< Previousmayo de 1825, no dejaban lugar a dudas. Se restauraba de nuevo el absolutis- mo y, por el momento, quedaba abolida, otra vez, la Constitución liberal de 1812 y consecuentemente, quedaban también anuladas las disposiciones toma- das a la sombra de la misma, durante los últimos años. Los 66 Diputados impli- cados en la deposición, reunidos en Cádiz, adonde se habían trasladado las sesiones de las Cortes, pusieron pies en polvorosa a partir del 2 de octubre, ante la ya evidente victoria de los franceses y de las tropas españolas, que les habían unido. Cada uno se fue hacia donde pudo: la propia Francia, Italia, Inglaterra... Los tres Diputados cubanos —Varela, Gener y Santos Suárez— vinieron a New York desde Gibraltar, pasando, quizás, primero, por Marruecos. A New York llegaron el 15 de noviembre, en el barco Draper , cargado de sal y almendras, en medio de un ventisquero con nieve, lo que les obligó a esperar hasta el día 17 para realizar los trámites de ingreso en el país. Con esta última fecha aparecen registrados en las oficinas de inmigración de esta ciudad. Estos hechos constituyen la causa inmediata del exilio del Padre en los Estados Unidos. Son ellos la última etapa del Prólogo. Pero, ¿cuales fueron las anteriores? ¿Qué determinó la permanencia del Padre en estas tierras, aún después de la amnistía de 1832 para los vetados de los territorios españoles por razones políticas, como fue el caso del Padre Varela? Trataré de respon- der brevemente. Me parece importante, ante todo, echar un vistazo al contexto cubano. Nuestra Isla, en los años que ahora contemplamos, vivía una indiscutible pros- peridad económica gracias al desarrollo de la industria azucarera, impulsado por el incremento de la exportación de azúcar y por la evolución positiva de la técnica. Pero se trataba de una prosperidad «nerviosa», ya que, al mismo tiempo, eran años de zozobra política. Había ya inquietudes independentis- tas: en 1810 había tenido lugar la conspiración de Joaquín Infante y en 1812 la del negro libre José Antonio Aponte. Ambas habían sido frustradas y severa- mente reprimidas. Por otra parte, sobre la Isla planeaba constantemente el temor a una sublevación de esclavos y a una segunda edición caribeña del caso de Haití. La población negra, esclava, aumentaba en progresión irrefre- nable en la medida en que se incrementaba el cultivo de la caña de azúcar. Se temía a los negros esclavos y, a pesar de ello, continuaba su importación. Se trataba de justificar esta contradicción por sinrazones económicas: de los hacendados, de los negreros y de las autoridades que, después de la supresión oficial de la trata de 1817, se hacían de la vista gorda a cambio de generosas compensaciones. A lo largo de casi todo el siglo XIX, la sombra de lo ocurri- do en Haití condicionó tanto la expansión del independentismo, como el establecimiento de las reglas del juego entre los diversos sectores de la Isla. Además, eran bien conocidas las apetencias norteamericanas anexionistas. Desde antes de ocupar la presidencia de los Estados Unidos, ya Thomas Jeffer- son había manifestado su criterio de que la frontera sur de la nueva nación norteamericana debería incluir a Cuba. Y este juicio era compartido por ideó- logos políticos y por hombres de la economía agraria del Sur de los Estados Unidos. En Cuba tampoco faltaron los sustentadores de la misma opinión. 