< PreviousOne Hell of a Gamble, que a los amantes del ajedrez nos gustaría traducir en español como «un gambito del diablo», es una frase de John F. Kennedy cuan- do todavía en Washington trataban de establecer la veracidad y las consecuen- cias de los reportes de inteligencia, cada vez más alarmantes, sobre la instala- ción de proyectiles estratégicos en tierras cubanas. A partir de documentos y entrevistas, el libro conduce a través de sinuosos senderos a una alianza de intereses que comenzó a gestarse en secreto desde abril de 1959, cuando una delegación del pspse reunió en Moscú con miembros del Secretariado del Partido Comunista Soviético y con el Mariscal Sokolovsky para solicitar el envío de armas y de personal militar a Cuba. Los documentos demuestran la sospecha, por parte de la jerarquía soviética, de que los comunistas cubanos estaban sobrevalorando sus influencias en el nuevo gobierno para acrecentar su estatura ante el Kremlin; en consecuencia, para poder convencer a Moscú del rumbo secreto que se le imprimiría a la revolución, comenzaron a infor- mar por adelantado de los próximos pasos que se iban a dar tanto en el aspec- to político (eliminación paulatina de figuras anticomunistas del gobierno), como en el económico (promulgación de una ley de reforma agraria que se gestaba a la sombra). Este texto secreto contrastaba y se oponía a los debates y sugerencias públicas que, sobre ese mismo proyecto, se producían entonces en el seno de la sociedad cubana. Al ser promulgado como ley, mostró por primera vez a gran escala el papel totalitario y monopolizador que el estado nacional se arrogaba para sí mismo. Fue esta misma ley la que en lugar de repartir la tierra a los campesinos o crear cooperativas agrícolas genuinas e independientes las hizo propiedad estatal y sirvió de base a los «gigantismos» agrícolas que fueron posteriormente criticados por el agrónomo francés René Dumont en su libro ¿Cuba Socialista? Esa relación se mantendría a diversos niveles durante los primeros 24 meses, incluso después de que tanto Fidel como Raúl Castro prescindieran del papel intermediario de los cuadros profesionales del psp. Los documentos de la kgbarchivan los mensajes que, desde Cuba o México, avisaban de las futuras intervenciones de propiedades norteamericanas o cubanas, textos de declaraciones de marcado tono antinorteamericano, supresión de los medios independientes de prensa, olas de arrestos de figuras relevantes de la insurrec- ciónpero obstaculizadoras de la instauración comunista, aniquilamiento del sindicalismo libre, como se comprueba en un informe secreto del entonces jefe de la kgb , Alexander Shelepin, al Presidium del cc del pcus , del 15 de septiembre de 1959, y que los autores encontraron en el folio 3, listado 65, file 891 del fondo aprf, que son los actuales archivos presidenciales de Rusia. Esa incesante comunicación secreta apunta claramente a un plan premedi- tado y no a la hipótesis de que el proceso de radicalización fue una conse- cuencia inevitable ante presiones o sanciones de Washington. Tanto es así que cuando se firma el primer tratado económico con Moscú en 1960, a raíz de la visita de Anastas Mikoyan, Fidel Castro estaba bien al tanto de las muy desfa- vorables condiciones del trueque de azúcar por petróleo, pero consideraba que esta diferencia de precio —respecto al subsidio norteamericano e incluso 38 Miguel Ángel Sánchez encuentroa los precios del azúcar en el mercado mundial— estaba compensada por el factor político de que podría provocar una reacción por parte del gobierno de Eisenhower, en el caso muy probable de que las plantas gasolineras de La Habana se negaran a procesar el crudo ruso, tal como ocurrió con el argu- mento de que el gobierno cubano les debía una gruesa suma de dinero y no aceptarían ningún otro encargo hasta que esa deuda quedara saldada. La reacción de Washington, explicó Fidel Castro a Alexeiev, «sería un magnífico pretexto para la nacionalización de las compañías norteamericanas en Cuba». La kgbtambién conoció con varias semanas de anticipación el plan de esta- blecer un sistema de vigilancia entre la población civil, lo que luego se presen- tó como una idea espontánea de Fidel Castro, el 28 de septiembre de 1960, cuando anunció la creación de los denominados «Comités de Defensa de la Revolución», como