< Previoushabían disminuido su presencia territorial desde 1860, controlando el 27,2% del espacio hemisférico. En efecto, a inicios de la centuria, las cuestiones étnicas, religiosas y políticas que originaron no pocos de los conflictos pasados y futuros, aún estaban sin resolver en gran parte del globo, al mismo tiempo que ondeaba la bandera tri- color en el habanero Palacio de los Capitanes Generales. Con su enmienda a la carta fundamental, los cubanos habían alcanzado en 1902 una de las aspiracio- nes que entonces o eran una lejana posibilidad o apenas un triste recuerdo ante el peso de los ambiciosos poderes mundiales: Cuba accedía a la independencia tras casi un siglo de turbulencias, y eso le confería una apreciable singularidad en un mundo donde la corriente parecía inclinarse al signo contrario. 1. aspiraciones y posibilidades Intentemos ilustrar la anterior aseveración en varios continentes. Si miramos al centro cultural, político y económico mundial de entonces, Europa, vería- mos que pueblos más antiguos, cultivados y ansiosos de un lugar, no disfruta- ban de la posición que estrenaban nuestros compatriotas de antaño: Finlan- dia, pueblo orgulloso, era apenas un territorio autónomo dentro del Imperio Ruso y sus aspiraciones nacionalistas le llevarían en pocos años a la supresión de estas limitadas concesiones. Algo más afortunados al tratar con una poten- cia más benévola, los habitantes de Noruega, unidos desde 1815 a Suecia, aspiraban conseguir un estado nacional desde fines del siglo anterior, y aún esperarían tres años para conseguir su completa separación de la monarquía sueca. Bohemia, hogar de la comunidad checa, era parte del patrimonio imperial austriaco, en tanto que Polonia, de larga y esforzada historia, era apenas una tierra repartida entre alemanes y rusos, y sometida por éstos a uno de los más despóticos sistemas de la época. Los magiares compartían constitucionalmente con la comunidad germana el imperio de los Habsbur- gos: la extensa Austria-Hungría, pero muchos de ellos intentaban erigirse en otra potencia centroeuropea para preocupación de sus vecinos serbios y rumanos. Constituirse en estados, entre las comunidades de Lituania o los musulmanes de Albania, era mera especulación para los respectivos naciona- listas. Por su lado el balcánico reino de Serbia tenia entre sus proyectos estra- tégicos la incorporación de todos los pueblos eslavos de los Balcanes, algo que —alentado discretamente por Rusia—, despertaba inquietudes entre las gran- des potencias, y no escaso desasosiego entre los croatas, montenegrinos, tur- cos, griegos y búlgaros. Irlanda, Macedonia y Bosnia constituían serios proble- mas étnico-políticos sin soluciones aparentes. Las ricas y pobladas provincias de Alsacia y Lorena seguían constituyendo un contencioso político-étnico sin solución que alimentaba la animosidad de Francia contra Alemania. En África, 1902 está cargado de premoniciones y desastres. Ese año, desa- parecen dos pertinaces repúblicas fundadas por los colonos boers-afroholan- deses, tras media centuria de enfrentamiento con el Imperio Británico, una lucha cargada de paralelismos con la librada contemporáneamente en Cuba. El poder inglés liquidaba estos reductos que se interponían a su estrategia 8 Pablo J. Hernández encuentroafricana «de El Cairo al Cabo», como cuatro años antes había destruido el esta- do fundamentalista islámico del Sudán. Para entonces, las independencias que aún sobrevivían en el extenso continente, o estaban sometidos a presiones diplomáticas severas de Francia, Alemania y aun España, como Marruecos, o virtualmente estaban bajo ocupación militar indefinida de los británicos, como entonces Egipto. Casos como el de Liberia debían su existencia a tácitos acuer- dos internacionales o excepcionales combinaciones de aislamiento geográfico con oportunas reformas militares occidentales, como Etiopía, la cual, ya fuese derrotando a los italianos o negociando esferas de influencia con franceses y británicos, consiguió sobrevivir