< Previoushomenaje a virgilio piñera La melancólica dama para Fina Ibáñez Llevándose a la boca una tras otra las horas vivas y las muertas, comiéndose los ojos que parecen dos espejos muertos de sueño; velando el sepulcro de unos párpados alzados perpetuamente sobre un escenario en que se mueven, luchando como cíclopes el sueño y el insomnio, la melancólica dama prepara con astucia infinita un cocktail de pastillas... Con la negra como la noche despertará en medio de una multitud de sueños blancos, con la blanca como la leche verá su cuerpo cubierto de hollín, con la roja como la sangre asistirá, sonriendo, al fin del mundo. La melancólica dama, arrebujada en sus pieles del insomnio tirita por las oleadas de sueño, de sueño reparador y beatífico, pero sus siempre abiertos ojos volviéndose hacia ella la miran como miraba la Medusa dejándola despierta en medio del sueño de los otros. octubre 13 de 1974 8 Virgilio Piñera encuentroLa última hada A mi querida amiga Juana Gómez de Ibáñez, en su cumpleaños. Es tradicional en la cibernética cósmica, que en el dispositivo serial a cuyo cargo está la producción de seres humanos de sexo femenino, sus computadoras registren el hecho, insólito y maravilloso, del nacimiento de un hada. Hace miles de años la computadora registró el del hada Melusina; y pasados otros mil años el del hada Madrina, y cuando el mundo ya desesperaba allá a finales de siglo, pues que el dispositivo serial tan sólo producía simples mujeres, he aquí que la computadora hizo ¡clic! y nació Juana Gómez, la última hada... Y como entre las inapelables leyes cósmicas —con sus incisos, apartados, parágrafos y demás— por la banda serial se registra el don supremo del hada al venir al mundo, en la de Juana Gómez ¡oh asombro, oh maravilla! rezaba: Juana Gómez, hada cubana, más calificada que el hada Madrina: Juana Gómez será el hada Madre. Y así fue y será para todos aquellos que acudimos a Juana Gómez en busca de consuelo. 30 de marzo de 1975 9 homenaje a virgilio piñera Poemas inéditos encuentroSardinas, rosas y margaritas del Japón para mi «mamá» Juanita Gómez en su onomástico Fume sardinas, señora, coma cigarrillos, mastique margaritas del Japón y rosas té... O si lo prefiere puede combinar: un sandwich de margaritas del Japón, unas lascas de cigarrillos y un vaso de refrescantes sardinas como bebida. O también, ¿por qué no? una crema facial de sardinas se mezcla con picadura de tabaco de Virginia para esas horas en que la depresión nos muerde. Muerda un trozo de mármol si tiene jaqueca, cómase acto seguido una margarita del Japón, fría unos cigarrillos con tierra del jardín y póngase a departir con una sardina frita con agua destilada. Se refrescará al instante y advertirá que la vida se desliza como una gata veloz tras un ratón de peluche. Todo esto la irá serenando, pero tenga cuidado de no llegar al misticismo, en ese caso pase una tiza en sentido inverso a la superficie del pizarrón y ya verá sus pelos de punta: ahora está equilibrada. Pues entonces a fumar sardinas, a comer cigarrillos y a masticar margaritas del Japón. ¡Qué encantadora puede ser la existencia! 30 de marzo de 1976 10 homenaje a virgilio piñera Virgilio Piñera encuentro11 homenaje a virgilio piñera encuentro V einte años después de su muerte, Virgilio Piñera (1912-1979) está disfrutando de un magisterio que él no sólo nunca se propuso ejercer, sino al cual, por el con- trario, siempre se negó. Su obra literaria, que incluye poe- sía, cuento, teatro, novela, ensayo, ha cobrado además una importancia que en esta última década no ha dejado de crecer. Uno y otro hechos distan de ser fortuitos o debidos a un veleidoso azar. Tras más de una década en la cual sus inéditos dejaron de publicarse, sus obras editadas desapare- cieron de las librerías, sus piezas nunca más se representa- ron; su nombre mismo dejó de mencionarse y fue suprimi- do de las antologías y panoramas de la literatura —muerte civil, es decir, muerte en vida, llamó Piñera a ese aciago período de silencio y marginación que fue su vida de 1971 a 1979—. Los escritores jóvenes, a quienes se había educa- do en el desprecio por los creadores que los comisarios de la cultura condenaron «al silencio y la negrura», comenza- ron a descubrir, maravillados, a un desconocido autor al que todos conocían y que, hasta entonces, les habían esca- moteado (algo similar ha ocurrido por estos mismos años con Gastón Baquero). A partir de 1987, año en que vieron la luz