< Previouspor los más. Ni que el cine después de la película Nuestros años felices le haya abierto espacio de nuevo al corazón, tras sus aventuras con Antonioni y cier- to Fellini. Ni que del abstraccionismo la pintura haya regresado al figurativis- mo, incluso al paisajismo. Ni de que en la agotada novela rural haya encon- trado García Márquez temas para su fabulosa versión de Las mil y una noches de la América de nosotros los latinos. En un mundo de máquinas en la tie- rra y máquinas en el cielo, el hombre quiere un arte mitad luz mitad cora- zón que lo estremezca, que lo zarandee con la fuerza de un crepúsculo, que lo haga sentirse nacido para vivir escuchando eternamente la Oda a la ale- gría, un arte, en fin, que lo salve de convertirse en máquina. Pero tú no me hagas caso, Efraín. Estoy divagando. Y acaso delirando. Ya te dije que yo no me propongo nada: yo soy. Cuento las cosas como las siento. e.r.s. Coméntame sobre estas pasiones tuyas: Barrancas, tu familia, los amigos y esos amores ya inscritos para siempre en la memoria literaria cubana. Háblame de las personas y obras que recuerdes como dones del cielo. r.a.Barrancas es el Paraíso de donde fui echado. Allí perdí todo, allí me quedé yo mismo esperándome en un día imposible del mañana para volver a reunirme con todo lo que entonces fue mío. En cierto modo, todo lo que me ha sucedido después, y aun lo que me sucede ahora mismo, lo he vivido como un recuerdo, como algo que estuviera soñando. Sin saber si yo soy yo o soy mi fantasma, todavía, a cada rato, asustado me palpo brazos, pecho y cara. Tiene su explicación. Después de ser echado de Barrancas y también de per- der a Bayamo, me quedé sin nada, solo en el mundo; acabado de cumplir trece años y con un hermano menor, Rubén, al que de hecho, cuando volvi- mos a vernos, habían pasado tantos siglos que yo acababa de casarme y él estaba cargado de familia. Pero no le haré comerciales a ese romántico empe- dernido que no acaba de crecer, a ese niño eterno que soy yo mismo, cuya hambre de amor siempre insatisfecha y su manera de amar como los gatos queriéndose de noche encima de los muros, ha sido a menudo el material de sus poemas. A veces, es verdad, los besos pasaron enseguida, los que di y los que me dieron, pero en cualquiera de ambos casos yo los sentí en mi eterni- dad y desde allí los escribí, aunque en general fueron, de ambas partes, besos de verdad, suspiros, brazos que estrangulan y besos de esos que parecen decir «hasta que no muera por ti esto no estará resuelto de una vez». Fortuna de la que no he carecido con los amigos, esa otra cara del Amor escrito con mayús- cula. No conozco a nadie, general o ministro, que haya tenido mejores ami- gos que yo. Hasta los que terminaron decepcionándome, tuvieron en su momento dones dignos de figurar en un museo junto a los restos fósiles de legendarias especies extinguidas. Con los que me quedan, verdaderos baluar- tes entre los que te hallas tú mismo, y mis cuatro hijos —dos hembras y dos varones, de diez años todavía Rafael, el más pequeño—, me doy por satisfe- cho. Citar nombres no tiene caso, porque para mí todas las personas que con su trato o sus favores me enriquecieron, ayudándome a ser el ser humano que soy, las considero dones del cielo. Todos ustedes han sido para mí como hadas, han sido como efrits , verdaderos dioses disfrazados. Cuántas veces no Efraín Rodríguez Santana 18 homenaje a rafael alcides encuentro19 aparecieron en medio del día más difícil, como Minerva en la Odisea , contra- riando a los dioses que intentaban perderme. Y ya que la he mencionado, he ahí mi libro. Y mi personaje. Porque yo no sería yo sin la Odisea. O tal vez por- que yo soy yo, no me conocería tan bien de no haber leído la Odisea. En defi- nitiva, entre el Odiseo de Ítaca y mi Barrancas hay algo en común. Algo que nos une y nos separa, además de la tragedia que a ambos nos tocó. La maldi- ción de Poseidón en su caso y el designio de Cronos en el mío. Sólo que en la historia de Odiseo las olas del regreso a Ítaca, para él siempre existieron; y las de mi regreso a Barrancas, desde el principio el tiempo las borró. e.r.s.La historia de Cuba te acompaña siempre, es uno de tus referentes