< Previousun tono lírico nuevo en la escritura de Benítez Rojo y completamente distinto del de las novelas del Boom. La prosa, dúctil y de gran riqueza léxica, es uno de los grandes logros de la novela porque parece justa, suficiente para lo que describe, no excesiva y rebuscada, como a veces ocurre en Carpentier. Es el fil- tro por el que Enriqueta tamiza las tornasoladas memorias de su vida, desde las escenas de la campaña rusa, reminiscentes del Stendhal de La Cartuja de Parma, hasta los viajes por la campiña cubana, especialmente el área próxima al Mariel, que a mi me recuerdan páginas de Cirilo Villaverde. El efecto es poético más que épico, más de emoción estética que de sentido docto —más arte que historia. Me atrevo a predecir que Mujer en traje de batalla va a ser un hito en la novelística histórica y en la narrativa latinoamericana en general. Rebasado el experimentalismo vanguardista del Boom, esta novela constituye el regreso a una narrativa de lectura amena, asequible, placentera, asequible a un público amplio, y que parece hecha para ser convertida en película. También parece inevitable una secuela en la que Enriqueta narre todas esas aventuras que dejó en el tintero, «porque ni siquiera pude hablar de aquellas extrañas noches de vodú en Nueva Orleans, ni de mi productiva asociación con Marie Lavau, ni cómo fue que conocí a mi tercer marido, ni de mi clandestino regreso a La Habana, ni de mi encuentro con Christopher en Londres; se per- derán en el silencio los días de Irlanda y Egipto, mi amistad con Garibaldi, mis últimas noches de amor en la casa encantada de Venecia. ¡Cuánto daría por contar todo esto!» (pp. 507-508). Ojalá que Benítez Rojo encuentre la ins- piración y la energía suficientes para animar a Enriqueta a que llene ese vacío, ese puente entre su llegada a Nueva Orleans y su conversión a escritora en Nueva York. 18 Roberto González Echevarría encuentro homenaje a antonio benítez rojoH ace ya veinte años, en TÉRMINO , una revista literariarecién creada por varios marielitos , celebré la llegada al exilio de uno de mis cuentistas cubanos favo- ritos, Antonio Benítez Rojo, con un artículo muy apasio- nado pero sin duda torpe y presuntuoso. El escritor inma- duro —y a pesar de escribir desde niño, en esa época yo todavía lo era— trata de disfrazar sus deficiencias con un aire radical y arrogante. Sin embargo, la esencia de aquel texto, que hoy releí después de mucho tiempo, permanece invariable: me es grato aún rendir homenaje a uno de los pocos autores cubanos dados a conocer en los años sesenta, que desperta- ron en el adolescente que fui una admiración duradera. Recuerdo la desconfianza y el desdén con que solía leer a cualquier nuevo escritor lanzado con bombo y platillo por alguna editorial nacional; olfateaba enseguida, como un joven sabueso, el tufo a panfleto que en mi opinión des- valorizaba toda escritura, y escrutaba impaciente los signos anodinos de una narrativa sin vida. Nada estimula más a un principiante que despreciar a sus contemporáneos; y en mi caso, lo puedo asegurar, me sobraban razones. Con ese mismo recelo comencé a leer la colección de cuentos Tute de reyes de Benítez Rojo, alguien de quien no había oído hablar jamás; pero al terminar el relato Estatuas sepultadas , enigmática crónica de un mundo aislado en vías de extinción, bajé de inmediato la guardia. Podía objetar, para no renunciar de un tirón a mi afán quisquilloso de apuntar las faltas, que había percibido soterradamente el eco de Cortázar a lo largo del texto, pero no me quedaba más remedio que reconocer a un escritor genuino. Otras piezas, como Evaristo, Recuerdos de una piel, Tute de reyesy Peligro en laRampa, redondearon mi impresión del libro. Me entusiasmé; compartí su lectura con amigos, tan reacios como yo. A la larga claudicaron y sumaron elogios. Entre tanta mediocridad e hipocresía, teníamos un motivo 19 encuentro homenaje a antonio benítez rojo Carlos Victoria Cuentos de una isla que se repitede festejo; con la vehemencia de la juventud, que cuando no aborrece idolatra, colocamos una nueva figura en el minúsculo