una respuesta a varios artefactos dinamiteros que estalla- ron esa noche en La Habana mientras pronunciaba un discurso. A la luz de la conducta histórica de los gobernantes cubanos, es lícito sospechar que esas bombas formaron parte de una planificada puesta en escena para dar mayor dramatismo y urgencia a la convocatoria de una red nacional de delatores. En agosto de 1960, la dirección política suprema de la urss —y Nikita Kruschev en particular— no necesitaba más pruebas de Fidel Castro. En ese mes el nombre clave de Cuba en la kgb cambió de «Jovenzuelos» a «Cabeza de Playa». Las nuevas y grandes aventuras estaban por venir. la crisis de octubre ¿De quién fue la idea de instalar cohetes nucleares en Cuba? Fidel Castro queda descartado como interlocutor serio. Tantas veces dijo que fue ocurren- cia suya y tantas veces lo negó que su palabra en este sentido carece de vali- dez. El libro de Fursenko y Naftali parece demostrar de forma fehaciente que se trató de una decisión de Nikita S. Kruschev. En el texto se citan las trans- cripciones de la intervención del entonces primer ministro de la ursscuando explicaba ante los miembros del Buró Político la racionalidad del plan de situar en el traspatio de Estados Unidos esas armas estratégicas, a partir de lo cual la Unión Soviética doblaría de un golpe su capacidad de bombardear nuclearmente el territorio estadounidense. Bajo Kruschev la Unión Soviética había alcanzado algunas hazañas tecno- lógicas tales como la explosión de una bomba de hidrógeno en 1955, y la puesta en órbita de una nave espacial alrededor de la tierra en 1957. Esto hizo posible en ese momento, al menos teóricamente, que la ursspudiera colocar una cabeza nuclear en un cohete intercontinental y alcanzar cualquier zona de los Estados Unidos, sin que existiera defensa frente a tal eventualidad. Semejante posibilidad fue considerada de una significación histórica de la misma magnitud que el descubrimiento de la pólvora, o aún mucho más importante. Como dijeron no sin una dosis de amargura varios pensadores, al fin el hombre había alcanzado los medios para destruirse de una vez por todas. En Moscú la combinación atómica y de cohetes intercontinentales pro- vocó el nacimiento de una nueva doctrina estratégica militar, en la cual los 39 La crisis de octubre y la verdadera historia... encuentroejércitos de tierra quedaban prácticamente obsoletos para dar paso a la teoría de los golpes nucleares, según expuso en un largo artículo el entonces minis- tro de defensa, mariscal Rodión Malinovsky, quien proclamó la existencia de una revolución en el campo militar. El libro de Fursenko y Naftali no se detiene en estos aspectos pero sí resul- ta muy instructivo por la manera en que vincula la suerte tanto de Nikita S. Kruschev como de John F. Kennedy a la aparición de la figura de Fidel Castro. La obsesión con Castro fue decisiva en la fase esencial de las vidas de cada uno de ellos, y el nombre del cubano se cita de forma indisoluble a la trágica suerte que ambos corrieron. De lo que carece One Hell of a Gamble es de una explicación conceptual de los motivos que impulsaron a Kruschev a apartarse de una manera tan radical de las reglas de juego de las esferas de influencia de ambas superpotencias. Es un terreno que no quisieron explorar, y que los lectores de la obra resienten. En todo caso queda el consuelo de que uno de los ensayos más lúcidos del historiador Donald Kagan, en su magistral On the Origins of Wars, 4 sea precisa- mente sobre la Crisis de Octubre, por lo que todos los interesados en ampliar sus conocimientos sobre el tema tienen a mano esta obra —que complementa en el plano de la teoría histórica la reconstrucción narrativa de One Hell of a Gamble y el tesoro documental que reúne The Kennedy Tapes — que brinda en su conjunto la visión más completa y detallada de las tensas semanas de octu- bre de 1962. 