< Previouscubano, entre otras cosas, odia los árboles). La calle del mediodía, si no hubiera sido por el carretón que en aquel momento pasó, hubiese estado completamente desierta. El carretón (muy parecido, por cierto, a una carreta conducida por la Muerte que, pocos años después, vi en una película francesa), venía del Mata- dero, para surtir a todas las carnicerías del pueblo. El carretón, después, se me llegó a convertir en el símbolo de ese lamenta- ble pozo sucio donde reposaba el excrementicio inconsciente colectivo de los destartalados pueblos cubanos. Pero entonces, en aquel mediodía de 1934, aquel carretón sólo era un punto más, entre la multitud que abajo me saludaba. Gritos de la multitud. Enarbolaba un sombrero de pajilla para respon- der a los gritos de la multitud. Un sombrero de pajilla que no sólo había pertenecido a mi padre, sino también al Coronel Mendieta, el héroe de... (¿de Cunagua, o de Cumagua? Han pasado muchos años, y ya uno no se acuerda). Mendieta acababa de instalarse como Presidente de la República, después de una revolución de mentirita, la revolución de 1933. Mi padre era el Alcal- de de facto de Jagüey Grande. En aquella Cuba de la década del 30, el sombrero de pajilla formaba parte del atuendo heroico. Lo usaban los mártires estudiantiles de la lucha contra el Tirano. Lo usaba Maurice Chevalier, el cantante de moda. Desde la terraza del Palacio Presidencial era yo, con sombrero de pajilla, el Presidente saludando a la multitud. Era un niño, era el Presidente, rodeado por una corte de bombines de mármol. ¡Sabe dios lo loco que un niño, toca- do por la vocación heroica, pudo llegar a ser en un pueblo llamado Jagüey Grande! El escenario que propiciaba el heroísmo, lo era una revolución de mentiri- ta, con folletinesca lucha contra Tirano. Había sí, por supuesto, inolvidables líderes juveniles, quienes con sus sombreros de pajilla caían, tintos en sangre, bajo las mortíferas balas de los esbirros tropicales, pero todo esto, a lo cuba- no, tenía como churumbela de telón de fondo a cosas así como las películas de Carol Lombard, y los inolvidables monumentos del Art Deco. Pero sea con sombreros de pajilla, o hasta con la mismísima Carol Lom- bard, lo que importa de aquel escenario es que propició, en mediodía con calle desierta de pueblo de campo, el hecho de que uno entrara en un heroís- mo un poco raro: el heroísmo que, a través de un pasadizo del Laberinto, me conduciría hasta el oficio de perder. Así que... Quizá pudiera volver a hablar sobre la inmadurez, y de cómo la inmadurez se me enredó con el heroísmo, pero voy a decir otra cosa. Otra cosa, que consistió en haberme encaramado en la azotea, y también en haber- me puesto el sombrero del Coronel Mendieta. Una extraña necesidad me obliga a hablar sobre eso. Digo... Veamos bien si me hago entender. En 1934, en una calle desierta, un niño estaba saludando a la multitud. 8 Lorenzo García Vega encuentro homenaje a lorenzo garcía vegaEfectivamente, era una calle desierta, pues mirándolo bien sólo estaba el carretón de la basura, y el perro tirado en el portal del Precinto. Pero, además, había otra cosa. Había..., además..., la Torre de los Panora- mas. ¿Qué quiero decir? Estaba yo saludando a la multitud, en la azotea de un mediodía 1934. Eso fue así. Saludaba con un sombrero de pajilla, un año antes de que muriera Carlos Gardel. Exacto, así fue. Pero había más. Había otras azoteas en el pueblo. Había otras azoteas, cercanas a aquélla donde yo, el Presidente, estaba. Y fue (¿fue o lo he soñado?), entonces que, entre las azoteas cercanas, una me alucinó. Me alucinó la azotea que correspondía a la única casa del pueblo que tenía un piso alto, la casa del poeta modernista Agustín Acosta. Una azotea en cuyo centro se levantaba una pérgola. ¡Una pérgola en una azotea de Jagüey Grande! ¿No la habré soñado? Pero, lo más tremendo no es haber soñado una pérgola en Jagüey