< PreviousDe modo que Martí percibe en los textos de Irving sobre España, en Vida y viajes de Cristóbal Colón y en los Cuentos de la Alhambra , una mirada abierta que representa lo hispánico como un mundo culturalmente diverso, es decir, como un mosaico de razas, religiones, hablas y costumbres. Con esa mirada, Irving «vé por entre los sutiles encajes de piedra del balcón» y describe los «sueños de moros y moras». Su narrativa ha logrado traspasar, pues, la dura fachada de los estereotipos y ha tocado el fondo plural de la nación española, donde la diversidad de presencias culturales conforman algo mucho más complejo que esa férrea identidad hispano-católica. Pero Martí sospecha, ade- más, que dicha mirada también transforma al que la experimenta. Por eso dice que Irving, «hombre de una nación», va más allá de los «lindes de su patria», que su «frente maciza de hombre norteño» es batida por el «viento del desierto» y que su «pluma de poeta» no parece de «acero inglés», sino de «ave del Paraíso». Vemos aquí una intuición de lo que hoy, en el multicultura- lismo, se ha vuelto tan familiar: la mirada del otro desestabiliza las identidades del sujeto y del objeto, descentra tanto a quien mira como a quien es mirado. Algo parecido debió encontrar Martí en otra mirada norteamericana hacia España, más lejana y, por tanto, más lírica: la mirada de Henry Wadsworth Longfellow. Este poeta bostoniano, criatura del puritanismo de la Nueva Inglaterra, sintió siempre una particular fascinación por lo mediterráneo católico. De joven viajó por Italia, Francia y España, conoció sus respectivas literaturas y ya de regreso a Harvard se dedicó al estudio y la traducción de los clásicos latinos. De ese peregrinaje salió su excelente traducción de la Divina Comediay su temprano libro The Spanish Student, de 1843, al que se refiere tan- gencialmente Martí: «hizo el poeta canoso versos varios, y supo de finlandeses y noruegos, y de estudiantes salmantinos, y de monjas moravas, y de fantasmas suecos, y de cosas de la colonia pintoresca, y de la América salvaje». 13 Martí vio en esta errancia literaria de Longfellow, en «aquellos vagares de sus ojos y efluvios de su espíritu», un claro ejemplo del cosmopolitismo a que aspiraba la propia poesía modernista latinoamericana. Sin embargo, la imagen más penetrante del mundo hispánico no la encon- tró Martí en un novelista o en un poeta, sino en un historiador: el también bostoniano John Lothrop Motley. Este intelectual, a quien unas veces llama el «perfecto», «el colorido» y otras el «bello» o el «caballeresco» Motley, fue diplomático en Alemania, Austria, Rusia y Holanda y aprovechó su estancia en esos países europeos para rastrear los archivos en busca de información históri- ca. Así, llegó a escribir varios libros exhaustivamente documentados como The Rise of the Dutch Republics(1856), The History of the United Netherlands(1871) y The Life and Death of John of Barneveld(1874). Martí, al parecer, pudo leer las que él mismo traducía como Historia de Holandae Historia de la revuelta de los Países Bajos, dos libros que seguramente le ofrecieron analogías sobre la frag- mentación del imperio español en nuevos estadosnacionales. 38 intelectuales Rafael Rojas encuentro 13 Ibid, p. 1196.Una de las primeras alusiones a este autor la encontramos en su reseña de las Seis Conferencias de Enrique José Varona. Allí, hablando de Felipe II, Martí dice que éste «no fue cual lo forjan Núñez de Arce y Möuy, sino como Gachard y Motley y nuestro Güell lo pintan». 