< Previous28 M ARIFELI P ÉREZ -S TABLE encuentro la soberanía nacional y la justicia social. Por convicción, por miedo, o por impoten- cia, el pueblo cubano ha consentido en la auto-afirmación de la jefatura. En conse- cuencia, el gobierno se niega a reconocer la naturaleza política de la crisis actual; hacerlo significaría una renuncia a las normas de gobierno vigentes desde hace mucho tiempo (el liderazgo de Fidel Castro, el monopolio del Partido Comunista Cubano, y los rituales de la movilización masiva), y un acercamiento a la democra- cia pluralista. Pero unas elecciones verdaderamente libres supondrían la posibili- dad de entregar las riendas de gobierno a una constelación de élites diferentes, una opción que Fidel Castro en particular no está dispuesto a considerar. Por lo tanto, los dirigentes cubanos han recurrido una vez más a la fórmula antigua, la cual –en contra de lo que se esperaba a comienzos de la década: que Cuba seguiría el camino de los soviéticos y los países del Este–, les ha permitido reconstituir el ré- gimen. No obstante, la política en Cuba no ha seguido como siempre. Durante los preparativos del congreso del Partido Comunista de 1991, la jefa- tura hizo un escueto reconocimiento de un fallo crucial en el sistema político. Aunque se declaró que las asambleas previas al congreso habían otorgado un apo- yo unánime “al Partido, la Revolución y el compañero Fidel”, también se subrayó la necesidad de superar los escollos nocivos de “la doble moral” y “el afán de una- nimidad”. El sistema político carece, sin embargo, de instituciones y de garantías que permitieran superar dichos escollos. La política cubana es “absolutista”: es decir, no permite concesiones en cuanto a la visión de la patria consagrada a la revolución. La unión férrea es el sine qua nonde la soberanía nacional; la expre- sión de intereses individuales o sectoriales es considerada contraria a los intereses nacionales; la aceptación de la primacía incontestable del comandante es un im- perativo inviolable. Por consiguiente, sólo las masas, no los ciudadanos, son compa- tibles con la política absolutista. Para superar la duplicidad y el conformismo, el sistema político tendría que promover una política de integración, que apoyara la diversidad en la sociedad cubana, y respetara la expresión del individualismo. De hecho, éste es el punto central de la crisis política. En sus orígenes, el go- bierno cubano obtuvo apoyo y legitimidad de la fuente del nacionalismo y el ide- al de igualitarismo. Pero no supo crear, posteriormente, fundamentos institucio- nales para que el pueblo cubano renovase su compromiso con los ideales de 1959. La política cubana no dejó espacio a los ciclos naturales de apoyo y desa- fecto; evitó la creación de instituciones que permitieran la alternancia en el po- der entre las élites, y la formación de normas de ciudadanía que requeriesen al- go menos que la lealdad total. La política absolutista de “la patria” castigó o condenó al ostracismo a los ciudadanosque manifestaran incluso la más mínima reserva con respecto al sistema. Los cubanos aún no tienen otras opciones que apoyar incondicionalmente al gobierno (o simular que lo hacen), o bien enfren- tarse con la cárcel, la muerte, el exilio o el silencio; el sistema político no deja ningún espacio institucional para el apoyo parcial o débil, y mucho menos para la oposición pacífica. Porque aun con rendimiento decreciente, “las masas” si- guen dominando en el panorama político de la jefatura cubana. Si en una época los dirigentes cubanos suscitaron un apoyo popular activo y contundente, y algo después, una combinación de este apoyo con una disposi-29 Misión cumplida: de cómo el gobierno cubano... encuentro ción más pasiva a tener en cuenta sus directivas, hoy están hundidos en un dile- ma. Mientras retienen un núcleo de partidarios, han perdido el consentimiento de la mayoría de la población, y las premisas de su gobierno no les