< Previousen unas urnas como de Semana Santa, en unas urnas tapadas con velos grises, tales como se hace con los santos en el Viernas Santo. Tapé, pues, a los santos, ¿o a los gatos?, de Orígenes, y al Maestro desapare- cido, con trapos grises de Semana Santa. Pero ahora, como he sido invitado por la Caixa a hablar, de poeta a poeta, sobre el Maestro que he tapado con un trapo como para que no se saliera más, vuelvo, entonces, por penúltima vez, a evocar a ese fantasmón que ya para mí tiene que ser un Maestro perdido. Pero ¿por qué digo fantasmón al referirme al Maestro? Pues bien, digo fantas- món, porque quien ya desde hace muchos años es un apátrida sin telón de fondo, y tuvo una experiencia como la que yo tuve durante los años de Orígenes, sólo puede, ya después de haber acabado de tapar a sus compañeros de generación con un trapo gris, sospechar que aunque trate de resucitar a un Maestro para los oyentes de Caixa madrileña, quizás lo que sólo resucite sea a un fantasmón. Pero veamos. Y, para terminar esta Introducción, me enredo, mientras la escribo, con la relectura de un encuentro de un surrealista gnóstico, Jacques Lacarrière, con su Maestro Gurdjieff. Un encuentro de un surrealista con un Maestro Gurdjieff, donde el surrealista decía: «Las cigarras tienen una ventaja sobre los primates y los humanos: cuando mudan, su antiguo ser las deja de una manera muy visible, como si se tratara de un vestido viejo, de una armazón o funda vacía donde no canta más que el vien- to. En entomología se da a estas mudas de insectos el hermoso nombre de «exu- vie». Y bien, tal es entonces mi «trabajo». Y bien, al leer esta cita del surrealista gnóstico que también tuvo un Maestro, me digo que yo debo insistir en este punto: mi relación con el exuvie; o sea, lo que fue el desembarazarme de mis inútiles pesos O sea, la lucha en la relación con el Maestro. Una lucha que quisiera lograr expresar en esta charla pues, con ello, lograría hacer entender el precio alto que con- lleva la relación con un Maestro, luego que su influencia es sentida como un vestido que no nos corresponde, ya que al fin llegamos a sentirlo como algo extraño. O sea, que yo traduzco ese trabajo de las cigarras del surrealista francés como lo que fue mi relación con un Maestro: un trabajo con un anverso y un reverso: un anverso donde logré, con la ayuda del Maestro, una mirada; pero un reverso, con todo el peso muerto que una influencia conlleva, y esto hasta que llegó un momento en que empieza la lucha (una lucha que también tuvo una fase analíti- ca con el psiquiatra) por lograr el exuvie, el desprenderse de los vestidos viejos. Mi unificación, pues, tuvo que consistir en un desprenderme, como las cigarras se desprenden de sus vestidos, del peso muerto de un Maestro. Pero, además, en mi caso esta experiencia tuvo un tremendo matiz, y fue que, en el mismo momento en que el Maestro fue aceptado, de tal manera que todo mundo empezó a repetir sus frases, yo sentí que tenía que alejarme. Pero de esto, si tengo tiempo, hablaremos después. Y ahora, siguiendo con el collage, siguiendo con la tarde de Playa Albina que he calificado como rarísima. Voy a abrir otro paréntesis, para decir que el telón de fondo que me rodea también se me enrarece, hasta traerme unas visiones que es para coger miedo. ¿Cómo así? Veamos Visiones. Son dos visiones que me asaltan, y que aunque no tienen nada que ver con la película de los hermanos Marx, sí acabo enredándome con ellas. En ENSAYO 8 encuentro9 una visión, aparecida en el periódico Granma, que yo leo a través del email, se habla de un Hotel Plaza de 4estrellas, y se nos dice que el Hotel es «uno de los más emblemáticos y elegantes de La Habana», y que se encuentra «Erguido y desafiante frente al Parque Central». Pero no es sólo eso, sino que después de decirnos el Granmaque en ese hotel Fidel asistió a una cena de gala, también se nos dice que en sus portales, el Maestro del cual estoy hablando se reunía con unos escritores. Y, ¿se quiere cosa más rara, señores? ¿Se quiere cosa más absur- da? Porque resulta que el Maestro nunca se