14 En ambos libros, Motley trataba a Felipe II con rudeza, ya que en su época se había inaugurado la represión de los movimientos protestantes y separatistas de los Países Bajos que provocaría la salida de aquellos principados del Imperio español con el Tratado de Aquis- grán en 1648. Para Martí debió haber sido sumamente reveladora la lectura de estos textos de Motley, ya que en ellos la decadencia del «Imperio Univer- sal de la Cristiandad», concebido por Carlos V, era interpretada a partir de la presión separatista de las provincias del Norte, que se consideraban lingüística y religiosamente incompatibles con España. No es raro que Martí haya visto, en la versión de Motley sobre aquella crisis del Imperio español —suscitada por las revueltas protestantes de Holanda y Bélgica en el siglo XVII— una ale- goría o parábola de otras crisis imperiales españolas que vendrían después, como la que generó la independencia de América Latina hacia 1810 o la que podría generar la separación de Cuba y Puerto Rico a fines del siglo XIX. Esto se trasluce en un comentario que encontramos en una de sus primeras cartas a La Nación de Buenos Aires, en la que Martí, recién llegado a Nueva York, confunde el apellido de Motley con el de Nictley: 15 En Boston lució Nictley (Motley), tan bello como Byron, autor de un libro que encadena y nutre, y no ha de faltar en anaquel muy a la mano, de librería de hombre de ahora: la Historia de la revuelta de los Países Bajos. Es más que historia, es procesión de vivos: Felipe II, lamido el pie de llamas, garduñosas las manos, lívido, como de reflejo de lumbre sulfurosa el rostro; Granville, el Cardenal acomodaticio, que se sacó del pecho, como prenda de andar que estorba para el camino, la conciencia; Don Juan de Austria, lindo loco; Alba, Hiena, y Gui- llermo de Orange, incontrastable, que es de aquellos que aparecían en la hora del cómputo, con un pueblo sobre los hombros, y tuvo en vida la grandeza serena, pujante y tenaz de los creadores. 16 El contraste entre el príncipe español Felipe II y el británico Guillermo de Orange es demasiado crudo en esta lectura. Martí no parece reaccionar con- tra la fuerte raíz puritana de esta historiografía, que identifica el catolicismo hispánico con la superstición, el atraso, el fanatismo y la impiedad. En cierto modo, esa escritura de la historia era parte de una larga continuación intelec- tual de las Guerras de Reformas. Sin embargo, nunca aparecerá en Martí la 39 intelectuales Martí en las entrañas del monstruo encuentro 14 Ibid, p. 752. 15 En sus primeros textos newyorkinos Martí confunde a menudo los nombres. Tal vez, por el hecho de que algunos los conocía de oídas. En varias ocasiones, por ejemplo, escribe Mottey o Mobley, en vez de Motley. A no ser que los errores provengan de una mala paleografía de los edi- tores de las dos primeras Obras Completas , las de 1953 y las de 1963-65. 16 Ibid, p. 1493.más mínima queja por ese énfasis apologético en la religiosidad protestante que recorre toda la literatura norteamericana de finales del siglo XIX y, en especial, la de los escritores de la Nueva Inglaterra. Lo cual habla, una vez más, de su tolerancia religiosa, de su concepción laica de la cultura, cuando no de cierta curiosidad por el reformismo protestante y la moral calvinista. El puritano Motley es, a su juicio, el prototipo de la sabiduría y la buena prosa: «el historiador deleitoso, que nació en este pueblo (Boston), narró con arte sumo e ímpetu la historia de Holanda, y vivió entre desvanes de anticuarios, biblioteca y archivo». 17 Es interesante notar el contrapunto entre esta imagen del sabio Motley, el «hombre cultural», rodeado de libros, que reside en las grandes capitales de Europa, y la imagen de otros escritores (Alcott, Emerson, Whitman, Thoreau, Whittier...) como hombres naturales, es decir, intelectuales cuya cultura está ligada a una vocación comunal o solitaria de experimentar el paisaje. De Alcott, Martí rescata una anécdota de su infancia: su padre le ordenó que ven- diera un baúl de libros, pero el niño lo desobedeció, «no comerció con el baúl de libros», y con ellos fundó la biblioteca de su primera escuela. Más que una temprana bibliofilia, Martí ve en esa actitud la señal de una consistente filantropía, de una ética de la virtud comunitaria que proviene de la vida en el campo y no del republicanismo cívico de la ciudad. El paisaje se presenta, aquí, como una biblioteca primordial. Alcott, según Martí, «fue libro vivo a quien los campesinos oían con gozo y con asombro de que les hablase tan al corazón sobre la poesía de sus faenas y el modo de ser dichoso en el alma». 