28 intelectuales Mons. Carlos Manuel de Céspedes encuentroAñadamos la tirantez creciente entre los hacendados azucareros, en su mayo- ría criollos y cultivados intelectualmente, y los comerciantes, en su mayoría españoles, no muy cultivados y aspirantes a trepar socialmente. Ambos grupos participaban de la zozobra sociopolítica desde distintas esquinas, y ambos se disputaban las influencias en las esferas de gobierno: en la isla de Cuba y más arriba, o sea, en España. Al final de esta historia y ya en la segunda mitad del siglo, serían los hacendados criollos, unidos a los intelectuales, el puntal del independentismo cubano. Un último componente del telón de fondo socio- político cubano que ahora nos interesa: a La Habana llegaban, de primera mano, informaciones acerca de los escollos que encontraban los vecinos ibero- americanos en el camino de la independencia política de España. Las guerras intestinas, los desencantos, el deterioro económico y las dictaduras implanta- das en algunas de las nuevas naciones, llevaron a los criollos cubanos a pensar muy detenidamente la opción independentista. ¿Cuál era el contexto español? En el ámbito político, el siglo XIX español estuvo marcado por los bandazos entre el liberalismo y el absolutismo. La Constitución de Cádiz de 1812 aparecía como el mejor símbolo del liberalis- mo constituyentista, borrado de la superficie del mapa político español por la Restauración de Fernando VII, desde 1814. Pero borrado sólo en superficie... En Cabezas de San Juan, con militares del Regimiento de Asturias, destinado entonces a combatir las iniciativas independentistas en Iberoamérica, el 1 de enero de 1820, en un ambiente de guerra civil, el General Don Rafael del Riego encabezó un movimiento de orientación liberal, para reinstalar la Cons- titución de 1812, que había sido derogada desde 1814. A Riego y su movi- miento se sumaron sublevados de Zaragoza, La Coruña, Barcelona y Pamplo- na y, finalmente, el 4 de marzo, el mismísimo General Enrique O’Donnell, que era quien debía sofocar el movimiento. El Rey, don Fernando VII, ya no tuvo otra alternativa y anunció que juraría el texto constitucional el 9 de julio, texto vigente, de nuevo, desde el 9 de marzo. Este período liberal duraría hasta 1823, o sea, hasta la disolución de las Cortes, que se habían visto obliga- das a trasladarse de Madrid, primero a Sevilla y después a Cádiz, debido a la invasión francesa que apoyaba ahora la restauración del absolutismo real. A las tropas francesas se habían unido, progresivamente, las tropas españolas, las mismas que, siete años antes, habían instalado el liberalismo. El período que va desde marzo de 1820 hasta octubre de 1823 es el que en la historia política de España se conoce como el Trienio Liberal, la mayor parte del cual, desde 1821 hasta octubre de 1823, la pasó el Padre Félix Varela en España como Diputado a las Cortes por La Habana. En Cuba, como en España, las opiniones estaban divididas entre absolutis- tas y liberales constitucionalistas. Era posible encontrar ambas opiniones o filosofías políticas tanto entre los criollos, como entre los españoles de naci- miento. La noticia de la reinstalación de la Constitución de 1812 llegó por el puerto de La Habana, en el bergantín Monserrate , el sábado 15 de abril de 1820, o sea, apenas un poco más de un mes después del establecimiento de la vigencia constitucional en España. Y esa misma noche hubo fiestas callejeras 29 intelectuales Prólogo a un exilio prolongado encuentroen La Habana, concentradas en la Calle de Ricla, hoy Muralla, que a partir de ese día y durante el Trienio Liberal se llamó Calle de la Constitución. En el libro Pasión por Cuba y por la Iglesia queda establecida con claridad la secuencia de los acontecimientos: en la ciudad y en la vida personal del Padre Varela, acontecimientos que lo llevaron a la Cátedra de Constitución en el Real y Conciliar Colegio Seminario de San Carlos y San Ambrosio, a las controverti- das elecciones para la diputación a las Cortes y, finalmente, a Madrid, ciudad en la que todavía debió esperar más de un año para poder ocupar su asiento como Diputado, debido a las impugnaciones habaneras, provenientes de comerciantes españoles ricos, que ni siquiera el peso del Obispo Espada y de la Real Sociedad Patriótica pudo vencer. Félix Varela era un liberal, probablemente desde su niñez. Ignoramos cuál fue la actitud política de su familia, sobre todo de los Morales, con los que se crió, ya que de los Varela, en Cuba sólo estaba su padre y éste murió cuando Félix era