reunió con ningún escritor en ningún hotel habanero, así como tampoco, que yo sepa, hubo nunca ningún hotel en La Habana al que se pudiera calificar como erguido y desafiante. Y no sólo esto, también la tarde rara de la Playa Albina me trae una entrevis- ta hecha a Cintio Vitier donde éste dice que un escritor cubano le contó lo que él le había oído al Maestro: «Soy asmático, soy un elefante, pero si alguien viniera [y aquí Cintio añade lo siguiente: «y ya todos sabíamos a quien se refería»] túm- benme en el suelo, les serviré de trinchera». O sea, abro un paréntesis con una nota de prensa del Granma, donde Lezama sirve para la propaganda de un Hotel, y esto, junto con la noticia de Cintio, donde aparece como un elefante tirado en el suelo. Esto, como ya les dije, es el telón de fondo que me acompaña al empezar a escribir sobre el Maestro. Pero, no se asusten, al fin no me pasó nada. Al fin, después de colocar estas citas dentro de un paréntesis, me metí por uno de los canales de la Playa Albina donde vivo, y me eché a reír pensando en que Cintio Vitier, según Carlos Fuen- tes, fue el director de la revista Orígenes. Los Maestros, ya se sabe, quizás son una de las tantas cosas en la vida de las cuales uno nunca sabe, ni uno nunca llegará a saber nada. ¿Quién pudo saber, me pregunto, lo que pudo ser una digestión con siesta del Maestro Alfonso Reyes? ¿Quién podría describir las chancletas del Maestro hispanoamericano Pedro Enríquez Ureña? ¿Quién…? Pero dejemos esto. Señores: cierta vez me bauticé como no-escritor. Esto lo expliqué en mi autobio- grafía El oficio de perder. Confieso, también, que no me han interesado los homenajes, sino los contra- homenajes. Esto lo mostré, sobre todo, en mi libro Los años de Orígenes. Tampoco puedo soportar a los héroes (Acuérdense: ya se ha dicho: «Todos los héroes son malos»). Razón: el haber nacido en un país donde, por tener como Apóstol a un desbordado romántico que hasta llegó a soñar una increíble reli- gión con los grandes hombres como santos, logró que, junto con el choteo que tiñe toda nuestra historia, los héroes llegaran a pulular por todas las esquinas de nuestro lamentable relato. También, por supuesto, detesto la algarabía que se puede formar en torno a las figuras literarias. O sea, me explico, detesto esa manera de evocar a un Maestro literario, montándolo sobre zancos, o idolatrando sus idiotas anécdotas, o convir- tiendo sus palabras en estereotipias sagradas, o eso, espantoso, que consiste en recortar los proustianos ataques asmáticos del Maestro, hasta llegar a ofrecer una estúpida hilera de palabras, seguidas de puntos suspensivos, para así tratar ENSAYO encuentrode hacer visible la angustia existencial y respiratoria del santón literario. (Y aquí, para acabar de ponerle la tapa al pomo, observo que casi todos los críticos y pro- fesores que levantan una escena donde se muestran las palabras cortadas del héroe literario asmático, no lo llegaron a conocer personalmente). Tampoco me interesa el respeto. El respeto, insisto ahora que estoy en el prin- cipio, no me sirve para hablar, de poeta a poeta, sobre el Maestro. El respeto no me sirve, sino la mierdidad. Y, para aclarar lo que quiero decir, me apoyo, de nuevo, en la espléndida carta de antihomenaje que el surrealista Jacques Lacarriére le dirigió a su Maes- tro Gurdjieff, y donde terminó diciéndole: «mi lema preferido fue por largo tiem- po —y sigue siendo— el de un hombre olvidado que se llamaba Francis Jourdain y que dijo: ‘El irrespeto es el comienzo de la sabiduría». Frase memorable si las hay, y que me permite hoy terminar esta carta asegurándole que continúo siendo más que nunca su fiel y atenta «mierdidad». Tampoco me interesa, en este palique de poeta a poeta, insistir en el anverso, sino en ese reverso en que toda mi vida he querido colocar mi expresión. Un reverso que, en este caso de charla de poeta a poeta, prefiero situarlo sobre todo en una como búsqueda de lo que pudiera ser calificado como el esqueleto de esa problemática relación que tuvo que establecerse cuando yo, ¿un poeta?, salido de la