principa- les. ¿Cómo explicas tu literatura (que es tu biografía) dentro de este tránsito nada sosegado que desemboca en la Cuba de ahora mismo? r.a. Nací en una casa de tablas, techo de guano y piso de tierra, donde tenía- mos un libertador, lo que para mí hacía de aquella casa el más grave y sun- tuoso templo. Mis primeras noticias fueron las hazañas de las guerras por la independencia. Odiseo no existía entonces. Mis primeros héroes fueron Maceo, Gómez y Calixto García. Eran papeles que nos repartíamos mi her- mano Rubén y yo, disputándonoslos a puñetazos en ocasiones, porque él siempre quería hacer de Maceo, hasta que un día lo convencí de que Agra- monte era joven y bello, y me quedé alternando a Maceo con Gómez y García. Esa fue nuestra literatura de la infancia. Y nuestro cine . Rafael y Rubén Pictures. Después, saliendo de la adolescencia, todos los de mi gene- ración lucharon contra Batista, cuando no desde el balcón, disparando en las calles o haciendo fuego en la Sierra Maestra. Después vimos llegar la división de la familia, con su portentoso éxodo llamado a dejar pequeño el de los tiempos bíblicos, seguido por los fusilamientos y la cárcel para los inconformes que decidieron no emigrar —la cárcel que todavía sigue devorando lenguas que insistieron en no quedarse quietas, más algún fusi- lamiento de vez en vez para escarmentar—. Y como uno escribe de lo que conoce, de qué otra cosa podría haber yo escrito, Efraín, si no es de ese confuso juego de espejos en el que he vivido perdido hasta hoy, unas veces como oyente, otras como espectador y las más como protagonista. Claro que hay muchos modos de contar la historia, y temprano yo escogí el mío. Estás en el velorio del joven médico aplastado por un ómnibus horas antes de su graduación, carrera que hubo de pagarle la madre lavando y plan- chando para la calle durante veinticinco años. Obsérvala en el paneo que viene. Es aquella, doña Eugenia, la encanecida señora que abrazada al féretro continúa estremeciendo suelo y techo con sus alaridos de fiera herida que púdico, desde luego, temiéndole al melodrama, desaparecerá en los cortes el director de la cinta, dejando el accidente del ómnibus, la cara de oficio del policía que fuera enviado a darle la noticia a doña Euge- nia, ésta, canosa, de espaldas a la cámara cuando le abría la puerta al poli- cía, pensando con alegría que era alguien del barrio que, en una nueva misericordia de Dios, le llevaba ropas para lavar, y, tomado de lejos, allá desde un ciprés cuyo ramaje asoma en parte en el encuadre, el momento Yo escribo y borro lo que quiero cuando quiero homenaje a rafael alcides encuentroen que tras quedar el féretro cubierto de tierra empiezan a alejarse deudos y amigos. Eso también es historia, aunque sólo fuera por las vidas que ese médico pudo haber salvado, entre ellas quién sabe si la del genio que en un día del futuro iba a descubrir la cura del virus del vih, pues ese accidente de que te hablo ocurrió en Bayamo siendo yo niño. Pero también es historia, porque testimonia las condiciones sociales de aquel Bayamo remoto donde por falta de becas y demás amparos del Estado rara vez sería médico el hijo de una lavandera. Y por analogía, aunque suene a sacrilegio, historia es tam- bién la cama de cedro que tal vez rompieron el valenciano Mariano y la canaria Leonor haciendo a José Martí. Luego entonces, si todo es historia, y si todo lo que es, en el ámbito de las ciencias sociales o en el de la materia, resume en su evolución lo que ha sido además de servir de eslabón en la cadena del devenir, cómo explicar al que soy sin dar a conocer el que fui. E ídem con el país. Cómo explicar, dime tú, el antiimperialismo de los cuba- nos actuales, ese antiimperialismo que tan exitosamente ha sabido capitali- zar la revolución triunfante en enero, sin remitirte a la enmienda Platt, la ofensa a García en Santiago de Cuba, las dos nuevas ocupaciones militares que siguieran en 1906 y a medias en el 17, cuando no a la presencia insolen- te de los procónsules: entre ellos, aquel Enoch Crowder que sin bajarse de su barco ni para despedirse cuando se fue, estuvo seis meses en aguas cuba- nas redactándonos un código electoral, y que años después, en