< PreviousNo quisiera terminar sin evocar nuestro último encuentro. Después de conversar intensamente durante toda una tarde en Madrid, en marzo pasado, Jesús, con su contagioso entusiasmo, prometió enviarme pronto el primer capítulo de su nueva novela, una singular historia de amor que transcurriría en Europa, entre Alemania, Galicia y Portugal, pero concluiría en La Habana. Yo, por mi parte, prometí hacerle llegar el ensayo que iba a escribir sobre su novelística. Sé que ya no leeré sus páginas ni él las mías, pero, como crítico, como editor y, sobre todo, como amigo, me consuela pensar que la última imagen que tuve de él fue la de un hombre reconciliado consigo mismo y dueño ya de una obra en la que había ido vertiendo esas voces, gritos y pre- guntas que llevaba adentro y a los alguna vez, condenado al silencio, creyó que no podría responder. 18 Gustavo Guerrero encuentro homenaje a jesús díazL a literatura puede ser muchas cosas, según las épocas, los lugares y cómo esos agentes se relacionan con el escritor y con el lector, que es quien termina de dotar al texto de significados. Por ello, me parece necesa- rio aclarar que las líneas que siguen intentarán describir una relación personal y, por tanto, única, entre un escri- tor, Jesús Díaz; un lector, quien suscribe; y una de las for- mas de cómo ese lector siente la obra literaria o, mejor dicho, la novela. Una de las funciones —de las casi infinitas— que puede ejercer la novelística es acercarnos de otra forma a nuestra propia vida, permitirnos ver, sentir, palpar lo ocul- to de nuestra contemporaneidad, nuestro entorno subjeti- vo, o, para usar una palabra prohibida, nuestra realidad. Me apresuro a aclarar que esa realidad puede ser Kafka o Lampedusa, García Márquez o Vargas Llosa, Lezama o Carpentier. No se trata de un acercamiento con lo objeti- vo, que apenas existe, sino con el «pathos» de un tiempo y un espacio. Por eso toda generación de lectores disfruta con especial devoción a sus contemporáneos y a sus cote- rráneos: llaves que abren puertas que acaso los propios autores nunca supieron que existían. Por eso, una de las pérdidas mayores que sufren aquellos que han habitado orbes en permanente censura es la falta de un referente literario que les permita transitar con mayores certezas por su propio ser. A diferencia de la mayoría de hispanoamericanos, siem- pre sentí que me era más afín « Conversación en la Catedral» que « Cien años de soledad», sin que esta preferencia tenga otro significado que el gusto. Viví muchos años en Limay la recurrente relectura de la obra máxima de Vargas Llosa me procuraba placeres y conocimientos que no existían en otra parte y que nunca pude sentir en La Habana, pues 19 encuentro homenaje a jesús díaz Jesús Díaz: la intensidad de lo cotidiano Joaquín Ordoqui Garcíahomenaje a jesús díaz no había ningún escritor que hubiera tocado mi ciudad, la ciudad de mi momento, como había hecho el peruano con la que fue suya por adopción, ya que nació en Arequipa, antípoda cultural de Lima. Tan grande era mi carencia que en ese recorrido espiritual por mi adoles- cencia y juventud hice mía La Habana de Cabrera Infante, la de los tristes tigres y el infante pavano, tratando de encontrar en el espacio que me tocó vivir, los retazos de aquella ciudad que fue, que nunca conoceré, pero que todavía latía a finales de los 60 y comienzo de los 70. En esa búsqueda tan particular, sólo recuerdo dos encuentros cercanos, exceptuando la obra de Jesús Díaz: Antes que anochezca, de Reinaldo Arenas e Informe contra mí mismo, de Eliseo Alberto. Ya desde mi primer encuentro adolescente con la narrativa de Jesús había sentido esa voracidad de lo cotidiano que está presente en todo su trabajo y que tanto me ha ayudado a pensarme. Recuerdo uno de los mejores momen- tos literarios de Los años duros, aquella colección de cuentos que el autor años después consideraba —injustamente— como un libro inmaduro y leja- no de su último quehacer. Un joven, perseguido por la policía de Batista, se esconde en el baño de mujeres del colegio. Su vida o su integridad física peli- gran, pero lo olvida y se concentra en el templo profanado: el baño de las hembras. Magaly, si la memoria no me falla, era el nombre de la chica cuya