adolescencia, totalmente desconocedor de la literatura, y muy enfermo, conocí a ese Maestro, lamentablemente endemoniado, que fue José Lezama Lima. O sea, mi intento de hablar aquí no implica una algarabía de adjetivos, ni un despliegue de tremebundas imágenes, sino el ofrecer, en lo que pueda, un bosque- jo como de radiografía donde pudiera estar como el esqueleto de la relación entre un Maestro, y de alguien que, como pudo, intentó una búsqueda. Vuelvo a hablar sobre el Maestro, y ahora por penúltima vez. ¿O sea, que lo que quiero decir es que, por penúltima vez, vuelvo a inventar mi relación con el Maestro? Sí, así es. «La vida —ha dicho García Márquez— no es la que uno vivió sino la que uno recuerda y cómo la recuerda». Y yo he evocado los años del Maestro en mi libro Los años de Orígenes, así como lo he traído en mi auto- biografía El oficio de perder, pero los años siguen pasando, ya tengo ochenta y dos, y lo que recuerdo y cómo lo recuerdo tiene que haber cambiado hasta llegar a integrar una visión de penúltima vez, que es a la que trato de acercarme ahora. Así que, como estoy diciendo, y como voy a seguir repitiendo, evitaré y evita- ré la babosería de adjetivos conque siempre se recubre a los Maestros, y mucho más cuando, para más disparate, el Maestro resulta ser ese espécimen tremendo que es un Maestro Neobarroco. ¡Sola vaya! Hablar sobre un Maestro —ya era hora de que llegara a pensar así— debe ser como hablar de un tremendo aparato conque algunos nos encontramos en nues- tras vidas. Un aparato enloquecido y que, a veces, como todas las cosas de este mundo, reventó en piezas disparatadas. Así que, repito, en este homenaje contra- homenaje, no exagerar cosas, y tratar de mantenernos en la línea. —Pero, advierto que, al intentar hablar sobre un Maestro, todo se me va poniendo oscuro, muy oscuro. Es como si mirara hacia una zona afantasmada. No sé ni cómo explicarme. ENSAYO 10 encuentro11 Pues han pasado cosas, demasiadas cosas. Observen: el lugar donde se estableció la relación con el Maestro es el país de un apátrida: un telón de fondo que, con- vertido en lo lejano, se ha ido espectralizando. (Observen: el poeta español Luis Cernuda, hablando de la «Impresión de des- tierro» en un ambiente donde «La sombra que caía / Con un olor a gato, / Desper- taba ruidos en cocinas», pudo ver a un fantasma que al oír la palabra España, llegó a decir: «Un nombre. España ha muerto». Y entiendo bien eso, pues, como buen apátrida, al salir de mi país yo sentí, y nada menos que en Nueva York, ruidos de cocina con una sombra con olor a gato, y esto mientras el nombre de lo que fue mi país, lo experimenté, y lo sigo experimentando, como el nombre de lo muerto). Me fui de lo que fue mi país en 1968. Recuerdo que la noche antes de mi par- tida, cuando para despedirme fui a la casa del Maestro, supe no sólo que no lo volvería a ver más, así como, quizás, tampoco volvería a ver lo que había sido mi país, sino que también supe que lo espectral estaba ahí. Y eso significó, sobre todo, que en ese momento en que me despedí de un Maestro se acababa de rom- per el contexto, el telón de fondo, o lo que fuera, sobre lo cual nuestra relación —una relación siempre difícil— se había establecido. No es lo mismo dejar de ver a alguien: a un amigo, o a un familiar, o a un Maestro, por un tiempo, que dejar de ver a alguien desde una ruptura última, tal como lo es la pérdida del paisaje que nos sustentó. Así que, cuando después, en New York, supe de la muerte del Maestro, comprendí que esta muerte estaba precedida por otra: la del paisaje desde donde yo me había inventado la vida. Pero ¿cómo explicar esto? Yo casi nunca me puedo explicar nada, pero esto que estoy diciendo, mucho menos me lo puedo explicar. Es difícil, muy difícil, pues entre tantas cosas que han sucedido en estos tiem- pos de simulación (recordemos a Baudrillard), en estos tiempos de baratija, se encuentra ese como abaratamiento de la estupidez, que ha conducido a mirar de otra forma a conceptos como el de exilio. ¡Cagazón, estupidez, abaratamiento de los conceptos! No sé