muy niño. El hecho de que su padre y su abuelo fueran militares sig- nifica poco en este terreno: ya hemos visto cómo fueron los militares los res- ponsables de la reintroducción del liberalismo en España en 1820. Conoce- mos, empero, suficientemente cómo eran y pensaban el Padre Michael O’Reilly, su educador en San Agustín de la Florida, y el Padre José Agustín Caballero, el formador en el Colegio Seminario de La Habana que mayor influencia tuvo sobre el adolescente Félix, y el Obispo Juan José Díaz de Espa- da y Fernández de Landa, su Obispo desde los primeros meses en el Colegio Seminario hasta su partida definitiva de Cuba en 1821. Estos tres sacerdotes fueron típicos exponentes de la Ilustración católica española y, por ende, hombres de Iglesia, pero de pensamiento liberal. Especie que no abundó ni en Cuba, ni en España en el siglo XIX. Ya los primeros escritos conocidos del Padre Varela, de carácter filosófico, nos permiten inscribirlo en la misma corriente de pensamiento político y filo- sófico y en el mismo talante espiritual. No por casualidad el Obispo Espada le pidió que acudiera a las oposiciones para la Cátedra de Constitución en 1820. El libro de texto que el Padre escribió para dicho curso, titulado Observaciones sobre la Constitución de la Monarquía Española(Imprenta de Don Pedro Nolasco Palmer, La Habana, 1821), debe haber reafirmado al Obispo en su elección; debe haber satisfecho profundamente a los círculos liberales que se concen- traban en la Real Sociedad Patriótica y... debe haber hecho enarcar los ojos de muchos conservadores absolutistas de La Habana. La actitud del Padre puesta en evidencia entonces determinó su elección como Diputado a las Cortes por el voto de los liberales de La Habana. Sus intervenciones en las Cortes les permitieron confirmar su elección. Ahora bien, los datos que hasta ahora tenemos, no nos permiten afirmar que el Padre fuese ya republicano e independentista. El Padre, en el momento de su partida de La Habana, el 28 de abril de 1821, en la fragata La Purísima Concep- ción , era un liberal muy coherente, demócrata, autonomista y monárquico. Confesaba ser «un hijo de la libertad, un alma americana». Nada menos que eso, pero nada más. A mi entender, la decisión por la independencia y la 30 intelectuales Mons. Carlos Manuel de Céspedes encuentrorepública, unida a la convicción de que, por el momento, resultaría imposible su realización, es posterior a la experiencia española del Padre. Las intervenciones del Padre en las Cortes están parcialmente elencadas en mi texto biográfico; tanto las intervenciones en las discusiones de proyec- tos ajenos, cuanto en los proyectos propios del Padre. Casi todas, con mayor detalle, aparecen en la reciente obra del Profesor Eduardo Torres-Cuevas titu- lada Félix Varela. Los orígenes de la ciencia y la conciencia cubanas(La Habana, 1995). Nuestro Manuel Maza S. J. ha estudiado muy cuidadosamente el perío- do madrileño de la vida del Padre y espero que pronto vea la luz la obra que refleja tales estudios. Con los elementos de los que ya disponemos, creo poder afirmar que el lenguaje del Padre en las Cortes, en el contenido y en las for- mas, fue el lenguaje de la moderación, de la sensatez, de la comprensión glo- bal de las situaciones contempladas y de la independencia de criterio, con relación a unos y otros. Lenguaje difícil de sostener en el clima polarizado y radical de las Cortes, dependiente de la atmósfera de guerra civil y violencia que reinaba en España y que no podía dejar de reflejarse en la asamblea par- lamentaria. Dos de los temas más tratados y debatidos, en el tiempo en el que el Padre participó en las sesiones, fueron el ejército y la Iglesia. Con respecto al prime- ro, mantuvo una clara preocupación por evitar cualquier forma de militaris- mo, así como de ejercicio incontrolado de poder, aunque fuese por parte de civiles. Pero, simultáneamente, no dejó de respetar la condición humana de los militares, por