evocación se apoderó de la realidad del personaje: Magaly meando en aquel lugar: el sexo de Magaly expuesto a los sueños, como aquel poema de Paz, escrito desde la Guerra Civil española, en la que una pareja se dedicaba al amor mientras los aviones bombardeaban. Esa capacidad de interrumpir la épica y regresar a lo importante es una de la constantes que ha hecho de la obra narrativa de Jesús Díaz la más consistente que se ha escrito desde la Cuba que nos tocó vivir. El primer descubrimiento fue Las iniciales de la tierra, libro escrito todavía desde la censura, pero repleto de esquinas peligrosas, de recovecos llenos de realidad que provocaron la postergación de su publicación durante más de una década. Para quienes vivimos el sistema y creímos en él, para quienes nos pasábamos la vida buscando razones para justificar, motivos para confiar, ele- mentos en los cuales sustentar nuestro desmesurado optimismo, fue muy importante saber que nuestra búsqueda espiritual no era única, que otros locos intentaban encontrar, con la misma vehemencia, una consecuencia entre el discurso y el hecho que sólo existía en nuestra imaginación y que se prolonga en la segunda novela del autor, cuyo título, Las palabras perdidas, refuerza esa sensación de carencia, ese «algo nos quitaron y necesito saber qué» y que se prolonga hasta La piel y la máscara, última obra de lo que llamo el ciclo autobiográfico de Jesús Díaz, dedicado por completo a un tratar de entender la propia vida que a muchos nos ha permitido apropiarnos de esa función tan difícil y necesaria. Muy pocas veces se ha dicho que lo peor de los regímenes dictatoriales es la permanente cohabitación con una irrealidad vendida como la más sólida de las verdades. Se trata de una sensación muy difícil de describir desde la 20 Joaquín Ordoqui García encuentrorazón y que sólo la lógica literaria logra aprehender. El entorno impone un kafkianismo permanente en el que millares de agujas escriben con siniestra alegría los mayores disparates sobre la piel de aquellos que intentan escapar a la locura circundante que se resume en un nada es lo que parece y así debe ser. Algunos autores, atrapados en circunstancias similares, han optado por la exaltación del disparate, por la reducción al absurdo del paraíso propuesto. Pienso en Bulgakov y El maestro y Margarita; o en Abilio Estévez y Tuyo es el reino ; o en los cuentos de Benitez Rojo. Otros, como Solyenitzin, han urdido una literatura donde la denuncia termina por destruir la novelística y se queda en alegato político. En la obra de Jesús Díaz, el exorcismo se produce por la ritualización de lo cotidiano en una búsqueda permanente de recons- trucción de la propia realidad. Casi todas las personas que conozco coinciden en su preferencia por Las palabras perdidas, novela en la que Díaz logra, quizá como en ninguna otra, abordar la historia desde lo cotidiano. La ruptura estilística con Las iniciales de la tierra no puede ser más fuerte. Mientras que en su primera novela se siente esa búsqueda barroca a la que tan aficionados somos, en Las palabras…el lenguaje se simplifica al máximo, se intensifica, en una muy lograda búsqueda por decir más con menos, que recuerda, como intención, a dos autores aparentemente disímiles: Borges y el mejor Hemingway. Lo que de verdad importa es que estos logros estilísticos se subordinan siempre a la narración de la historia y no de la Historia, cuya permanencia como fondo es perenne, pero que podemos olvidarla porque los avatares de sus personajes cuentan más que el telón de fondo. Alguien podría decir que Las palabras perdidas es la historia de la censura en la Cuba de Castro, de cómo el régimen se relaciona con los intelectuales o de la uti- lización de la mentira como recurso supremo en las relaciones entre el Estado y sus súbditos. Evidentemente, todo eso está en la obra, mas lo que cuenta, lo que la convierte en una novela excepcional, es que todo ello importa menos que las aventuras del «Flaco», el «Rojo» y el «Gordo». Por- que ya es hora de decir que Jesús Díaz tiene la virtud de ser un narrador de aventuras, cercano, en ese sentido, a la mejor tradición anglosajona. Esas aventuras que para nosotros, los cubanos que vivimos esa Cuba que él poe- tiza, no