cuántos están conscientes de la manera en que se ha embarrado el concepto de exilio. Se trata de lo que yo experimenté, en 1968, al salir de mi país para no regre- sar más. Y es que, al salir del país donde había conocido al Maestro, al salir del país del Maestro y llegar a Madrid, y a Caracas, y a New York, me encontré con ese raro fenómeno consistente en el llegar a estar rodeado por exiliados colombia- nos, por exiliados del cono sur, por exiliados del otro mundo, o lo que fuera. Me encontré, entonces (estoy hablando, adviertan, de la sabrosa década del 60), con- que casi todomundo presumía de pertenecer a una rara categoría de exiliados, pero que ellos no sólo estaban con muy buenas becas, seguían comprándose los mejores zapatos, y seguían teniendo relaciones con su país, sino que, al cumplirse un tiempo más o menos corto, volverían a entrar en la patria y a otra cosa. Me encontré, entonces, cosa más rara todavía, que al salir yo de una Isla pri- vilegiada por la propaganda juvenil, idealista, tercermundista, o lo que carajo fuera, yo no era un exiliado ni mucho menos, ya que yo sólo era un tarado que por gusto se había vuelto apátrida. Y me encontré, por último, que yo no había tenido ningún Maestro, y esto por la sencilla razón de que el Maestro de que yo hablaba estaba empezando a ENSAYO encuentroser conocido por los jóvenes exiliados hispanoamericanos, y por lo tanto no era el Maestro mío, sino el de los verdaderos exiliados. ¡Chúpense ésa! Esto… Pero, ¡para, para cochero! ¡Cuidado! ¿Adónde me he metido? ¿Qué es lo que estoy diciendo? ¿Cómo se me ocurre…? ¿Cómo se me ocurre hablar de política, cuando nunca a mí me ha interesado hablar de política? ¿Qué es lo que estoy haciendo? Perdonen, respetable público, perdonen. Se me fue la mano y me he puesto a hablar de un exilio, o de un no-exilio, del que no se debe hablar. No lo haré más, lo aseguro. Sólo estoy aquí para hablar de poeta a poeta. Sólo estoy aquí para hablar de un escritor no-escritor (pues así me titulo a mí mismo) que, una vez, se encontró con un Maestro. Perdonen. Así que, lo que dije sobre el exilio, olvídenlo. Soy un apátrida, por supuesto, pero olvídense de mi exilio, si es que yo he estado exiliado. Voy a hablar de poeta a poeta, si es que yo soy un poeta. Pero eso sí, al comenzar tengo que situarme en algún punto, y aunque ya no vuelva a decir más nada que tenga relación con la política, sí ahora tengo que decir que la última vez que vi a un Maestro, lo vi en medio de un desplome, lo vi entre ruinas, en una noche en que todas las bombillas parecían haberse oxidado. ¿Y esto no debo decirlo? Por supuesto que esto sí debo decirlo, pues estoy hablando de un Maestro en donde no hay nada detrás, en donde se acabó lo que se daba, por lo que el telón de fondo que estaba detrás de nuestra relación con él, se convirtió en una ruina. Comprendan esto, por favor. Pero, también dejemos esto. (Y, por un momentico, hablo un paréntesis para decir que aunque yo estoy hablando de mi situación apátrida, yo no soy un escritor apasionado. Yo estoy ahora hablando por penúltima vez de un Maestro que yo ya ni sé lo que pudo ser. Pero yo no soy un escritor apasionado, sino alguien que, en una Playa Albina donde vive, la mayor parte del tiempo se la pasa contando el número de hojitas que hay en un árbol que está frente a la ventana de su casa). Siento la noche, y recuerdo lo que ha pasado. No acostumbro a sentarme, por la noche, en la terraza de mi casa, pero lo hice y… Quizás me puse a tocar a una estatua convertida en fantasma. Huelo lo petrificado. Recuerdo que un malévolo, llamado Rodríguez Feo, dijo que los pisos de la casa del Maestro olían a cucaracha. Pero ahora no voy a hablar de eso. La primera vez que visité al Maestro. Yo estaba, diría que furiosamente metido en la lectura. Lecturas de filósofos a los que entendía a medias, a como podía. Quería ser escritor, pero no sabía cómo ser un escritor, ni sabía como meterle el diente a la literatura. Así que estaba en la espera de alguien que me pudiera orientar. Estaba yo metido dentro del gran revolico de los fines