como estado e, inclusive, duplicar su territorio, sometiendo a los nómadas somalíes Pero, para la época, apenas quedaba espa- cio fuera de la influencia de las grandes potencias, las cuales, bajo la denomi- nación de «gobiernos indirectos», habían prodigado formas de dominación y control foráneo mucho más descarnadas que las aceptadas por los constituyen- tes cubanos de 1901, como atestiguaban las experiencias con las élites hausa de Nigeria o las bereberes de Mauritania. Remotos reinos islámicos del desierto, en las inmediaciones del lago Chad o la península de Somalia, que intentaban sobrevivir, tampoco quedaban a salvo de la proyección imperial de los europe- os. En una década, aun los gobiernos formalmente independientes, como Marruecos, quedaron despojados de tales pretensiones. Si en algún rincón del globo el reparto de territorios y poblaciones fue evidente en el cambio de siglo, es en el dilatado continente africano: de acuerdo con geógrafos de la época, en 1900, el 90,4% de la superficie estaba repartida entre potencias que iban desde la poderosa Inglaterra al pequeño Portugal. Desde los Urales a Singapur, el Asia de inicios del siglo xxestaba matizada por los colores de las grandes potencias, y donde no absorbían con voracidad etnias y territorios, practicaban la política favorita del cambio de centuria: las «esferas de influencia». China, con su descomunal presencia humana y física, en 1902 estaba sujeta a una cláusula diplomática que hacía palidecer nuestra mahaldada enmienda, como deben haber constatado los observadores con- temporáneos. Los vigentes «Protocolos Boxer», fruto de los desaciertos de una autocracia oportunista y xenófoba, condicionaban las posibilidades de ejerci- cio del poder y las reformas internas en el enorme país a un cerrado escrutinio de las potencias que, por demás, desde 1897-1898 disfrutaban de bases estraté- gicas y concesiones económicas considerables. Al sur chino, Siam (Thailan- dia), conservó su soberanía precisamente por un entendimiento de su monar- ca con los británicos de Birmania y los franceses asentados en Indochina que, a cambio del respeto de su integridad territorial, sujetaba al país indochino a una tutela paternalista de ambas potencias que, de ser vulnerada, entrañaba la desaparición de un estado otrora influyente en el sudeste de Asia. Más familiar para los analistas internacionales, fue el caso de las Filipinas, que junto a Cuba arrastró al imperio colonial de España a los conflictos ultramari- nos que acabaron con su disolución. Al verse trocadas las aspiraciones de sus 9 Una observación sobre el mundo... encuentroélites independentistas en una cesión del archipiélago al poder norteamerica- no por el tratado de 1898, se convirtió en escenario de un nuevo conflicto colonial. Derrotados precisamente en 1902, los nacionalistas filipinos se vie- ron forzados a iniciar un proceso de transición hacia el autogobierno bajo administración norteamericana que se materializaría justo en el mismo año en que Cuba consiguió la supresión negociada del apéndice constitucional (1934). Inmediatas al continente asiático, en las dilatadas extensiones del Océano Pacífico, las miríadas de islas de la Polinesia estaban casi completa- mente repartidas (98,9%) entre los grandes estados marítimos. Apenas un año antes de la independencia cubana, la vasta Australia se había constituido en una federación con autonomía dentro del imperio británico, y la lejana Nueva Zelanda, todavía tendría que esperar hasta 1907 para experimentar el autogobierno en similares circunstancias. Ya se sabe que, asentados en la enorme y populosa India —cuyos modera- dos nacionalistas hindúes y musulmanes no conseguían de Londres la promesa de una autonomía al estilo canadiense—, los británicos, duchos en las artes imperiales, ejercían protectorados sobre los reinos montañosos de Nepal, Bután, Sikkim y en gran medida el belicoso Afganistán, y dos años después de la independencia cubana así lo harían con el Tibet. En las vastedades de Asia Cen- tral, los