sólo eran cotidianas, sino que eran la vida misma, la única forma de vida que pudimos conocer. Esa intensidad de lo cotidiano se repite en lo que es, a mi juicio, su más completa novela, La piel y la máscara, donde el escritor demostró, además, una inconformidad consigo mismo, con lo ya escrito, que mantendrá hasta su últi- ma novela, Las cuatro fugas de Manuel. Como en Sei personaggi in cerca d’autore , de Luigi Pirandello —obra que acaso lo inspirara—, en las historias de La piel y la máscara se superponen y entremezclan los aconteceres de un director de cine y sus actores con los de los personajes que diseñan o encarnan, en una narración muy compleja que Jesús Díaz logra simplificar hasta convertirla en una novela divertidísima. Porque la principal ventura de este autor es su legibilidad, que se basa en su capacidad de 21 Jesús Díaz: la intensidad de lo cotidiano encuentro homenaje a jesús díazestar ausente, de permitir que sus personajes vivan sus vidas y se comporten como tales y no como sustentadores de lo que el escritor quiere contarnos. Otra vez, como en Las palabras perdidas, reviví momentos de mi propia histo- ria, cuando el «Oso» intenta ligar a Ana, o cuando los actores tratan de ser lo que son, sin que la locura circundante los aparte de su búsqueda profesional e íntima. Ese desesperado afán de individualidad que todo parecía impedir, contra el cual todo el entorno político y social conspiraba, y que, precisamen- te por ello, se convertía en lo único verdaderamente importante de nuestras vidas cotidianas. Quizá por ello, el paso de lo autobiográfico a lo ajeno le fue tan doloro- so, al menos desde el punto de vista literario. Su primera novela donde la propia experiencia no aparece en primer plano es Dime algo sobre Cuba, obra que podemos dejar a un lado sin remordimientos y una de cuyas pocas vir- tudes consiste en preparar a su autor para un nuevo camino que permitirá Siberianay, sobre todo, Las cuatro fugas de Manuel. La lectura de las tres últi- mas novelas publicadas de Jesús Díaz muestra de forma muy clara esa inconformidad con lo ya escrito, con los logros que ya fueron. Si en Dime algo sobre Cubael escritor no logra dar vida a personajes que siempre nos hace sentir ajenos, en Siberianaretoma su intensidad anterior y nos conven- ce de que lo más importante del mundo es que Bárbaro, el negro cubano que conservaba su virginidad viril, y Nadiezdha, la siberiana hermosamente enloquecida (guiño a Breton), cumplieran su trágico destino. Una vez más Jesús consigue rescatar una experiencia muy importante para muchos cuba- nos, que ojalá quede como uno de los valores positivos de nuestra alucinada historia reciente: ese estrecho contacto con mundos tan ajenos a nuestra cultura como los eslavos, germánicos y magyares, que hará de Las cuatro fugas de Manuelsu tercera gran novela, junto a Las palabras perdidas y La piel y la máscara. Hay un capítulo de Siberianaen el que Jesús demuestra toda su maestría: esa terrible y humorística danza que, como una música in crescendoo un exor- cismo, comienza por arrebatar a Bárbaro en la sauna siberiana y termina por arrebatar a los lectores, contagiados por la creciente ansiedad de ese persona- je que termina por integrar su realización como ser humano con la propia muerte, como tantos otros cubanos que han cumplido ciclos similares, aun- que no siempre de muerte física se trate. Como me ha ocurrido con casi todas las sus novelas, leí Las cuatro fugas de Manuelde un tirón, en una noche que se prolongó hasta el amanecer y en la que no faltaron las lágrimas, acaso porque, guardando las distancias de lo tre- mendo, mucho de esa historia me es familiar. Los cubanos de mi generación hemos sufrido esa forma de tragedia griega según la cual lo que nos ha ocu- rrido no está en nuestras manos, pues somos el fruto de un destino cuya única ruptura posible es el exilio, exterior o interior, como el de tantos que permanecen en la isla, pero encerrados en un limbo ezquizofrénico que los obliga a ser otros, que es casi como no ser. El individuo y el destino son las cla- ves de esta novela pero, como siempre y por suerte, lo que importa es Manuel 22 Joaquín Ordoqui García encuentro homenaje a jesús díazy esa porción de Manuel que nos acompaña: el recuerdo de la tergiversación de cada acto, la percepción de espada y pared como únicas posibilidades, pues cualquier intento de fuga conduce al filo o al muro, que se reproducen cual imágenes de espejos en pesadilla. Quiero terminar este homenaje al amigo de tantas conversaciones incon- clusas y al editor que me propició el espacio donde más cómodo me he senti- do, con una simple observación acerca del autor que más he disfrutado en los últimos años: esperaba la publicación de cada nueva novela suya con verdade- ra ansiedad. Creo que es lo mejor que puede decirse de un escritor. 