5 «Nosotros los sobrevivientes ¿a quiénes debemos la sobrevida?», se pregun- ta Roberto Fernández Retamar en uno de sus poemas. Tras conocer en su propia fuente la manera en que el presidente Kennedy abordó el tema de la presencia de proyectiles nucleares en tierra cubana, mi convicción es que debemos nuestra sobrevida a ese hombre señalado tantas veces como un líder sin carácter y profundamente dubitativo. La crítica de que Kennedy siempre deseaba postergar para el día siguiente las decisiones más trascendentales fue en este caso el elemento que evitó una conflagración mundial, o al menos 40 Miguel Ángel Sánchez encuentro 4 On the Origins of Wars and the Preservation of Peace, Donald Kagan, Doubleday, 1995, 606 págs. Kagan es profesor de historia clásica de la Universidad de Yale, y el curso que sirvió de base al libro es considerado uno de los más populares de esa institución en los últimos 25 años. Según él, Kruschev cometió dos errores: 1) Pensar que los cohetes podían ser instalados en secreto y luego presentarlos como fait accompli . 2) Desconocer el sistema político norteamericano y sobreestimar el poder de un gobernante electo, sometido a las presiones tanto de la oposición como de los medios de prensa. En opinión de Kagan, estas circunstancias forzaron a Kennedy a tomar una actitud de enfrentamiento aun cuando muchas de sus posturas y las de sus más íntimos asesores tendían a justificar los criterios que Kruschev se formó de él. 5 Las grabaciones de Kennedy no fueron dadas a conocer todas al mismo tiempo. De hecho, las primeras versiones datan de los años 60 y se supone que sirvieron a Robert F. Kennedy de mate- rial de consulta para su libro Thirteen Days, Nueva York, 1969. Tras conocer todo el trabajo realiza- do para extraer de las cintas las verdaderas frases, en un momento en que la tecnología no estaba tan avanzada como ahora, no queda otro calificativo que considerarlo un esfuerzo monumental. La versión completa puede adquirirse en la oficina de historia del Departamento de Estado de los Estados Unidos.libró a Cuba de un ataque masivo, descomunal y devastador por parte de los Estados Unidos. Es necesario aquí distinguir entre la retórica habitual de la cúpula del gobierno cubano —en el sentido de que existía la amenaza de borrar la isla del mapa mediante un ataque nuclear, cuyo plan, proyecto o alternativa de acción no aparece en ningún momento en las discusiones soste- nidas entre Kennedy y sus más cercanos colaboradores— y el hecho, descono- cido entonces, de que las tropas soviéticas acantonadas en Cuba tenían la autorización de emplear las armas nucleares tácticas para repeler un desem- barco norteamericano. Como señalaron diversos analistas, esto habría llevado a que una guerra en territorio cubano hubiera comenzado con el uso de un arma que en casi todos los textos doctrinarios militares se menciona para ser utilizada en «último extremo». Ni los máximos jefes del Pentágono, ni los más altos espías de la ciatenían la menor idea de la presencia de armas nucleares tácticas y, mucho menos, de que los generales soviéticos tenían autorización para emplearlas en caso de un desembarco de las fuerzas armadas de los Esta- dos Unidos. Esto fue conocido casi dos décadas después, cuando los viejos adversarios se reunieron en Moscú y La Habana para debatir aquellos sucesos, justificar la posición de cada bando y pensar en la elaboración de una meto- dología que evitara tales sorpresas en el futuro. No caben dudas de que haber otorgado a las tropas soviéticas en Cuba la orden de disparar los cohetes nucleares tácticos contra tropas de desembarco fue una decisión aún mucho más irresponsable que la misma dislocación de proyectiles intercontinentales de alcance medio; éstos, por lo menos, podían explicarse bajo una racionali- dad estratégica, y sobre ellos pesaban órdenes muy estrictas de empleo que sólo podían ser impartidas desde Moscú. Tanto era así, y queda incluso defini- do en el estudio hecho por Fursenko y Naftali, que en caso de que las comu- nicaciones quedaran rotas debido a un ataque norteamericano a Cuba los cohetes nucleares de alcance medio no podían ser disparados. Ante estas pre- cauciones, la delegación de autoridad en el empleo del armamento nuclear táctico resulta más incomprensible y cabe preguntarse si Kruschev y Mali- novsky podían creer en serio que Estados Unidos, ante la pulverización de sus tropas de desembarco mediante armas nucleares tácticas, no iba a responder con una réplica devastadora, lo mismo contra Cuba que contra la urss. Al menos contra Cuba la respuesta iba a ser apocalíptica. 