altar literario de nuestro país. Dos años después, el segundo libro de cuentos de Benítez, El escudo de hojas secas , reafirmó mi entusiasmo. No solo lo reafirmó; lo aumentó. Aquí también, como en el otro volumen, descollaba un relato: La tierra y el cielo, una narración digna de figurar en cualquier antología del género. Resulta significativo que este libro ganara el galardón de cuentos en el memorable concurso de la uneacde 1968, el mismo en el que fueron premia- dos Heberto Padilla por su poemario Fuera del juego, y Antón Arrufat por su obra teatral Los siete contra Tebas . Ambos autores, en especial Padilla, sin imaginarlo, inauguraron de golpe el aquelarre; abrieron las compuertas de la sombra. Aunque el libro de Benítez no fue vilipendiado por los funcionarios cultu- rales como los otros dos, cayó de alguna forma en la frontera, en el mismo límite peligroso, del nuevo territorio demarcado por la policía política. O al menos así lo sentimos nosotros, lectores y creadores todavía adolescentes. Me es necesario evocar brevemente esa época. Los escritores, y los que aspirábamos a ser escritores, vivíamos bajo la amenaza de la frase que se lanzó en 1961: «Dentro de la revolución, todo; contra la revolución, nada», que la sabiduría popular interpretó con más exactitud al sustituir una preposición: «Dentro de la revolución, todo; fuera de la revolución, nada»; decreto inso- lente y reductor, pronunciado de espaldas a la historia, como si la literatura, y aún más, la vida misma, pudieran meterse en una caja en la que uno debía entrar para existir, o salir para desaparecer. Otra frase de ese mismo discurso subrayaba: «La existencia de la revolución o nada». Pero no fue hasta enton- ces cuando esa disyuntiva, todo o nada, se materializó. Cada joven escritor, lo repito, se fortalece con el rechazo y el desdén; pero a la vez busca a su alrededor modelos y asideros. Para los narradores jóvenes de esa malsana etapa, Benítez Rojo representaba una tercera opción entre la sumi- sión y la disidencia: una literatura hecha con dignidad, con astucia, que sorteaba los riesgos a base de elegancia, agudeza y talento. Treinta años después, esta pos- tura puede parecer endeble desde un punto de vista puramente político; pero en aquel momento inspiraba en nosotros un más que merecido respeto. Al llegar la debacle de los años setenta, cuando la censura cobró varias víc- timas que no pretendo ahora enumerar, y se hizo evidente para los miembros más sinceros de mi generación que solo nos quedaba guardar celosamente nuestros manuscritos en el fondo de profundas gavetas (muchas veces en vano; en mi caso, y también en el de otros, la Seguridad del Estado se las arre- gló para llegar a ellas), Benítez Rojo volvió a sorprender con una nueva colec- ción de relatos, esta vez bajo el poco prometedor título de Heroica.Confieso que me asusté; uno no perdona a alguien que uno admira cuando éste se trai- ciona o se rebaja. Uno lo toma a pecho, como una humillación. Pero por suerte mi miedo fue infundado. En el desierto de la literatura nacional de esa década, que incluso ha sido bautizado por la actual oficialidad cultural cubana como el quinquenio gris (se quedaron cortos por algunos años), este libro resultó un oasis. Estupendamente 20 Carlos Victoria encuentro homenaje a antonio benítez rojobien escrito, con una hechura todavía más sólida que los anteriores, Heroica fue la excepción de la regla. Una vez más, sobresalía un relato: Los inquilinos . Esta fábula extraña, sobre los avatares de un matrimonio con un cierto delirio de grandeza amparado por un siniestro protector, que a su vez pretende subvertir el orden con la ayuda de vecinos pobres, recurriendo incluso al chantaje y al crimen, escon- día audaces resonancias políticas que no se me escaparon. Era un guiño en medio de aquel paisaje hostil; agradecido, me sentí su cómplice. Hace veinte años terminé mi texto sobre Benítez Rojo con una afirmación, y hoy voy a hacerlo con las mismas palabras: en la galería personal de los libros que en aquel tiempo me comunicaron algún valor, alguna esperanza, estos volúmenes de cuentos ocuparon un sitio excepcional. 