de la adolescencia, pero no sólo era eso, sino que estaba fuertemente agarrado por un tremendo des- ajuste psíquico para el cual el primer analista que consulté me recomendó unas sesiones de electro shock, sesiones que no me dí, aunque estuve alrededor, o rozando una esquizofrenia. Esto fue, entonces, la condición que precedió al ENSAYO 12 encuentro13 encuentro con el Maestro. Ese encuentro con un Maestro endemoniado en un ambiente frío, áspero, como fue la Cuba de mi juventud. Un encuentro y una entrada en un grupo literario que, por supuesto, no disolvió mi desequilibrio, pero que sí me ofreció la tabla de salvación de la literatura (o sea, tuve una alter- nativa: o volverme un literato, o vivir como un enfermo inútil). O sea, que logré, a través del aprendizaje que me ofreció un Maestro (un aprendizaje que comenzó cuando me prestó el primer libro de lo que fue su curso, que duró dos años: Los cantos de Maldoror), una especie de identidad desde la que, convertido en un literato, me convertí en una especie de solitario monje loco que sólo vivía para leer y para escribir los poemas de mi primer libro. ¿Cómo conocí a Lezama? Lo he contado en mi libro «Los años de Orígenes». Yo estaba en la trastienda de una librería, una librería a la que iba continua- mente, pues aunque yo estaba matriculado en el Instituto, no iba a clases, razón por la cual me demoré diez años para terminar el bachillerato. Había en la trastienda una bombilla mortecina. Y en la pequeña puerta de la trastienda —no una puerta precisamente, sino la abertura de un tosco biombo de cartón—, un espectador me dijo: —Muchacho, ¡lee a Proust! Era José Lezama Lima. Después, vino mi visita al Maestro. La sala de su casa destartalada, los mue- bles como cajones. Paredes con manchas de humedad. El Maestro estaba sentado en el centro de un sofá (siempre en pose). La luz mortecina de una saleta débilmente iluminaba la sala donde estábamos. En las paredes, cuadros de pintores cubanos. Pintores que parecían exiliados, pues no tenían público, ni mucho menos el aprecio de la horrible cultura oficial. Pintores que vivían en la pobreza. Entonces, Lezama me contó que, una noche de 1936, tocaron en la puerta de su casa, y que al abrir la puerta, su madre y él se quedaron patidifusos, ya que se trataba de un Maestro que llegaba sin avisar. Un gran personaje, un andaluz uni- versal, un Maestro, que sin avisar llegaba a la casa de un Maestro que todavía no era un Maestro. ¿Cómo fue que, arremolinado bajo la noche habanera de 1936, un Maestro, andaluz universal, se decidió a visitar sin avisar a un joven que todavía no era un Maestro? Lezama nunca olvidó aquella visita, así como no olvidó nunca a Juan Ramón Jiménez. Juan Ramón, contaba Lezama, lo primero que hizo, al entrar en la sala de su casa, fue enfrentarse con el retrato del militar, padre de Lezama. —¿Es un militar español? —contaba Lezama, que preguntó Juan Ramón—. Se parece a un militar español. Ciertas noches, contaba Lezama, en el Hotel Vedado donde residía, Juan Ramón se las pasaba en claro, mirando a la Luna. Mirando a la Luna habanera de 1936. Lezama contaba de la risa incontenible, rabelesiana, que en aquel 1936él tenía. Una risa que sorprendió a Juan Ramón, hasta el punto de que le llegara a preguntar : —¿De qué se ríe usted Lezama, si todo es tan triste? ENSAYO encuentroComo cajones, como cajones, entonces, los muebles de la sala de la casa de Lezama Repito, allí estaba el Maestro, en un sofá. Estaba como en un trono, o váyase a saber si estaba como en trono, pues la memoria siempre está engañando, y ya han pasado muchos años de aquello. ¿Tenía un aire teatral el Maestro? Sí, y digo esto porque aunque la memoria engaña, no dejo de pensar que a él le gustaba andar como sobre zancos. Y tampoco, en lo que no me engaña mi memoria, es en el recuerdo de la risa del Maestro, la risa tremenda que llegó a desconcertar a Juan Ramón. Y es que él, todavía en el tiempo en que lo conocí (ya he dicho que después la risa se fue apagando), junto con su risa alucinante, le gustaba decir: —Tengo una alegría salvaje. ¿Una alegría