< Previouscrítica contemporánea el juicio de valor, y con éste la ineludible misión del críti- co de, como decía José Martí, «ejercer el criterio». No todo es «texto» apto para ser estudiado porque se pliega a algún método de pretensiones científicas, sino que hay «obras», producto del genio o el ingenio humano que son de diferen- tes valores. Además, las obras escogidas para ser analizadas por esos críticos teó- ricos lo son porque éstos en realidad han hecho un juicio de valor al seleccio- narlas. Es verdad que a menudo el juicio es errado porque se juzga la obra en términos de su adaptabilidad a la teoría, pero sigue siendo juicio de valor. Los «métodos» pretenden desplazar o cancelar la autoridad del crítico; al aplicarlos es como si la obra se analizara y evaluara sola, independientemente del mismo. Pero éstos son subterfugios para estar a la moda, para sonar como críticos o teóricos influyentes. (Hay palabras-talismán, ábrete-sésamos de teo- rías recientes que sirven para no pensar, para entonar canciones de las que se sabe la música pero no la letra —la más reciente es «nómada»—. Todo lo que pueda valer ahora tiene que ser «nomádico», pero como lo nuestro es pasar haciendo caminos sobre la mar, todo es por definición «nomádico»). La muerte del autor sería también la del crítico —texto y método se juntarían en unas nupcias blancas, sin intervención humana—. Se trata de un intento de abolir al sujeto crítico, pero que es en realidad una de las formas más burdas de la hipocresía, porque todos, para empezar precisamente con la selección de nuestro objeto de estudio o análisis, hacemos juicios de valor, que en pri- mera y última instancias se basan en nuestras preferencias y gustos. Éstos son los que rigen, además, en nuestra práctica docente y editorial —muchos aquí tenemos responsabilidades no sólo en casas editoras sino también en revistas académicas y literarias—. En la vida cotidiana, en el diálogo, en el murmullo diario de opiniones, chismes, infundios, calumnias, difamaciones, y también alabanzas medidas y desmedidas que son la praxis de nuestra profesión, lo que prima es el juicio de valor. (Por cierto, todos esos «discursos» son literatu- ra). Nunca se me olvidará la morisqueta que hizo mi admirada amiga y colega Josefina Ludmer para decirme: «Ese cubano que me diste a leer...». Ésa es la vida del crítico y profesor, y negarla equivale a sustraerle a la crítica la expe- riencia vivida en favor de la abstracción del método. Semejante renuncia es empobrecedora, y a veces obedece a motivos políticos, como ha acontecido en Cuba, donde como consecuencia la mediocridad se ha entronizado —el hostigamiento es el premio literario más sincero en Cuba, el verdadero juicio de valor de los mediocres que ven sus prebendas y privilegios amenazados—. El crítico tiene la responsabilidad de no permitir que eso ocurra y en este sen- tido la actitud de Harold ante la literatura es una llamada al orden. Nos incumbe establecer jerarquías basadas en nuestros juicios, por falibles que sean, a nuestros gustos, que es lo que voy a hacer aquí hoy. Mi ambivalencia ante el libro de Harold es filosófica y práctica. Por un lado, creo que la misma noción de canon se apoya en un concepto de lo sagrado —son los libros sagrados o ungidos como tales por la Iglesia— al que la literatura moderna, como actividad laica, no responde. Además, no creo que la literatura surja del tipo de lucha agónica que Harold propone, en que Roberto González Echevarría 8 encuentro homenaje a roberto gonzález echevarría9 los jóvenes o matan o evaden a sus precursores en la búsqueda desesperada de la originalidad. Puede que después del romanticismo haya mucho de eso, pero no antes, y no siempre. Dante le rinde culto a Virgilio, su modelo más próximo, y los poetas del Renacimiento querían o imitar a los clásicos de la antigüedad, o al poeta fundador de la poesía moderna, Petrarca, a quien Harold soslaya por completo en su libro, dicho sea de paso. Además, hay grandes obras anónimas, como el Lazarillo, o el Romancero, que no emergen de contienda alguna ni pueden provocar angustia de la influencia porque no tienen autor. También hay escritores de una sola obra influyente, pero que, como autores, no amedrentan o provocan la envidia de nadie. El caso cuba- no, para ser provincianos, es la «Oda a la piña», de