18 Y concluye preguntándose: «¿De dónde sino del trabajo y de la vida natural había de venir hombre tan puro? No nació en la ciudad, que extravía el jui- cio, sino en el campo, que lo ordena y acrisola». 19 hombre natural y animal político En la crónica «El poeta Walt Whitman» encontramos la misma defensa del «hombre natural». El texto comienza estableciendo un paralelo entre Leaves of Grass, el que llama «libro prohibido», con «los libros sagrados de la antigüedad, que ofrecen una doctrina comparable, por su profético lenguaje y robusta poe- sía». 20 Para Martí no podía ser de otra manera, ya que Leaves of Grasses, a su jui- cio, un «libro natural». Y ese naturalismo poético y moral se vuelve enunciado central en la crónica por medio de su lectura e interpretación de Whitman: Así parece Whitman, con su «persona natural», con «su naturaleza sin freno en original energía», con sus «miriadas de mancebos hermosos y gigantes», con su creencia en que «el más breve retoño demuestra que en realidad no hay muerte», 40 intelectuales Rafael Rojas encuentro 17 Ibid, p. 1476. 18 Ibid, p. 1171. 19 Ibid . 20 Ibid, p. 1134.con el recuento formidable de pueblos y razas en su «Saludo al Mundo», con su determinación de «callar mientras los demás discuten, e ir a bañarse y admirar- se a sí mismo, conociendo la perfecta propiedad y armonía de las cosas»; así parece Whitman, «el que no dice estas poesías por un peso»; el que «está satis- fecho, y ve, baila, canta y ríe»; el que «no tiene cátedra, ni púlpito, ni escuela», cuando se le compara a esos poetas y filósofos canijos, filósofos de un detalle o de un solo aspecto; poetas de aguamiel, de patrón, de libro; figurines filosóficos o literarios. 21 Martí cita y traduce a Whitman. Esa poesía entendida como inscripción de la experiencia de un yo emblemático, como narración de sí, le permite una suerte de promiscuidad discursiva, por medio de la cual el cronista puede hablar con las palabras y el aliento del poeta. La permeabilidad de la voz de Martí, esa capacidad de infiltrarse en el discurso de los escritores norteameri- canos es uno de los signos distintivos de su obra. Es perceptible cierto mime- tismo de fondo y de superficie, de retórica y de sentido. Cuando habla de Emerson es Emerson, cuando habla de Alcott es Alcott, cuando habla de George es George. Pero esta fusión de horizontes en el caso de los trascen- dentalistas se da de una manera más orgánica. Martí ha hecho suyas las ideas del grupo de Concord. En cambio, Whitman le resulta «nuevo» y «extraño». Tal vez, por eso, en su crónica sobre el autor de Specimen Daysson tan frecuen- tes las citas textuales. En este caso, las referencias al texto funcionan como sig- nos de extrañamiento. Es diferente, por ejemplo, el uso de la cita en su crónica para La Opinión Nacionalde Caracas con motivo de la muerte de Emerson. Aquí Martí más que citar, logra reescribir las ideas centrales del ensayo Nature : la analogía uni- versal, el panteísmo, la idea del Uno-Eterno, el over-soul , la Naturaleza como espejo moral del alma, etc, etc. Poco a poco Martí va alejándose del texto de Naturee inicia un recorrido por toda la obra de Emerson, sin citar literalmen- te ninguno de sus Ensayos. Habla de la noción emersoniana de la muerte, del saber, del sentido de la vida, de Dios, de su fascinación por la cultura hindú y de los astros. Los tópicos de esta filosofía trascendental le son tan familiares que él mismo puede reformularlos con sus