rusos desarrollaron influencias análogas sobre algunos pueblos del Tur- questán (Khiva, Bukhara), además de hacerlo sobre Mongolia, el Sinkiang chino y ocupar abiertamente la Manchuria, so pretexto de intervención huma- nitaria durante los disturbios nacionalistas acaecidos en la China de 1900-1901. El peninsular reino de Corea conservaba una independencia frágil bajo la mira- da de los plenipotenciarios rusos y japoneses. Sometida a acuerdos económicos onerosos a favor de los moscovitas y bajo la atenta mirada de los expansionistas nipones, era un tácito condominio de sus vecinos. En Asia occidental, Persia (Irán) —una de las naciones que reconoció tempranamente la República de Cuba—, estaba atrapada entre las presiones diplomáticas y económicas de los ingleses y los rusos, y conservaría su independencia política a cambio de admi- tir concesiones sobre sus recursos naturales, privilegios diplomáticos y derecho de intervención de aquéllos en caso de crisis, según el tratado de 1907. Un antiguo poder, otrora temible, Turquía, oscilaba entre una urgente reforma a la occidental o la conservación de la monarquía tradicional como soluciones para conservar su soberanía internacional en vulnerables territo- rios europeos, africanos y asiáticos, atenazada por los nacionalismos de los Balcanes y las descubiertas presiones de Rusia, Alemania, Inglaterra y otros estados europeos con miras sobre el Oriente Medio. En seis años, cuando los cubanos superaban la experiencia de la «segunda ocupación», una revuelta militar reformista en Constantinopla trataría de salvar un estado turco deca- dente, intentando una acelerada occidentalización que frustrarían complica- ciones internas y exteriores. A comienzos del siglo xx , aunque a la sombra opresiva de las guarniciones moscovitas y turcas, las turbulentas étnias del Cáu- caso alentaban las mismas aspiraciones nacionalistas que hicieron de la monta- ñosa comarca uno de los puntos más insumisos del globo durante lacenturia 10 Pablo J. Hernández encuentroprecedente, a la espera que sus dominadores mostraran el primer signo de debilidad imperial para erigirse en entidades soberanas de armenios, azeríes y georgianos, entre muchos aspirantes. 2. una nota final La República de 1902 se estableció con su natural, inexcusable, copia de luces y sombras. Por desgracia, la tendencia intelectual aún imperante tiende a enfatizar en las segundas, con evidente injusticia y suficiente prejuicio de los investigadores y, en ocasiones, intención de descrédito histórico, para hacer «legítimas» falsedades de hechura retrospectiva, a cuenta de una historia ofi- cial que pugna por comenzar la noción de patria en un latifundio de Birán. El estado independiente cubano llegó al concierto de las naciones, como se diría en la florida expresión trado-victoriana, con la tara de una guerra destructiva, apreciables disminuciones de la población y un país abocado a la miseria material por la pródiga combinación de la guerra económica, los combates y la reconcentración de las comunidades rurales. Con la sombra de los capita- nes generales y los caudillos vencedores sobre unas instituciones civiles de gobierno aún endebles. Con la presencia geográfica de un poderoso vecino anglosajón estrenando proyecciones imperiales en su particular mare nostrum y unos países hispanoamericanos consecuentes con una sólida tradición de indiferencia para con los avatares cubanos. Sin embargo, reconocido y echado al lado el socorrido catálogo de las tem- pranas insuficiencias patrias, hay que recordar que la República «enmendada» nació sin la contradicción lacerante entre los derechos naturales proclamados constitucionalmente y la existencia de la esclavitud negra que amargó a los sucesores de Jefferson. Sin los conflictos fratricidas entre capital y provincias que llevaron a casi la desintegración de más de algún antiguo virreinato y república federal o unitaria desde los Grandes Lagos a las pampas sudamerica- nas. Sin persecuciones de realistas o integristas, de colaboracionistas