ofrecen una forma de recuperar la confianza popular. En efecto, “la doble moral” y “el afán de unanimidad” son escollos insuperables dentro del difícil terreno de la política cubana. Pero incluso sin la buena voluntad, para no mencionar el apoyo, de la mayoría, el gobierno puede sobrevivir siempre que la población permanezca in- diferente, temerosa, o paralizada por un sentimiento de impotencia. Lo que los dirigentes cubanos –desde su propio punto de mira– tienen que impedir, es la focalización de este descontento en un movimiento de oposición que pudiera comprometer al régimen. La legitimidad maltrecha no es una amenaza mortal; la organización de alternativas sí lo es. Al reforzar su cohesión como una élite dominante, y al manifestar una férrea resolución de permanecer en el poder, por el momento se han adelantado a la formación de una oposición organizada. Un ingrediente central de la estabilidad de los sistemas políticos autoritarios es la cohesión entre sus élites. Bajo el liderazgo de Castro, las élites cubanas han sido particularmente hábiles en la conservación de una fachada unida y en la pro- moción de movilidad en sus filas. Aunque ha habido y siguen habiendo facciones en el gobierno cubano, los conflictos internos han tenido hasta ahora poca reper- cusión. Que el gobierno haya evitado una escisión bajo las condiciones extrema- damente inhóspitas de los años 90, y además, que haya promovido una importan- te y eficaz rotación de las élites, son indicios significativos de adaptación y resistencia políticas. Desde 1989, los dirigentes cubanos han enfrentado con éxito el desafío de la rotación y la unidad, en al menos cinco ocasiones. Primero, en 1989, cuando los juicios por narcotráfico del General Arnaldo Ochoa, el Coronel Antonio de la Guardia y otros doce oficiales, sacudieron las fuerzas armadas, y so- bre todo el Ministerio del Interior, hubo a continuación un relevo importante en- tre los medios y altos rangos de los oficiales de la seguridad del estado. Las fuerzas armadas también experimentaron movimiento –menos extenso– de personal. Se- gundo, la consecuencia más significativa del congreso del Partido de 1991 fue la renovación del Comité Central. Más de dos tercios de los miembros fueron elegi- dos por primera vez o ascendieron a la condición de miembro pleno; por otro la- do, el Comité Central de 1991 era más representativo de los ciudadanos de a pie (en oposición a los cuadros), de las generaciones menores de cincuenta años, de los ciudadanos con una educación superior, y de las provincias, que los comités anteriores. Tercero, el perfil de los diputados de la Asamblea Nacional reflejó una tendencia parecida. Cuarto, en 1994 el Partido Comunista reemplazó a siete de los catorce secretarios provinciales con cuadros más jóvenes; en 1995, otras tres provincias recibieron nuevos secretarios del PCC . Por último, en enero de 1995, el Consejo de Estado anunció un importante reajuste del gabinete en el que siete individuos más jóvenes, presumiblemente más abiertos a reformas, ocuparon los ministerios económicos. Esta rotación también ocurrió a niveles más bajos del PCC , en los ministerios, en las organizaciones de masas, y en el Poder Popular. Un segundo factor básico para la estabilidad política es la capacidad y la disposi- ción del régimen autoritario a recurrir a la fuerza. En los años 90, la jefatura cuba-30 M ARIFELI P ÉREZ -S TABLE encuentro na ha esbozado un anteproyecto de gobernación en caso de emergencia nacional, que podría ponerse en práctica en una variedad de escenarios posibles, desde la agresión de Estados Unidos al caos doméstico. En 1991, el congreso del PCC aprobó una resolución que otorga al Comité Central la facultad de tomar todas las medi- das necesarias para sostener el gobierno, incluso la suspensión de instituciones civi- les. En 1992, la constitución fue revisada para incluir tres nuevos artículos relacio- nados con la seguridad nacional: el