ejemplo, en los debates acerca de la autorización del matri- monio de los mismos, en los que el Padre antepuso los aspectos humanos de la cuestión, antes de cualquier otra consideración pragmática que no los tuviera suficientemente en cuenta. Con relación a la Iglesia, el Padre no coincidía con los absolutistas o «con- servadores» del Antiguo Régimen, promotores de la alianza entre el trono y el altar, pero tampoco estaba de acuerdo con los extremistas del proyecto de reforma liberal, que parecía ir mucho más allá de los principios de la Consti- tución de 1812. La reforma liberal apuntaba a la secularización de la Iglesia, «justificada» por las corruptelas introducidas, precisamente, por la alianza entre el trono y el altar, que había sido uno de los puntales del absolutismo real de los años anteriores, o sea, entre 1814 y 1820. El Padre Varela estaba de acuerdo, en principio, con reformas en la Iglesia, pero no con la seculariza- ción radical postulada por muchos liberales; los «masones y montoneros» les llamaba él, quienes al intentar corregir un extremismo, caían en el extremis- mo de signo opuesto. El Padre diría siempre «no» al fanatismo religioso y a los privilegios ajenos al Evangelio, pero también diría siempre «no» al anticle- ricalismo y a la irreligiosidad infantilona. La reforma liberal que querían tales extremistas —no el Padre Varela, ni el Obispo Espada— estaba penetrada por el galicanismo de la Constitución Civil del Clero, elaborada, decenios antes, más allá de los Pirineos, al socaire de la Revolución Francesa. Los pilares de la reforma postulada por «los masones y los montoneros» eran: a) desmitologizar el sistema de recursos de la Iglesia, 31 intelectuales Prólogo a un exilio prolongado encuentrocuya pieza clave eran los diezmos; b) reducción de las personas eclesiásticas a los presbíteros y obispos, suprimiendo a los frailes, los canónigos y los benefi- ciados de cualquier índole, a no ser que estuviesen relacionados directamente con la cura de almas; c) la exaltación de los párrocos, en cuya capacidad para explicar los principios constitucionales a los feligreses cifraban grandes espe- ranzas los reformadores liberales; d) terminar con lo que consideraban «carácter cerrado» de la Iglesia Católica, una de cuyas particularidades que combatían con mayor empeño era el celibato sacerdotal, al que atribuían todos los males de la Iglesia. En éstos y en todos los asuntos eclesiales aborda- dos en aquellos meses, el Padre Varela se mantuvo coherente con sus convic- ciones liberales, pero coherente también con su fe católica y su leal adhesión a la Iglesia y, muy concretamente, a la autoridad del Papa, frecuentemente atacada en las Cortes. El Padre también tenía sus proyectos, que deben haber sido gestados en La Habana, en los círculos varelianos, y a la sombra del Obispo Espada. Fue- ron: a) el Proyecto de Instrucción para el gobierno económico-político de las provincias de Ultramar, conocido como Proyecto de Ultramaro Proyecto de Autonomía, en el que se considera la autonomía de Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Fue aproba- do, pero la disolución de las Cortes en 1823 impidió hacerlo efectivo; b) el Dictamen sobre el reconocimiento de la independencia de los territorios de Iberoamérica . Fue rechazado por las cuatro quintas partes de las Cortes; c) la Memoria y el Proyecto de Decreto sobre la Abolición de la esclavitud, texto realista en el que no se dejaban de examinar y tener muy seriamente en cuenta todos los elementos integrantes de la llamada entonces «cuestión esclavista». Ni siquiera fue discu- tido, debido a la disolución de las Cortes en octubre de 1823. Los textos relativos tanto a Cuba, Puerto Rico y Filipinas, como a las ex- colonias de América tropezaron siempre con la contradicción liberal vigente a lo largo del siglo XIX español, experimentada por el Padre Varela, por los hombres del 68 y por los del 95: reformas en España, «sí», pero en América, «no» o