6 Precisamente en ese aspecto es necesario dar crédito a la intuición de Ken- nedy, en el sentido de que una vez desatado el demonio militar nadie podía 41 La crisis de octubre y la verdadera historia... encuentro 6 Estos cohetes de corto alcance (35-50 Km) y que podían transportar cabezas nucleares tácticas, los ‘fkr’ y los ‘Luna’, fueron pocos meses después incorporados a las Fuerzas Armadas de Cuba en dos unidades especiales de las recién creadas tropas coheteriles terrestres con los números 3441 y 3447, ambas situadas en La Habana bajo el mando respectivo de los entonces capitanes Fernando Vecino Alegret y Aropajito Montero. Los oficiales cubanos decían que estaban «capa- dos», es decir, carecían de las cabezas nucleares. Castro los hacía desfilar en sus paradas militares del 2 de enero, siempre con el oculto mensaje de que tal vez no todas las ojivas habían abando- nado la isla.asegurar cuándo se le volvería a controlar, ni cuál sería el alcance destructivo que su furia iba a dejar sobre la tierra. Y es en la edición hecha por Zelikow y May donde se puede apreciar mejor la transmutación de personalidad que se produjo aquellos días entre las figuras más relevantes del mundo político norte- americano. Los más connotados pacifistas —tales como el senador William Fullbright, «paloma» por excelencia según la ya conocida y maniquea división conceptual— abogaron, junto con la inmensa mayoría de su estirpe, por una rápida y contundente intervención militar en Cuba, mientras que «halcones» como John McCone, entonces jefe de la cia, o el general Maxwell Taylor, jefe del estado mayor conjunto, si bien formaban parte del grupo que consideraba imprescindible una intervención militar, a la hora de ofrecer una opinión que podría ser definitoria, siempre insistían en dos elementos esenciales: no podían garantizar la eliminación de todos los cohetes en territorio cubano y tampoco prever en todo su alcance la magnitud de la respuesta soviética ante los llama- dos «ataques quirúrgicos» aéreos para la destrucción de los cohetes, o la inter- vención general a fin de ocupar y neutralizar esas armas. Fue este respeto ante lo insospechado lo que abrió espacio a la política de establecer una cuarentena, ganar tiempo y dejar las puertas abiertas a la comunicación y el arreglo. Lo curioso de esto es que la misma debilidad de Kennedy —la imagen que ofreció a Nikita S. Kruschev de un estadista inseguro, y que en criterio de Donald Kagan fue la razón esencial que motivó al jerarca soviético a instalar cohetes nucleares en Cuba— se reveló como la paradoja que evitó una confla- gración mundial. Kennedy estuvo sometido esos días a presiones que difícil- mente experimentaron otros gobernantes antes que él para que cambiara sus puntos de vista, que por suerte mantuvo. Tanto las cintas de Zelikow y May, como la reconstrucción minuciosa de Naftali y Fursenko ofrecen al lector,de una forma muy elocuente, la manera paulatina en que la idea de la cuarentena deja de convertirse en una posibilidad marginal para devenir, a medida que avanzaban las discusiones, en la estrategia principal de respuesta al reto de la Unión Soviética. El bloqueo naval contra Cuba tomó totalmente por sorpresa a Kruschev, que estaba convencido por muy diversas señales que recibía de las más altas esferas de Washington, de que la instalación de cohetes estratégicos en el Caribe no representaba un acontecimiento que iba a ser impugnado con violencia, pues según comentarios que se atribuyeron al modo de pensar de la administración demócrata «no importaba si los cohetes eran lanzados desde Europa, Asia u otro lugar». En el ensayo ya mencionado de Kagan buena parte del argumento gira alrededor de la interpretación que pudo dar Kruschev a esas argumentaciones de figuras públicas de alto rango que en la práctica polí- tica estadounidense suelen ser utilizadas para dar a conocer las opiniones del gobierno de una manera indirecta, y que el líder soviético, con razón, pudo atribuir a debilidades de un presidente joven, inexperto y sin garras. Pero de la misma manera que Kruschev creyó firmemente en sus posibilida- des de salirse con las suyas en el proyecto de instalar cohetes en Cuba, es notable observar su cambio de actitud ante la firmeza de Kennedy, una faceta desconoci- da y hasta entonces menospreciada por él, y resulta sorprendente sucapacidad 42 Miguel Ángel Sánchez encuentroinstantánea de reconocer íntimamente el error monumental que había cometi- do, tanto que cuando aún no era