palabras, como si ya no supiera distinguir el discurso del texto del de la lectura. Tal vez, alarmado por esa fusión, Martí alude al ensayo «Rasgos ingleses», para identificar a Emerson con el puritanismo de la vieja Inglaterra y así tomar una distancia prudencial. Al final de la crónica, después de haber glosado la filosofía emersoniana, Martí pregunta: «¿se quiere verle concebir? ¿se quiere oir cómo habla?». Y como si quisiera demostrar que ese texto que él ha hecho suyo existe, es real, cita varias frases de Emerson; una detrás de la otra, sin que guarden una conexión semántica, pero buscando ilustrar siempre el estilo poético de los Ensayos. 22 41 intelectuales Martí en las entrañas del monstruo encuentro 21 Ibid , p. 1135. 22 Ibid, p. 1062.Así, al final de la crónica, la cita, más que una señal de extrañamiento apa- rece como un recurso para diferenciar dos discursos casi idénticos: el de quien lee (Martí) y el de quien es leído (Emerson). Esta simbiosis, a los ojos del cubano, debió ser otra confirmación más del principio de la analogía natural y espiritual que Emerson desarrolló, críticamente, a partir de Platón. Para Martí la forma en que el filósofo norteamericano plasmaba sus ideas por escrito era perfectamente asumible, a pesar de las barreras del idioma y de la religión. A Borges, por cierto, también le fascinó esa conexión emersoniana entre la teoría del alma de Platón y el panteísmo escéptico de Montaigne. Sólo que Borges, a diferencia de Martí, imaginaba al sabio de Concord como un personaje libresco: «Ese alto caballero americano / Cierra el libro de Mon- taigne y sale / En busca de otro goce.../ Piensa: Leí libros esenciales.../ No he vivido. Quisiera ser otro hombre». 23 Pero Emerson —según la lectura martia- na del trascendentalismo, que es un vislumbre de la de Borges— no escribía desde su intelecto o su imaginario, sino desde la naturaleza y el alma universa- les. Su saber se inspiraba en una revelación natural y, a la vez, trascendental: Si no le entendían, se encogía de hombros: la Naturaleza se lo había dicho: él era un sacerdote de la Naturaleza... Da cuenta de sí, y de lo que ha visto. De lo que no sintió, no da cuenta. Prefiere que le tengan por inconsciente que por imaginador. Donde ya no ven sus ojos, anuncia que no ve. No niega que otros vean; pero mantiene lo que ha visto. Si en lo que vió hay cosas opuestas, otro comente, y halle la distinción: él narra. 24 Esta idea de la narrativa como testimonio de lo visto es, precisamente, la clave de la composición de las crónicas norteamericanas de Martí. En cierto modo, a través de Emerson, Martí descubre que la propia cultura de los Estados Uni- dos ofrece un método para narrar esa compleja nación. Sólo que si bien la analogía platónica se refería a la «semejanza eidética» entre la persona y su ciudad, para Emerson la identidad esencial se experimenta únicamente con respecto a la naturaleza. A Martí no se le escapa esta sutil distinción y, por ello, insiste en contraponer el humanismo natural de Emerson al frenesí urbano de la modernidad neoyorkina. La muerte del sabio de Concord es una oportunidad ideal para enfrentar ambas analogías (la del hombre-ciudad que va de Platón a Hegel y la del hombre-paisaje que va de San Agustín a Rousseau), y, sobre todo, para oponer a la secularidad tumultuosa del merca- do y la urbe la sacralidad solitaria de la naturaleza y el espíritu: ... Cuando un hombre grandioso desaparece de la tierra, deja tras de sí claridad pura y apetito de paz, y odio de ruidos. Templo semeja el Universo. Profana- ción el comercio de la ciudad, el tumulto de la vida, el bullicio de los hombres. 42 intelectuales Rafael Rojas encuentro 23 Jorge Luis Borges, Obra poética . 1923-1967. Buenos Aires: Emecé Editores, 1967, t. I, p. 245. 