establecimiento de un Consejo de Defensa Nacional, la declaración del estado de emergencia, y el reconocimiento del dere- cho del “pueblo” a recurrir a la lucha armada en defensa de la “revolución”. Al mis- mo tiempo, el gobierno anunció la formación de una Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana, una organización de veteranos paralela a las organizacio- nes civiles en todos sus niveles, y encargada de la “defensa incondicional de la na- ción, de la revolución y del socialismo”. En 1994, la Asamblea Nacional aprobó una ley de defensa y de seguridad nacional. En marzo de 1996, Raúl Castro pidió una “guerra ideológica” contra los que pretendían subvertir la “revolución”, y animó al pueblo a extirpar a los “quintacolumnistas” y a prepararse para resistir una nueva ofensiva de parte de los Estados Unidos. Sea o no factible, este anteproyecto para un gobierno de emergencia nacional revela una mentalidad muy arraigada: los di- rigentes cubanos ejercen el poder con una comprensión pretoriana de la política. ❖ ❖ ❖ En octubre de 1995, Bernard Shaw, un conocido corresponsal de la CNN , entrevistó a Fidel Castro en la ciudad de Nueva York, donde el presidente cubano participaba en las celebraciones del cincuenta aniversario de las Naciones Unidas. Uno de los temas que abordó Shaw fue el estado de una Cuba post-Castro; el comandante res- pondió que los muertos no hablan y que nadie hace caso a las opiniones de los que se retiran. Castro dejó implícita así tanto su intención de permanecer en el poder hasta la muerte, como su indiferencia por lo que pudiera ocurrir después. Su res- puesta recalcó, de modo inequívoco, la crisis pendiente de la sucesión, algo que el sistema político, tal como existe hoy, es totalmente incapaz de manejar. En el mejor de los casos, el sistema durará tanto como su dirigente máximo, que hoy parece preocuparse más por retener los títulos y prebendas del cargo, que por su aspira- ción anterior de que la historia lo absolviera. Por si solas, las relaciones embrolladas entre Estados Unidos y Cuba son insuficientes para explicar el derribo de las avio- netas que tuvo lugar el 24 de febrero; sólo si consideramos el incidente en el con- texto de la latente crisis política se explican todos los niveles de su significación. Hoy por hoy Cuba es un factor insignificante en los asuntos mundiales. El fin de la guerra fría ha devuelto la isla a sus verdaderas dimensiones caribeñas. A fi- nales de los años 70, Estados Unidos tendía hacia la normalización de sus relacio- nes con Cuba. Si Jimmy Carter hubiera vencido a Ronald Reagan en la elección de 1980, el acercamiento tal vez se hubiera completado. El mundo bipolar de en- tonces quizá hubiera permitido a Washington reconocer el gobierno de Fidel Castro, como contrapeso a la influencia soviética en Cuba. Del mismo modo, Cas- tro pudiera haber acogido las relaciones con Estados Unidos para forjar una rela- ción más equidistante con Moscú. El mundo de los años 90 no ofrece ninguna ra- zón apremiante para que Estados Unidos normalice totalmente sus relaciones31 Misión cumplida: de cómo el gobierno cubano... encuentro con La Habana. Cuba no es ni China ni Vietnam: hay sólo once millones de cuba- nos, y su gobierno no respalda ningún programa serio de reformas económicas. La política de Estados Unidos hacia Cuba, además, está hoy en función de su polí- tica interior: un cambio radical supondría costes con respecto a la comunidad cu- bano-americana en Florida, un estado de gran importancia electoral, muy supe- riores a las ganancias que pudiera obtener entre la opinión pública liberal o en el sector corporativo en el resto del país. Cuba simplemente no es suficientemente importante, aunque los intereses de Estados Unidos a largo plazo pudieran justifi- car un cambio de política. Sólo si el gobierno cubano diera unos serios indicios de apertura política, pudiera haber un incentivo inmediato suficiente para que Washington