23 Jesús Díaz: la intensidad de lo cotidiano encuentro homenaje a jesús díazF inalmente me encontré con jesús díaz en berlín, a donde él se acababa de mudar. Yo estaba de paso, con el pretexto de otro congreso académico, y con Carlos Monsiváis lo fuimos a visitar. La sensación de que su esta- día era provisoria, su año en Berlín fugaz, y perentoria su búsqueda de otro lugar para su exilio de cubano sin patria suficiente, dominó la charla con la pasión urgida que él comunicaba. Nos conocíamos de hace mucho, desde 1973, en que salió en La Gaya Ciencia de Barcelona, la memorable editorial de Rosa Regás, mi breve tomo sobre narrativa cubana, que escribí en New Haven gracias a un puesto de visitante que Emir Rodríguez Monegal me ofre- ció. Todavía recuerdo la clase en que leímos los cuentos de Los años duros(1966) y las páginas que escribí, excedi- do por la lucidez de esos relatos. Jesús, en último término, tenía que explicarse lo más difícil: la racionalidad de la violencia. Lo hacía sin sentimentalismo, desde la razón empírica de una idea del bien, capaz de sobreponerse a la intimidad del mal, como si el mundo estuviese hecho, fatalmente, por uno y otro. Todavía no sé por qué pero en esos cuentos descarnados y poderosos todos percibimos la temperatura de la Revolución Cubana, y es probable, aun ahora, después de tantos años, que esos relatos ejemplares sean parte del lenguaje de esa pobre Revolución nuestra, tan venida a menos que ya nos es ajena, aunque quede todavía por definirse la parte que les toca, dentro y fuera, a quienes fueron unos a su luz y otros a su sombra. Me costó trabajo complacer a mi amigo Jesús Díaz por- que no llegué a escribir sobre mi experiencia como el único escritor latinoamericano que no visitó Cuba. Jesús quería que escribiese para Encuentro un ensayo sobre lo que Cuba había significado para mí. Y pensé que tendría que empezar con esta declaración, que era casi una de princi- pios, porque desde 1961, mi primer año en la universidad, he visto ir y venir a toda clase de viajeros, al punto de que alguien tendría que escribir la historia literaria, fatalmente Julio Ortega Concurrencias de Jesús Díaz 24 encuentro homenaje a jesús díazhomenaje a jesús díaz política, de esos visitantes periódicos, autorizados por el peregrinaje, favoreci- dos muchos por la tribuna, y a poco desengañados en varios grados de intensi- dad. No deja de ser un fenómeno de la cultura política nuestra el hecho de que ese capital simbólico terminase en exorcismos y purgaciones de buena fe. Fui invitado varias veces, y hubiese, realmente, querido ir, pero ser jurado del premio Casa de las Américas me pareció una tarea superior a mi paciencia de lector de manuscritos. De modo que yo debo ser de los pocos intelectuales latinoamericanos que no le deben un café a la Revolución. Después de haber visto la pasión de los convencidos y, a poco, su pareja ferocidad contraria, mi ausencia se me antoja irreprochable. Esas horas en su piso de Berlín recuperamos el tiempo interpuesto. Jesús nos puso al día sobre la situación de los intelectuales después del caso Padilla. Y tuve la impresión de que su análisis era más certero que exculpatorio. No necesitaba que las cosas fueran de mal en peor para justificar su exilio. Tenía, además, noticias lamentables sobre los colegas en la penuria política de la Isla. Recuerdo su relato de una reunión de escritores en casa de uno de ellos a donde, sorpresivamente, llega el propio Fidel Castro demostrando su favor al dueño de casa. Jesús y otros amigos eligieron una terraza marginal, disgus- tados por la invasión oficial de una fiesta privada. Pero un agente los conminó