sumamente tímidas y casi siempre fracasadas, como fue el caso, por ejemplo, de la abolición de la esclavitud y de la aprobación de la autonomía. Todos estos elementos constituyen el escenario, cubano y español, en el que debemos colocar el exilio y el desencanto vareliano con relación a las posibilidades de evolución pacífica de la relación entre Cuba y España. El Padre continuó siendo un liberal convencido y nunca dejó de admirar la Constitución de 1812, pero poco esperaba ya de España después de su estan- cia en la Península. Ya en New York, la evolución liberal de la Regente María Cristina, la viuda de Fernando VII, no lo engañó. En el segundo tomo de las Cartas a Elpidio, sobre la superstición, con su equilibrio acostumbrado, el Padre condena una cierta forma de religiosidad, que considera «supersti- ción», pero censura también los extremismos antirreligiosos de los liberales, en los que pone la mayor responsabilidad de los males de España. No olvide- mos que cuando el Padre está editando dicho segundo tomo, se están pro- mulgando en España las disposiciones de Mendizábal sobre la disolución de las órdenes religiosas y la apropiación de sus bienes para ser empleados en la 32 intelectuales Mons. Carlos Manuel de Céspedes encuentroamortización de la deuda pública. El Decreto tiene fecha 22 de julio de 1837 y fue refrendado en Palacio el día 29. No: evidentemente, el Padre Varela no podía volver a Cuba, ni siquiera después de la amnistía de 1832. No sólo porque ya el Obispo Espada había muerto, sino porque no hubiese sido tolerado en Cuba. No hubiera sido tole- rado durante los períodos de restauración absolutista el hombre que ya se había pronunciado en favor de la independencia política de España, a la que había calificado como «cadáver» (Carta a Joel R. Poinsett, New York, 27 de enero de 1825), en favor de la democracia, como sistema de gobierno que mejor se aviene a la naturaleza humana, y en favor de la abolición de la escla- vitud. Pero tampoco podía encajar en los interludios liberales el sacerdote que se oponía a los extremismos anticlericales y a las contradicciones del libe- ralismo español en Cuba. La situación sociopolítica de Cuba, dependiente a su vez de la de España, lamentablemente plagada de gobiernos impresentables durante el siglo XIX, y la personalidad del Padre Varela constituían un binomio irreconciliable. Lo más aconsejable para el Padre y para la Iglesia y el pueblo de Cuba era su per- manencia en los Estados Unidos. Y eso fue, sencillamente, lo que el Padre hizo. Aunque el Obispo Espada hubiese estado vivo, poco podría haber hecho por el Padre Varela, si el mismo Obispo era víctima constante de ataques variopintos; si pudo permanecer en Cuba hasta su muerte, se lo debió a la mala salud y a las gestiones de los médicos que interponían sus exámenes para evitar al Obispo el viaje a España, adonde había sido llamado por el Rey y por la Santa Sede, por intermedio de la Nunciatura en Madrid. Aquí, en New York, todos lo sabemos, el Padre Varela pudo hacer mucho por la implantación de la Iglesia Católica en estas tierras y por la incorporación de los emigrantes al país nuevo. Pero no solamente esto: pudo hacer algo insusti- tuible por su pueblo que nunca olvidó y del que siempre siguió considerándo- se miembro. Pudo animar desde lejos los mejores empeños de sus amigos y antiguos alumnos que quedaban en La Habana, pudo orientar y enriquecer el pensamiento de los cubanos con sus libros, sus artículos y sus cartas, o sea, con su pensamiento vivo y ahora más dilatado y robustecido después de la experiencia española y de la experiencia norteamericana. Sirvan, pues, estas palabras de presentación y complemento a la biografía que he querido titular Pasión por Cuba y por la Iglesia . Estas pasiones no se extinguieron durante los años norteamericanos del Padre. Todas sus decisio- nes deben ser entendidas a la luz de esta realidad. También el exilio prolon- gado. Sus sanas «pasiones» y convicciones continuaron desarrollándose hasta el final, con nuevos injertos. De ello dan fe: la propia vida del Padre Varela, sus escritos y el testimonio de sus numerosos amigos. Muchas gracias. 