21 Cuentos de una isla que se repite encuentro homenaje a antonio benítez rojoE l inicio de nuestra amistad fue súbito. en 1992, después de escribir mi libro Imagining Columbus , le envié una copia del manuscrito a Antonio Benítez Rojo. Entonces yo no lo conocía en persona, pero había leído algunos de sus cuentos y asimismo la novela El mar de las lentejas y pensé que el tema—el «quinto» viaje de Colón, no por ultamar sino a través de la literatura—le interesaría. El respondió con prontitud y enorme amabilidad. Me escribió unas palabras halgadoras y me invitó a dar una conferencia en Amherst College, donde él llevaba aproximadamente una década impartiendo clase. Unas semanas más tarde una colega suya también cubana me recogió en su automó- vil en la puerta de mi apartamento en Manhattan y juntos viajamos a la zona poniente de Massachusetts, cerca de Northampton, donde estudió Sylvia Plath y donde vivieron los poetas Emily Dickinson y Robert Frost. Al llegar a Amherst, la colega cubana, respondiendo a mi curiosidad de visitar el museo que alguna vez fue la casa donde vivió Emily Dickinson, me aseguró que haría los arreglos perti- nentes. Me dejó en el hotel y media hora más tarde me dijo que la directora del museo me esperaba en poco tiempo. Esa cordialidad, que es cada vez más escasa en los Esta- dos Unidos, imperó durante toda mi visita. Antonio resul- tó ser un anfitrión ejemplar: almorzamos juntos en un res- taurante de primera calidad (más tarde me daría cuenta de que la gastronomía es su pasión) y luego me llevó a conocer los alrededores de Amherst. Después de la charla, me presentó a su esposa, Hilda Otaño. Aquella era una época difícil para ambos: tras una larga agonía en un hos- pital de Boston, su hija había muerto hacía no mucho. Hilda, a la que se notaba profundamente adolorida, se dis- culpó por no ir a la cena. El mejor recuerdo de aquella visita fueron las horas después de la cena. El tren que debía tomar de vuelta a Pennsylvania Station no partía sino hasta cerca de media- noche, así que tuvimos tiempo de sobra. Fueron horas de 22 encuentro homenaje a antonio benítez rojo Ilan Stavans Crónica de una amistadcerveza y literatura en las que hablamos de uno y mil temas. Sé que invoca- mos a Hemingway y Tolstói y que le dimos la vuelta a Chéjov. Los escritores rusos de la segunda mitad del siglo xix y los norteamericanos de la primera mitad del xx , nos dimos cuenta rápidamente, eran una obsesión compartida. Hablamos algo de Graciliano Ramos y mucho de Machado de Assis. Mi memoria también me dice que hablamos, quizás con el mayor ahínco, de Lafcadio Hearn, sorprendidos los dos de que alguien en el ámbito hispánico conociera a este reportero y cuentista inquietante, en especial su período japonés. (De Kwaidanhablamos con enfático detalle.) Esa misma noche Antonio me describió, escena por escena, el argumento de una novela que traía en mente acerca del personaje histórico del siglo xviii Henriette Faber, y que terminó siendo Mujer en traje de batalla . Recuerdo en detalle los ires y venires del personaje: Faber fue la esposa de un oficial del ejército de Napo- león Bonaparte, a quien vio morir en el campo de guerra; su viudez la moti- vó a vestirse de hombre e inscribirse en la Université de Paris. Recuerdo que Antonio, en su imaginación fecunda y barroca, la tenía como cirujano en la campaña rusa de 1812, tras la cual la transfería a la península ibérica, donde caía prisionera de las tropas de Wellington y trabajaba en el hospital de Miranda de Ebro. Luego Antonio la mandaba al Caribe, primero a Guadalu- pe, luego a Cuba: practicaría la medicina en Baracoa y contraería nupcias nuevamente, esta vez con otra mujer; pero su trasvestismo sería descubierto y el escándalo se propagaría por la isla entera. A la postre, Henriette Faber sería condenada a cuatro años en el hospital de mujeres de la Havana. Inten- taría escaparse pero al final sería echada de Cuba. Terminaría en Nueva Orleans, donde Antonio la imaginaba topándose con Hearn. Exactamente ocho años más tarde, Antonio me dio a mí un