Grande, sino haber soñado el embuste de que aquella pérgola era la Torre de los Panoramas. ¿Cómo pudo ser ese embuste? Repito: ese embuste consistió en ver la Torre de los Panoramas. Pues en Jagüey Grande, por supuesto, ni yo, ni ningún niño, vio nunca esa Torre. ¿Entonces? La Torre de los Panoramas, inventada a comienzos de siglo por el urugua- yo Julio Herrera y Reissig, fue una tertulia para lunáticos. «No hay manicomio para tanta locura», se decía en esa tertulia. ¿Entonces? La única casa del pueblo que tenía piso alto, sobre el cual azotea con pér- gola podría ser Torre de los Panoramas, era la casa habitada por el poeta modernista Agustín Acosta. Agustín Acosta no sólo era el Notario del pueblo, sino el poeta modernista que en 1926, año de mi nacimiento, publicó «La Zafra», poema donde se levantaba el Central Australia, o sea, el lugar donde no sólo llegué a experi- mentar una extraña desecación (sic), sino donde, también, por primera vez vi una nevada (pero de esto hablaré después). Es que, lo recuerdo como si fuera ahora (o lo invento como si fuera ahora), yo me estrenaba en la vida heroica con lo pobre, kitsch, y risible, del ambiente donde había nacido. Me estrenaba con el sombrero de pajilla de un héroe kistch, quién estaba rodeado de bombines de mármol. Pero como yo, además, era un niño des- tinado al oficio de perder, no podía dejar de ver, en aquel mediodía de mi infan- cia, no sólo al carretón del Matadero, sino también a la Torre de los Panoramas de Herrera y Reissig, colocada sobre la azotea del poeta Agustín Acosta. ¿Cómo explicar todo esto? ¿Habría que acudir a la Teosofía? Habría que buscar a un teósofo, experto en reencarnaciones, para que nos informara no sólo si yo, viejo uruguayo del 1900, antes de morir vi la Torre de los Panoramas, 9 El oficio de perder encuentro homenaje a lorenzo garcía vegasino para que nos informara también si yo, niño reencarnado en Jagüey Gran- de, logré ver, en la pérgola del modernista cubano Agustín Acosta, a la Torre que ya en la otra encarnación había conocido. Habría que ver. ¿Un niño uruguayo que, al reencarnar en Jagüey Grande, mira para la Torre de Herrera y Reissig? Pero..., quizá me estoy metiendo en camisa de once varas. Y es que siempre me sucede así, con las once varas: empiezo más o menos bien, pero enseguida me sumerjo en el disparate. Pues, vamos a ver, ¿estoy seguro de haber visto la Torre de los Panoramas en la pérgola de Agustín Acosta? Bien... de verdad de verdad no lo sé. ¿Entonces? Entonces, lo único cierto fue que saludé a la multitud en aquel mediodía de mi infancia, pero como las cosas son como son, va y resulta que lo que dice la Teosofía es verdad. Y si lo que dice la Teosofía es la verdad, entonces pudiera ser que, aunque parezca disparate, en realidad yo vi la Torre. Uno nunca sabe. Sin embargo, ¿por qué me atolondro? ¿Por qué me enredo, dando vueltas y más vueltas? Pues, sin duda, la vida tiene bastantes rarezas. Sí, la vida, si se mira bien, está llena de rarezas. Y, entonces, si la vida tiene rarezas, ¿por qué no pudo existir, en Jagüey Grande, la Torre de los Panoramas? Años, muchos años más tarde, me encontré con Agustín Acosta. Así que no había, ya, ninguna azotea para saludar a la multitud. Tampoco parecía ya estar la Torre de los Panoramas. Nos habíamos ido de Jagüey Grande. Vivíamos en La Habana. En mi infancia, Agustín había sido la primera aparición del héroe como poeta. En Jagüey Grande, Agustín Acosta había sido el notario pobre, así como había sido el teósofo y espiritista a quien le echaba las cartas Caridad Macho (Macho, por supuesto, era un apodo), la médium del pueblo que, entre muchas otras cosas, dispuso el derribo de la rosaleda que en el patio de su casa tenía mi tía María, por considerarla, con un solo vistazo mediúmnico, como una peligrosa «guarida de malos espíritus». Así que en Jagüey, en aquel Jagüey muy pobre de mi infancia (tiempo en que