buscara un acercamiento total; las reformas económicas, sobre todo si siguen siendo tan nimias e indecisas como en la actualidad, serán insuficientes. Las señales modestas que se dejaron ver en Washington y Wall Street a lo lar- go de 1995, junto con el persistente deseo de la Unión Europea y América Lati- na de ver una transición pacífica en Cuba, estaban creando un ímpetu para las negociaciones. Pero ¿que otra cosa podía ofrecer el gobierno cubano, al fin y al cabo, aparte de una apertura política? Poco antes del 24 de febrero la Unión Europea había presentado una oferta de cooperación económica que dependía de una respuesta cubana en el ámbito político. Concilio Cubano, la naciente asociación de los grupos de oposición interna que buscan un diálogo nacional, había pedido permiso para celebrar una reunión en 24 de febrero – en el ani- versario 101 del inicio de la Guerra de Independencia contra España. Acceder a la petición de Concilio hubiera sido, sin duda, un gesto positivo para la Unión Europea, y desde luego, para las fuerzas que en Estados Unidos son partidarias de un cambio en la política de Washington. Si Concilio se hubiera reunido sin incidentes, lo más probable es que el proyecto de ley Helms-Burton hubiera ter- minado en la basura. Pero la asamblea pacífica de esta naciente organización habría lanzado un mensaje muy peligroso dentro de Cuba. Los reformistas en el gobierno podrían haberse fortalecido, y a la larga, quizás, podrían incluso ha- ber roto filas. Más importante aún, la tolerancia inaudita hacia la reunión de Concilio Cubano el 24 de febrero podría haber sido un acontecimiento aislado, para satisfacer el creciente llamamiento internacional –no sólo estadouniden- se– a favor de la democracia en la isla. Las columnas vertebrales del dominio autoritario en Cuba –la unidad de las élites, y la disposición del gobierno de re- currir a la fuerza para retener su poder– se habrían debilitado gravemente. A mediados de enero, una delegación norteamericana no-gubermental de alto nivel viajó a Cuba. En esa ocasión, un general cubano le preguntó al grupo cuáles serían las consecuencias si la fuerza aérea cubana tomara medidas contra los avio- nes que violaran el límite de doce millas. Indudablemente, la decisión del derribo ya estaba bajo consideración, y es probable que se resolviera bastante antes del 24 de febrero. Al dar la orden de fuego, Fidel Castro optó por hacer oídos sordos a las premonitorias palabras que José Martí dirigió a Máximo Gómez hace más de cien años: “No se funda una nación, General, como se manda un campamento”. (Trad. del inglés Nial Binns)Y yo para qué nací en Cuba. Tampoco nací en Cuba sino delante de una flor azul, cuál es (era) su nombre en voz baja. Azulina saltaperico plúmbago celestina, yo no sé nada. Yo sólo sé que no sé nada del oculto lugar al que vine a este mundo, oriundo: ¿de padre? madre me trajo hasta aquí y luego, soltó prenda. Sé de mi nacimiento que estuve un buen rato (hoy puedo llamarlo contemplativo) viendo cenefas conociendo gramática y un cuarto con un libro hijo verdadero de la naturaleza, me explicó geografía de Cuba, amada Cuba, y cosas luego de Caonao, y de bojeos, orígenes, la maculada historia de mi país, pobre país de fumaderas y buenas intenciones, de la naturaleza recuerdo (sólo) un álbum de postalitas. El féretro también me queda ancho: son cosas del amor; albo punto la muerte, del amor: ya voy (verdadero) para mi sitio; balbucearlo (aquí) no es posible, esto no es cuestión de palabras. Pasó lo que pasó, y canto, me decanto oyendo muy bajo por lo bajo cada vez más bajo del origen y en un punto tranquilo de florestas, ahí, voz primera que me dirá al morir majagua, manjuarí, bagazo (¿bagazo es casabe y es casabe cazabe?) vivo y muero, muero y vivo, a un lado la flor, a otro lado de la flor su nombre (nombres) en la balanza fiel de su peso tranquilo cae (nazca o muera) el desconocimiento. Reconocimiento José Kozer 32 