sus primeros libros inéditos, los volúmenes de cuen- tos Muecas para escribientesy Un fogonazo, su nombre no ha dejado de estar de actualidad y de disfrutar de una perma- nencia que augura ser algo más que una moda efímera. Una tras otra han subido por primera vez a los escenarios Laniñita querida y Una caja de zapatos vacía , y se han repues- to Jesús, Electra Garrigó, El flacoy el gordo, La boda. Cuentos suyos han sido adaptados al teatro y la danza —también al cine— y hasta se montó un espectáculo unipersonal, ¡Oh, Virgilio!, que tiene al propio Piñera como protagonista, proyectos todos realizados por creadores jóvenes. La más reciente muestra de esta auténtica euforia piñeriana es Si vas a comer, espera por Virgilio , de José Milián, el gran suceso de la escena cubana del pasado año, un singular y emotivo homenaje al autor de ElectraGarrigó. Homenaje a Virgilio Piñera Introducción Carlos Espinosa DomínguezSe trata, por lo demás, de la reacción que cabía esperar ante una obra que no alcanzó a conocer la difusión y el reconocimiento nacional e internacional que sí disfrutaron otros autores cubanos (pienso, para citar nombres concre- tos, en Alejo Carpentier, Nicolás Guillén y José Lezama Lima), pero cuya cali- dad, riqueza y coherencia es similar a la de éstos. De hecho, esta tardía acepta- ción general que está conociendo Piñera tiene que ver, y en no poca medida, con que desde sus primeros textos éste fue un adelantado a su época, un escritor de vocación iconoclasta, transgresor de lo convencional, y por eso siempre se le ha comprendido mal. Ahí está, por ejemplo, el escaso eco, cuan- do no el rechazo, que halló en su momento «La isla en peso», uno de los poemas, lo recordaba Reinaldo Arenas en un magnífico ensayo sobre Piñera, más perfectos y totalizadores, más magistralmente resueltos de toda la litera- tura cubana, tan rica en buenos poemas. O en las acusaciones de falta de cubanía, europeísta y alejada de nuestra realidad con que fue recibida, cuan- do se estrenó en 1948, Electra Garrigó. Escritor que exploró prácticamente todos los géneros, a Virgilio Piñera se le considera sin discusión como el exce- lente autor teatral que inauguró nuevos y complejos caminos a nuestra dra- maturgia. Se admiten además sus aportaciones y hallazgos en el campo de la narrativa breve. Pero se le niegan o se le aceptan con reticencias sus cualida- des como poeta y novelista, y apenas se conoce su labor crítica y ensayística, en donde dejó muestras de su agudeza y sagacidad. Vertientes todas que com- pletan la imagen literaria de quien se consideraba, sobre todas las cosas, un escritor, y que lo harán figurar, como ya empieza a verse, entre los grandes escritores de Latinoamérica. No hace falta argumentar, pues, por qué ENCUENTRO de la cultura cubana dedica a Virgilio Piñera este homenaje en el vigésimo aniversario de su desa- parición física. Lo componen cinco trabajos pertenecientes a autores de las últimas promociones, quienes se ocupan de aspectos diversos de su personali- dad y su obra. Tres de los mismos, los de Antonio José Ponte, Roberto Uría y Guillermo Loyola, fueron escritos especialmente para este dossier. El de Ernesto Hernández Busto es una versión revisada de su prólogo a la edición mexicana de El no. En cuanto al de Abilio Estévez, ante su imposibilidad de podernos enviar a tiempo la colaboración que nos había prometido, éste nos autorizó para que reprodujéramos un texto suyo aparecido en la revista Letras Cubanas en 1989, y cuya circulación fue entonces muy limitada. Además de su valor testimonial y literario, su inclusión se justifica por tratarse de un autor que conoció y trató a Piñera en sus últimos años y que reconoce tener con él una deuda de gratitud que difícilmente podría pagar. Completan este homenaje seis poemas inéditos de Piñera. No figuran en la recopilación de su producción poética que vio la luz en Cuba el año pasa- do, bajo el título de La isla en peso. Están fechados entre 1972 y 1976 y convie- ne que nos refiramos a las circunstancias bajo las cuales fueron creados. Por decisión de la burocracia y la dirigencia política, Piñera había sido confinado al Instituto Cubano del Libro como traductor de literatura africana de expre- sión francesa (a él se deben versiones al español de títulos de Henri Lopes, 12 homenaje a virgilio piñera Carlos Espinosa Domínguez encuentroFerdinand Oyono, Mongo Betti, Luandino Vieira y Malek Bennabi), labor por la cual ganaba un salario