el litro de leche diario eran los honorarios que podría recibir un abogado), con su poema La ZafraAgustín llegó a ser no sólo el héroe folle- tinesco que se enfrentaba a esa fuerza oscura que era el Tirano Machado, sino también el más famoso poeta cubano de esa década del 20 en que yo nací. Conquistador folletinesco, Agustín había abierto, para un niño de Jagüey Grande, nada menos que la posibilidad de un escenario heroico. Pero en 1934, después de una revolución de mentirita en que había caído el Tirano, Agustín Acosta dejó de ser el notario teósofo de Jagüey, para con- vertirse en el Secretario de la Presidencia del Gobierno del Coronel (¡cuantas 10 Lorenzo García Vega encuentro homenaje a lorenzo garcía vegamayúsculas!) Mendieta (Mendieta, el héroe, era aficionado a escribir versos inéditos, de ahí su predilección por Agustín Acosta). Y esto fue un año antes de la muerte de Carlos Gardel. Y también esto fue lo que propició que yo, niño con sombrero de pajilla, saludara a la multitud en aquel mediodía de Jagüey. La vida, como el mambo, tiene rarezas. Ni mandado a hacer, se encuentra mejor folletín que éste. que estoy contando. Pero, vuelvo a decir, años más tarde me encontré con Agustín Acosta. Él, después de ocho años como Senador de la República, se había retirado de la política por falta de público. Semanas antes, yo le había enviado mi primer libro, Suite para la espera. Agustín, viejo teósofo, dijo que un libro se justificaba por una sola línea. «Una sola línea que estaría predestinada a ser leída por un solo lector. La línea que el cuerpo astral de ese lector necesitaba», terminó diciendo. Pero Agustín sentía (y casi no lo podía ocultar) un odio más allá de toda medida por Lezama, y por todo lo que el grupo Orígenes podía significar. Así como, también, Agustín casi no podía ocultar el desprecio que mi recién publicada Suite le merecía (más tarde me enteré que él, al comentar mi libro, le dijo a alguien: «Es un libro de rengloncitos largos y de rengloncitos cortos»). Aunque, por suerte, ya nada de eso importa. Ya, para mí, lo que importa de aquella tarde en que me encontré con Agustín Acosta, fue que él, aunque despreciando mi oficio, quiso vincularme con Julio Herrera y Reissig. ¿Sería que el viejo teólogo sospechaba mi encarnación uruguaya? Y era que Agustín, sentado en un viejo sillón cubano, pero en un sillón que, inevitablemente, no dejaba de recordar a un modernista trono asirio, después de mandar a hacer café, me hizo entrar en la tremenda Torre de las Esfinges. Era un buen recitador Agustín. Era un retórico a todo meter. Por lo que su histrionismo, teniendo como fondo la espléndida claridad de una tarde tropi- cal, me hizo visible tanto el gesto verde del cielo, como la risa del desequili- brio de un sátiro de lubridio enfermo de absintio verde. Por lo que, sin duda inolvidable fue la tarde. Una tarde para el oficio. Agustín, para enseñarme lo que era bombardear metáforas de verdad, se metió en la Torre de las Esfinges, pero al poco rato, como él no podía dejar de ser el romántico incurable que era, dejó esa vereda para meterse por la guardarraya folletinesca de la Berceuse Blanca. ¡Inolvidable! Tan inolvidable fue que, por aquel recital de la Berceuse, ya hace muchos años que le he perdonado a Agustín Acosta el haber despreciado a mi Suite para la espera. Apareció la mal ceñuda sirvienta española, con el café que el poeta había mandado hacer. Pero con gesto terrible de Dragón modernista, el Poeta, con- virtiéndola en Medusa, detuvo a la sirvienta, para así poder continuar con el jolgorio de la Berceuse: 11 El oficio de perder encuentro homenaje a lorenzo garcía vega¡Aspirad su incorpórea levedad de Olaluna! En sus sienes rutilan transparencias de copo; y vuelan sus ojeras otoñales de bruna, como vagas libélulas de una tarde heliotropo. ¡Se acabó lo que se daba! Aquello fue como para alquilar balcones. Pero ya no recuerdo bien