a sumarse fielmente al monólogo. Me impresionó Jesús por su madurez y lucidez, que lo convertían en un personaje distinto de la saga cubana de los exilios. Yo, que había conocido toda clase de exiliados, le temía un poco a esas largas reuniones en alta voz en las que los amigos insulares resolvían la suerte de la Revolución y el futuro de la isla quitándose la palabra unos a otros con ardor sin pausa. Una noche, en New Haven, en la casa de un colega cubano donde coincidieron dos familias, el perro de una de ellas rompió a ladrar hasta que logró acallar el coloquio. Alguien había concebido el infierno como un concierto eterno de gaitas gallegas, pero bien podría ser un perpetuo debate sobre Cuba. En cambio, Jesús era de esa clase superior de individuos que no hacen virtud de sus incli- naciones personales. Llegó al exilio ya formado, casi trabajado por las ideas y las pasiones civiles, habiendo pensado los pros y los contras, y se le fue la vida imaginando un espacio mediador, donde haciendo de cóleras corazón fuese factible transitar sin perder pie. Notablemente, era más mundano y feraz que algunos compatriotas afincados en la tipicidad, que tributaban las reparacio- nes con apetito demandante. Jesús Díaz siempre fue él mismo y no tenía que probarlo: de estirpe martiana, era claro y acerado. Me impresionó el sentido crítico de su charla, su humor relajado, y la fuerza de sus convicciones más íntimas, que en cada novela suya han aparecido como la forma misma del relato. Esa forma es la inteligencia apremiada de su plazo en el diálogo: esta- ba aquí, entre nosotros, para tomar la palabra, y se consumía entre palabras justas. Todavía es un misterio su partición de las aguas entre lustrales y de tor- menta, de ágape y de difuntos, entre la novela post-nacional y la crítica intra- nacional, sacando al país de su agonía y situando a sus héroes en las fronteras de lo cubano, en ese ardimiento de libertades ganadas a pulso. Escribía con 25 Concurrencias de Jesús Díaz encuentro26 Julio Ortega encuentro homenaje a jesús díaz inmediatez, con autoridad, pero también con fe en las breves grandezas humanas, en las empresas que se cumplen más allá de las fuerzas cotidianas, a favor del individuo. Después, creí advertir la ligera ironía de su benevolencia. En una época en que los cubanos del exilio solían saldar cuentas entre ellos, no sin encarnada aplicación, Jesús Díaz fundó Encuentropara dar a todos el beneficio de la pala- bra. Esta revista se convirtió en la esfera pública de una república cubana del exilio, allí donde asomaban unos y otros, de pronto tocados por la civilidad de los turnos. En una república de más condenados que salvados, donde cada quien ha ejercido de juez y parte de los otros, Jesús les vino a demostrar a todos que Encuentroera un lugar de recuperaciones; en primer lugar, de la credibilidad mutua. He aquí un exiliado reciente que viene a Madrid a acoger a los exiliados en su humanidad bien diciente. Contra la sospecha y los malos hábitos, Jesús llamó a los atrincherados a dejarse oír en un espacio convergen- te. Desde Encuentro, el exilio cubano se ha convertido en un interlocutor fun- damental de la cultura actual latinoamericana. Habiendo así concurrido a mejorar el diálogo entre los suyos, incluyéndo- nos a paseantes y colindantes, me doy cuenta de que Jesús Díaz había forjado otra forma cubana de presencia. Primero porque sus tareas estaban llenas de futuro, y nos concernían a todos; no porque tuviese un programa o una agen- da, sino porque el presente era excedido por su capacidad de concurrencia; esto es, por la forma inclusiva de su apelación a estar presentes y dar cuenta. Y segundo, por su fe en los más jóvenes, entre quienes se contaba, concurrida- mente; porque sus tareas suponían a los nuevos actores del consenso, a los agentes menos encarnizados y más tolerantes, aquellos que prometían una pró- xima apuesta cubana por el Otro, incluso por los otros. Este escándalo de la fe era una pasión intelectual: la obra de Jesús está llena de héroes jóvenes, hechos en una integridad a la vez cándida y mundana, como si fueran los personajes de una épica de convicciones latentes. Esa nostalgia del futuro era, creo yo, la clave de su íntima vehemencia: sabía que