Zequeira. Hay obras que son grandes en sí mismas, no en relación a otras, y otras aun que siguen sien- do grandes sin rebasar el ámbito de una lengua, como la poesía de San Juan de la Cruz. Además, nuestras limitaciones son muchas, precisamente por lo fluido y vasto que es nuestro campo de estudio. No se puede negar la titánica, monumental capacidad de Harold para leer literatura de todas las épocas y regiones, pero aun así yo encuentro su canon restringido por su formación profesional —el suyo es el canon de un profesor de literaturas en lengua inglesa, así como el mío es el de un romanista—. Él ignora no sólo a Petrarca sino a Flaubert y Baudelaire, así como yo me siento incómodo con Spencer o Milton y no tan seguro hasta con Whitman —aunque los leo a todos en el ori- ginal—. Lo que tenemos que admitir, contra los teóricos, es que nuestra labor está condenada a la imperfección y para usar una palabra lezamiana: la «incompletez» —más a la melcocha que al papel cuadriculado, pero que no por eso debemos abandonarla o hacernos esclavos de métodos que prometen contenerlo y clasificarlo todo sin dejar residuos—. Lo que caracteriza lo que hacemos, lo que sigue siendo parte integral de las humanidades, es justamen- te la imperfección de lo humano. Lo que practicamos, como el objeto de nuestro estudio, es en última instancia arte, no ciencia; también por la conti- nuidad que existe entre nosotros y nuestro objeto de estudio, ambos estamos fraguados en el mismo lenguaje. Tengo la convicción de que la crítica regresa ahora a una axiología, a una teoría y práctica del valor basada en el sujeto crítico, que sobrepasa o cancela la distinción entre hecho y valor, entre objeto y sujeto, en busca de una sínte- sis kantiana que objetivice el juicio, descartando la sospecha de que toda eva- luación surge de intereses e instituciones en pugna por el poder y la sujeción del otro. La síntesis de hecho y juicio, de texto y lectura, es la impresión, y surge de ella la interpretación, producto confesado de la contingencia. Debía escribirse una réplica al conocido ensayo de Susan Sontag que se llame «En favor de la interpretación». Sospecho que esta tendencia en la crítica va aliada a la prevaleciente en la narrativa hacia lo emotivo, hacia lo sentimental, que ha sido estudiada sagazmente por Aníbal González 2 . Me parece que desde el Oye mi son: el canon cubano encuentro homenaje a roberto gonzález echevarría 2 Aníbal González.último Roland Barthes, volvemos a la era no ya del placer sino propiamente del gusto —o mejor, reconocemos que nunca lo abandonamos sino que lo ocultamos con simulacros de objetividad, con métodos que no eran más que engendros metafóricos que sonaban a ciencia: cortes, códigos, etc. Convendría barrer con todos los determinismos con que la crítica latino- americana pretende reducir la literatura latinoamericana a un estatus de margi- nalidad que ésta no tiene como algo inherente, aunque contingentemente sea con frecuencia ignorada en algunas regiones del mundo occidental. Hay que descartar la vocación de víctima que se supone aqueja a toda nuestra cultura y reconocer que en sus más altas manifestaciones la literatura latinoamericana no es subalterna de ninguna, ni los latinoamericanos subalternos de nadie. Los crí- ticos y supuestos teóricos son los subordinados de doctrinas que aprenden en Europa o Estados Unidos a las que aspiran someter la literatura latinoamerica- na. Borges, Carpentier, Neruda, Paz, Lezama, García Márquez, no escriben como esclavos de nadie sino como amos de su propia imaginación que tiene carta de ciudadanía en la literatura occidental y hoy día global. Sabemos que García Márquez es la más fuerte influencia en la novelística china de la actuali- dad, y Borges es figura ineludible en la ficción norteamericana y europea. La crítica latinoamericana debe derivar categorías de la experiencia de la lectura de los textos latinoamericanos, para hacer una síntesis como la pro- puesta por Kant de lo subjetivo y lo objetivo y así fundar y fundamentar su autoridad. La autoridad del crítico para hacer juicios de valor se apoyará en categorías que él establece a través de la experiencia de la lectura y que coteja y comparte con otros. En última instancia estas categorías acceden a universa- les, obviando así al fin la obsesión de la crítica —que no de la