salvaje? ¿Qué quería decir? Pues en aquel tiempo en que conocí al Maestro, él era un abogado sin destino («Convénzase, Lezama, usted es un abogado explotado por el capitalismo», le decía un viejo comunista español, sue- gro del pintor Mariano, quien deseaba que Lezama entrara en el Partido), un pobre con un horrible puestecito en la cárcel de La Habana (y saber que un poeta tenía que trabajar en una cárcel, dejó patidifuso al poeta español Pedro Salinas, cuando se enteró de esto, al visitar La Habana), y un escritor rechazado por el horrible mundillo cultural que lo rodeaba. Así que no se sabía bien lo que quería decir el Maestro. No sé cómo pudo ser aquello. Pero sentado en los bancos de los parques, riéndose como nunca he visto reír a nadie, y diciendo, y volviendo a decir que tenía una alegría salvaje, vivía el Maestro. Y es que él fue un personaje increíble. Pero ¿la gente que lo conoció podía darse cuenta de que estaba frente a un personaje increíble? No, los intelectuales, escritores, profesores de aquel tiempo, lo vieron siempre con envidia y odio, sin entender en lo más mínimo al Maestro que tenían delante. Sólo un pequeño grupo, los que formábamos parte de la revista Orígenesque el Maestro dirigía, sabíamos quién era él, y saber eso, en un abiente hostil y espantoso como aquel dentro del cual vivíamos, nos dio un aire de catecúmenos, o de rarezas, un aire de quienes sabíamos lo que los demás no podían o no querían entender. Curioso: los intelectuales, donde hasta había participantes de una supuesta van- guardia, la vanguardia de la Revista de Avancede 1927, nunca quisieron saber nada del Maestro, pero llegué a ser testigo de la manera en que él, que siempre se mostraba con sus andariveles barrocos, y hablababa ante cualquiera como pudiera haber hablado con Góngora, gustaba y divertía a la gente del pueblo que lo oía hablar. Esto, ser testigo de esto, fue una experiencia muy singular. Una experiencia muy singular porque… Veré cómo lo puedo decir. Porque, cuando el Maestro hablaba frente a un hombre sencillo, frente a un pobre diablo, con todo el peren- dengue de sus metáforas, y con gestos semejantes a aquellos que hubiese podido desplegar en un escenario, no dejaba, por supuesto, de ser un actor, pero… resulta- ba —y no sé cómo explicarlo bien— que era un actor de una paradójica sencillez, ya que tras su parafernalia de figurante barroco, uno podía intuir —y esto también lo intuía un chofer de alquiler que lo estuviera oyendo—, sentir, como si estuviera frente a alguien, sencillo, que tuviera lo semejante a la «humildad» de un juglar, un juglar al que le gustara jugar con cualquier espectador que se le pusiera delante. ¿Qué les parece esto que les estoy diciendo? ENSAYO 14 encuentro15 Pero ¿por qué digo que Lezama fue un personaje increíble? Pues decir que un personaje fue increíble, o que fue extraordinario, es pan comido en el mundillo del periodismo cultural. Pues decir que Lezama fue un personaje increíble es algo que cualquier idiota repite en las tesis que se escriben sobre él. Pues la mayor parte de las tesis elogiosas sobre Lezama ya no quieren decir nada. Pero yo, ¿por qué califico al Maestro como un personaje increíble? Es que, en los años que he vivido, y en las experiencias que he tenido con el mundillo literario, puedo asegurar que lo que conocí en Lezama, su vivir en la poesía, fue verdaderamente inaudito. Lezama —y vuelvo a no saber cómo decirlo— llegó hasta tal punto a ser la encarnación del gran funámbulo, o del gran poeta, o del gran farsante (y no puedo olvidar cuando, en los primeros tiempos que lo conocí, me dijo: No olvi- des que todo poeta es un farsante, que en los gestos, las palabras, la conducta, no dejó de traslucir al personaje que se había inventado (porque Lezama, por supuesto, tiene que haberse inventado un personaje, pero lo bueno es que él se convirtió en ese personaje). Nunca he tenido ninguna experiencia con literatos que se pueda asemejar a la que ofreció Lezama. […] Pero, demos otra vuelta, la vuelta del reverso. ¿Pudo Lezama divertirse, lanzado en un coche fúnebre? ¿Hubiera