encuentro33 ENPROCESO encuentro Aquí estoy, oh! tierra mía, en tus calles empedradas, donde de niño en bandadas con otros niños corría. Puñal de melancolía este que me va a matar, pues si alcancé a regresar me siento desde que vine como en la sala de un cine viendo mi vida pasar N ICOLÁS G UILLÉN C ITODEMEMORIA . E NALGÚNCUENTODE H ORACIO Q UIRO - ga un personaje muerto de miedo, pero al mismo tiempo decidido a morir con dignidad, le grita al podero- sos capataz de la hacienda: que no te obedezca no quiere decir que te traicione. Podría afirmarse lo mismo, al re- vés: que te obedezca no quiere decir que te sea leal. Hoy me escudo tras el pecho amplio de Quiroga para decir que el miedo puede explicar buena parte de lo su- cedido en mi país. Durante demasiados años aceptamos con inocencia digna de mejor causa los trucos de no po- cos lobos disfrazados de corderos: tienes razón Fulano, pero no es el momento oportuno; tienes razón Esperan- cejo, ¿pero no le estaremos haciendo el juego al enemi- go? Y Esperancejo, Mengano y este Fulano que les habla pospusieron la defensa de su pequeña verdad, quién quita si equivocada, en espera de tiempos mejores. Hasta que un día aprendimos que en boca cerrada no entran mos- cas, y el miedo nos secó la lengua, y ya no supimos dónde diablos estaba el enemigo, ni cuáles podían ser las tribu- nas propicias y, en consecuencia, el momento oportuno jamás llegó, o vino tan tarde que entonces habíamos olvi- Los años grises 1 Eliseo Alberto Para Jesús Díaz en proceso 1 Capítulo del libro inédito Informe contra mí mismo..34 ENPROCESO encuentro dado lo que íbamos a decir a nuestros compañeros. De tanto callar, tanto silen- cio casi nos deja mudos. Que levante la mano el que no bajó la cabeza ante aque- llos astutos argumentos, que tire la primera piedra quien no se puso el tapabocas en las cuerdas vocales, al menos quinientas veces en su vida. El Quinquenio Gris, afortunada frase con la cual mi admirado maestro Ambro- sio Fornet enmarcó el período más catastrófico de la política cultural de la revo- lución cubana, desborda el paréntesis que supuestamente se abre en 1971, con los rencores del Primer Congreso de Educación y Cultura y se cierra, cinco años después, con la ovacionada creación del Ministerio de Cultura; en mi opinión, maestro Fornet, lo gris de esa etapa gris, tan gris como la pelusa gris de una rata gris, comenzó a aparecer desde algunos años antes en los cielos rebeldes del Pri- mer Territorio Libre de América Latina y, blancos más o negros menos, de algu- na manera hoy sigue nublando los soles y las lunas de nuestra isla moral, rodea- da de sustos por todas partes. Lo que en verdad resultó gris, fue, y es todavía, un estilo de trabajo autoritario y paternalista, una deformidad del pensamiento ofi- cial que lo incapacita para admitir desde la libre circulación de las ideas hasta el legítimo derecho al error. Lejos de lo que pudiera creerse, esa intolerancia polí- tica, ayer u hoy, no tiene su origen en el ejercicio prepotente de un poder sin lí- mites, sino en el padecimiento de un virus incurable: el siempre incurable virus de la cobardía. El miedo, para mí que no soy valiente, siempre es gris. El asesinato de Ernesto Guevara en una escuelita rural de Ñancahuazú, la ofensiva revolucionaria de 1968, el fracaso de la zafra de los diez millones y, por supuesto, la guillotina que resultó ser el Primer Congreso de Educación y Cultu- ra representan, digo yo, los cuatro infartos que anunciaron el colapso de la uto- pía rebelde. En una página de su diario de campaña, el Che dice que con cien hombres a su lado tomaba La Paz. A los que lloramos la noticia de su desapari- ción nos descorazonó también la lectura de ese reclamo. Estamos abandonados , es- cribe un triste día de mayo de 1967. Cuesta trabajo aceptar el hecho de que sólo un puñado de revolucionarios siguiera a un héroe de su calibre en el calvario de la selva americana. Los campesinos no lo entendieron, y