33 intelectuales Prólogo a un exilio prolongado encuentroPara Arcadio Díaz Quiñones, lector de héroes J osé Martí no sólo narra la nación cubana naciente. Narra, también, otras experiencias post-coloniales, más o menos consolidadas, como la mexicana, la guatemalteca y, sobre todo, la norteamericana. 1 Después de Cuba, el país que más ocupa la escritura de Martí es, sin lugar a dudas, Estados Unidos. La inscripción de quince años de exilio neoyorquino en los textos de Martí es, probable- mente, la huella más perceptible de la formación de su autoría literaria e histórica. Su obra contrajo, pues, una cuantiosa deuda intelectual con la cultura y la política nor- teamericanas de la segunda mitad del siglo XIX. De ahí que, todavía hoy, resulte asombrosa la fuerza ideológica de un muy difundido estereotipo de Martí como escritor pri- mordialmente hispánico o latinoamericanista acérrimo, cuando no decididamente sajonófobo y antinorteamerica- no ¿Cómo pudo haber narrado una nación «abominable», que únicamente odiaba o aborrecía? ¿Acaso se puede narrar una cultura sin eso que Lezama llamaba el eros cog- noscente, sin una simpatía doméstica, sin cierta pasión veci- nal por lo que se narra? Una prueba, más bien simbólica, de la presencia de los Estados Unidos en la escritura de Martí es el hecho de que la propia metáfora que usó para ilustrar su largo exilio en ese país —«viví en el monstruo y le conozco las entra- ñas»— está sumamente cargada de resonancias de la lite- ratura y la religiosidad anglo-americana. Hobbes, Blake, Coleridge y Melville rondan detrás de esa imagen —cuyo correlato es la otra metáfora del «gusano y la rosa»— que 34 intelectuales encuentro Martí en las entrañas del monstruo Rafael Rojas 1 Iván A. Schulman, Relecturas martianas: Nación y narración. Editions Rodopi B. V., Amsterdam-Atlanta, GA, 1994, pp. 4-9 y 44-57.Martí no sólo articuló en la carta a Manuel Mercado, sino en muchas de sus crónicas neoyorquinas, para aludir a la paradójica monstruosidad de los Esta- dos Unidos. 2 Todos los monstruos son paradójicos y ambivalentes, como bien sabían los románticos ingleses, y esa dualidad los hace seductores. A Martí lo sedujo, pues, la paradoja de un país que bajo su desenfrenada actividad indus- trial y comercial, bajo su arrolladora vorágine urbana, contaba con una filoso- fía y una poesía de extraño refinamiento, cuyos ejes eran, precisamente, las ideas de Naturaleza y Espíritu, es decir, las dos nociones más amenazadas por el torbellino de la modernidad. 3 A simple vista pareciera que Martí, con su metáfora del «monstruo», inten- taba trasmitir la atmósfera sombría de las «entrañas». Curiosamente, en sus Cuadernos de Apuntes encontramos la siguiente nota: «las entrañas del sufragio son feas como todas las entrañas». Martí quiere decir que la democracia nor- teamericana «por fuera», observada desde lejos, parece justa e imitable, pero cuando se conocen sus detalles (los golpes bajos de las campañas electorales, la corrupción, el engaño, la demagogia, el arribismo, la despiadada participa- ción del dinero en la política, etc, etc...) puede llegar a ser repulsiva. Sin embargo, el doble trasfondo de la metáfora sugiere otra interpretación. En el vientre oscuro de la ballena pudo sobrevivir Jonás, como el propio Martí en Nueva York, para luego regresar entero a la tierra, y también en las entrañas del Leviatán, según Hobbes, viven los gusanos, es decir, los hombres, los ciuda- danos, con su pesadumbre diaria, pero, sobre todo, con su imaginación y su cultura. Así, en un poema de los Versos Sencillos, Martí parece responder a una metáfora con la otra: «Ya sé: de carne se puede / hacer una flor: se puede, .../ De carne se hace también.../ el gusano de la rosa...» La metáfora de la entraña adquiere otra ambivalencia, digamos, de tipo moral, en la literatura de Martí. En una de sus primeras crónicas, titulada «Coney Island», la «prosperidad maravillosa» de los Estados Unidos del Norte aparece como un dato incuestionable. Otra cosa, dice Martí, es si «esa nación colosal, lleva o no en sus entrañas elementos feroces y tremendos». 