24 José Martí, Obras Completas. La Habana: Lex, 1953, p. 1057.Se siente como perder los pies y nacer alas... Todo es cúspide y nosotros sobre ella... Y esos carros que ruedan, y esos mercaderes que vocean, y esas altas chi- meneas que echan al aire silbos poderosos, y ese cruzar y caracolear, disputar, vivir de los hombres, nos parecen en nuestro casto refugio regalado, los ruidos de un ejército bárbaro que invade nuestras cumbres, y pone el pie en sus faldas, y rasga airado la gran sombra, tras la que surge, como un campo de batalla colosal, donde guerreros de piedra llevan coraza y casco de oro y lanzas rojas, la ciudad tumultuosa, magna y resplandeciente. 25 El alma de Emerson, según Martí, no se parece tanto a Boston o a Nueva York, como a Concord, a Yosemite y a los bosques de la Nueva Inglaterra. Con este desplazamiento de la analogía platónica el escritor cubano identificaba el mensaje central del trascendentalismo norteamericano. En un libro clásico, F. O. Matthiessen argumenta que este movimiento filosófico, hijo legítimo del romanticismo inglés, elaboró una imagen paradisíaca del paisaje, cuya herme- néutica moral se proyectaba contra los excesos de la industrialización de fina- les del siglo XIX. 26 Más recientemente, el historiador Simon Schama ha visto que aquella estetización de lo agreste, de lo silvestre, contrapuesta a la civili- dad de lo urbano, respondía a un deseo de refundar la nación norteamerica- na desde las bases del humanismo natural. 27 De ahí lo apropiado que es el título de «renacimiento americano» para sintetizar los objetivos de esa gene- ración. En efecto, la ideología, más republicana que democrática, de aquellos intelectuales podía conciliarse con un marcado jusnaturalismo, cuyo matiz utópico tiene algunas resonancias de Rousseau. Desde el punto de vista moral, el puritanismo de los trascendentalistas desembocaba en un horizonte cercano al de los Padres de la Iglesia y, en espe- cial, a San Agustín. En La Ciudad de Dios había, por cierto, una idealización del «hombre natural» que no pasó inadvertida ante los ojos de Rousseau. Las instituciones de la ciudad, según San Agustín, eran obra de Caín, quien como castigo por su fratricidio debía reproducir los vínculos sociales más allá de la familia. La división del trabajo, el mercado, las aldeas, los pueblos y, por últi- mo, la «ciudad-Estado» habían nacido, pues, del pecado. Un imaginario muy semejante aparece en The Journalsde Alcott, en Naturede Emerson y, sobre todo, en Walden de Thoreau. Para Martí, en cuya formación hispano-católica pesaba bastante la teología originaria de la Patrística, debió resultar seductora esta confluencia. Pero, tal vez, lo que más atrajo a Martí de los trascendentalistas es la com- binación de ese naturalismo con un sentido práctico de la cultura. Las ideas educativas y morales de aquellos «eremitas de Concord» eran, en verdad, muy 43 intelectuales Martí en las entrañas del monstruo encuentro 25 Ibid, p. 1051. 26 F. O. Matthiessen, American Renaissence. Art and Expression in the Age of Emerson and Whitman. New York: Oxford University Press, 1968, pp. 157-175. 27 Simon Schama, Landscape and Memory. New York: Alfred A. Knopf, 1995, pp. 571-578.poco místicas. Alcott, aunque «fue mal hombre de negocios», enseñaba, con ese método «conversacional y gentil» que obtuvo de Sócrates y Pestalozzi, «el amor al trabajo, a la vida natural», y en «los paseos por la campiña sus discípu- los aprendían el alma de la botánica, que no difiere de la universal». 28 Al igual que para Emerson y Thoreau —el más solitario de los tres— su pedagogía, basada en el principio de «awaken the soul», buscaba educar «en el hábito de la investigación, en el roce de los hombres y en el ejercicio constante de la pala- bra, a los ciudadanos de una república que vendrá a tierra cuando falten a sus hijos esas virtudes». 