evidente que podía llegarse a un acuerdo, ins- truye de urgencia la orden de cancelar el posible empleo de armas nucleares tácticas en territorio cubano en caso de invasión a la isla y las coloca bajo el mismo y estricto nivel de subordinación a Moscú que los proyectiles estratégicos. El libro de Fursenko y Naftali es minucioso en los detalles sobre la manera en que se realizó el traslado de los proyectiles a Cuba, la cantidad de armas nucleares y su poder destructivo, los nombres y las responsabilidades de los jefes militares encargados de esa misión y no deja espacio para otras muchas historias apócrifas o imprecisas que han circulado sobre la Crisis de Octubre. Para resumir, el que quiera saber lo que realmente ocurrió tiene que leer este libro. No hay aquí terreno para leyendas nibelungas ni rastros de un Fidel Castro apretando al descuido un botón rojo con el que destruye al azar un avión U2 que por casualidad andaba por allá arriba. El mismo Castro desapa- rece del escenario como personaje protagónico los días en que la cosa estaba realmente candente y en que los mensajes eran exclusivamente entre Washing- ton y Moscú, lo cual siempre fue su motivo esencial de queja. Si algo vale la pena resaltar de estas fugaces apariciones de Fidel Castro, una vez que la crisis se desata con la intervención de Kennedy ante las cámaras de televisión, es su famosa carta a Kruschev en la que pide un ataque nuclear preventivo a los Estados Unidos en aras de salvar a la humanidad del imperialismo. Según Ale- xander Alexeiev, el líder cubano estaba muy agitado y fuera de sus cabales cuando le dictaba ese mensaje. Castro negaría con los años que hubiera solici- tado semejante cosa y achacaría la mala interpretación de sus ideas a un error de traducción por parte de Alexeiev. Un par de anotaciones más. Los que están familiarizados con los estudios anteriores sobre la Crisis de Octubre observarán en el libro de Fursenko y Naftali la ausencia del espía Oleg Penkovski, el coronel soviético de cohetes que supuestamente desempeñó un papel decisivo al advertir a Washington sobre los planes de Moscú. Es un nombre que tampoco aparece como mate- rial sensible de inteligencia en los informes verbales que la ciaofreció a Ken- nedy. Es muy posible que los nombres de los espías no se mencionen a la autoridad civil, por muy alta que ésta sea. Otro aspecto sumamente curioso, por catalogarlo de alguna manera, es que, una vez en suelo cubano, los cohe- tes no fueron camuflados, como si una oculta autoridad, en algún momento, hubiera decidido que fueran vistos. Es uno de los grandes enigmas que aún quedan por resolver de esa época. Hagamos un resumen: Moscú pone a la operación el nombre de «Anadyr», que es una región del ártico; viste a sus tropas con ropas invernales antes de partir en los barcos; elabora numerosos planes de desinformación y al final... olvida camuflar los cohetes. Un error de tal magnitud es siempre caldo de cultivo para las especulaciones. Volviendo a Fidel Castro, su marginación en las grandes decisiones para la solución del conflicto provocó en él un desprecio monumental a todo lo que tuviera que ver con esos acontecimientos. A ello se debe el hecho de que en Cuba nunca se haya publicado una historia de la Crisis de Octubre, lo cual es 43 La crisis de octubre y la verdadera historia... encuentrosumamente insólito en un régimen que ha impreso por centenares de miles y elevado a categoría épica el más intrascendente tiroteo en la Sierra Maestra. Recuerdo haber hecho algunos sondeos sobre el tema a finales de la década de los 70, cuando como consecuencia de haber publicado un libro sobre Playa Girón mantenía algunos contactos con varios jefes militares, y ninguno dio calor a la idea de realizar una investigación sobre tales sucesos. Esa manera uniforme de evadir el asunto me hizo comprender que se trataba de un tema tabú que no era del agrado de las más altas esferas, como me decían algunos de esos generales de manera eufemística para no referirse a Fidel Castro por su nombre. Tras tantas declaraciones contradictorias suyas sobre diversos aspectos esenciales de este suceso, lo que él diga ahora va a quedar empañado por su prolífica variedad de versiones, pero siempre queda la posibilidad de que le sobrevivan sin ser editados sus más íntimos comentarios durante esas