literatura— lati- noamericana con el tema de la identidad. Desde Darío y Martí hasta la litera- tura actual, pasando por Borges, Carpentier, García Márquez, Paz, los grandes autores latinoamericanos pretenden crear objetos cuya belleza no dependa de contingencias sino de un concepto desinteresado de la estética. Esto no fue óbice para que algunos de ellos —con Martí a la cabeza— se entregaran tam- bién a luchas políticas. Pero el propio Martí reconocía la diferencia entre el fragor de la vida diaria y la actividad poética. Como dice al principio de «Hie- rro», poema en Versos libres , «Ganado tengo el pan: hágase el verso». Hay poquísima poesía política en el corpus martiano. En contraste con los escrito- res, pocos críticos de la literatura latinoamericana se arriesgan a participar en la política y pretenden, en vez de eso, hacer la revolución en el campo intelec- tual —pero no hay ni un solo libro, ni un solo ensayo de crítica latinoamerica- na que haya tenido el más mínimo impacto en la política de la región—. Se trata de una guerrilla que se libra en una selva de libros por grupos de una élite que juega a no serlo, usualmente en recintos universitarios norteamerica- nos. La literatura latinoamericana es eso, literatura. Ésta es una verdad como un altar de santería que la crítica latinoamericana no se atreve a reconocer. Se habrán percatado de que si sigo por este camino voy a agotar mi ración de espacio sin cantarles «mi son». Primero, sin embargo, quiero tratar de confesar y confesarme cuáles son los criterios que rigen mis gustos, para ir a contrapelo de Roberto González Echevarría 10 encuentro homenaje a roberto gonzález echevarría11 la práctica crítica actual, que prefiere hablar de teorías en vez de gustos. Del zig a mi siempre me gusta más el zag. Éste es un proceso que es también de autoanálisis y hasta de desvergonzado exhibicionismo, porque rara vez nos proponemos hacer o hacernos semejantes confesiones de preferencias y gus- tos, a no ser que nos llamemos Aristóteles, Horacio o Longino. Los tres, por cierto, me sirven de inspiración, pero juego bajo protesta porque la cantidad de obras a las que ellos se enfrentaron era exigua comparada con el alud de libros, la catarata de letra impresa que nos inunda a nosotros. Además, en la modernidad vivimos bajo el imperio del tiempo, que lo hace todo fluido y relativo: al hacer la lista de principios que creo que me guían, sé que los trivia- lizo al someterlos a la fijeza del recetario o a la retórica del manual escolar. En todo caso, aquí van, a riesgo de hacer el ridículo, porque creo que son los que todo el mundo esconde en la gaveta más recóndita de su conciencia crítica. Para mí la obra tiene que tener dimensión, aliento, monumentalidad sublime, si se quiere, en respuesta a los graves temas que deben ser su objeto: el amor, la muerte, el destino, el bien y lo irresistible del mal, la justicia y la injusticia. Para recordar a Longino, la obra debe tener elevación. No puede agotarse en cuestiones regionales, a no ser que revele en éstas la presencia de los grandes temas mencionados. En el Facundo, el destino fatal de Quiroga lo eleva a una dimensión trágica que le confiere grandeza y convierte los innu- merables detalles sobre la pampa que Sarmiento aporta en significativos para cualquier lector, aunque no sea argentino. Se me preguntará en seguida por los cuentos de Borges, que son casi todos breves, a lo que respondería que la longitud material del texto no es lo que le da aliento, aunque suele ser un ele- mento importante, para añadir que además la obra de Borges es monumental en su conjunto. Me gusta que la obra revele su forma, su urdimbre, pero no sin recato, convirtiéndola en elemento principal de su constitución como texto literario. Aquí se trata de una cuestión de grados, porque hay grandes obras modernas, como el Ulises, de Joyce, que sin duda hacen alarde de sus juegos formales, y otras de períodos anteriores, como las Soledades, de Góngora, que hacen otro tanto. Pero estas son obras en que la complicación en la forma es parte inte- gral de su tema; en Góngora la confusión del peregrino «sobreausente» que es protagonista del poema coincide con la del lector, ambos luchan por descu- brir adónde los llevan los errantes pasos. En el Ulysseses la inadecuación, el desfase entre una forma clásica recibida y su adaptación a un presente caído lo que justifica los malabarismos de Joyce. La maestría, sin embargo, general- mente consiste en que los más osados experimentos formales pasen desaperci- bidos, como en el Quijoteo en Cien años de soledad. Las obras que más disfruto retienen un residuo o, mejor, un reducto impe- netrable, un secreto o arcano cuya presencia percibimos, pero no podemos del todo nombrar y menos describir o analizar. Me dejo llevar aquí por unos versos de Wallace Stevens, uno de mis poetas preferidos: «The poem must resist the intelligence, / Almost successfully...».