mensual de doscientos veintiocho pesos. Acababa de entrar en los sesenta años y su vejez no podía iniciarse de modo más patético y desolador. Como ha apuntado Antón Arrufat, quien padeció similar situa- ción y que tanto ha hecho por reunir y divulgar la obra de Piñera, «no sólo estábamos muertos en vida: parecíamos no haber nacido ni escrito nunca». Quedaban como refugio las tertulias en casa de amigos como Olga Andreu y Abelardo Estorino, único estímulo que en este período tuvo Piñera para seguir realizando una obra que, por lo demás, fue siempre un acto de terque- dad. Era, según cuentan quienes le conocieron, un hombre dotado del don de la conversación y disfrutaba de las charlas de salón. Y aquellas reuniones en las que se retomaba una costumbre provinciana de nuestro siglo XIX, lo rescataban por unas horas de su marginación social. A mediados de 1974, por intermedio de un amigo, llegó Piñera a la casa de la familia Ibáñez Gómez, donde vivían la hija y varios nietos del patriota cubano Juan Gualberto Gómez. Una casa quinta rodeada de árboles, situada en el barrio habanero de Arroyo Apolo. Allí encontró a unas personas, para él un tanto alucinantes, que tenían hábitos nocturnos y adoraban a los animales, y que lo acogieron con un cariño, un mimo y un respeto que creía perdidos. En la terraza de los Ibáñez Gómez, entre tazas de té frío y dulces domésticos y en medio de un cerco vegetal que, para su satisfacción, tenía mucho de decorado teatral, leyó Piñera muchas páginas de su obra inédita. Varios son los poemas que dedicó a sus nuevos amigos: «Un chistoso túmulo», «Un teológico atracón», «Simpático aquelarre», «Pasando la semana» y cinco de los inéditos que aquí publicamos. En algunos casos se trata de deliciosas muestras de poesía de circunstancia escrita con el único propósito de acompañar un regalo o felicitar a alguien por su onomástico. En otros, sin embargo, estamos ante piezas de alcance mucho más trascendente y cuya calidad salta a la vista. Sirven además para lla- mar la atención sobre el hecho paradójico de que alguien que se consideró siempre un «poeta ocasional» y que desde su madurez no demostró interés por esa parcela de su creación, continuara frecuentándola hasta el final de su existencia («Isla», uno de sus mejores textos de esta etapa, es de 1979). Hoy, cuando su futuridad literaria está asegurada y cuando tenemos la cer- teza de que sus cuentos, novelas, piezas teatrales y obra poética lo conducirán «al país del universal reconocimiento», queda la duda de saber cómo Virgilio Piñera hubiera aceptado estos homenajes y recordatorios, esta aceptación general que sólo disfrutan los mitos. Tal vez con ironía y resignación. O acaso hubiese dicho, como aquel personaje de su poema que está a punto de con- vertirse en isla: «¿Así que era verdad?» 13 homenaje a virgilio piñera Introducción encuentrouna ópera en la sierra Alguna vez, o varias en los últimos años, se ha publicado la noticia de que la Ópera Nacional de Cuba ofrece funcio- nes en las montañas. El arte menos circense (por lo arduo de su transportación) viaja hasta los lugares más recóndi- tos de la isla. Los cantantes de ópera hacen figuras tan extrañas como la de aquella soprano de una novela de Verne que aparecía, aun después de muerta, para cantar entre los picos de los Cárpatos. (Lo que podía verse de ella era pura filmación; lo que se oía, un disco. Pervivía gracias a un fanático.) En esa noticia se encuentran la más artificiosa de las artes y la naturaleza más hirsuta. Tal vez lo único que consiga oponerse a un arroyo de montaña sea un aria, ciertas grandezas pueden ser el mejor marco para algunas músicas. Se trata, indudable- mente, de un proyecto wagneriano, y lo propicia la misma didáctica que ordena por estos tiempos programas de con- cierto para multitudes. Una idea romántica venida de la Ilustración permite sospechar que el más justo de los oyentes de una ópera se encuentra, tan inconscientemente de ello como puede serlo un justo, en la más alta montaña. La revolución, que alcanza a ser tan romántica como cínica, tan desprendida como avara, ordena entonces que una compañía de ópera se ponga en marcha hasta encontrarlo. En un episodio de El mundo de Guermantes, Marcel Proust se cuestiona quién de los asistentes a un teatro se halla mejor dotado para apreciar la representación. Y no resulta ser, ni remotamente, el joven de localidad barata que los romanticismos aconsejarían. Proust no duda en