29 Fruitlands, Temple School, Alcott House, Walden Pondy todas las utopías comunitarias de los trascendentalistas no estaban reñidas con los fines políticos republicanos, ni con la ética laboriosa de la modernidad. Thoreau, a quien Martí sólo cita tangencialmente, es el mejor ejemplo de esa modernidad alternativa que proponían los naturalistas de Concord. Si bien en Walden, en Cape Code, en Slavery in Massachusettsy otros de sus ensayos había una propuesta de economía comunitaria y autosuficiente, muy similar a la que defendía Henry George en Progress and Poverty, no es menos cierto que su involucramiento en las campañas antiesclavistas y pacifistas y su difundida idea de la «desobediencia civil» hablan de una personalidad ubicada en el centro del debate político norteamericano. 30 Aún así, una buena prueba de que su naturalismo fue, tal vez, el más radical dentro de aquel movimiento filosófico es el hecho de que hoy Lawrence Buell y otros autores ecologistas no vacilan en considerarlo como el precursor de la imaginación ambiental contemporánea y el ecocentrismo postmoderno. 31 El escaso interés de Martí por Thoreau contrasta, en cambio, con sus recurrentes alusiones al economista Henry George, cuyo concepto del single tax le llamó poderosamente la atención. De él dice que «predica la justicia de que la tierra pase a ser propiedad de la nación», que es «amigo de los que padecen y amado por el pueblo» y «uno de los pensadores más sanos, atrevidos y lim- pios que ponen hoy los ojos sobre las entrañas confusas del nuevo Univer- so»... 32 No hay en el ambiguo pensamiento económico de Martí una señal de afinidad más clara que la que trasmite su alta valoración de la obra de George: Henry George vino de California, y reimprimió su libro El Progreso y la Pobreza, que ha cundido por la cristiandad como una Biblia. Es aquel mismo amor del Nazareno, puesto en la lengua práctica de nuestros días. En la obra, destinada a 44 intelectuales Rafael Rojas encuentro 28 José Martí, op. cit, pp. 1170-1171. 29 Ibid , p. 1172. 30 Henry David Thoreau, Walden and Other Writings. New York: The Modern Library, 1992, pp. 3- 76, 665-694, 695-714. 31 Lawrence Buell, The Environmental Imagination. Thoreau, Nature Writing, and the Formation of American Culture. The Belknap Press of Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, 1996, pp. 1-27. 32 José Martí, op. cit, pp. 954, 1518.incurrir las causas de la pobreza creciente a pesar de los adelantos humanos, predomina como idea esencial la de que la tierra debe pertenecer a la Nación. De allí deriva el libro todas las reformas necesarias. Posea la tierra el que la tra- baje y la mejore. Pague por ella al Estado mientras la use. Nadie posea tierra sin pagar al Estado por usarla. No se pague al Estado más contribución que la renta de la tierra. Así el peso de los tributos de la Nación caerá sobre los que reciban de ella manera de pagarlos, la vida sin tributos será barata y fácil, y el pobre tendrá casa y espacio para cultivar su mente, entender sus deberes públi- cos, y amar a sus hijos. 33 En esta recepción positiva de Henry George, como en tantas cosas, Martí fue un precursor de la cultura política latinoamericana del siglo XX. Unos años después de la muerte del héroe cubano, Andrés Molina Enríquez, Luis Cabre- ra y otros intelectuales revolucionarios de México se basaban en un principio semejante para dar forma al artículo 27º de la Constitución de 1917, que esta- bleció que «la tierra pertenecía naturalmente a la Nación y que, por tanto, era justificable la expropiación por causa de utilidad pública». En Martí, al igual que en Molina Enríquez, pesaba tanto la valoración de las ventajas eco- nómicas que reportaría este principio, como la perspectiva moral que supo- nía, esto es, la disponibilidad de un mecanismo fiscal que permitiera combatir la pobreza y lograr una mejor distribución del ingreso. No hay dudas de que Martí pudo absorber la cultura y la política norteame- ricanas durante esos quince años que vivió en Nueva York. En ocasiones su interés traspasaba la mera curiosidad periodística y se acercaba a una pasión por lo extraño, a cierto morbo antropológico que nutre el imaginario del inmi- grante. Así, no deja de asombrar su fascinación por el poeta cuáquero John Greenleaf Whittier, de quien reseña casi toda su obra, o sus comentarios sobre otros dos poetas menores: Wendell Holmes y Russell Lowell. 