podido llega a ser un escritor absurdo? Lezama tenía sensibilidad para mantenerse en el disparate, pero una católica solemnidad siempre lo lastró. Uno sentía, sí, una ligereza en el Maestro, Pero… Él podía intuir la esencia poética de la ligereza, pero del todo no podía alcanzar lo ligero. No era un vanguardista. No hubiera podido ser un patafísico, ya que entre otras cosas, fue el director, junto con un cura, de una horrible revista católica, Nadie Parecía. ¿Y cómo, quien estaba unido a un cura, podía ser un patafísico? Así que el Maestro podía oler la ligereza, pero no se movía dentro del humoris- mo absurdo. ¿Qué relación podía tener Lezama, por ejemplo, con Macedonio Fer- nández? Macedonio dijo, entre otras cosas: «Si muchos miedos y una constante imposición del Misterio hacen humorista, nadie escribirá más alegremente, hará más optimistas que yo». Pero Lezama no podía llegar a esa conclusión absurda: el miedo, que sí lo tuvo, y la imposición del Misterio, que también lo tuvo, no lo llevaron al humorismo, sino a lo enrevesado y pesado de un catolicismo que para qué hablar. El catolicismo, la influencia de Claudel. Recuerdo que Valery decía que Clau- del, si tenía que agarrar un cigarro, sólo podía hacerlo con una grúa, y esto tam- bién le sucedía a Lezama. ¡Una grúa para llevarse un cigarro a la boca! Y esto lo imposibilitó para poder llegar a ser un cuentista ligero. Piensen en un minicuen- to. Y piensen en la imposibilidad de Lezama para poder escribir un minicuento. La grúa siempre estaba ahí. Aunque, eso sí, pese a esto que acabo de decir, pese a la incapacidad vanguardis- ta del Maestro para poder ser ligero, no puedo dejar de señalar, en su enseñanza, algo muy bueno: el aceptarlo todo, el tratar de asimilarlo todo. ENSAYO encuentroEra el Maetro un amante de la asimilación, aunque claro, por sus prejuicios y por las aberraciones de su forma de vida, había elementos que él no podía incorporar. (Y, por supuesto, y abro un paréntesis de una sola línea para decir esto, el catolicismo del Maestro era absolutamente intolerable). Pero veamos más de los anversos y reversos en el magisterio de Lezama. Veamos: —Anverso. Veamos una cita: «El extremo refinamiento del verbo poético se vuelve tan primigenio como los conjuros».Y con ello, el Maestro nos llevó a aceptar la literatura, a sentirnos plenos con ella. O sea, había una aceptación de la letra, y un rechazo de la mierdanga realista, pues aprendimos la manera de encontrar en la imagen un camino para mejor entender la realidad, así como un modo de llegar a nosotros mismos. Además, el Maestro nos dijo: «Que nuestra demoníaca voluntad para lo desconocido tenga el tamaño suficiente para crear la necesidad de unas islas y su fruición para llegar hasta ellas». Y esto, esta demoní- aca voluntad para lo desconocido, los que estuvimos junto al Maestro lo conoci- mos de una manera alucinante, sentados en los parques, oyendo hablar al Maes- tro como un enloquecido (y puedo volver a atestiguar que nunca he tenido una experiencia semejante a ésa). Pero, lamentablemente, había un reverso… —Reverso. Y es que la expresión del Maestro nunca se desprendió de la cerrazón católica, así como su enrevesada filosofía tampoco se liberó de una abs- trusa teología. O sea, el Maestro me hizo sentir, con sus grandes movimientos verbales, y con sus imágenes, una grandeza. El Maestro, también, me ofreció la pasión por llegar a una materialidad poética, cercana a la experiencia de Ponge o de Duchamp. Era —así lo sentí yo— el «improbable cuerpo tocable» de la sustancia adherente, que se me volvía, de verdad, en lo concreto, en lo material, en lo que no estaba en un más allá, sino dentro del trabajo con la materia. Y era, también, el poder entrar en la humanización por la deshumanización (o sea, esa deshumanización, vanguardista, de que habló Ortega, la sentí como un camino). Pero, pasado el tiempo, pude comprender que el Maestro, aunque me había hecho tocar una importante manera de acercamiento, no podía estar en el trabajo con la materia tal como yo lo necesitaba. O sea, desde el esteticismo