llamarlo estudiante genial, aunque le reprocha que se encuentre demasiado pendiente de no manchar sus guantes, de son- reír a quien lo mira y de agradar a su vecino de butaca. Le reprocha perder la función en nimiedades. Por el contrario, la gente del gran mundo la pasa en sus palcos como en sus propios salones. Escarmentados del oro y los espejos, son los únicos libres, según Marcel Proust, para atender a la pieza. Más que la diferencia 14 homenaje a virgilio piñera encuentro La ópera y la jaba Antonio José Ponteentre dos clases sociales, un episodio así demuestra la diferencia existente entre la ineditez y la costumbre. Y Proust se vale de una figura de estudiante en su primera noche de teatro y de otra, de princesa, favorecida desde antes de nacer con la memoria de un linaje. La ópera en la sierra ahorra a los espectadores cortinas y espejos y oro y decorados y orquesta en el foso. Todo lo que entretiene al estudiante genial en la función proustiana se ha restado. Y cabría pensar que esa actuación reducida a la más primordial de sus convenciones —discursos que se cantan en idioma seguramente extraño—, es más ópera que nunca. Sin embargo, quien haya asistido a una noche memorable de ópera recor- dará cómo aquello sucedido en palcos y platea resultaba tan notable, por momentos, como lo cantado. Sala y escenario juntaban sus dos óperas, toda una sala en la equivocación feliz de no ser menos legendarios que aquéllos que cantaban. Al prescindir de la parafernalia, una ópera en la sierra desprecia los hábitos del gran mundo que, luego de muchas funciones, se harán hábitos también del estudiante genial. Suena más en lengua muerta que en lengua extranjera. Las empresas culturales de la revolución resultan ser como esa ópera en la sierra. Una cultura vuelta gestos enormes, concentrada en libros y en cuadros y en música y películas, olvida que también debería estar cifrada en hábitos más nimios: comer, vestir, habitar una casa elegida, estar placenteramente... No tiene en cuenta que sin esos hábitos se vuelve difícil, imposible casi, acce- der del todo a libros, cuadros, músicas, películas. Nadie llega a la ópera si no alcanza a creerse un tanto personaje de ella. La revolución, capaz de tanta generosidad como la que impulsa a una compañía por montañas, impide a su vez que alguien vaya a suponerse personaje de ópera. Puede entregar una obra maestra que no ofrecerá consuelo porque se han desterrado las pequeñas consolaciones, costumbres que casi nunca cuentan al hablarse de arte, pero sobre las que debería descansar una conversación así. La revolución niega a la vida su probable calidad de obra de arte y recluye esa calidad en un número de obras, en arte mayúsculo que se vuelve difícil de respirar. Es la gruta de Aladino con muy poco oxígeno. la jaba de saco de virgilio piñera La noche antes de morir, Virgilio Piñera se dedicó a jugar dominó con un grupo de amigos. Para ellos cargó dulces en una jaba de saco que parecía acompañarlo siempre, como lo acompañaba antes un paraguas. (Comprado en los lejanos días de Buenos Aires, el paraguas era inservible ya. Había sido durante años el bastón de Virgilio, ya que todo paraguas cerrado es bastón. Y, de entre todos, aquél con puño de turquesas que convertía a Balzac en here- dero de un linaje que no le pertenecía.) Esa noche ganó juego tras juego y pidió a los dioses, a una reina de la noche invocada, que lo hiciera por fin un perdedor. Habló en algún momen- to del trabajo del día, un triunfo más pues en aquella pieza de teatro — ¿Un pico o una pala?— se permitía todas las libertades. Sus personajes actuarían en 15 homenaje a virgilio piñera La ópera y la jaba encuentroverso y prosa, el diablo aparecería para romper todo realismo, la escribía a mano y no directamente a máquina como era su costumbre, y quizás después de aquella obra no volvería a escribir. Reconoció ser inmortal. Se hallaba, al parecer, en perfecto estado de salud y juró histriónicamente que tendría que proponerse envejecer un poco. Al final de la noche tomó una guagua para regresar a casa y se dio el pla- cer de dar un escándalo, aporrear la puerta, reclamar a gritos su parada. (Emprenderla a gritos con quien conduce un transporte público resulta la venganza perfecta, por nimia, de escritor silenciado. Lo mismo que para Luz Marina, personaje de su pieza teatral Aire frío , estaba en un guagüero la última oportunidad.) Abilio Estévez, uno de los jugadores de la noche y de quien tomo estas