(«El poema debe resistirse a la inteligen- cia, / casi del todo...»). En muchos casos, en la mayoría, se resiste además a la Oye mi son: el canon cubano encuentro homenaje a roberto gonzález echevarríainteligencia del autor mismo, lo cual hace imprescindible nuestra labor de críti- cos, que con mucha frecuencia nos obliga a enseñarles a los escritores qué han hecho y por qué. El crítico mismo debe tener ese costado ciego u oscuro frente a su propia obra; es como un fluido subconsciente que se comunica con el texto estudiado por encima o por debajo de su conciencia crítica y sus discursos. Es lo que conduce a esos errores epifánicos que tan bien supo estudiar Paul de Man 3 . Hay que saber controlar el flujo y reflujo de esa sustancia opaca para no caer en la tentación de responder a una obra literaria con otra, siempre inferior por cierto; pero lo valioso de un crítico, lo que lo hace salirse del montón, se mani- fiesta en esa cualidad. Es el encuentro de lo unheimlichcon lo unheimlich—de lo siniestro con lo siniestro— que yo sé otros, como yo, han sentido, y que está más allá de cualquier método o filosofía crítica. Pienso que la obra debe por lo menos reciclar la tradición de forma nove- dosa; pero la gran tradición, no sólo la nacional, y no debe responder de manera obvia a modas vigentes, porque una vez que éstas pasan la obra se hunde con ellas en el olvido. Aquí es donde entra el problema de la originali- dad, por supuesto. García Márquez rompió con la vertiente joyceana de la tra- dición inmediata latinoamericana, y hasta con la de Faulkner, a quien por otra parte tanto debe, para producir en Cien años de soledaduna obra que choca por su aparente anacronismo, como supo ver en su momento Emir Rodríguez Monegal. Fuentes no pudo hacer lo mismo en La muerte de Artemio Cruzy su novela no alcanza el mismo nivel. Quizá el test más objetivo de la ori- ginalidad e influencia de un escritor sea si su nombre llega a convertirse en adjetivo, con lo cual se demuestra que ha hecho suya parte de la tradición: kafkeano, joyceano, cervantino, homérico, raciniano, flaubertiano, etc. En América Latina tenemos algunos: sarmentino, martiano, dariano o rubenia- no, rulfiano, lezamiano, borgeano, carpenteriano, nerudiano, vallejiano, hasta sarduyano, pero no «fontino». (El único que trasciende el español es borgeano, «borgesian», «borgesien»). Sé que algunos apellidos no se prestan, y hay autores que han marcado la tradición pero no han merecido adjetivo. ¿De Paz, «paciano?». Tal vez debía ser «octaviano». «¿Llosiano?», «¿vargasllósico?», «¿mariano?». En fin, merecen un adjetivo, suponemos, los clásicos o canóni- cos, los que no sólo marcan la tradición con un estilo, sino que generan una escuela de seguidores conscientes o inconscientes. Creo que en prosa la obra tiene que tener prosa, firma; en poesía, innova- ciones formales poéticas y retóricas que se constituyan, por su mezcla, también en marca. Los períodos carpenterianos son, evidentemente, musicales —entre Beethoven y Brahms— como una enredadera sintáctica y sinfónica. En Borges son los adjetivos, que sorprenden por la manera tan original que tienen de calificar un nombre, los que delatan su firma. No hay obra grande sin estilo propio, sin esa humilde pero trascendental tarea de poner una palabra detrás de otra con un ritmo suyo, como el jadeo de la poesía de Lezama, eco tal vez Roberto González Echevarría 12 encuentro homenaje a roberto gonzález echevarría 3 Blindness and Insight.13 de su asma crónica. En poesía el ritmo es siempre más fácil de percibir; hay una tendencia apositiva que sella el verso de Paz, palabras que llegan, casi un poco tarde para teñir retrospectivamente de sentido a las que las preceden. El tono sentencioso, retórico