manuscrito. Todo lo que me había contado estaba allí, relatado a manera de novela rusa decimonónica; todo, salvo la llegada a Nueva Orleans y el encuentro de Henriette con Hearn, que, según me lo dijo en una nota, había quedado pendiente para una secuela, quizás del mismo tamaño: otra novela que seguiría sus aventuras en Nueva Orleans y hacia adelante. Esa misma noche, ya casi al final de nuestro primer encuentro, yo le hablé a Antonio de mi admiración por Octavio Paz y El laberinto de la soledady le conté sobre un libro que soñaba con escribir acerca de la condición hispánica en Estados Unidos. Creo que le hablé también de una novela de intriga inter- nacional que tendría a un traductor como protagonista y que se nutriría de mis propias experiencias como inmigrante a los Estados Unidos. Una media hora antes de mi partida rumbo a Manhattan, en el andén, borrachos con quimeras, Antonio me propuso venir a trabajar a Amherst. La idea me pareció descabellada. Hacía un año que mi esposa había dado a luz a un niño, había- mos comprado un apartamento, y yo tenía un empleo sólido como profesor en Nueva York. Primero le agradecí la oferta, pero se la rechacé. Pasé el resto de la noche en el ferrocarril, que paraba en cada pueblito de camino. A eso de las ocho de la mañana llegó a su destino y yo fui directamente a impartir mis clases. Llegué tarde a casa y me tumbé en la cama. Temprano al día 23 Crónica de una amistad encuentro homenaje a antonio benítez rojosiguiente el agente de FedEx me despertó. Traía una carta de Antonio forma- lizando la invitación. Durante años yo había jurado no abandonar la ciudad de mi ídolo Edmund Wilson y el escenario de Call It Sleep : había aprendido, en docenas de viajes que hice de niño desde Ciudad de México en compañía de mi padre, que esa urbe de hierro y cristal es el ombligo del mundo; y que hay pocos escritores que se jacten de serlo que no hayan probado suerte allí. Pero el destino tiene su cometido propio. Unos diez meses después, me mudé con la familia a Amherst. No hace mucho, en una entrevista que me hizo un reportero acerca del volumen autobiográfico que escribí, On Borrowed Words , me preguntaba si en mis adolescencia tuve a un maestro que fuera una figura modelo. Su pre- gunta respondía a una sección del libro donde hablo de la relación con mi padre y de la búsquera de lo que Gurdjieff llamaba remarkable men. No sé si podría describir a Antonio como mi maestro. Pero de que sea un compás no me cabe la menor duda. Más que un compás, un faro. En restrospectiva, mi vida desde la mudanza hasta ahora ha sido distinta: menos pasmosa, más libre. Cuánto he cambiado dentro y fuera no podría decirlo. Lo que sí sé es que soy otra persona y que le he dado a la literatura el corazón entero gra- cias a las posibilidades que se abrieron ante mí. Fue Antonio quien, en 1993, me sugirió que ambos nos hiciéramos ciudadanos norteamericanos. Enviamos nuestros documentos legales (fotografías, huellas digitales, formas de inmigración) más o menos al mismo tiempo y juntos hicimos el juramen- to en un gimnasio de Boston en 1994, donde nos dieron nuestros pasapor- tes respectivos. Aquella fue una ocasión divertida Hablo de ella en detalle en la última sección de On Borrowed Words. Había unos 2.000 congregantes. Una porción considerable de procedencia asiática que no hablaba inglés tenía a traductores instantáneos su lado. Recuerdo que meses antes, cuando nos tocó ser entrevistados por un agente gubernamental, tuvimos suertes dispares. Unos días antes en la zona norte de México el candidato del pria la presidencia del país había sido asesinado, lo que me hizo escribir un ensa- yo para la página editorial del Boston Globe. El agente gubernamental me reconoció y en vez de hacerme las preguntas de rigor sobre la historia de los Estados Unidos y su sistema político, hablamos largo y tendido acerca de las relaciones México- eeuu . Pero a Antonio le tocó un agente menos amable, que reaccionó a su procedencia cubana con odio, acusando al exilo cubano de no afincarse lo suficiente en estas tierras. A fin cuentas, la ciudadanía nos