como para poder precisar los detalles. Sólo sé que la sirvien- ta, convertida en Medusa. Sólo sé que la ceñuda española al fin nos sirvió el café. Pero, repito, el hueco negro se ha llevado los detalles. Ya no hay detalles, pero el hecho importante de aquella tarde fue que, por una de esas cosas extrañas que le pueden suceder a uno, con aquel jolgorio con Berceuse salí convencido de haber visto antes, coronando la casa de Agus- tín Acosta en Jagüey Grande, a la Torre de los Panoramas. Salí convencido, después de haber visto al poeta Acosta recitando Herrera y Reissig, que cuando yo, muchos años atrás, en una azotea había arengado a la multitud, también en esa azotea había visto a la Torre del uruguayo. Nunca había visto la Torre, pero ya sabía que había visto la Torre. ¿Cómo fue eso? ¿Por qué vi, años más tarde, lo que había visto en 1934? ¿Cómo fue eso? ¿Era que el teósofo Agustín Acosta, evocando a Herrera y Reissig, despertó la visión de una anterior, uruguaya encarnación? ¡Váyase a saber! Lo que sí no hay dudas es que en aquella tarde hubo cosas. Hubo Herrera y Reissig, y pagodas, y oros de Bizancio, y cúpulas góticas, y hasta el demonio bendito. Acababa uno, ya lo he dicho, de publicar Suite para la espera, aquel libro en que dije: «Apollinaire al agua» . Agustín, despreciador notario de Jagüey, no podía entender que Apollinai- re se cayera al agua. Pero fue lamentable que no entendiera nada, ya que ahora, al evocar el kitsch que Agustín y yo disfrutamos ante la Berceuse, pienso que nos debería- mos de haber unido. Pues, al fin y al cabo, Agustín y yo estábamos enlazados por un kitsch: un kitsch que a él lo llevó a ganar, hasta el punto de llegar a ser Senador de la República, mientras que a mí me condujo al oficio de perder. Un kitsch, y el oficio de perder. Rara combinación. Repito: la vida, al igual que el mambo, tiene rarezas. Por lo que, ahora, no viene mal recordar aquello, dicho por Gómez de la Serna, de que «Cursi es todo sentimiento no compartido» . Pues, en efecto, ¿qué puede haber menos compartido que el oficio de perder? Pero ahora, ahora que he hablado de todo esto, ahora que he hablado de mi entrada, con Agustín, en la Torre de los Panoramas, no puedo terminar este capítulo sin decir que también Lezama, anegado en el vapor de sus enor- mes carcajadas, repitió y repitió, en los cafés de La Habana Vieja, estos versos de Herrera: y hosco persigo en mi sombra mi propia entidad que huye. 12 Lorenzo García Vega encuentro homenaje a lorenzo garcía vegaY es que Lezama, también metido en el kitsch de la Torre, miles de veces, como conclusión, coronó el asunto que estábamos tratando con la cita de estos otros versos de Herrera y Reissig: Todo suscita el cansancio de algún país psicofísico en el polo metafísico de silencio y de cansancio Todo es muy raro. La vida tiene muchas rarezas, vuelvo a decir. 13 El oficio de perder encuentro homenaje a lorenzo garcía vegaL orenzo garcía vega (jagüey grande, 1926) perte- neceal grupo de escritores cubanos del exilio que cuenta con una trayectoria consumada, aunque en su caso aún sin cerrar, pero cuya obra no ha disfrutado de una cir- culación normal ni ha tenido el reconocimiento que merece. A ello ha contribuido, es cierto, la radicalidad de su escritura, que apuesta por la ruptura de los cánones y normas, la heterodoxia y la libertad. Eso ha hecho de él un autor periférico, poco encasillable en los usos y cos- tumbres que imperan en nuestra poesía y nuestra prosa de ficción, los dos géneros en los cuales García Vega ha cen- trado su actividad literaria. García Vega es, por otra parte, el autor de Los años de Orígenes, un libro que desde su publicación hace más de dos décadas ha condicionado negativamente la lectura que se ha hecho del resto de su obra. A partir de la premi- sa de que señalar la grandeza de José Lezama Lima y des- tacar la lucha de sus compañeros de grupo no implica silenciar «sus contradicciones, sus debilidades y hasta sus bajezas», escribió un texto agresivo y desgarrado, apasio- nado y controversial, en el que se transparenta la lucha entre el amor y el odio de un hombre de cincuenta años que se debate con los fantasmas de su juventud, y que tiene la valentía de sacar a la luz un reverso que a casi nadie le gusta ver aireado. En especial, a esos críticos que, como apuntó Virgilio Piñera, el otro gran heterodoxo de Orígenes, se empecinan en el uso del incensario, en emblanquecer la figura de los escritores célebres hasta hacerles perder su cara y darles otra de lechero de una inmortalidad acomodaticia. García Vega asume el incómo- do papel del aguafiestas que viene a interrumpir esa fiesta innombrable en la que se mitifica al autor de Paradiso hasta convertirlo en «un cadáver literario, ornado de pom- pas barrocas, y colocado en el mausoleo del boom». De ahí que Los años de Orígenes resulte tan molesto y que desde que se publicó fuese condenado a un olvido y un malditismo de los que alguna vez ha de salir. García Vega, por otro lado, no se movió de modo iconoclasta contra su 14 encuentro homenaje a lorenzo garcía vega Carlos Espinosa Elogio del aguafiestaspasado origenista. Por el contrario, en su voluntad de trascendencia, margina- lidad y reverso sigue identificándose con su mejor vocación. Los últimos años han traído a Lorenzo García Vega la alegría de ver cómo muchos autores jóvenes de Cuba y otros países de Latinoamérica descubren su obra y encuentran en ella una propuesta innovadora. Su sintaxis densa y fraccionada, su deliberada frialdad, su estilo basado en la síntesis, la reticen- cia, la elipsis y el fragmentarismo, su gusto por el collage y la supresión de los límites genéricos, hacen de él un escritor moderno. Coincidiendo con el arribo de García Vega a los 75 años, le llega este homenaje que un grupo de creadores y críticos pertenecientes a distintas generaciones le rinden desde las páginas de Encuentro de la Cultura Cubana . A nuestra convocatoria respondieron con los trabajos escritos especialmente para este dossier que hallará el lector en las páginas siguientes. A esos textos hemos incorporado las palabras que José Lezama Lima leyó en honor de Gar- cía Vega, con motivo de haber obtenido, con Espirales del cuje, el Premio Nacional de Literatura y que no figuran en ninguno de sus libros. Su rescate lo debemos al poeta Octavio Armand, quien las dio a conocer en 1976 a través de la revista Escolios . 15 Elogio del aguafiestas encuentro homenaje a lorenzo garcía vegaC omo una medida de cordel o escritura, o tal vez como la plomada, alabar es también una medida en acto, pues al medir volvemos a conocer, comprobando. Al no alabar el cuerpo se entrega a la repugnancia o daño, por eso a veces enfermamos, porque casi siempre entre nosotros alabar es una enfermedad. Sí, es permisible y tiene su esplendor alabar Espirales del cuje, es decir, rendirle las gracias en rasgueos de homenaje. En toda verídica y nativa acción de gracias, concurren por igual la alianza, es decir, el arca, la casa reducida por el acoso y el misterio de las aguas no exigidas, y las voces que se extraen o concurren a lo sagrado de la línea del horizonte en la isla de los fai- sanes o de pascuas. Después de hacer la cruz en la tierra con el pico del gallo, me sorprendía en Lorenzo García Vega, no el círculo trazado en torno al conjuro, pues aún él no ha deseado cerrarse en un símbolo tocado y sin secreto, la forma resuel- ta de echarle lazada a los agrupamientos verbales, a ese deslizamiento miste- rioso y obtenido con los ojos cerrados de una palabra sobre otra, y no como efecto, sino como la única forma de alcanzar el relieve o visibilidad verbal, como si persiguiese su escritura en la medionoche, no con persecución auto- mática o mediúmnica, sino querenciosa lindamente goteando, con una uña de cera. Al decir el patio de casa de