió la calle que había alcanzado notoriedad por una lámpara encendida todas las noches en el cruce con la calle Habana. Lamparilla fue renombrada Pedro Pérez, en honor del jefe mambí, pero definitivamente hubo que restituir la denominación tra- dicional. Conforme a las bases antes mencionadas, los nombres de cubanos notables que se quitaran para reponer antiguos rótulos, se darían a calles nue- vas o innominadas. Por ello Perfecto Lacoste y Pedro Pérez identifican ahora sendas vías del Cerro, que desembocan en la Calzada de Ayestarán. Asímismo fueron suprimidos, junto con Belascoaín y Zulueta, los demás nombres ingratos, entre los cuales figuraba Tacón, capitán general que gober- nó con mano dura la Isla de 1834 al 38. Aunque se sustituyó por Manuel San- guily, general del Ejército Libertador, la renovación dejó mucho que desear, pues la propia Oficina del Historiador estampa hoy su dirección así: Tacón 1, entre Obispo y O’Reilly. Tampoco echó raíces la iniciativa de rotular vías públicas con nombres de naciones amigas, tal como Avenida de Bélgica para la calle conocida de antaño por Monserrate. Esta denominación proviene de una ermita que se levantó en 1695 por donde hoy está la Plazuela de Albear. En 1836 quedó destruido el templo y hacia 1844 se reedificó en otro lugar. No obstante, aquel nombre cata- lán continuó fijado en la mente de los habaneros para designar la arteria que siguió el contorno del viejo muro defensivo de la ciudad, por lo menos desde la intersección con la calle Muralla hasta donde estuvo la puerta de La Punta. Sentido es un elemento sociocultural que se torna cada vez más escaso en el decurso de la modernidad, pero si las tradiciones pierden su fuerza espon- tánea, los nuevos valores y normas pueden configurarse sólo por medio de la comunicación dentro del más amplio círculo de ciudadanos. Es difícil implan- tar prótesis de sentido por vía administrativa. Emilio Roig de Leuchsenring no vaciló en romper con la tradición para borrar de la toponimia urbana a los personajes desagradables. Por el contrario, Manuel Moreno Fraginals enjuicia25 Los nombres y las cosas encuentro los cambios de nombre como «profundo desprecio por la historia». Más acá de este contrapunteo aflora la desemejanza estructural entre la acción admi- nistrativa y las tradiciones culturales. Así como los números arábigos son mejores que los romanos a la hora del cálculo, algunas denominaciones deben de superar a otras en la función de identificar vías públicas. Nadie pone en duda que los cubanos veneran a los tres grandes de la última guerra contra el coloniaje español: Martí, Maceo y Gómez. Mas casi nadie recurre a estos apellidos gloriosos para referirse, de acuerdo con la nomenclatura oficial, a sendas arterias de La Habana, Prado, Malecón y Monte, respectivamente, son nombres al uso que surten mayor efecto comunicativo y muestran su conveniencia, por ejemplo, cuando es pre- ciso enviar cartas o telegramas a lugares vinculados con estas calles. El refrán castizo de que el nombre ni quita ni pone, resulta inaplicable al contexto urbano, so pena de embrollo y confusión. Ya en 1603 el regidor Juan Recio abogaba por nombrar todas las calles habaneras, pero aún en 1761 el primer historiador criollo, José Martín Félix de Arrate, contaba que algunas no tenían nombre. La rotulación completa se llevó a cabo tras el cese de la ocupa- ción británica (1763), en virtud de las ordenanzas del gobernador Ambrosio Funes, conde de Ricla. De la misma época datan los nombres de personas más o menos célebres, que empezaron a discurrir por entre las denominaciones asentadas en el uso popular, la devoción cristiana o la historia menuda. Por la calle Honda o del Sumidero entró en 1763 a la ciudad amurallada el general español Alejandro O’Reilly; su apellido identificó en lo adelante aquella vía. El conde de Albemarle, jefe inglés de la plaza ocupada, salió por la calle paralela, que consolidó su nombre merced al Obispo Pedro Agustín Morell de Santa Cruz, quien solía frecuentarla. El propio gobernador Ambro- sio Funes, en cambio, no pudo sobrepujar con su gracia nobiliaria a la espon- taneidad del vecindario, que desde 1691 motejaba la vieja