su segunda visita a Cuba, entrará en Palacio ya con la lista de los secretarios del gabinete presidencial nombrado por él, gabinete que durante dos años, meticuloso, inspeccionará en persona, y el posterior, el no menos indeseable mediacio- nista Sumer Wells seguido del nada pintoresco episodio de aquellos cuatro acorazados metiendo miedo frente a La Habana a la caída de Machado en el 33, aparte de que después de eso, y hasta el 59 mismo, nunca dejó Washing- ton de darle órdenes a los presidentes de este país. En realidad, esto que nos sucede hoy a los cubanos, a los que nos quedamos y a los que emigraron, esto lo hicieron los americanos, primero, y después la difunta Unión Soviéti- ca, que vio la oportunidad. Nosotros, los que nos quedamos (hablo de los cubanos de filas), nosotros solamente pusimos el deseo de ser al fin libres, la esperanza de que una Cuba mejor era posible, y, devotos, la disposición de correr a alistarnos para morir entre los primeros. Lo que siguió, lo hizo tam- bién la historia, la enigmática telaraña de la historia, siempre actuando como un destino, si te fijas bien. En cuanto al referente histórico que men- cionabas en mi obra, es un viejo derecho de uso común. Casi toda la novelís- tica cubana aparece signada por él y, también, en gran parte, la poesía, desde el legendario Espejo de Paciencia. Nada nuevo. En mayor o menor grado, es algo que ha ocurrido en todo tiempo y lugar con todos los escrito- res. Sólo que en Cuba, por su juventud misma como Estado, todavía nos fal- tan respuestas para completar el primer piso de la república que soñamos, esa república martiana con todos(subráyalo) y para el bien de todos, en tanto que allá en la madura Europa están verdes de tanto saber las centenarias cúpulas de bronce que majestuosos exhiben palacios y templos. Efraín Rodríguez Santana 20 homenaje a rafael alcides encuentro21 e.r.s. Eres un prolífico novelista, tu almacén de novelas es memorable entre tus allegados, sin embargo casi todo está inédito. ¿Cómo explicas esta jugarreta del destino? ¿Cómo y qué dicen tus novelas para que algunas no estén debidamente publicadas? ¿Cuántas novelas has escrito? r.a. Jugarreta del destino, tú lo has dicho. Porque eso ha sido un fatum cuyo relato ocuparía dos tomos, en nada desemejante, el primero, de los supli- cios de un Sísifo o de un Tántalo, y el segundo, todo un catálogo de modestas venganzas y pequeños celos para empezar, y misterio después, mucho misterio. Resultado de tal castigo de los dioses, un metro de nove- las quemadas con mis propias manos cuando hace veintisiete años me mudé para este mismo garajito donde me ves y otro metro todavía espe- rando el «acabado» en mi escaparate. Las quemadas, por deshipotecar un porvenir que veía lastrado por tanta novela que ni viviendo cien años ten- dría tiempo de sacarlas del borrador en que estaban, y menos con tanto libreto de radio como a diario tenía que hacer para vivir. Fue un fatumya presente en mis dos primeras novelas, de fines del 63 una, la otra de mediados del 64, escrita la primera en doce días y la segunda en catorce. Borradores en realidad, que loco por publicar di por terminados. Pero eso sucedió hace tanto tiempo e implicó a tantas gentes que uno después llegó a querer (o que por fin pudo olvidarlas sinceramente), que volver sobre esos dos episodios sería arriesgarse a despertar a los demonios, aparte de que hay cosas que no podrían revelarse sin comprometer a terceros. Baste decir que en ambas ocasiones estuve cerca del premio de novela de la Casa de las Américas. En la primera no obtuve ni mención. Roberto Fernández Retamar, como poeta uno de mis preferidos de la Generación y entonces segundo a bordo en la uneac, jubiloso en la noche de la premiación, me tomó por una mano y me llevó corriendo a conocer a Ítalo Calvino, a Ángel Rama y al mexicano Fernando Benítez, que lo habían deslumbrado hablándole de mi novela, y me pidió una copia para leerla. Cuando cua- renta y ocho días después me la devolvió, la habían leído él y Adelaida, su mujer, y ambos estaban, me dijo, maravillados. Me sugirió quitarle una breve segunda parte que en realidad le sobraba y quiso quedarse con la copia para publicarla. Deseando cambiarle