llegó a ambos, y la celebramos con un majestuoso almuerzo en un res- taurante mexicano. Desde que llegué a Amherst, cada semana, casi sin interrupción, desayu- namos juntos Antonio y yo en una de las cafeterías del pueblo, la única donde le permitían a Antonio, hasta hace poco, fumarse un cigarrillo sin culpa. Las conversaciones invariablemente van de la historia a la cocina, y de la cocina a la música y de nuevo a la historia. Hablamos por espacio de hora y media en español —en un español puro y puritano— de La Habana de los cuarenta y cincuenta y del Distrito Federal de los setenta; de figuras claves 24 Ilan Stavans encuentro homenaje a antonio benítez rojocomo Fernando Ortiz y Calvert Casey; de sueños repetidos; de lecturas infan- tiles de clásicos de Jules Verne y Emilio Salgari; de mis hijos. Sorprenderá a pocos, supongo, que la Cuba de hoy nos ocupe muy poco. Antonio no ha vuelto a su isla de origen desde que salió por la retaguardia, como exliado político. Sigue de cerca el meollo político pero prefiere no invocarlo; cuando ocurren escándalos como el caso Elián González, se mantiene al margen y en silencio. Hay temas en los que discrepamos. Pero Antonio es uno de esas rara avisque sabe respetar diferencias. Desde hace tiempo, me da la impresión, se hizo a la idea de que sus años adultos en La Habana fueron inquietantes pero no del todo satisfactorios y que su salida de Cuba no fue únicamente un escape sino un renacimiento cabal. Para sobrevivir, debió haberse dicho, no había otro camino que el de reinventarse a sí mismo; y así lo hizo. Por años se empapó de teoría crítica, del postestructuralismo a la posmodernidad y el emblema poscolonial; producto de esa zambullida es su libro La isla que se repite, que le permitió, sin un diploma graduado en estudios literarios, ubi- carse cómodamente en la academia norteamericana y conseguir la perma- nencia sin dificultad. Una vez cumplida esa reinvención, su decisión viró otra vez unos 180 o , convenciéndose de que ahora le tocaba el turno a la ficción nuevamente. La isla que se repite es un libro inquietante: en parte ensayo, en parte auto- biografía intelectual, se inscribe en la tradición estelar del ensayo latinoame- ricano que brilla desde Sarmiento, Martí y Rodó hasta el Subcomandante Marcos. (Un fragmento aparece en The Oxford Book of Latin American Essays.) Antonio modela el volumen a manera de un examen de la condición caribe- ña que, a diferencia de la mayor parte de la producción de crtítica literaria actual, no es solamente legible sino también entretenido. Mis primeras impresiones las puse en el diario de trabajo que me sirve como manual de ejercicio; luego René Avilés Favila me pidió que las transcribiera para el periódico mexicano Excélsior. Antonio le da vuelta al concepto de transcultu- ración, que viene de Fernando Ortiz, y la opinión que yo tengo de las cultu- ras híbridas en el Caribe se la debo a Antonio. Él y yo hemos hablado mucho de sus varias secciones; una porción minúscula de nuestras conversaciones se reprodujo en The Bloomsbury Review. El tema ineludible, que siempre regresa a nuestras bocas, es el del barroco en Cuba, que Antonio explica a partir de la densidad cultural que resulta del entrecruce o choque de varias visiones del mundo, en especial la española y la africana. Hablamos de la «ciudad de las columnas» de Carpentier, de la negritud, de Nicolás Guillén, de Lezama Lima y de Calvert Casey. Entre los que lo conocemos de cerca, no falta quien repare en el hecho de que Antonio está lejos de ser un hombre amargo, pese a que tendría muchas razones para serlo. La trágica muerte de dos hijas, así como el autismo del menor, explicarían este revés en su caracter. (De hecho, la decisión de Hilda de vivir en Massachusetts tiene que ver con los beneficios médicos que da el Estado y con el tratamiento que recibió su hija en el Boton Children’s Hospi- tal.) Además, una y otra vez me ha dejado sentir que su carrera como escritor 25 Crónica de una amistad encuentro homenaje a antonio benítez rojoquedó para siempre marcada por un tropiezo considerable. De no haber