34 Es en este senti- do que puede afirmarse que la escritura de Martí no sólo contiene una «narra- tiva del nacimiento de la nación cubana», sino, también, y en grado poco advertido por la crítica, una «narrativa del renacimiento de la nación nortea- mericana». E incluso, se podría ir más allá y afirmar que no pocas de las ideas que Martí compromete en su obra de fundación nacional, en Cuba, provienen de su experiencia del exilio neoyorkino. El humanismo natural de Emerson, la pedagogía neoplatónica de Alcott, el nacionalismo agrario de George y tantos otros tópicos de la cultura y la política de los Estados Unidos son piezas centra- les de su proyecto de una «República con todos y para el bien de todos». el aprendizaje de la cera La política norteamericana entre 1880 y 1895, es decir, entre el año final de Rutherford Brichard Hayes y la segunda presidencia de Grover Cleveland, es 45 intelectuales Martí en las entrañas del monstruo encuentro 33 Ibid , p. 1787. 34 Ibid, pp. 1285-1286.una de las asignaturas centrales de la educación republicana y democrática de José Martí en los Estados Unidos. El republicanismo martiano se perfila en la apropiación de la cultura política norteamericana de esos años, en la lectura de los eventos de Estado como espectáculos de la modernidad a los que asiste una ciudadanía embelesada y vigilante, que es, a un tiempo, actora y espectadora del ceremonial cívico. 35 Ese republicanismo debe tanto a lo épico como a lo biográfico, a una percepción heroica de los políticos profesionales, que Martí toma de Carlyle y Emerson y que se proyecta en sus crónicas bajo la forma de semblanzas físicas y morales de los estadistas norteamericanos. 36 Así Martí vis- lumbra la política como un teatro nacional, donde se escenifica la lucha entre las pasiones que forcejean por el protagonismo de la historia americana. Martí llega a los Estados Unidos cuando los grandes líderes unionistas del Norte, afiliados al Partido Republicano, dominan la escena, promoviendo la reconstrucción del Sur, la igualdad racial y la hegemonía panamericana de Washington. El primero de los políticos que atrae su atención es el malogrado presidente James Abraham Garfield, cuyo asesinato en 1881, a menos de un año de su elección, inspira una crónica conmovedora. A Martí le impresiona el origen humilde y, a la vez, ilustrado del Senador de Ohio, quien en su juventud había alternado los oficios de carpintero y maestro de lengua griega. Su retrato es tan ennoblecedor que no vacila en afirmar que el asesino de Garfield no es Guiteau, como el de Lincoln no había sido Booth: «a este hom- bre lo ha matado un elemento oculto que obra poderosamente contra las fuerzas de construcción, entre las fuerzas de destrucción de la humanidad: un elemento rencoroso, inteligente e implacable: el odio a la virtud». 37 Martí, defensor siempre de la virtud cívica como valor primordial del republicanis- mo, siente que el magnicidio es un atentado contra la República misma. El espectáculo del funeral de Garfield le revela a Martí uno de los princi- pios esenciales de la modernidad política: cuando hay una desgracia nacional, la razón de Estado y las simpatías partidarias pasan a un segundo plano. La tristeza no sólo embarga a los principales estadistas de las facciones republica- nas, el Vicepresidente Arthur, el Secretario de Estado Blaine, el General Grant, sino que afecta también a los líderes rivales del Partido Demócrata. Esta tregua de civilidad enternece al joven Martí, quien, al contemplar aque- lla ceremonia, afina su valoración de la decencia democrática: Mas las lides políticas que ya en estos días cobran aire y vigor de novedad, cesaron en la semana de la ceremonia fúnebre, avergonzadas, y no llegaba de ellas noticia alguna a la aflijida familia nacional. Demócratas y republicanos 46 intelectuales Rafael Rojas encuentro 35 Ver Jürgen Habermas, Historia y crítica de la opinión pública. Barcelona: Gustavo Gili, 1981, p. 68. 