abuela, saboreamos cómo se había escapado del símbolo o institución romana, la abuela, para caer en una cercana y olorosa compañía, y no al símbolo escueto hispánico. Me pareció cómo la inoportuna compañía del hombre separaba una ternura de una institución, una suavidad que dirige de una rectoría y ordenanza deshabitada. Andamos por aquellas tierras apisonadas y las gentes hundiéndose en los sillones hundidos, o en los taburetes recostados, para que no cruja el cuero improvisado o la madera mal conducida, y es otra expresión de García Vega la que nos penetra y aclara: un enorme estar entre nosotros. Así, la palabra enormese convertía en una especie de divinidad, lo enorme, qué enorme, enorme-enorme, que podía posarse lo mismo sobre el relincho del caballo o sobre el sillón que nadie usa, o el insecto 16 encuentro homenaje a lorenzo garcía vega Palabras de homenaje 1 José Lezama Lima 1 Este texto fue leído por Lezama Lima en el homenaje que el grupo Orígenes dedicó a Lorenzo García Vega con motivo de haber ganado en 1952 el Premio Nacional de Literatura por Espirales del cuje.al que dejamos vivir detrás de un cuadro familiar. En una ocasión, observé que él ensalivaba el cigarro antes de comenzar a fumar. Al preguntarle por qué lo hacía, pues me parece que los labios y su última abstracción, el papel, se separaban sin necesitar la humedad, me contestó: Así siempre lo hacía mi abuelo. Eso me hizo recordar la forma tan sustancial y honda que tienen nuestros guajiros de quemar un cigarro, como si le hicieran una reverencia, y se separan, oyendo el humo. Es como si se llevaran el humo hasta el ombligo, que es como decir como si llevaran el humo hasta el abuelo. Por un misterioso y coralino apoderarse, la sucesión de la familia en el tiempo logra ceñir y dominar lo aparentemente del pueblo en el espacio. La familia, en la doradilla de la tarde, recibe un envío de piñas malas , en el sobre- saltado descaro de avispas que toma el engaño en los pueblos, la abuela se incorpora y lo castiga con el reencuentro y precisión tres generaciones hacia atrás, si su abuelo fue cuatrero en Casimbalta. Pues no podemos olvidar que nues- tra sangre tiene su abuela y su criada, avec sa rigueur douce comme une confiture, y fascinantes dinastías egipcias de tíos, con la misma fatalidad y delicia con la que tuvo Proust, y que tenemos las mismas posibilidades y riesgos al manejar el acarreo y el flujo, la filología y la brújula, que Joyce. Lo que sí sería mera influencia literaria sería mostrarnos vacilantes, al rechazar nuestras abuelas y criadas, porque Proust tuvo los golpecitos de su abuela y la Francisca del canto gregoriano. Y las palabras también nos arrastran, y no porque nos sople Joyce, y el cubano del idioma, lo puede desmontar, repujar, clavetear, burlar, ensombrecer, igual que el irlandés Joyce. Cómo no decir la acción de gracias, y librarnos del daño por la alabanza, para el que ha sorprendido a la salida de una de nuestras escuelas públicas «muchachitas con sus maletas de asas despegadas y sus cajitas viejas de jabón donde llevaban las agujas y los primeros pespuntes de un bordado». Qué bien situados entre el despertar poético y las devoradoras ¡estar siempre despier- tos! exigencias de la novela, esas maletas de asas despegadasy esas cajitas viejas de jabón. Qué historia y qué novela, qué frustración áurea y qué posibilidades de oscuro y de desdén, pues esas noblezas desde donde resistimos a la grosería y al martillo, son precisamente las que tienen que vigilar los que doblan la escri- tura y atraviesan el muro en el tiempo de una figuración. Qué poesía capaz de invencionar una historia y de gravitar la novela, que quizás nunca escribire- mos, para causarnos el agrado de que nos hacemos dentro de nuestros miste- rios y que sea ya lo único que nos quede ¡la última de las imágenes posibles! 17 Palabras de homenaje encuentro homenaje a lorenzo garcía vegaNext >