per- dido tanto tiempo como burócrata de la Revolución Cubana, la madurez en su obra literaria habría llegado más rápido, y también la diseminación de sus cuentos y novelas. En un ensayo breve que una vez escribió para mí sobre Laf- cadio Hearn —que recopilé en Mutual Impressions(1999)— describe cómo se convenció de que su destino era la literatura cuando ganó el Premio Casa de las Américas en 1967. Dos años más tarde Antonio empezó a tener problemas con las autoridades. Había consentido que Hilda y los niños salieran de Cuba y su literatura distaba de pertenecer al realismo socialista que demandaba la burocracia cultural. Esta situación hizo que su obra no fuera publicada hasta fines de los setentas. Su novela El mar de las lentejas , así como el resto de sus libros, fueron retirados de las librerías cuando se marchó de Cuba para reu- nirse con su familia en Boston. Sus cuentos le habían dado prestigio y lecto- res, pero es esta novela histórica, densa en imágenes e ideas, la que anunciaba un talento en el género grande digno de atención. Justo entonces, al salir de la isla, Antonio le dio la vuelta al timón. No es hasta mediados de sus sesenta y principios de sus setenta cuando regresa al sitio donde le interrumpieron la concentración. Yo le digo que una carrera literaria ininterrumpida es más bien un sueño: De haber seguido escribiendo, ¿habría tropezado con la idea de Henrietta Faber para Mujer en traje de batalla ? Me parece improbable. La vida está hecha de accidentes. Recuerdo, por ejemplo, que Antonio me contó que poco después de salir de Cuba, en California, tuvo un infarto que lo dejó en una cama de hospital en estado semicomatoso. En ese estado tuvo una alu- cinación: en una especie de Juicio Final vió su propia vida entera que desfila- ba ante sus ojos en cámara lenta, sub specie aeternitatis; en ese proceso, cada vez que se topaba con una escena crucial, temía que el Juez Máximo calificara su desempeño con una mala nota. Pero obviamente esa calificación no es la correcta porque, en vez de morir, Antonio se recuperó de la enfermedad de forma enérgica. Sin embargo, es cierto que esa experiencia —su vida interrumpida por las consecuencias de la Revolución Cubana— no es solamente suya sino de toda una generación. En su caso, si bien ha dejado una cicatriz, no ha disminuido su élan vital, ni mucho menos su simpatía y buena disposición, lo que a mi gusto es admirable. Lo que me inclina a pensar que, en el fondo las mutacio- nes de Antonio son prueba de un espíritu reacio, dispuesto a lidiar sin cuartel para que ni la tiranía ni los accidentes de la vida subyuguen su libertad. Su sal- vavidas ha sido la imaginación y su saber enciclopédico. En tiempos de pena y condena, la posibilidad de habitar la arquitectura de su fantasía le han permi- tido no solamente esquivar situaciones casi fatídicas sino sobreponerse mila- grosamente a ellas y destacar en el ámbito intelectual. Antonio es uno de los pocos escritores que conozco de los cuales puede decirse que su recorrido como lector es inconmensurable. Se conoce al dedi- llo todo el siglo xvii y lo mismo el xviii . El ejercicio de su pluma en el género ensayístico nunca se ve acometido ni por la arrogancia ni por la prepotencia. A diferencia de la mayoría de los académicos, él no escribe para impresionar 26 Ilan Stavans encuentro homenaje a antonio benítez rojosino para debatir y entretener. Éstos han sido años en los que le he dado una y mil versiones de cuentos y ensayos escritos para que me ofrezca sus comenta- rios, y lo ha hecho siempre sin un tono de acusación u ofensa. Me honra y enorgullece pensar que también él a mí me ha pedido una opinión acerca de Mujer en traje de batallao de este o aquel ensayo. No sé lo que nos deparará el futuro, pero el presente con Antonio ha sido exquisito. Me alegra el que sola- mente el principio de nuestra amistad haya sido súbito y que el resto sea —y siga siendo— pacience y prolongado. De eso se trata la literatura: de la madu- rez que sabe dar el tiempo y las amistades. 27 Crónica de una amistad encuentro homenaje a antonio benítez rojoNext >