de Neruda es fácilmente reconocible y difícil de imitar sin producir monstruosidades, como ha hecho demasiadas veces Ernesto Cardenal. Pasamos, por fin, a mi canon cubano —«the envelope, please»—o los antoló- gicos desde 1959. Los divido en dos grupos: los que ya eran reconocidos antes de esa fecha y los que publicaron sus obras principales después. Declaro, de entrada, sin la menor intención política, que ha habido una decadencia, a pesar de la relativa riqueza de la literatura cubana de los últimos años. No hay ningún escritor de los que han hecho obra del principio de la Revolución para acá que se compare con Lezama, Guillén, Carpentier, Ortiz, Cabrera y Baquero. En todo caso, he aquí mis dos grupos. Los primeros son fáciles: Alejo Carpentier, por El siglo de las luces y El arpa y la sombra; José Lezama Lima por Paradiso, Oppiano Licarioy todo lo demás; Eli- seo Diego y Virgilio Piñera deben figurar, pero tengo que admitir que, como dijo Borges de Ortega y Gasset, no he merecido sus obras. Noten que dejo fuera a Nicolás Guillén, cuya poesía en el período revolucionario es más bien repetitiva y trivial, para no hablar de otros como Cintio Vitier, que ni siquiera habían hecho obra digna antes y mucho menos después. Burócratas y comisa- rios con abultadas obras sobran: la historia los absorberá. Los que surgen después de 1959: Guillermo Cabrera Infante por Tres tristes tigres, pero nada más, porque son casi todos refritos; Severo Sarduy por Maitre- yay De donde son los cantantes; Miguel Barnet por Biografía de un cimarrón, y también por Canción de Rachel ; Reinaldo Arenas por El mundo alucinante y la colección de cuentos Con los ojos cerrados; Antonio Benítez Rojo por un cuen- to, «Estatuas sepultadas». Calvert Casey por un texto, no sabemos si es un rela- to, que es de los más originales que yo he leído jamás: «Piazza Margana». Como notarán, excluyo a muchos que escribieron obras de cierto valor, como Antón Arrufat, José Triana, Heberto Padilla, Jesús Díaz y Reynaldo González, entre otros. A Padilla le celebro su valor personal, pero no creo que dejó una obra grande. De los más jóvenes, aunque reconozco promesas en ensayistas como Antonio José Ponte y Rafael Rojas, ninguno tiene todavía una obra de suficiente peso para figurar en el canon. Lamento decir que de la llamada «diáspora», en español o inglés, no he leído nada que merezca figurar en una antología exigente, aunque la producción es copiosa y ha sido objeto de estu- dios sustanciosos por parte de William Luis e Isabel Álvarez Borland. No sé por qué no ha dado esa tradición diaspórica todavía a un Villaverde o a un Joseph Conrad; tal vez la obsesión del tema cubano, el cambio de idioma o la lejanía del español, no han permitido obras de gran aliento. Ni Cristina Gar- cía ni José Kozer, por ejemplo, me parecen escritores de nivel. Si se me pre- guntara, cañón en la sien, cuál es el mejor de los mencionados en la era post 1959, diría que Arenas fue el más talentoso, a pesar, o tal vez por haber sido un hombre tan poco instruido —tan, en una palabra, inculto—. Pueden apre- tar el gatillo porque éstos son para mí los que son y no son. Oye mi son: el canon cubano encuentro homenaje a roberto gonzález echevarríaAhora unas palabras para justificar cada uno de mis juicios. Empiezo por los indiscutibles, que son Carpentier y Lezama. En una época pensé que Car- pentier era el mejor escritor de los dos, pero hoy me inclino a pensar lo opuesto. Carpentier es en cierto modo reducible a tendencias artísticas del siglo xx como el surrealismo, mientras que Lezama es él solo toda una ten- dencia. El siglo de las luces, sin embargo, vino a reafirmar lo que es el valor principal de Carpentier como novelista: que supo ver que la gran ruptura his- tórica que constituye la historia del Nuevo Mundo, era el argumento más grandioso e idóneo para la narrativa latinoamericana. Ya esto era perceptible en El reino de este mundo, pero la ampliación de ese tema en El siglo de las luces le da una elevación sublime: la novela es una gran maquinaria simbólica que gira, como una gigantesca esfera armilar, alrededor de un gran hueco que dejó la explosión que dispersó signos y personajes —la Revolución Francesa—, cuyo modelo es la ruptura de los vasos kabalísticos o la teoría cosmológica del origen del universo llamada Big Bang. Lo