algo, le pedí unos días. No sé si para bien o para mal, no estaba él cuando fui a llevársela y se la dejé con alguien que un año después haría en Chile un elogio de las llamadas «malas palabras», pero que aquella tarde, sintiéndose escandalizado por unas páginas que recreaban un interrogatorio con torturas en una esta- ción de policía en épocas de la dictadura de Batista, corrió al despacho de Guillén a dar cuenta de mi crimen. Nicolás, que me había adoptado como amigo y confesor desde que a principios del 63 leyó, acabado de salir de la maquinita, mi poema «El caso de la señora» que aquel mismo año me publicaría Roberto en la revista Unión, mandó llamarme y muy apenado me dijo: «Ahora no puedo fingir que no lo sabía. Quite esas malas palabras o iniciálelas... y hágalas seguir de puntos suspensivos». «Eso me parece más indecente que las malas palabras mismas», le dije. «Estoy de acuerdo», Yo escribo y borro lo que quiero cuando quiero homenaje a rafael alcides encuentrocontestó, «pero mire usted en qué situación tan comprometida me ha colocado ese puñetero hombre con su indiscreción». También Roberto lo lamentó. «Tenías que habérmela entregado en mis manos», me dijo. Yo también lo lamenté porque aquella novela (entonces Los sucesos de abrily hasta hoy Habana feroz en mi escaparate de la espera), si no era «la novela de la insurrección» como entusiasmados afirmaban Onelio Jorge Cardoso, Félix Pita y aun Soler Puig con su buena voluntad de costumbre, era una primita cercana. Entonces escribí Contracastroy la mandé a la Casa. Mario Vargas Llosa la defendió, pero de obtener que fuera declarado desierto el premio y se concediera una sola mención, la mía, no lograría pasar. Tal vez Mario se equivocaba, o tal vez influyeron allí las supersticiones que en una revolución socialista además de nombres de personas pueden comprender hasta títulos de libros. El de aquella novela lo tomé de un predicado de dos voces que por lo repetidas entre los cubanos emigrados en Miami siempre me han sonado a sustantivo. Lo hicieron desaparecer y anuncia- ron la mención con el lema utilizado por la obra para concursar: Brigada 2506 . Días después, dos miembros de la dirección política del país que la habían leído, me mandaron a decir a través de un amigo común que les gustaría que la publicara, pero con otro título. El de Brigada 2506les pare- cía que ni pintado. Sorprendiéndolos, a la semana siguiente hice público el título secuestrado en una entrevista con Luis Agüero en Bohemia (toda- vía en esa época no eran absolutos los controles sobre la prensa). Más tarde, todos, uno a uno, hembras y varones, todos los grandes personajes de la Casa, me hablaron para publicar la novela; pero en el año transcurri- do, mientras la revisaba y ampliaba, yo había descubierto que el fracaso de Girón no daba por terminada la aventura de los que se fueron; y no me dejé seducir. Hoy veo que, gracias a Dios, mi premio en aquel concurso fue no ser premio. Una vez más, mi memoria del porvenir no me traicionó. El Miami construido en cuarenta años por aquellos troyanos de entonces y los que les siguieron, es, aunque por vía indirecta (pues la historia es mis- teriosa), una hazaña de la Revolución socialista Cubana sólo comparable, si bien de muy distinto signo, a la de su hermanita la creación aquí en la Isla de un sistema de seguridad social que —caso sin precedentes en Amé- rica— le garantiza a todos por igual, gratuitamente, médico y hospital y educación hasta la universidad. No veo en la segunda mitad del siglo pasa- do una conquista territorial mayor y más definitiva que la de aquellos nue- vos romanos. Porque para mí está claro, Efraín —saliéndonos del tema de la entrevista—, que un día los americanos tendrán que llevarse la base militar que ya sin necesidad estratégica ninguna después de la guerra del Golfo mantienen en Guantánamo; pero esa nueva Roma edificada en tie- rras de la Florida por los cubanos que huían del socialismo, ese formidable imperio económicamente hoy más poderoso que muchos extensos y muy poblados estados latinoamericanos fundados hace casi dos siglos, ese for- midable barrio cubano de ultramar en expansión —que, sintiéndose venga- do por quienes menos lo