le cerraron las puertas. Los camaradas del Partido comunista boliviano le dieron la espalda, y lo abando- naron a su suerte y a su muerte. Los peritos del Kremlin lo consideraron un qui- jote sin ventura y se burlaron de sus tesis tercermundistas. Sus amigos de la Sie- rra Maestra lo perdieron de vista en la cordillera de Los Andes. Por cuidar a un compañero enfermo, y desatender así sus propias lecciones guerrilleras, cayó en una emboscada militar y murió a pecho descubierto, sin manos pero con los ojos iluminados por la llama de su fe; al tercer día resucitó como un quinto beatle en las recámaras de los jóvenes más bizarros de los años sesenta y setenta, entre car- teles con la imagen de Ho Chi Min, discos de Bob Dylan, fotos de Tlatelolco y grafitis del mayo francés que gritaban a voz en cuello una consigna que él jamás hubiera aprobado de buena gana: Hagamos el amor y no la guerra. La ofensiva revolucionaria de marzo de 1968, por su parte, puso freno a un orden de vida republicano que seguía corriendo en Cuba por pura inercia desde 1959, en un angustioso paralelismo con una propuesta de economía planificada que no era compatible con el comercio privado, la inciciativa individual y la libre E LISEO A LBERTO 35 ENPROCESO encuentro empresa. Cincuenta y ocho mil doce retablos de zapateros remendones, relojerías minúsculas, viejas imprentas con linotipos de pedal, puestos de fritangas, barbe- rías de barrio y hasta hornos de carbón fueron clausurados o intervenidos por asalto veinticuatro horas después de que Fidel los calificara de lastres de la socie- dad capitalista. El estado se arrogó el compromiso absoluto de la producción y distribución de los bienes de consumo, gigantesca tarea que no estaba en condi- ciones de asumir con eficiencia. El mediano empresario y el pequeño negocian- te quedaron fuera de los planes quinquenales, acusados de sanguijuelas y explo- tadores del hombre, y muchos de ellos se retiraron a España, Miami o Venezuela, en exilio tardío, con los bolsillos rotos y la eterna mortificación de haber perdi- do toda una vida de trabajo. Ni las gracias les dieron. La zafra de 1970, que prometía una cifra récord de diez millones de tonela- das de azúcar, demandó un esfuerzo descomunal de las reservas productivas y acabó comprometiendo, según Fidel, el honor de los cubanos. Las ciudades se empapelaron con una consigna espinosa: Palabra de cubano: de que van van. Los zapadores de la Brigada Invasora Che Guevara volaron por los aires ceibas de santería y palmares centenarios, arrancados de raíz por las cargas de la dinami- ta, al tiempo que se desmontaban las mejores tierras para dedicarlas a la siem- bra de prometedoras variedades de caña. Se declaró el año más largo de la historia , pues debía terminar en julio del 70 y no en diciembre del 69, y se cancelaron por decreto las fiestas de Noche Buena. La medida se explicó con un argumento transitorio: asegurar la movilización y permanencia en los cortes de los más de trescientos mil macheteros que, para esas fechas de familia, estaban lejos de los suyos, acampados al pie de los cañaverales. La negativa ha durado veinte largas, muy largas, navidades, sin otra justificación que no sea la necedad. Entre vítores y aclamaciones, se alzaron voces autorizadas en la materia que advirtieron a tiempo la imposibilidad de lograr el éxito en una epopeya de semejantes pro- porciones, pero no fueron admitidas en el coro de mandarines que repicaban campanas de triunfo desde los miradores de la prensa, la radio y la televisión. La zafra se malogró en trescientas cuarenta y cuatro jornadas. En dramático discur- so, Fidel tuvo que reconocer que no se alcanzaría la cosecha prometida. En un rapto de sinceridad, echó el peso muerto de la culpa sobre los dirigentes del Partido y del gobierno, hasta el clímax de atreverse a proponer, en desagravio, su propio retiro político. Otra consigna confusa empapeló las ciudades: Convertir el revés en