36 Ver el excelente estudio de Agnes Lugo-Ortiz, Identidades imaginadas. Biografía y nacionalidad en el horizonte de la guerra (Cuba, 1860-1898). San Juan: Editorial de la Universidadde Puerto Rico, 1999, pp. 111-121. 37 José Martí, Crónicas. Madrid: Alianza, 1993, p. 36.han llorado y lloran, en común, la pérdida del Jefe honrado; y en aquella estu- penda mole viva que se acumuló en Washington a ver los restos del Magistrado difunto, era de ver con júbilo, como por primera vez, después de la guerra, los odios de los hombres se endulzaban frente a la tumba de un hombre que no tuvo nunca odio. 38 El otro político que acapara la mirada de Martí es el general Ulises Grant, a quien, con motivo de sus funerales en 1885, le dedica la más larga y enjundiosa de sus semblanzas. El retrato de Grant, a diferencia del de Garfield, está mati- zado por firmes contrastes. Martí deplora la rusticidad del político, su despotis- mo caudillesco —evidenciado en el conato de una tercera reelección—,y, sobre todo, su frenético expansionismo, que, a principios de la Guerra de los Diez, «lo llevó a curiosear por Cuba». De ahí el trazo ríspido de las facciones de Grant: «él miraba con ansia al Norte inglés; al Sud mexicano; al Este espa- ñol; y sólo por el mar y la lejanía no miraba con ansia igual al Oeste asiático. Mascaba fronteras cuando mascaba en silencio su tabaco. La silla de la presi- dencia le parecía caballo de montar; la nación regimiento; el ciudadano recluta». 39 Frases que recuerdan la carta, enviada a Máximo Gómez en el otoño del año anterior, en la que anotaba el imperativo cívico: «un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento». Pero frente a esos defec- tos de un presidente envilecido por el poder se impone el dato de que fue «el General que sacó a puerto la Unión, y recosió con su espada la carta rota de la República». 40 Esta mirada compensatoria, que recuerda el balanceo moral de Plutarco en el «Pompeyo» de sus Vidas Paralelasy que, una vez más, reitera el enlace entre escritura biográfica y republicanismo, se vuelca, también, sobre la com- pleja figura de James Gillespie Blaine, quien fuera Secretario de Estado de los presidentes Garfield (1880-81) y Harrison (1889-93). 41 Martí aborrecía dos rasgos de Blaine: su agresivo expansionismo, que combatió durante la Primera Conferencia Panamericana de 1889, y su excesiva astucia para intrigar con las facciones del Partido Republicano. 42 Ése es el Blaine que Martí retrata «dando órdenes a sus tenientes» desde un coche que atraviesa, a toda velocidad, los campos de Nueva Escocia. Sin embargo, nunca deja de enfocar al otro Blaine, al político profesional con «un pasmoso poder de supervivencia y versatilidad catilinaria», al que «levanta la sábana de la política para que se vean las llagas públicas de la nación», en fin, al «osado, honrado y prudente» que posee «atrevidos pensamientos» y «conoce el arte de hablar a las muchedumbres»; 47 intelectuales Martí en las entrañas del monstruo encuentro 38 Ibid, p. 53. 39 José Martí, Obras completas . La Habana: Editorial Lex, 1953, t. I, p. 1097. 40 Ibid, t. I, p. 1092. 41 Ver Plutarco, Vidas paralelas. Barcelona: Planeta, 1991, pp. 495-504. 42 Salvador Morales, La Primera Conferencia Panamericana. Raíces del modelo hegemonista de integración. México: Centro de Investigaciones Jorge L. Tamayo, 1994, pp. 132-140.Next >