hubiesen esperado en los catecismos del Partido, Efraín Rodríguez Santana 22 homenaje a rafael alcides encuentro23 haría sonreír misterioso a Calixto García—, eso , Efraín, base, ciudad, monumento al trabajo y a la libertad de iniciativa creadora, o como quie- ras llamarlo, eso, digo, no se lo podrán sacar ellos de encima mañana ni nunca. Ni lo desearán. Hasta presidentes verán tus nietos salir de allí. Cómo llegaron esos nuevos romanos a alcanzar tal poder: ése es el verda- dero Contracastrodel cual aquel mío del pasado vendría a ser hoy un cari- caturesco prólogo. Y me bendigo otra vez por haberlo dejado ahí olvidado entonces. Después pasó el tiempo. En el 70, apartándome un tanto del Coloquialismo que presidía La Pata de Palo (del 67) y volvería a estar pre- sente en poemas posteriores de Agradecido como un perroe Y se mueren, y vuelven, y se mueren, escribí Nadie (entonces La ciudad de los espejos) y lo mandé a la uneac. Dos años después, enterado de que no me lo publicarí- an por considerarlo irreverente y nihilista, ofrecí retirarlo a cambio de la publicación de El tesoro de los muertos, libro escrito en el 66 y dejado refres- cándose mientras hacía libretos de radio, le cedía caballeroso el turno a la poesía y, alcanzado por un hongo tenebroso en unas cuevas de guano de murciélago mientras hacía trabajo voluntario, discutía con la muerte si me quedaba aquí un rato más o no. Aprobado por Francisco de Oraá y Gusta- vo Eguren, metido en el plan de publicaciones de aquel año 1972, y ya con la portada hecha por Darío Mora, misteriosamente El tesoro de los muertos desapareció en la uneac. ¿Molestaba algo en el mismo, bien en el título o en el texto?, ¿o fue la época? Es decir, aquellos años de tinieblas que siguieron al espantoso Caso Padilla, oficialmente hoy ya considerado un error. También pudo ser el irreverente y nihilista Nadie, no publicado, como tú sabes, hasta el año 93 cuando, en aquellos años de aperturas que siguieron a la repentina defunción de la urss, la Editorial Letras Cubanas, en busca de un nuevo rostro (estaban presurosos publicando a Lezama, a Novás Calvo, a Virgilio...), conoció la existencia de aquel viejo libro. En cuanto al Tesoro , en vano lo reclamé durante años a la uneac , por cartas. Pues por razones que sólo unos cuantos de mis gentes de entonces cono- cen, entre el 7 de julio de 1969 y fines de 1987, yo no volví a poner un pie en aquel lugar —aunque, elegante, debo decirlo, Nicolás nunca dejó que me depuraran y cada vez que, después de una depuración de miembros, cambiaban el carné, él me mandaba el nuevo—. Editorialmente estaba tan muerto como lo estoy ahora, sólo que ahora lo estoy por mi voluntad, y entonces porque no me publicaban. Mandaba textos a La Gaceta de Cubay no me los publicaban, los mandaba a la revista Unión y tampoco me los publicaban. Después del año 74 no volví a mandar nada. Olvidé a esa gente. Y quizá todo eso tuvo que ver con mi desinterés en publicar. Ahora, por fin, escribía para mí, puesto que como el mundo iba entonces hacia el comunismo (los carteles y vallas lo decían), era de creer que en lo sucesivo nadie, excepto yo mismo, me leería; de modo que seguí sacándome libros de la cabeza y amontonándolos sin objeto, sin un porqué, porque me obse- sionaban —porque los imaginaba tan rápidamente que sin siquiera haber tenido tiempo de leer el borrador recién sacado de la maquinita, ya estaba Yo escribo y borro lo que quiero cuando quiero homenaje a rafael alcides encuentroahí el siguiente dando patadas en la puerta e impidiéndome dormir—, y los escribía, además, acaso —y sin el acaso—, para no pensar en otras cosas. Eso fue tremendo, Efraín, tremendo; pero también pasó, que es la moraleja que me queda. Actualmente, tengo terminadas dos novelas que por su volumen Lezama no vacilaría en llamarlas «ladrillos cuneiformes». La Descuartizadita , primer tomo de una trilogía de policiales que va desde el incendio de Baya- mo en enero de l869 hasta el día de Año Nuevo del 95 del siglo pasado, y El Anillo de Ciro Capote, mi novela preferida y al parecer la que más raro destino ha tenido. Una novela profética hasta ahora. Un oráculo en muchos senti- dos. Escrita en el 82, recrea estos días de ahora