el tiempo requiere de nuestro trabajo para apurar sus promesas. Por eso digo que sus trabajos son una presencia de hecho: un espacio de amparo en este español de la intemperie. Las palabras perdidas (1992) es una de mis novelas favoritas de la Cuba con- temporánea, y entre las de Jesús Díaz una de las más memorables. La novela narra las aventuras de un grupo de jóvenes escritores, cuyo extraordinario proyecto de entrevistar a cada uno de los grandes de las letras cubanas (Car- pentier, Lezama, Piñera, Eliseo Diego) es una suerte de peregrinaje y aprendi- zaje, que cumplen ritualmente al planear una nueva revista cultural y literaria. El humor, el desenfado, la elocuencia, y también la incertidumbre, vivacidad y empatía que comunica esta novela construyen un retrato de grupo de La Habana de los años 80, y alrededores, cuando las aventuras de exploración artística parecen otra vez posibles. En la novela, el plan de la revista se estrella con la censura y con la delación, lo que no sólo frustra a la revista sino que revela el vacío de sentido al interior de la idea del grupo. Pero no se trata aquí de lo que ya sabíamos (en las novelas de Jesús se trata siempre de lo que27 Concurrencias de Jesús Díaz encuentro homenaje a jesús díaz no sabíamos) sino del vacío impuesto a la vida genuina por la interferencia política y policial, que desmiente la fe común y demarca los límites del len- guaje. Ese vacío, al carecer de nombre, es una culpa mutua: el traidor y el héroe son dos caras de la misma moneda nacional. Y de ello, al final, se trata: del derroche verbal de los maestros y de la carencia de lenguaje en los discí- pulos. La alegoría nacional es una entrega, incumplida, del lenguaje: la pues- ta a prueba de su valor de cambio en una sociedad donde la palabra pierde su valor de intercambio. Si los maestros viven en la sobreabundancia de su len- gua propia, en el mundo que se han construido para reemplazar a su Isla por- tátil, los jóvenes viven el lenguaje más desenfadadamente, en la calle, en el juego y la complicidad, con la inocencia de su libertad sin uso. Y, con todo, se trata de una libertad creativa, vivaz y sin pausa, que deambula feliz y casual, entre bromas y juegos, citas literarias y novelización sin tregua. Vemos y reco- nocemos a ese inolvidable personaje, el «Rojo», poeta joven iconoclasta, que lidera al grupo con ironía y sarcasmo. Me gustó saber, mucho después, que ese personaje estaba modelado en mi amigo el poeta Luis Rogelio Nogueras, a quien llamaban Wichy . Me lo hizo saber la narradora Mayra Montero, cuba- na de Haití y Puerto Rico, quien me contó que ella también aparecía en esa novela como la novia del «Rojo». Me lo dijo como un secreto a voces. Descu- brí entonces que las novelas de Jesús Díaz son versiones libres de momentos extremos de brío vital, y nostalgias de libertad. Esto es, son novelas que rescri- ben lo real con gracia entrañable: son historias plenas de vida explícita, abier- ta por su creatividad latente. Por eso, la condena política no lleva el peso de la literatura política: forma parte del horizonte de lo vivido, allí donde las puer- tas se cierran pero donde la novela deja una entreabierta. Ni en ésta ni en sus otras novelas de motivación política se demora Jesús en la tragedia o la protesta: con los materiales de una y las voces de la otra se hacen estos relatos para hacer otra cosa, para dar la medida de la capacidad de respuesta de unos héroes demasiado vivos para ser épicos. Hasta su paradó- jico balsero de Dime algo sobre Cuba(1998) merece, al final del libro, un capítu- lo en blanco: el del día de mañana, libre de su travesía clandestina. De allí a construir un teatro de la fuga en su última novela, toda una saga de la creativi- dad del exilio se alza al modo del nuevo lenguaje de este futuro que vivimos como presente. En mi ejemplar de Dime algo sobre CubaJesús me ha escrito unas líneas de agradecimiento porque sé, dice, «acompañar.» Así deben ver- nos los que saben concurrir: como interlocutores de su camino. Acompañar a Jesús Díaz, aun si de lejos y a pocos, sigue siendo una deman- da del diálogo convocado por su trayecto. Ha humanizado, se diría, la feroci- dad del exilio, borrando las distancias y dándonos encuentro.Next >