victoria . Como consuelo de tamaña desilusión se organizaron bailables por municipios y se permitieron carnavales sin desfiles de disfraces ni reinas de belleza. En el muro del malecón, los recién llegados macheteros celebraron con cubos de cerveza y empanadas rellenas de carne rusa el fin de un sueño que nos hubiera costado carísimo: el de colocar sobre el pedestal de la gloria un estilo de trabajo basado en la improvisación de unos, el triunfalismo de otros y los ca- prichos de pocos. En el verano de 1970 se puso de moda un montuno que repe- tía con criollísimo doble sentido El perico está llorando . La cantaleta duró menos que un merengue en la puerta de un colegio, y fue prohibida porque podía prestarse a gusanas interpretaciones: sea quien fuese el tal perico, los machos, los revolucionarios, no lloran. Los años grises 36 ENPROCESO encuentro Un año después, el Congreso de Educación y Cultura llenó el país de ratas y alimañas. Comenzaba el Quinquenio Gris . ¿Comenzaba? Haré lo humanamente posible para que la cólera no rija mis recuerdos y me haga calificar con palabras demasiado crudas a los promotores de aquel auténtico patíbulo de la cultura na- cional. No sé si pueda. Verdugos a sueldo de incapaces y tenientes alcoholizados por los licores de la envidia se atrevieron a humillar a prestigiosos intelectuales y artistas, sin distinción de origen ni de nacionalidad, y convirtieron nuestros tea- tros, galerías y editoriales en letrinas donde ellos, y sólo ellos, nadaban a gusto como renacuajos en un mar de babas. Por viles negaron a José Lezama Lima y por viles acorralaron a Virgilio Piñera, que no estaban fuera del juego sino en el centro mismo de la literatura universal. Por impotentes, herniados de intoleran- cia, persiguieron a los escritores que habían tenido la valentía crítica, y por tanto amorosa, de publicar libros de pelo en pecho sobre el combate de Playa Girón o la lucha contra bandidos en el Escambray. Por débiles de espíritu acosaron a los homosexuales (que se negaron a ser sus amantes porque eran mucho más hom- bres y mujeres que ellos), los dejaron sin trabajo y los desdeñaron ante sus veci- nos. Todavía en 1990 varios de esos funcionarios-gusarapos andaban coleando por oficinas de la administración pública, venidos a menos, requisados a media, pero pavoneándose de sus canalladas de antaño, y no faltó alguna que otra cuca- racha que los aplaudiera. Lo siento. No puedo olvidar a mis amigos. A mis amigos que después del Congreso de Educación y Cultura se supieron marcados por la cruz de la intolerancia, porque se arriesgaron a discutir textos marxistas que denunciaban los crímenes de José Stalin y cuestionaban la validez del centralismo democrático, la dudosa representatividad de las mayorías socia- les y las razones de fondo del unipartidismo, tres o cuatro de los diez mil qui- nientos cuarenta y cinco mandamientos en la tabla de Moisés del marxismo-leni- nismo, según los teóricos del Partido. Tampoco puedo olvidar a los revolucionarios consecuentes que también se jugaron la vida por una Cuba mejor, en lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista, y que luego fueron perseguidos porque se atrevieron a cuestionar los métodos y estilos de trabajo de algún viejo compañero de armas, ahora podero- so. En las cíclicas campañas contra el llamado diversionismo ideológico, fueron til- dados de hipercríticos, autosuficientes, enemigos del pueblo, traidores, apátri- das, neo-anexionistas, libertinos, gusanos y agentes de la CIA , por los cual les endosaron a sus cuentas personales el pago de varios, muchos, demasiados años en prisión, sin atenuantes de créditos anteriores. Acabaron siendo borrados de la historia: de las fotos y de los libros. Jamás existieron. ¿Dónde están mis amigos actores y actrices, bailarines y bailarinas, poetas y poetisas, pintores y pintoras, alumnos de las escuelas de arte a quienes oficiales o colaboradores del Ministerio del Interior les