mismo, incluidos el espanto de Nueva York del 11 de septiembre, la invasión militar norteamericana al Medio Oriente y el mundo unipolar. De cumplirse el resto de sus profecías, llegaría el planeta Tierra a ser un solo país como en los años de Adán, los Estados Unidos del Mundo, con sede en Washington, por supuesto, y, natu- ralmente, con presidente norteamericano. Por fortuna, son hechos que ocu- rrieron en otro mundo paralelo, no en éste tuyo y mío, ya tan remoto en el tiempo con respecto a otras civilizaciones de este propio planeta. Ciro Capo- te, muerto dos veces en la Sierra Maestra, ambas en diciembre del 58, como capitán la primera vez, y la segunda, dos mil años después, entonces como comandante, es el sorprendente protagonista de esta extensa suma de aven- turas vividas mientras corría al encuentro de su amor de la adolescencia, y en la que hallarás engañosas páginas de comedia, puesto que en el fondo es, toda ella, una secreta carrera de la humanidad hacia el Apocalipsis en cami- no, tragedia de la cual podríamos sacar lecciones. Novela, reportaje o memorias en la que verás, en un mundo paralelo feudal de otro planeta, la pujante comunidad que allí han creado los balseros cubanos naufragados ayer, ahorita mismo o hace veinte o treinta años, más los caídos en las gue- rras contra España y en las tiranías habidas en la República, entre otros, pues también te hallarás allí, viviendo hace años, conocidos tuyos con los que hablarás ayer mismo. Verás la destrucción de estatuas y monumentos que acompañó en cierto planeta la aparición de la verocan, cámara ésta que además de fotografiar el pasado en el día, hora y lugar que te dé la gana de encuadrarla, lee el pensamiento del fotografiado; asistirás a fabulosas colisio- nes estelares; verás teletransportaciones en el espacio y en el tiempo de per- sonas y aun de barcos; viajarás por la Atlántida y conocerás cómo, por qué y de dónde llegaron a la Tierra los atlantes, y te tendrás que persignar, si eres religioso, mirando una laguna donde el que entra viejo, sale joven, y el que entra enfermo o deforme, sale sano y perfecto como un griego camino de las olimpiadas. Y entre otros personajes que para los de tu edad son hoy arqueología política, verás de cerca al doctor Ramón Grau San Martín y sus discípulos, verás al doctor Carlos Saladrigas, entonces candidato a la presi- dencia por el partido gobernante, verás a Churchill, a Rossevelt y a su espo- sa, la gentil Eleonora con sus pamelas; verás a Truman con un globo terrá- queo en la mano indicando los lugares que por orden del Creador acababa él de hacer desparecer, como Sodoma y Gomorra en su día, para repoblarlo Efraín Rodríguez Santana 24 homenaje a rafael alcides encuentro25 con hijos del Pueblo Elegido (es decir, norteamericanos) cuando la radiacti- vidad lo permitiera; verás al general Marshall, a Batista, a McCarthy, y hasta a la Virgen María la verás. A la Virgen, que en aquel año 43, días de una gue- rra mundial que iba a terminar abruptamente semanas después con la ren- dición del Eje por orden de Dios, había creado de un minuto para otro la Laguna de los Milagros llamada a convertir a aquel remoto caserío próximo a Bayamo (una especie de Barrancas) en la capital moral del mundo y lugar de obligada peregrinación desde todo el planeta, no sólo en busca de salud y juventud, sino por la gloria de ver a Dios en persona, de verlo, por tener ese supremo privilegio, y poder, al fin, entrar con Él en la Laguna. Pero bús- cate un editor que me publique ese libro, para que veas la cara de sorpresa puesta por Ciro cuando dentro de dos mil años (había estado muerto desde el siglo xx ), empezó a ver por telepatía, desde el Planeta Lila, lo sucedido con el mundo unipolar de aquel mundo paralelo de Truman y lo sucedido en este mundo paralelo cubano donde estamos conversando tú y yo ahora mismo, pues no te contaré ni una página más de El anillo. Olvidado en el escaparate de la espera, Regina lo halló en el 93 cuando hacía la barriga de Rafael, le cortó algunos trozos (que tuve la precaución de guardar con el resto de los originales por si un día hubiera que hacerles la prueba del car- bono 14), le limpió un pedazo y me lo dejó ahí para que la