semanas. Es sabido que un equipo de taquígrafos toma nota de todas las con- versaciones de Castro y esta práctica se remonta cuando menos a abril de 1961, lo que comprobé en 1975 cuando fortuitamente encontré en los archivos de la sección de historia de las Fuerzas Armadas de Cuba un portafolios que conte- nía las conversaciones y órdenes suyas durante las 72 horas de Girón y que ni siquiera aparecían como material conservado en esos fondos. Pero no cabe duda de que tras las dos últimas obras publicadas, lo único que resta por cono- cer, aunque fuera para terminar de colocar las piezas restantes de este rompe- cabezas, es el verdadero relato de la actuación esos días del hombre que con su profundo influjo personal llevó tanto a Kruschev como a Kennedy al borde de la guerra. Y a nosotros los cubanos a un paso del exterminio. 44 Miguel Ángel Sánchez encuentroA Antonio José Ponte por Las comidas profundas 1 E l apátrida tiene hambre de patria. De casa en su tierra, del aire que le arrancó el primer llanto. De su mar, si insular fuere como yo. Yo soy Apátrida. Así consta- ba en uno de mis primeros documentos de viaje que, aun- que efímero, ha expresado en definitiva mejor que nin- gún otro, en ese momento y desde entonces, mi verdadera condición nacional. Que ello se tome sin dramatismo alguno. Un golpe inesperado, lo fue sin duda para la que dio el documento al funcionario de un civilizado país de Europa al descender allí, los libros bajo el brazo: apátrida, tradujo él mirándola avizor (era la guerra fría). Mas al poco tiempo un flamante pasaporte federal se ofrecería para compensar con creces cualquier inconveniente pre- vio. No obstante, aquello estaba dicho y la palabra reper- cutiría intermitentemente como un gong en sus menin- ges. Luego habría otros gestos, de obra y de palabra, digeridos y excretados. En su ensayo, Ponte se declara carente de comidas y poseedor de metáforas —esos «castillos en España» que erige su escritura— y a continuación nos depara un ban- quete virtual de siete platos en el que sirve, entre otros, a Carlos V (y una piña), a Silvestre de Balboa (y una jico- tea), a un Samurai (y una calabaza), a Bertrand Russell (y un albaricoque), a la Marquesa de Mont-Roig (y unas raí- ces), a Apollinaire (y unos zapatos) y a anónimos habitan- tes hambreados de La Habana (y una frazada de piso). Estos manjares parentéticos, ausentes de todo recipiente como la flor de Mallarmé o tan difíciles de ingerir que en ello se va la vida, son, según el caso, objeto de un deseo 45 encuentro Devoraciones María Elena Blanco 1 Antonio José Ponte, Las comidas profundas, Angers, Éditions Deleatur, 1997.voraz o sujeto de una clara atracción para la víctima que quiere poseer o ser poseída. Creo no pecar de corta ni perezosa si, a mi vez, a tales privados de alimentos los bautizo Famélicos , con sazón criolla y sin la mala leche de aquel guardafrontera hostil. En mi mesa las comidas no son de hule como en la de Ponte, no están impresas en el mantel. Es una mesa con una superficie y cuatro patas hecha en algún rincón del imperio austro-húngaro; habrá olido a bosque en su día, mas la calefacción ha resecado sus savias naturales y ahora no huele a nada. Mi cas- tillo en España es una casa postiza en tierra doblemente prestada, tierra que fue de moros, tierra de olivos, almendros y naranjos. Están —comidas, casa— donde el sol de Cuba no me alcanza, bajo el cual ya no tendré una profesión o descendencia que prolongue mi nombre cubano, un techo o una tumba. Pero por más que coma, bien o mal, el Apátrida adolece de un hambre insaciable. No es que falte bocado. Su hambre, al no ser apetito sino apetencia, no depende de la abundancia o escasez de comida; es, pues, hambre de conte- nido distinto y aparentemente inverso a la del Famélico, pero de semejante signo estructural. Nadie se engañe, son palabras violentas: Famélico, Apátrida. No casuales ni, sobre todo, hipócritas: estamos más allá del eufemismo, por suerte. La literatura universal se ha encargado de dar derecho de ciudadanía a tales personajes. (Léanse, emblemáticos, el Lazarillo , Kafka.) Por tanto, al amparo de esa larga y excelsa tradición, nombro al Apátrida y al Famélico cate- gorías simbólicas y personajes literarios de esta ficción ensayístico-poética. El Apátrida posee una mesa llena en un vacío de patria. El Famélico, en su Isla, frutas pintadas en la mesa. Ambos escriben de lo que no tienen y al hacerlo, escriben también de lo que tienen, de cómo lo tienen y a quién lo dan. Sarduy, ese otro Apátrida avant la lettre , lo dijo: «Escribir es apoderarse de lo dable y de sus exclusiones» 2 . Así pues, ciertos Apátridas pintan, no sobre el mantel sino en el lienzo, el fruto prohibido, como las frutabombas de Ramón 3 , que inspiraron a Sarduy una décima: Qué bien hiciste, Ramón, en pintar una papaya, de ese color y esa talla, con técnica perfección... 