Calle Real como Muralla. No dejó de llamarse así entre cubanos, a pesar de que una pomposa tarjeta circular en la esquina de San Ignacio rezara Calle de Ricla. Extramuros repuntaron conflictos similares. Nunca se mencionó por su nombre oficial (Calle Ancha del Norte) a la Calzada de San Lázaro, cuya denominación vino para quedarse del hospital homónimo establecido por allí hacia 1746. Sin embargo, la vía primordial (hasta 1735) entre la ciudad y el campo se llamó primero Camino de San Antonio, porque conducía a un inge- nio del mismo nombre, y después Calzada de San Luis de Gonzaga, por la ermita de esta advocación que en 1751 se construyó justo donde habría de confluir la Calzada de Belascoaín. Cuando se remodeló a fondo en 1844 le dieron un tercer nombre, de rancio abolengo colonial: Calle de la Reina. Éste prevalece hoy por encima del nombre oficial e ideológicamente contrapuesto de Avenida Simón Bolívar. En curiosa composición sincrónica del criterio de autoridad, las señales de tránsito se atienen al uso popular, mientras que las placas atornilladas en cada esquina reflejan la nomenclatura oficial vigente. Y es que el hombre de la calle requiere orientarse en el espacio urbano sin dilaciones ni titubeos. No tiene26 Miguel Fernández encuentro por qué aprehender el significado de nombres que en otros contextos pudie- ran evocar lazos emocionales, pero dentro de la ciudad sólo se manejan como códigos de posición. El mundo de la vida suele oponer una resistencia peculiar frente al poder administrativo. Cuando la planificación estatal procede, no obs- tante, a elegir entre los contenidos culturales posibles, pocas veces hay genera- ción administrativa de sentido antes que reducción ideológica de valores. Ningún habanero acuerda verse con otro en la esquina de Simón Bolívar y Padre Varela: prefieren hacerlo en Reina y Belascoaín. Así ponen en solfa la pertinencia cultural de ciertos criterios administrativos empleados para rotu- lar las calles de la capital cubana. Tal parece que antes de reforzar señas de identidad en correspondencia con sentimientos de patriotismo o de amistad con otros pueblos, las denominaciones de las vías públicas deben procurar la eficacia comunicativa que responda a los fines culturales de ubicación e iden- tificación dentro de la trama citadina. Último refugio.(1991)27 la mirada del otro encuentro P ara un español que se quiere de izquierda la situación por la que pasa Cuba es doblemente doloro- sa. Primero, porque, si la plantea en su verdadera dimen- sión histórica, no puede olvidar, precisamente en este año de recordatorios, las responsabilidades que como antigua metrópoli nos atañen. Los vínculos que unen a los dos pueblos son de tal naturaleza que lo que suceda en un país no puede dejar de concernir al otro. Segundo, porque nos hemos solidarizado durante demasiado tiempo con el régimen de Castro, unos ciertamente con entrega total y otros —importan los matices— sin sobrepasar nunca un apoyo crítico, pero en cualquier caso la simpatía de la izquierda por la revolución cubana ha sido una constante, y no sólo en el mundo hispánico de ambos lados del Atlántico, aunque muy en especial entre nosotros. La izquierda se ha alejado, pienso que con excesiva facilidad, del llamado socialismo real, pero nos cuesta mucho ento- nar la palinodia respecto a uno de los últimos restos de este mismo modelo. En el treinta aniversario de la inva- sión de Checoslovaquia por las tropas del Pacto de Varso- via conviene recordar que las burocracias en el poder de los países del este introdujeron la expresión «socialismo real» para diferenciarlo del «utópico» que ingenuamente pretenderían los que exigían un «socialismo con rostro humano». Incluso la Cuba del Che que a mediados de los sesenta parecía aferrarse con más fuerza a esta esperanza, en agosto de 1968, caído el héroe legendario en Bolivia, apoya la invasión de Checoslovaquia. En relación con la teoría y puesta en práctica del socia- lismo, la izquierda ha hecho más rectificaciones y renuncios de los necesarios, pero ello no quita que ante el régimen de la mirada del otro Ignacio Sotelo Cuba, 1998 Reflexiones extemporáneas sobre un siglo perdidoNext >