rescribiera, cosa que no haría hasta dos años después. En 1996, tras dárselo a leer a Reynaldo González, todavía en su penúltimo borrador, y tomar en cuenta las valiosas observaciones que me hizo, volví a dejarlo dormir. En el año 2000, en Bogo- tá, confundido por alguien que a su vez había sido confundido por mi fatum, se lo dejé al expresidente Belisario Betancur, presidente de la Fundación Santillana, creyendo que Fundación Santillana y grupo Santillana eran la misma cosa. Menuda sorpresa debió llevarse aquel hombre tan atento al que Carlos Monsiváis y yo encontramos esperándonos en el aeropuerto, con nuestra María Mercedes Carranza del recuerdo y Dalita Navarro, cuando al abrir la jaba de tiendas en que le dejé El anillo, en medio del triunfal acto de despedida que nos dieran en Bogotá a quienes asistíamos al memorable Encuentro Iberoamericano de Escritores, dio no con el libro que debió él suponer cuando se lo ofreciera en el almuerzo de aquel propio día, sino con un espeso meca-mamotreto a un sólo espacio y todavía con correcciones de estilo por hacer. Después, mientras esperaba noticias de la supuesta filial de Santillana en Bogotá, exitosamente dirigida por don Belisario, llegó el 11 de septiembre y eso me desilusionó. El profeta de ayer ahora parecería estar glosando la realidad. Enterada en La Habana de la existencia de El anillo, en febrero del año siguiente, una señora, María Fasce, de Buenos Aires, que decía ser editora de Alfaguara y que nunca vi, me lo pidió por correo elec- trónico y por igual vía me contestó diciendo que lo había recibido, y des- pués, que lo estaba copiando; pero no sé si en eso murió la infortunada señora Fasce o si nunca existió. e.r.s. ¿Cómo ves la literatura de un país que se define por lo que se escribe tanto dentro como fuera? Yo escribo y borro lo que quiero cuando quiero homenaje a rafael alcides encuentror.a. Lo tomo como un anuncio de las cosas por llegar. Existe una sola Cuba. Pero en el caso de la literatura, que es el retrato hablado del alma de una nación, también el hachazo habría fracasado de no ser porque además de las nuevas y muy abundantes puertas que le abriera en el mundo, la dotó, en ambas orillas, por lo que al corazón respecta, del dolor del agravio y la derrota que subliman y aun vuelven sagrado cuanto tocan, a diferencia de la victoria, por lo general tan fugaz que deslumbra por un momento y des- aparece en la memoria del protagonista con la prisa de los relámpagos. e.r.s. Dame tu opinión sobre la Generación de los años 50 a la que perteneces. ¿Qué queda de ella hoy en día? r.a.Mucha buena poesía; alguna de ella, de lo mejor del ámbito de la lengua de su tiempo, y malos ejemplos según algunos. Pero decir esto último sería igualarse con quienes no respetan el derecho de ser o pensar distinto del hombre estándar que ellos quisieran. e.r.s. ¿Qué recóndito mecanismo ampara esa conjunción tan tuya entre conversa- ción y escritura? r.a. No lo sé. Escribo oyéndome. e.r.s.¿Cómo escribes la Cuba de hoy? r.a.Ella (yo no) temiéndole al porvenir porque le teme al pasado. Y entre esos dos temores, esperando. Querido Efra*: Te decía en la entrevista que no creo haber ejercido influencias, pero que en cam- bio algunos textos míos habían impactado a otros poetas. Es el caso de Marré, quien hace algunos años tenía un largo poema «escrito», decía él, «al modo de Rafael Alcides». Intento que repitió Fayad Jamís cuando «tocado» por mi poema «Crónica de amor», de La pata de Palo (1967) escribió años más tarde su hermoso «Recordando una lectura de La primavera ha muerto» —«que no es tan bueno como el tuyo», me dijo mintiendo, y los dos lo sabíamos—. Es el poema que, según me diría el venezolano Edmundo Aray, estuvo a su lado, presente como un espíritu o un alcohol, cuando escribía él su libro Crónica de nuestro amor , texto que igualmente juzgo superior al mío. Cuando estaba en imprenta, Nicolás Guillén, que conocía ese poema y me había celebrado algunos cantos del mismo, escribió En algún sitio de la primavera, «en el que algo de usted hay», me dijo con la satisfacción de quien me estuviera imponiendo una condecoración que me sirvió de mucho (pues, como sabes, los políticos y las muchachas, también