noticias, lo vio bajar tarde en la noche de esa guagua. Almorzó al día siguiente en un restaurante, en compañía de un actor. Luego saldrían en el auto de ese amigo rumbo a una partida de cartas. Entre la canasta y el restaurante sucedió su muerte. Durante los años de muerte civil, como él llamó a esa época de la que saldría para entrar a la muerte ver- dadera, censurado y prohibido, condenado a un puesto de traductor de nove- las africanas, las circunstancias obligaron a Virgilio Piñera a adoptar la estam- pa de un viejo jubilado, lo convirtieron, jaba de saco en mano, en un Rey Lear de las colas. Tan sólo una década antes había sido editado y representado abundante- mente, dirigía una importante colección de libros y llegó a titularse, en un momento de pueril soberbia, el lobo feroz de la literatura cubana. Pasaba, en sus últimos años, de escritor sacralizado a escritor prohibido. Parecen ser éstas las únicas opciones, extremadas, que una revolución depara al artista. Si publicita una obra y dedica a ello esfuerzos nunca antes vistos, lo único que consigue es elevar unos cuantos libros por encima de las vidas que llevan sus lectores, otorgar a esos libros inalcanzables, incomproba- bles, los inconvenientes de lo sagrado. En una sociedad donde las vidas pier- den lo que de novela pudieran tener, la obra de arte es aplazada hacia lo novelesco, se hace utópica. Es ópera en la sierra, aria en los Cárpatos. No importa entonces cuánto se empeñen las mejores políticas culturales mientras no regrese a la vida esa calidad negada, mientras la cultura, desasida de las vidas de todos los días, no tenga otra oportunidad de ser que lo libresco. «Una revolución no está completa», escribió por los años sesenta Ramón Gómez de la Serna, «si no se oye gritar: ‘¡Vamos a matar a los pavorreales!’». Aquello que otorgó a la obra de Virgilio Piñera los inconvenientes de lo sagrado en tiradas imponentes, le entregó luego su cuota de nada, otra cara de lo sagrado. Su heroísmo de escribir hasta la muerte, cifrada la apuesta en alguna pos- teridad reivindicadora, se entrelazó entonces con el heroísmo de agotar actos menudos bastante imposibles: unos dulces, juegos de mesa para cada día, el hábito de un restaurante, gestos de epicúreo en circunstancias estoicas. Se ocupaba en salvar, a contracorriente, lo que la revolución desterraba, poster- gaba, censuraba o prohibía: las recompensas más inmediatas, el arte de vivir, la memoria del cuerpo. 16 homenaje a virgilio piñera Antonio José Ponte encuentroCada mañana, al afeitarse, mientras corría el agua, recitaba frente a un espejo «Juegos de agua» de Dulce María Loynaz. Un poema de Valéry, salmo- diado en francés, le servía para calcular el tiempo de cocción de las pastas. Hábitos y poemas se confundían en él para refutación de lo libresco. Su obra literaria, antes muy parca en costumbrismos, pudo reconciliarse cada vez más con la vida que llevaba. Y se hizo mayor su entendimiento de algo que no cabría deslindar ya en literatura o vida. A la recitación francesa ante el fogón o al inútil paraguas traído de Buenos Aires, sumaba el vaso de leche que tan gustosamente bebe cada tarde el señor Madrigal en uno de sus cuentos de esos años, o tantos poemas en donde la muerte se presenta con tal de interrumpir un montón de rutinas salvadoras. La tradición hasídica cuenta cómo Rabí Leib, hijo de Sara, erraba por la tierra, seguía el curso de los ríos y la temporada de los mercados, y quiso bus- car a Dov Ber de Mezritch llamado El Gran Predicador para recibir sus ense- ñanzas. Lo encontró por fin y tuvo suficiente, sin oírlo siquiera, con verlo atar- se y desatarse una sandalia. «Un hombre», reconoció Rabí Leib, «debe hacer que sus acciones sean una Torá, debe volverse él mismo una Torá. Tan com- pletamente que se conozca por sus hábitos y por sus gestos y por su inmóvil unión con Dios». Dov Ber de Mezritch predicaba la Torá y era ya la Torá pues la justicia encarnaba en cada gesto suyo. Al final de su vida, Virgilio Piñera era un justo en vida y en obra. Revelaba lo mismo leerlo o comprobar qué ficha ponía en la mesa. Su magisterio se encontraba también en aquella jaba de saco con la que iba a todas partes, para lo que apareciera. Esa jaba, inconforme con cualquier pobreza por irradiante que pueda parecer, resulta ser uno de nuestros emblemas para la acechanza. 17 homenaje a virgilio piñera La ópera y la jaba encuentro Sección del castillo de la Real Fuerza en 1765.Next >