otro que El siglo de las lucesreafirma, tanto por su factura como por el período histórico en que ocurre, es el carác- ter romántico de la literatura latinoamericana: que ésta surge de visiones grandiosas provocadas por acontecimientos y paisajes gigantescos que provo- can el asombro. Esteban contempla un caracol en una playa del Caribe, y éste le evoca los cursos y recursos de la historia —Vico—, la gran espiral del tiem- po galáctico. Toda la novelística histórica del llamado Boom deriva de Car- pentier, desde Cien años de soledadhasta Terra Nostra. Paradisosobrepasa la estética y prácticamente carece de modelo, por mucho que se la quiera comparar con A la recherche du temps perduy Portrait of the Artist as a Young Man . La novela de Lezama, como toda su obra, se desentiende de lo bello como meta, algo que Proust no hace, combinando a veces lo grotesco con lo francamente de mal gusto e ignorando olímpicamente los más caros precep- tos del arte novelístico, como señaló Cortázar. En gran medida lo sobrecogedor en Lezama es precisamente la falta de medida, de decoro; la mezcla de niveles retóricos con un desenfado que oscila entre la ingenuidad más enternecedora y la originalidad más chocante. Para mí lo único comparable es la pintura de Picasso, que está más allá de toda contextualización o encuadre. No hay jerar- quías en Lezama. Todo parece tener cabida en su universo, inclusive el error porque no hay forma de identificarlo ya como tal —es una escritura pre-adámi- ca, desprovista de culpa y anterior a la ley—. Lezama creó un sistema propio que, por frágil que parezca en tanto filosofía o estética, está dotado de una cohesión y resistencia sorprendentes: «hipertelia», «vivencia oblicua», «era ima- ginaria», «sobrenaturaleza». Todavía el mundo más allá del nuestro —quiero decir de la literatura en lengua española— no se ha percatado de la grandeza de Lezama, en parte porque esta misma hace difícil su traducción. Para Harold Bloom es más fácil acceder a Carpentier e incluirlo en su lista de genios que a Lezama —pero si hay un escritor que merece ser tildado de genio es Lezama. Pasando ahora a los surgidos después de 1959, hay que empezar por Cabrera Infante y Tres tristes tigres. Esa novela es inmune a las bromas, los pujos de su autor, que tienden a reducirla al humorismo y a la trivialidad. La Roberto González Echevarría 14 encuentro homenaje a roberto gonzález echevarría15 obra sobrevive también el impulso central de la estética de Cabrera Infante, que en sus producciones menores y refritos tiene un efecto devastador: el melodrama social y su expresión como mueca lingüística, como juego de pala- bras. El discurso de Cabrera Infante emerge de un profundo resentimiento de clase que se manifiesta en un anti-intelectualismo virulento —es el querer épaterdenigrando la literatura en favor del cine, y deformando los nombres de escritores y filósofos hasta el cansancio—. Es una retórica de desplantes, despro- pósitos, descaros, desparpajos, dislates, desatinos, desafueros, disparates y des- acatos; del querer anotarse puntos en cada salida, como los personajes de Tres tristes tigres. Todos los tigres son, como su creador, unos arribistas, llegados del campo, del interior, de clases necesitadas, de raza mixta, que logran en La Habana integrarse a una especie de tierra de nadie social en el ambiente de la farándula. Tres tristes tigres capta un mundo estremecido por diferencias y con- flictos de clases y razas que se manifiesta mediante contrastes dialectales brillan- temente logrados. Pero lo que le da profundidad a la novela es que los únicos que logran dominar ese lenguaje torpe y poco dúctil son dos personajes grotes- cos que además mueren: Bustrófedon y Estrella. La novela y su «Metafinal» son como los velorios de los dos: Wakes. Estrella y Bustrófedon son dos focos negros, dos pozos de una sabiduría inasible, sublime, expresada en los juegos de pala- bras de Bustrófedon y en la música de Estrella. El saber de Estrella, órfico e ininteligible como ella, se declara en su voz, que es pre- o poslingüística y por lo tanto incomprensible para el intelecto. Muerte-conocimiento-música, Tres tristes tigrestoca el oscuro nacimiento de la tragedia —esa es su grandeza—, que tiene su lugar más idóneo en la envolvente noche habanera, pletórica de pecado. Lo humano es el