o cómpli- ces, de guías o informantes, de voluntarios o contraguerrilleros. La tolerancia para con los vencidos puede constatarse en las listas de inmigrantes peninsula- res y canarios llegados durante el primer cuarto de siglo republicano por La Habana, Cienfuegos o Nuevitas. Si esto último no es argumento suficiente, pre- guntemos cuántas familias criollas y mambisas no emparentaron con españoles venidos a la esperanza indiana después de el izamiento de la tricolor en las for- talezas y edificios de la Isla. Los españoles avecindados en Cuba en 1898 no abandonaron presurosos, con sus familias, la Cuba soberana de 1902, como sus compatriotas habían hecho casi ochenta años antes ante el derrumbe de su autoridad en la Tierra Firme o la Florida. Los cubanos de inicios del siglo xx se estrenaron, quizás afortunadamente, sin los partidos demagógicos pletóricos de iluminados de fluido verbo populista, quienes, tocados con gorro frigio y proclamando la liberación universal republi- cana, erigieron cadalsos para los disidentes de sus utopías del hombre nuevo y el 11 Una observación sobre el mundo... encuentrociudadano ejemplar concebidas en medio de los delirios y libaciones de Robes- pierre y el selecto club jacobino. Ni tampoco su primer presidente se esforzó o propuso desterrar a Dios de los asuntos humanos, a pesar de las nada compasi- vas preferencias de parte del alto clero insular por las armas del ejército de Vale- riano Weyler, y menos coronar patrióticas hetairas como deidades de la razón en alguna de las colinas habaneras. La «República del Dos», con todas las tachas que se le encuentren a sus primeros organizadores y administradores, no dedicó presupuestos de urgencia para institucionalizar policías políticas, ni celosos cen- sores de opinión, y menos comisarios para liquidar enemigos «de clase» o «de estado» , ni propugnó un proyecto de estabilidad social y reconstrucción econó- mica con casi absoluto desdeño de las libertades cívicas y la integridad personal de sus ciudadanos. La República se estableció sin Fouchés o Derzhinskis que velaran por la salud ideológica de los nacionales, y posiblemente en materia de libertades de expresión poseía más diarios y gacetas que el París del primer con- sulado, y naturalmente muchos más que el Petrogrado punzó en 1918. La denostada república se inauguró con unas fuerzas armadas inferiores en número a las milicias criollas de La Habana de la época del conde de Albemar- le, y sus generales jamás concibieron su empleo más allá de patrullajes rurales. No se propusieron, en nombre de la libertad o la fraternidad, «liberar» las Islas Canarias o Río Muni del desgobierno de los Borbones, o ajustarle cuentas a don Porfirio Díaz por ser un cumplido defensor del derrotado poder español en la Isla, alentando rebeliones en Sonora o Yucatán, y menos enviarle asesores militares a los guerrilleros filipinos de Aguinaldo en su campaña contra la infantería del tío Sam, para cobrarle discretamente a Washington las condicio- nes impuestas a la joven república cubana por el senador Orville Platt. Quizás nuestro experimento soberano no se inició en circunstancias idóne- as, ni probablemente teniendo en cuenta las condiciones elucubradas por nuestros místicos políticos del siglo xix . Sus imperfecciones nos han llevado al tremendo atolladero de hoy: ¿pero pudo haber sido distinto? Aún así, ¿merece ese juicio tan severo, por no decir esa suerte de ensañamiento histórico? Volvemos a insistir que la época en que Cuba accedió a su estado republi- cano estaba marcada por el signo de las influencias del expansionismo liberal de occidente, en particular el europeo, y hay que situar sus relaciones interna- cionales con la apropiada referencia. No cambia en nada los sucesos, pero quizás ayude a comprender con cierta serenidad el entorno, y no cebarnos, con las dudosas ventajas de las interpretaciones en retrospectiva, en el legado de hombres que, sujetos irremediablemente —como todos nosotros— a la realidades de su tiempo, intentaron hacer a su modo lo que se estimó adecua- do. Sabemos que esta postura puede ganarnos la tacha de justificativos, como suele pasar. Es una posibilidad, pero un adjetivo moderno no cambia el matiz de tiempos pretéritos. La historia es una enseñanza de mediano aprovecha- miento, pero siempre aleccionadora, en especial cuando el investigador no pretende convertirla en interpretación definitiva. Justo en su tremenda con- tradicción subyace el encanto de la búsqueda. 