católico del Maesto yo no podía dar un paso. […] Y es que también a mí me sucedió que tuve una especial experiencia junto al Maestro. Tuve la nostalgia del surrealismo durante el tiempo en que recibí sus enseñanzas: dos años en que, cada semana, él me iba prestando sus libros. La nostalgia, y no sólo la nostalgia, sino que bajo la lectura crítica del Maestro, escribí un libro de poemas lleno de poemas surrealistas, y de escrituras automáti- cas, la Suite para la espera. Rara experiencia con un Maestro. Pues escribí un libro con poemas surrealis- tas, donde no se podía ser surrealista. Y sentí la posibilidad de la ligereza, pero ENSAYO 16 encuentro17 estaba en un mundo, el mundo de la revista Orígenes, donde lo que había era una trancazón. Es decir, que uno se sentía dentro de la posibilidad del brincoteo, dentro de la posibilidad de una entrevista ligereza, pero al final no se podía brincar, ya que siempre estaba la grúa claudeliana conque el Maestro agarraba los cigarros. Y Paradiso, ¿yo olvido la cacareada libertad que Paradisotrajo? ¿Paradisono es un libro de la liberación? No, no creo que Paradisofuera un libro de la liberación, ni mucho menos. Paradisoes un libro contradictorio, no resuelto. Un libro que más bien expresa todas las contradicciones no resueltas del mundo de Lezama, o, más bien, no es que las exprese, ni mucho menos, sino que las delata sin que el Autor se lo proponga. ¿Cómo? ¿Qué quiero decir con eso? (Y aquí abro un paréntesis para decir que lo que estoy intentando decir, por penúltima vez, sobre un Maestro, no es un fragmento de uno de esos tantos mazacotes ininteligibles que sobre la obra de Lezama se publican continuamen- te; o sea, no pretendo decir sobre posibilidad germinativa, posibilidad infinita del intercambio entre la vivencia oblicua y el súbito, sobre la poética de la hemapoética, sobre el camino hipertélico, y sobre el copón divino. Yo no sé nada de eso, ni nunca me interesó saber nada de eso. Yo sólo fui un joven, y un enfermo, y un no-escritor, que, evitando el electroshock, se acercó a un Maestro y lo supo comprender a su manera. A una manera diríamos como hablando de la mente bicameral nos señaló Julian Jaynes. Lo oí, desde un banco de un par- que habanero, como el primitivo que escuchaba desde un hemisferio cerebral lo que le decía la voz que le hablaba el otro hemisferio cerebral. Tan sencillo como esto, y sólo esto. Dos años estuve recibiendo, semanalmente, de Lezama, cartu- chos de libros —Lautremont con Los cantos de Maldoror, ya lo dije que fue el primero—, y también, semanalmente, en el banco del parque habanero, con mi mente bicameral recibí los mensajes poéticos desde uno de mis hemisferios cere- brales. ¡Esto es así! Puede parecer delirante. Pero fue así. Yo no escuché al Maestro como a un profesor. Yo escuché al Maestro, créanlo o no lo crean, desde lo anacrónico de mi hemisferio cerebral, tal como lo ha narrado Julian Jaynes. Y cierro el paréntesis). Quiero decir que con Paradiso, Lezama se propuso alcanzar su gran ópera, su culminación, tocando todo lo que pudiera haber sido su experiencia de la vida, y el telón de fondo que estaba detrás de sus concepciones poéticas. Pero eso no sólo no lo logró, sino que lo que en el fondo hizo fue seguir con la máscara con- que el Maestro siempre se presentó, y esto hasta el punto de escribir un libro donde nunca se llega a un análisis de sus conflictos, ni a un análisis de las oscuri- dades y contradicciones que había en la circunstancia del Maestro. Lezama, ido- latrando la imagen, la llegó a convertir en un medio de disfrazarse a sí mismo La poesía, su tremenda intuición poética, que hubiese podido haber sido un medio para adelantar en sí mismo, y penetrar en lo inconsciente, la convirtió en una manera de escamoteo, de no verse así mismo, y de no denunciar la realidad ¿Y el sexo? El sexo, y el desborde de las apariciones del sexo en Paradiso, sólo sirven, también, para un escamoteo. Fíjense: Paradisoes como un gran friso de escenas sexuales, es como un intento de mostrarse como si un Petronio tropical ENSAYO encuentroNext >