pecado original y lo original del pecado. Sarduy es un escritor al que todavía no le ha llegado su hora y que declara- ba que su obra no sería más que una nota al pie o comentario a la de Lezama. Pero son en realidad dos escritores muy distintos. Como con Cabrera Infante, las declaraciones de Sarduy han perjudicado su obra novelística. En su caso no son desplantes sino sus ensayos de teoría y crítica, que al principio de su carrera estuvieron demasiado influidos por el grupo Tel Quel, al que pertene- ció aunque siempre de forma un tanto marginal. Pero Sarduy logró crear un estilo propio y un mundo y unos personajes muy suyos en sus novelas. Esos tra- vestís que viven en la euforia y la tristeza de la carne, de cuerpos en los que se escribe y marca, que se mutilan para satisfacer el deseo de transformación; matronas de sexo incierto pintarrajeadas, proxenetas y prostitutas lanzadas, des- atadas por toda una geografía exótica aun cuando sea cubana, de una artificiali- dad rebuscada. Todo un frenesí enfilado contra la decadencia física y la muerte consciente de su inutilidad, ese es el tono de la obra de Sarduy, su firma. En De donde son los cantantes, además, hay como una gran alegoría de la cultura cubana y sus componentes e historia, escrita justo en el momento en que la Revolución había removido todos los estratos de lo cubano —en la novela, el final violento en una Habana cubierta por la nieve es una escena sobrecogedora del vacío de la historia—. En Maitreya, esa vertiente cubanófila se ha ampliadoy desplazado, como en Cobra , hacia el oriente —es como una eraimaginaria lezamiana en la Oye mi son: el canon cubano encuentro homenaje a roberto gonzález echevarríaque Colombo es Cuba y llegamos a la Cuba real por vía de Sagua la Grande, como homenaje a Wifredo Lam, la descripción de cuyos cuadros constituyen a veces el lugar de la acción—. Maitreyaanticipó de una forma sorprendente las nuevas guerras de religión que asolan al mundo de hoy —su final, en un Irán sumido en una revolución fundamentalista, convierte nuestro presente en una instancia más de la historia copiando el arte—. Yo pienso que la hora de Sarduy llegará y se convertirá en uno de esos escritores que fundan, des- pués de muertos, un culto. Y ahora, el escritor que tantas broncas me ha costado: Miguel Barnet. Bio- grafía de un cimarróntrasciende, con mucho, la importancia que tiene en el reducido ámbito latinoamericano como obra fundadora del género testimo- nio (y la única de valor, dicho sea de paso). En el antiguo esclavo Manuel Montejo, Barnet ha creado uno de los personajes más memorables e impor- tantes de la literatura moderna, no sólo latinoamericana. (Lamentablemente las dos traducciones al inglés son defectuosas). Montejo crea y encarna un arquetipo: el paria, víctima de las peores injusticias sociales, que no sólo vive para contarlas sino que opone su impulso vital a las miserias de su existencia e impone su espíritu rebelde, sabio y optimista. Barnet ha logrado captar, en los giros e inflexiones del anciano, todo un estilo de vida pletórico de confianza en sí mismo y en sus criterios. Por un lado, Montejo entronca con la larga tra- dición romántica de los perseguidos, pero el cimarrón es además representa- tivo de otro arquetipo: el del fugitivo que quiere escapar del «mundanal ruido» y vivir en las profundidades de la manigua alejado de todo lo humano. Montejo no sólo le huye a la esclavitud, le huye a la humanidad; su viaje de escape y regreso, como el del protagonista-narrador de Los pasos perdidos , es como la mítica separación de la sociedad que sufrían los iniciados antes de ser aceptados en sociedad. Pero la gran literatura manifiesta lo trascendental en lo contingente, y Montejo convence en el libro de Barnet por los detalles fide- dignos de su vida como esclavo, y sobre todo de su vida como cimarrón, cuan- do pasa a veces años sin hablar con persona alguna, sólo con sus pensamien- tos y la naturaleza que aprende a domesticar, mezcla de Robinson Crusoe y Viernes en su isla. Lo valioso de Biografía de un cimarrón, no hay que engañar- se, está en el arte de Barnet, en el fino oído que le permitió aprehender en el tono, en la inflexión de Montejo, todo su drama, y así crear un personaje per- durable; en la manera en que adaptó la retórica de la etnografía, inclusive la reorganización