12 Pablo J. Hernández encuentroenlutado y sombrío bonifacio byrne: No se me vaya a hacer la bala que mató a Kennedy. No se me ponga en perio- do especial del corazón y esas cosas, que a todos creo que nos ha pasado lo mismo, de distintos modos y maneras —como decía una muy abuela mía— pero a todos nos ha mordido ese tipo de perro alguna vez. Y a lo mejor no con un trapo ondeando, pero sí con un ventilador sovieto, de aquellos que absorbían aire en vez de echarlo. De los que tenían su complejo de inferiori- dad y no querían ni hacerse notar. Pero yo, en el fondo del fondo, le com- prendo la indignación patriótica en eso de regresar de distante ribera y encontrarse otra cosa flotando, en vez de lo que decía la promoción turística que lo embulló a regresar. Y ya empecé juzgando, que no es lo mío. Que en este mundo andamos a cocotazos por ver la papa rellena en el ojo ajeno y no la vaca de contrabando en el propio. Vamos a ir por partes, que es lo que en gramática se llama, muy decentemente, los participios. Si yo le indico algo, aunque sea mentira, serían entonces participios indicativos. Dejemos la poesía de marras para el final, el poema de la bandera hacia el fondo, y entremos en su vida a todo trapo. Que el último que se atrevió a recitar sus inflamados versos se inflamó tanto que se hundió en el agua. O lo hundieron, que hay bururú barará con el tema. La cuestión en sí es que usted era matancero, y a pesar de eso llegó lejos cantidad. Y hasta lo nombraron en su momento Poeta Nacional, título que luego le tocó a otro coterráneo suyo, Agustín Acosta. Acosta de La Carreta. Luego la carreta fue de Catcher y la llevaron para Camagüey. Parece que la pro- vincia era como una especie de cantera de Poetas Nacionales, lo que dice muy bien del nombre que le pusieron los que saben: «La Atenas de Cuba», y ya hay gente muy seriamente empeñada en dejarla con sus hermosas ruinas, sus Parte- nones sin esternones, su mar desmarejada. En fin, que si le siguen metiendo entusiasmo de ese modo, llegará a ser «La Apenas de Cuba», y su lugar más conservado, las Cuevas de Bellamar, si no las han agarrado de refugio todavía. A los frijoles, caballero: usted nació allí en 1861, así que tendría siete años cuando en La Demajagua se soltó Papillón. No sé si aún le tocaba leche a esa edad y en esa época, tal vez sí, y eso lo inclinó hacia los versos. Eso y el haber nacido en el lugar adecuado. Y en una semblanza de su semblante se dice que 13 encuentro Carta a Bonifacio Byrne Ramón Fernández Larreausted no se incorporó al movimiento Modernista. Tal vez ni lo llamaron para que lo hiciera. Yo siempre le huyo a los movimientos, aunque sean de tierra. Siempre hay un capitán araña y una pila de gente sepultada. Aunque sea en el olvido. Que en su caso, matancero de la Atenas cubana, sería «sepultado en el Ovidio», aunque creo que éste era romano o de por allí cerca de la Antigüe- dad. La cuestión es que, impulsado por el aire provincial se puso a escribir versos. Y lo que es peor, a publicarlos. Que si uno los escribe y los va diciendo en las barras y en las esquinas, todavía se salva por delirante, loco o borracho. Pero «papelito jabla lengua». Y en esa misma semblanza, se dice textualmente que usted «se acercó a Julián del Casal» —pero no menciona de qué forma o de qué lado—, «y éste le tomó tanta estima que le dedicó la semblanza que incluyó en Bustos y Rimas». Parece que usted tenía mucho buen busto, que todo el mundo le dedicaba una semblanza. Buen semblante a lo mejor era lo que tenía, y le bustaba a todos. Yo mismo, ahora, me doy