tendieron trampas eróticas en ci- nes, en baños públicos y en dormitorios de becas para que cayeran como palo- mas en tentaciones sodomitas, y así poderlos abochornar ante una vanguardia que se obligaba a ser pura –a pesar de que funcionarios de reconocido nivel se revolcaban como cerdos en sus lupanares particulares? ¿Dónde están? E LISEO A LBERTO 37 ENPROCESO encuentro ¿Qué fue de los rehenes de la llamada Ley de Peligrosidad? Todavía a finales de los años setenta, amigos o conocidos míos fueron separados de sus casas dos, tres, cuatro, cinco años, únicamente porque se habían atrevido a conversar con un visitante extranjero, o aceptaron un regalo sin factura, y por tanto podían considerarse delincuentes en un futuro más o menos cercano. Y ya que el futuro pertenecía por entero al socialismo resultaba conveniente enrejarlos en cuaren- tena, como sabuesos rabiosos en la perrera nacional. Declarados en rebeldía, ol- vidados por una sociedad que en buena medida se negaba a creer, por principio, en lo que el enemigo denunciaba, esos hombres y mujeres protagonizaron un drama que aún está por escribirse, en nombre ahora de la salvación del país que también estuvo en guerra contra sí mismo durante demasiado tiempo. No seré yo quien niegue estas verdades que tanto dolor han causado al país donde nací, al pueblo donde aún vivo y a la isla que mi hija habrá de heredar mañana, una is- la más sola, triste y maltratada que nunca antes en quinientos años de soledades, tristezas y maltratos. En estos años difíciles, a veces invivibles, todos los de mi vida menos siete, he te- nido el privilegio de conocer de cerca a hombres y mujeres que nunca pidieron nada para ellos, ni en tiempos de bonanza ni en épocas de bretes y de vicisitudes, hombres y mujeres siervos de sus corazones, lo mismo hijos de pobres que de ri- cos, mecánicos y campesinos unos, soldados y poetas otros, amigos que me acom- pañarán siempre, para quienes la causa de la justicia social se convirtió en la única razón de existencia. Gracias a ellos descubrí, no sin asombro, que nuestra capaci- dad de sacrificio no tenía límites y que para vivir con decoro un pueblo digno po- día renunciar a los lujos y a las porquerías de la vida. Ellos consuelan desilusiones y sufrimientos. Ellos me enseñaron a perder. Ellos van conmigo a todas partes: los llevo en el hueco de mi mano como un poco de agua limpia, y me lavan la cara cuando lloro y me calman las penas y la sed. Por algo el corazón está a la izquierda. Es cierto. La campaña de alfabetización, el surgimiento de las escuelas de ar- te, el auge de la industria editorial, el vigor del cine cubano y la dignificación del trabajo artístico crearon el ambiente mejor que reclamaba un viejo sonero orien- tal para decir sus boleros. El hecho de que muchos de los burócratas de la cultu- ra y ciertos jefes ideológicos del partido hayan sido unos incapaces no significa que los intelectuales cubanos se rindieran ante la incapacidad. Desde mediados de la década del sesenta la narrativa cubana había logrado establecer sus cuatro puntos cardinales: al norte, Paradiso , de Lezama, la gran catedral ; al este, Condena- dos de Condado , de Norberto Fuentes, el gran cuartel ; al sur, Celestino antes del alba , de Reynaldo Arenas, el gran bohío; y al oeste Tres tristes tigres, de Guillermo Cabre- ra Infante, el gran cabaret. Catedral, cuartel, bohío y cabaret marcarían los rum- bos temáticos de nuestra literatura, como ejes rectores de una rosa náutica don- de sobresalían otros títulos, entre ellos Los años duros, de Jesús Díaz, Pasión de Urbino, de Lisandro Otero, El cimarrón, de Miguel Barnet, Adire o el tiempo roto, de Manuel Granados, Tute de Reyes , de Antonio Benítez Rojo, La guerra tuvo seis nom- bres , de Eduardo Heras León, La vida en dos , de Luis Agüero, El sol, ese enemigo , de José Lorenzo Fuentes y, claro, las obras completas de Onelio Jorge Cardoso y de Alejo Carpentier. Los años grises Next >