de la vida que le cuenta su informante, a la autobiografía, y cómo pudo Barnet, en el espacio del libro, convertirse en Montejo al narrar su vida. Esto es lo valioso y convincente de esta gran obra. En Canción de Rachel, Barnet volvió a crear un personaje sobresaliente y perdurable. No parte de un ser vivo y único, sino que la confecciona a partir de varias antiguas vedetes con las que ha hablado, y también con labor de archivo en periódicos y revistas de la época. Tiene en común con la obra de Sarduy la melancolía provocada por la decadencia física en alguien que depende del cuerpo como espectáculo para ganarse la vida. Ambas, Biografía de un cimarrón y Canción de Rachel , delatan la contradicción creadora que late Roberto González Echevarría 16 encuentro homenaje a roberto gonzález echevarría17 en el centro de la empresa artístico-ideológica de Barnet: la nostalgia, la evo- cación deleitosa del pasado como motor principal de la creación en un escri- tor que, por su adhesión al régimen de Fidel Castro, debería ser un revolucio- nario con la vista puesta en el futuro (esa siempre pospuesta utopía del comunismo). El pasado y su evocación es lo que motiva al Barnet escritor, lo que le da peso y profundidad a su obra. Reinaldo Arenas fue el tipo de escritor que puede inclinarlo a uno a creer en la existencia de «ingenios legos», como se dijo de Cervantes. El mundo alu- cinante , que sin duda fue escrita en la estela que dejó El siglo de las luces , muy a pesar de Arenas, que despreciaba a Carpentier por su sometimiento al gobier- no de Castro. Fray Servando Teresa de Mier comparte con Esteban Montejo la condición de paria y la vocación de rebelde y fugitivo de la ley. Comparte con los personajes de El siglo de las luces vivir en la frontera entre la Ilustración y el Romanticismo, y entre la colonia y la independencia. El mundo alucinantees una novela sobre la libertad, concebida en el contexto de las luchas contra la dominación europea en el Nuevo Mundo, todavía en ese cráter histórico que dejó la explosión que fue el descubrimiento y conquista. Esto le da una ampli- tud temática que se refleja también en la geográfica e ideológica. El protago- nista se desplaza de México al Caribe, y de ahí a España, y lo que se emplaza es el mito central con que se justificó la conquista: la catequización de los abo- rígenes. En su famoso sermón, Fray Servando esgrime el argumento, ya pro- puesto mucho antes por Felipe Huaman Poma de Ayala, de que los indios tenían conocimiento del cristianismo antes de la llegada de los españoles. Antonio Benítez Rojo es autor de una buena cantidad de cuentos de exce- lente calidad, de dos novelas históricas, El mar de las lentejas y Mujer en traje de batalla, y de una inteligente y provocadora colección de ensayos, La isla que se repite. Todas estas obras son meritorias, pero ninguna alcanza el nivel de su gran cuento «Estatuas sepultadas», que está a la altura de lo mejor de Borges y Cortázar, y es de temática afín a la de estos maestros argentinos. Pero la «casa tomada» en Benítez Rojo tiene una dimensión nueva: la revolución que la rodea, en que la historia alcanza una velocidad violenta y vertiginosa que con- trasta con el tiempo detenido en la mansión y sus jardines amurallados. A esto se suma un hálito poético que se expresa en el color del ala de una mariposa, o en el deterioro gradual de los muebles y objetos contenidos en la casa: lucha de la fijeza con el tiempo en un recinto cerrado, autosuficiente, que languidece y hace por perpetuarse en los escarceos amorosos de los protago- nistas jóvenes. Rara vez se ha dado una fusión tan convincente de historia y poesía en ficción narrativa, y muy pocas se ha logrado mediante la transmuta- ción de lo real en símbolos conscientes de su naturaleza efímera. Juan Goytisolo me dijo una vez que «Piazza Margana», el texto de Calvert Casey, que parece iba a ser parte de una novela, era lo más original que él había leído jamás —desde Homero hasta el presente—. No sé si podría arries- gar un juicio tan delirante como el de mi buen amigo Juan, pero «Piazza Mar- gana» es extraordinario ya desde su premisa inicial, lo que se llamaba en el barroco, su «concepto», que en inglés se decía conceit . Consiste éste en que un Oye mi son: el canon cubano encuentro homenaje a roberto gonzález echevarríaNext >