cuenta que estoy haciendo lo mismo, semblanteándolo hasta donde puedo, porque he observado que mucha gente, cubanos inclusi- ve, lo conocen a usted solo de los versos finales del poema a la bandera y solo tienen en mente los artríticos brazos cadavéricos levantados con una pila de retazos. Y el poema dice más, cómo no. Y su vida también. Por eso me voy pa’ Sibanicú —que más que una licencia poética, es médi- ca o transportista— hasta el año 1893, cuando el pobre Casal le dio la patá a la lata, muriéndose de risa, sellando así el destino de nuestro carácter nacio- nal. Ese año publicó usted su poemario Excéntricas,que no eran versos dedica- dos a mujeres de la farándula, sino un intento más de alejarse de los Moder- nistas, que luego fueron un cuarteto musical, pero en su época era gente alejandrina, endecasílaba y llena de cisnes por todas partes. Y dos años des- pués, es decir, como reza la canción: «Allá en el año 95/ y por las selvas de Mayarí...» (y esto es importante para los naturalistas, porque testimonia que Mayarí era una selva) empezó la guerra, y usted se metió en un jelepe por un soneto que escribió defendiendo a su vecino Domingo Mújica, fusilado por los españoles. El soneto tuvo una aplastante popularidad, llevado por Radio Bemba, y ahí se le complicó a usted el sábado por Domingo. Si me remito a la semblanza de marras, me doy de morros con una idea que afirma lo que yo sospechaba: «Este lamentable hecho [se refiere al fusila- miento del vecino conspirador, no a la composición poética] inspira al poeta un soneto que va a provocar una nueva orientación de su poesía. Byrne devie- ne poeta civil». Ya caigo. A partir de entonces, los lectores del soneto se volvie- ron «byrneros», y comenzó lo que ahora se conoce como «estar en el byrne», que alguna gente confunde con vender plátanos a sobreprecio o café oriental por debajo de la manga. Muy civil todo, pero perseguido, como ha de ser cuando es algo que huele a fufú. Eso me deja una gran inmolación en el alma. Yo siempre quise convertirme en poeta civil, pero nunca supe en qué oficina había que inscribirse. Teniendo el Comité Militar tan cerca de mi casa y tan pendiente de mi busto, cambiaba de semblante al pasar con mis secretas intenciones poéticas de civilidad. No sé 14 Ramón Fernández Larrea encuentrosi con el soneto construyó usted una balsa, pero sí que tuvo que salir como un siquitraque sobre las olas, echando un pie, y no paró hasta Tampa, que cuan- do un poeta le cae gordo a las autoridades, le quieren hacer tampas diversas, ponerle un tampón en la boca y amarrarle las manos. Allí se hizo usted lector de tabaquería, que es uno de los oficios cubanos más loables y llenos de humo que existen. Para terminar el semblanteo, dicen en esa semblanza citada que cuando usted regresó al finalizar la guerra, venía con un pitirre patriótico en el cora- zón, y que por poco le da un terepe al ver ondear sobre el Morro un par de banderolas: la de u.s.a. y la nuestra. Una de ellas ya no se usa . Ya eso sí se lo sabe la gente. Textúo y cito: «Le hubiera bastado este poema para quedar definitivamente consagrado en la lírica de Cuba junto al nombre de José María Heredia». Vamos por partes, fuera casacas, y metamos el codo y el guante.Por- que en esto de las banderas hay como un olor a trauma en el ambiente. Ya nuestro pensador mayor se acoquinaba y engurruñaba el hombro para no entrar a un tablao donde bailaba una tremenda hembra española, dignísima de entablillar, solo porque el trapito enemigo estaba afuera. Y usted va a rajatabla, a por todas, diciendo de nuestra insignia que: «¡Al cubano que en ella no crea/ Se le debe azotar por cobarde!». No es para tanto, Bonifacio, ya sé que encabrona esperar una cosa y ver otra. Duele, mucho, como decía Elena Burke, pero hay que ser un poco flexible. En mi tiempo, por ejemplo, la bonita del rubí, las tres franjas y una estrella ondeaba de lo más solita y danzarina ella, pero luego te metías en los lugares y qué encontrabas: pollo a la jardinera búlgaro, compotas rusas