4 Al final de su exilio Martí piensa que sí, que hay una «falta de raíces profundas» en los Estados Unidos que «corrompe el corazón de ese pueblo». No es raro que un intelectual latinoamericano de cualquiera de los dos últimos siglos piense eso: ahí están los casos de Rodó y Darío, de Henríquez Ureña y Reyes, de Borges y Paz. Sin embargo, la entraña, como corazón del ser, deberá ser asumida en toda su indignidad, porque, a juicio de Martí, la identidad es atributo pleno o no es identidad, un aprendizaje de sí en el que las virtudes no ocultan a los vicios, en el que la civilización se autocorrige moralmente: «hay que meterse la mano en las entrañas y mirar la sangre al sol: si no, no se adelanta». 5 35 intelectuales Martí en las entrañas del monstruo encuentro 2 Cintio Vitier, Las imágenes en Nuestra América. La Habana: Casa Editora Abril, 1991, pp. 15-16. 3 Richard Rorty, La filosofía y el espejo de la naturaleza. Madrid: Ediciones Cátedra, 1983, pp. 10-30. 4 José Martí, Crónicas . Madrid: Alianza Editorial, 1993,p.133. 5 José Martí, ibid, p. 18.En las entrañas del monstruo reside la humanidad, la ciudadanía, con su imaginación y su cultura. De ahí que cuando Martí declara haber «conocido las entrañas» de los Estados Unidos se refiere, también, aunque no haya sido ése el sentido que en aquel momento quería comunicarle a Mercado, a la «Norteamérica Secreta», como diría María Zambrano, o a la «Norteamérica Profunda», como diría Guillermo Bonfil Batalla; a ese universo densamente espiritual que conoció por medio de los filósofos y los poetas, de los predica- dores y los científicos. Desde Nueva York, Martí no sólo pudo sentir el pulso de la vida moderna, como se refleja en sus crónicas, sino que alcanzó, tam- bién, a leer e interpretar el discurso literario norteamericano como una fuga de esa modernidad, como un oasis espiritual donde se concebía el mundo a partir de principios que entraban en tensión con la economía y la política de los Estados Unidos. 6 Esa discordancia entre cultura e historia, paradoja de paradojas, le ofreció a Martí una estrategia intelectual que luego pondrá a prueba, con suma eficacia, en su obra de fundación republicana. vista de españa desde la nueva inglaterra Fina García Marruz ha observado que para Martí el primer indicio de una nueva localización en la cultura norteamericana es el modo de representar el tiempo. El paso «de las ciudades literarias hispanoamericanas a la gran ciudad práctica» se refleja en las crónicas como un viaje de la lentitud a la velocidad, del sosiego a la agitación. 7 Esa manera de representar el tiempo de la moder- nidad es una huella de su «territorialización como inmigrante», del reconoci- miento literario de su nuevo espacio o de lo que Homi K. Bhabha entiende como «the location of culture», un limbo que le permite al exiliado narrar la extraña nación que tensamente lo acoge. 8 La más eficaz domesticación literaria de los Estados Unidos la alcanza Martí en su lectura de los márgenes discursivos de ese país, a través una suerte de regreso al tempohispánico dentro del propio espacio de la cultura nortea- mericana. En efecto, el hallazgo de aquella comunidad filosófica de Concord, inmersa en un trascendentalismo naturalista que debió recordarle a los místi- cos del Siglo de Oro y al krausismo de sus años estudiantiles en Zaragoza, el encuentro con la mirada española de Irving y de Longfellow o con la visión de Motley sobre el Imperio de Carlos V y Felipe II completó el ciclo de la anagnórisis . Finalmente, el cubano atisbaba que aquel burdo naturalismo de Karl Krause, motivado en Schelling, difundido por Sanz del Río y expuesto en 36 intelectuales Rafael Rojas encuentro 6 Sobre el reflejo ambivalente de la modernidad norteamericana en las crónicas de Martí ver Julio Ramos, Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y política en el siglo XIX . México: FCE, 1989; Susana Rotker, Fundación de una escritura. Las crónicas de José Martí. La Habana: Casa de las Amé- ricas, 1992; y el estremecedor ensayo de Arcadio Díaz Quiñones, «Martí: la guerra desde las nubes», Revista del Centro de Investigaciones Históricas de la Universidad de Puerto Rico. Núm. 9, 1997, pp. 201-227. 