los poetas —o algunos poetas— somos muy vanidosos). Algo así me dijo Roberto Branly, quien recién dejado por María Elena escribió por entonces su excelente «La sequía», uno de los mejores poemas de la Generación. Por su parte, RoqueDalton, que admiraba La Pata de palo, me dijo con su modo desvergonzado de elogiar, que yo «le había infestado» algu- nos textos de Taberna y otros lugares, entonces todavía en preparación. Meses más tarde, Efraín Rodríguez Santana 26 homenaje a rafael alcides encuentro *Por el interés que tiene esta carta personal que me enviara Alcides acerca del tema de las influen- cias (él prefiere llamarlas homenajes), he decidido incluir parte de ella que se refiere al tema.27 ya Premio Casa, tuve el honor de ser seleccionado por él para integrar con Casaus y Rodríguez Rivera el panel que presentó su libro. Y en Bogotá, el muy magnífico don Samuel Jaramillo, a quien había conocido aquí en La Habana una noche de tragos y hastaluegos en tu casa, me dijo que al recrear su infancia en un hermoso libro que ahora no tengo a mano y cuyo título de momento no recuerdo, no pudo evitar que en aquel texto suyo resonaran los cascos alados de Noche, mi caballo imaginario de Noche en el recuerdo . Pero esas, como ves, no son, no podrían ser influencias. Son home- najes. Por eso los cito. Homenajes como el que yo mismo le hice a Neruda, por ejem- plo, en un poema escrito para Fayad en un día de cumpleaños, y a Whitman en un largo texto, de hecho un libro, titulado Canto en la Tierra. Textos que aparecen en Agradecido , los dos, yen los que, yendo en mi homenaje más lejos que mis citados homenajeantes, deliberadamente llevé dichos homenajes a la temeridad de la imita- ción. Lo de Neruda, un divertimento en una noche de apagón en que el adolescente Fayad cumplía cuarenta años en la sola compañía de Gustavo Eguren, el que suscribe, y Mamina, mi amor de entonces, a la luz de una lámpara de petróleo en una sala de tristezas. Lo de Whitman, no. En el caso de Whitman, aun sabiendo que fracasaría, intenté en serio escribir como lo haría aquel dios en el Manhattan de hoy. Son mensa- jes al parecer en blanco, discretos telegramas absolutamente cifrados, textos que ni aun el que los escribe podría leerlos, parte de la lágrima de ser y no ser en definitiva. Como ves, entre las influencias que me señalas en tu muy hermoso y generoso trabajo sobre mi poesía, no caben Fayad ni Roque, aunque con ambos tengo puntos de con- tacto, sobre todo con Fayad por la vida de trotamundos que ambos lleváramos desde niños, el haber tenido ambos el hambre por compañera, tener en común la experien- cia campesina de esos primeros años, y hasta haber sido ambos, en Bayamo, boy scouts, él en una tropa y yo en otra, si bien entonces nos cruzamos sin llegar a conocernos. En el caso de Parra, cuando vine a leerlo, cosa que ocurrió durante su visita a La Habana en 1965, ya había yo escrito (y publicado en revistas) algunos de los poemas que han caracterizado mi modo de decir; en cuanto a Cardenal, lo mismo. E igual con Tallet, cuya influencia señaló alguien en mis textos. Lo leí tarde, ya publicada La pata de Palo, título del año 67 que había participado en el Premio Casa de 1966, con Haber vivido y Primer Libro de la ciudad , de Suardíaz y César, respectivamente. Ahora bien, para ser absoluto a este respecto debería saber si Villena, si el Villena de «Can- ción del sainete póstumo» salió de Tallet, o si Tallet salió de ese poema. Si esto último, entonces sí debo empezar a sentirme heredero sin saberlo de Tallet, porque ese poema me marcó. Lo leí al comienzo de mi adolescencia, y secretamente me formó de algún modo. Esa es mi herencia neorromántica. Mis otras influencias han sido el Neruda de «Walking around»,«Tango del viudo», «Caballero solo», «Aguas sexuales» y «Solo la muerte». A Whitman, además de razones de temperamento, me unen el hecho de que ambos somos estéticamente whitmanianos y de que él es mi poeta. No obstante, en el caso de Canto en la Tierra, el parecido es intencional, como quedó declarado en el prefacio de aquel texto aparecido en el Agradecido… 25 de julio de 2004 Yo escribo y borro lo que quiero cuando quiero homenaje a rafael alcides encuentroNext >