de tanquista, mermelada de arán- danos de Volokolams, jugos de manzana de los Urales (muy bueno para la urea), salianka en sobre. Al líder lo escuchabas por un vef y lo veías en un Electrón. Y te podías retratar con una Smena mirando el Vostock, con la ban- derita detrás y todo. Era para estar boquiabierto, Bony, bonificado en Uzbeco. Hay algo en ese nacionalismo textil que no me encaja del todo. En mi caso personal, que ya sé que es un poco monstruoso, pero es personal, civil y poéti- co, a esta altura del mundo sobran los trapos. O que se los dejen a los equipos de fútbol y de pelota. O en los desfiles de las Olimpíadas, para saber que el prieto ése es de otro continente y el chino judoka es de nosotros. Digo yo. Ya sé que usted se berreó con razón, y que quería esto tan lindo: «Aunque lánguida y triste tremola,/ Mi ambición es que el sol con su lumbre/ La ilumi- ne a ella sola —¡a ella sola!—/ En el llano, en el mar y en la cumbre». Y mire qué casualidad, que tremola y el sol la alumbra a ella solana. Pero por abajo pasan las verdes pelucas del enemigo. Nuestro pensador mayor no entra ya ni a ver una bailarina malaya, y no porque seamos enemigos de Sandokán. La bandera allá arriba y la gritería es en otro idioma, aunque el idiomador sigue hablando en un lenguaje parecido al suyo, que ya no convence. Entonces, que me azoten si alguien quiere seguir su tremebundo consejo. Porque no me conmueven la tela ni otras cosas banales. Y que, cuando me parta un rayo, no se les ocurra envolverme inmolado en ella, que es gastar material por gusto. Que me quemen y me esparzan calpes, allí donde me 15 Carta a Bonifacio Byrne encuentrotoque. O que sigan el consejo de otro poeta, un poco menos civil que usted, pero más marxista. Se llamó Chicco Marx y le escribió esta nota a su herma- na: «No olvides lo que te he dicho, cielo. Pon en mi ataúd una baraja de car- tas, un palo de golf y a una bonita rubia». A mí me van sobrando el palo de golf y las barajas. Que echen también una trigueña y un disco de Benny Moré. Y que nadie se enlute el alma, que yo iré guaracheando mi siguaraya. Civilmente embanderado, Ramón 16 Ramón Fernández Larrea encuentro El Chino de la Charadaconflictos de identidad Según narra un testigo de la época, el primero de enero de 1899, al retumbar a las doce en punto del día en la explanada del Morro el primer cañonazo que dio inicio a la ceremonia en la que fue arriada en La Habana la ban- dera de España, actores y espectadores «sintieron la con- moción del edificio secular que se derruía» 1 . Con ese gesto, el «pasado colonial», en el que se inscribían los acontecimientos de los más de cuatro siglos de domina- ción española, era declarado oficialmente «difunto». El pabellón de la antigua metrópoli fue arriado, pero en el lugar de la bandera de una nueva nación, la cubana, se alzó la del «vecino poderoso que había cortado con su mano fortísima los últimos lazos coloniales» 2 . La Isla deja- ba así de ser colonia española, mas sin embargo, a pesar de las promesas expresadas en la Joint Resolution del Con- greso norteamericano, su status como nación indepen- diente no pasaba de ser una aspiración en las mentes exal- tadas de los patriotas nacionalistas que habían luchado en el transcurso de las tres últimas décadas para alcanzar la soberanía política. Ni colonia española ni estado soberano, Cuba era, en los primeros meses de 1899, una entidad sin nombre. Atrapada en una suerte de limbo jurídico, su destino inmediato se había vuelto una gran interrogante sobre la que se hacían cábalas en los corrillos de las esquinas. La convicción de estar viviendo un extraño tiempo de cambios inéditos y excepcionales fue reforzada por la coin- cidencia del fin de la dominación de la antigua metrópoli 17 encuentro en proceso Pedestales vacíos* Marial Iglesias en proceso * Capítulo I de la tesis de grado de la autora (Inédito). 1 Rafael Martínez Ortíz: Cuba. Los primeros años de la independencia,Primera parte. Imprimerie Artistique «Lux», París, 1921, p. 19. 2 Ibíd.Next >