4 y a un tal Caín, Apátrida honoris causa , un sabroso prólogo titulado ¡Vaya papaya! 5 , aunque es muy posible que estos veteranos de la diáspora no hayan probado una frutabomba en muchos años. 46 María Elena Blanco encuentro 2 Severo Sarduy, Escrito sobre un cuerpo , Buenos Aires, Ed. Sudamericana, 1969, pág. 86. 3 Ramón Alejandro, pintor cubano. 4 Severo Sarduy, Un testigo perenne y delatado, Madrid, Eds. Hiperión, 1993, pág. 83. 5 Guillermo Cabrera Infante, ¡Vaya papaya!, París, Le Polygraphe, 1992.Me ha faltado la dudosa delicadeza de Carlos V, quien se abstuvo de gustar la piña ofrecida a su real apetito por temor a ser presa de un embrujo que inevitablemente se convertiría en carencia, y he sucumbido a ese «placer que bordea el dolor por la fiereza y locura de su goce» 6 . Mi piña es Cuba, la carne de Cuba, y ella impera sobre mi espíritu; mas sólo he conseguido una ración de Apátrida, hueca, roída por el tiempo y la distancia. Mi primer libro 7 acusa posesiones pero insiste en potenciar la pérdida: Cuba, en consecuencia, lo abre y desaparece discreta tras un velo de humo. El segundo 8 , empeñado en asir una quimera, pone el corazón sobre la tierra y se restriega los ojos para reinventar lo perdido. Puras palabras. Para el Famélico «llega el momento en que un albaricoque no puede comerse inocentemente» 9 . En efecto, antes de comerse, o en vez de comerse, como procedimiento dilatorio es aconsejable recurrir a la etimología, o inclu- so a la mayéutica. El Apátrida, algo versado en curiosidades histórico-idiomáti- cas ajenas, aporta el dato —que habría gustado al Sacro Emperador— de que en sus tierras de Austria al albaricoque, de raíz claramente arábiga pese a lo que diga el precoz Bertrand Russell, se dio en llamar Marillepor su hispánico color de gualda, nombre que conserva hasta hoy día. Y en Chile, corroborando su procedencia mora, se le llama damasco , que el Apátrida confunde invariable- mente con marruecos , mote que en ese peculiar país se da a la portañuela. Tales digresiones, bien llevadas, pueden amainar el apetito, o al menos distraerlo. El Apátrida, acostumbrado en cambio a atacar el plato incontinenti, afirma que en su caso tampoco puede un cuadro mirarse, un país visitarse, un libro escri- birse, ni mucho menos un albaricoque aceptarse u ofrecerse inocentemente, so pena de ser tachado, entre otras cosas, de amarillo o de castaño oscuro. Sospecho que tanto para el Apátrida como para el Famélico la cocina cubana, en cuanto coordenada física, suele ser un no lugar, una utopía; como proposición o actividad (frecuentemente especulativa), una aporía; como dimensión psicolingüística, un lapsus o un chiste. La cocina de mis abuelos en La Víbora, espacio idílico si lo hubo, utópico si lo hay, ámbito de un constante quehacer armónico y generoso y pleno de sentido, ha sido con el tiempo ele- vada en mi estimativa a la categoría de mito. Ponte, por su parte, idealiza aquellos platos odiados en la infancia, añorados hoy. Ambos tenemos la nos- talgia de unas gentiles vacas gordas , de una edad de oro irrepetible. El mito, como es sabido, no llena la barriga, pero tiene la virtud de llenar hasta poner- la morada la pradera albísima de la hoja de papel. La mesa del Famélico, lisa de manjares y etiqueta, huele a luz caliente, a aire de mar y, cuando va a llover, a aire de agua. Su misma disponibilidad febril la hace propicia a la inspiración, como la página en blanco, soporte de escritura, 47 Devoraciones encuentro 6 Antonio José Ponte, op. cit., pág. 10. 7 María Elena Blanco, Posesión por pérdida , Santiago de Chile, Ed. Libra, 1990; Sevilla, Ed. Barro, 1990. 8 María Elena Blanco, Corazón sobre la tierra / tierra en los Ojos, Eds. Vigía, Matanzas (Cuba), 1998. 9 Antonio José Ponte, op. cit., págs. 15-16.Next >