7 Fina García Marruz, Temas martianos. Tercera serie. La Habana: Centro de Estudios Martianos/ ARTEX, 1995, pp. 175-178. 8 Homi K. Bhabha, The Location of Culture. London and New York: Routledge, 1994, p. 9.el demasiado leído Compendio de Estética, había adoptado una fundamentación panteísta equivalente, aunque menos refinada, a la que a fines del XIX propo- nía Emerson, quien, por fortuna, se inspiraba en Montaigne. 9 Así, en la otre- dad de la cultura norteamericana, Martí encontraba miradas que lo refleja- ban: «se veía visto»; condición que, al decir de María Zambrano, es lo que busca todo hombre en la historia. 10 Desde una perspectiva política, que para Martí era siempre central, el grupo trascendentalista de Massachusetts debió resultarle sumamente atractivo. Como intelectuales del Norte, más o menos relacionados con el Partido Republicano, Ralph Waldo Emerson, Henry David Thoreau, Amos Bronson Alcott, Jones Very, John Brown, Orestes Brownson, Theodore Parker y otros escritores y pre- dicadores se habían sumado a la campaña abolicionista que, desde 1840, soste- nía The Dialde Margaret Fuller. Alcott, Emerson y Thoreau no sólo se opusie- ron a la esclavitud, sino que también criticaron la voluntad expansionista de su gobierno y, sobre todo, la política imperial de los Estados Unidos en la invasión a México de 1847. Durante la Guerra Civil, los trascendentalistas simpatizaron con Lincoln y el ejército unionista, a pesar de que en algunos casos, como el de Louise May Alcott, Jones Very y Henry David Thoreau, más que una posición parcial, semejante a la de Whitman en su Drum-Taps , predominó el rechazo de la guerra en sí, desde una filosofía radicalmente pacifista. 11 Pero las lecturas norteamericanas de Martí fueron más allá de una simpatía política a primera vista con los críticos del imperialismo. Su encuentro con una imagen crítica y heterogénea de España en los Estados Unidos debió ser, como anotábamos más arriba, una puerta de acceso a la literatura del «renacimiento americano». Martí supone que el origen de esa singular representación de lo hispánico está en las obras de Washington Irving, cuyo centenario, en 1883, es, a su juicio, «el centenario de la independencia de la Literatura Americana»: Le encomiendan que descifre en archivos de España pergaminos roídos, y escribe la Vida de Cristóbal Colón con que el hombre de una nación salvó, por el calor humano y compenetración con lo grandioso, los lindes de su patria y los de la Fama. Vé por entre los sutiles encajes de piedra del balcón, que la quieren viva, aquella mora, como toda hermosura, urna de vida; y cual si el viento del desierto, que arrebata por sobre el lomo de los camellos ondas de arenas de oro, batiese súbitamente su frente maciza de hombre norteño, escri- be los encomios de la Alhambra, y sus sueños de moros y moras, como si no fuese de acero inglés, sino de ave del Paraíso, la pluma del poeta. 12 37 intelectuales Martí en las entrañas del monstruo encuentro 9 Karl Krause, Compendio de Estética. Buenos Aires: Editorial Tor, p. 26. 10 María Zambrano, Senderos. Barcelona: Anthropos, 1986, p. 11. 11 Ralph Waldo Emerson, The Selected Writings of Ralph Waldo Emerson. New York: The Modern Library, 1992, p. VI; Henry David Thoreau, Walden and Other Writings. New York: The Modern Library, 1992, pp. V-VI. 12 José Martí, Obras Completas. La Habana: Editorial Lex, 1953, t. I, p. 1522.Next >