< PreviousMashke me llevaba a La Habana los libros de Adorno o Marcuse, no imaginé que me aguardaba un destino similar. El comienzo de los departamentos de español en las universidades de los Estados Unidos se hizo con la colaboración de escritores españoles durante la Guerra Civil, compo Jorge Guillén, Pedro Salinas, Dámaso Alonso, Navarro Tomás, Francisco García Lorca o Julián Marías. No eran best-sellers, pero tenían un éxito de estima por su trabajo literario. Todos estos individuos crearon aquí la cultura hispánica. Lamentablemente aquel nivel no se ha mantenido, y hoy los departamentos de español son en su mayoría fríos y grises. En mi opinión, el exilio es una de las grandes catástrofes de cualquier época, sobre todo para el escritor. Nos desvincula de nuestro ámbito natural y de nuestra lengua, y ya nunca más seremos los mismos. Pero tampoco creo, porque la experiencia lo demuestra, que las tiranías sean eternas —Pinochet, Franco, Stalin. Creo que algún día nos reuniremos nuevamente en nuestro país. Así lo demuestra el regreso de los artistas e intelectuales españoles con la llegada de la democracia a España. 8 homenaje a heberto padilla Heberto Padilla encuentroU na de las novelas que heberto dejó por terminar lleva un título de película antigua: La estación del amor. Le importaba mi criterio, pero las razones que me daba para ese título nunca me convencieron. Heberto, como tantos escritores cubanos, tenía la nostalgia de la nieve. Encontraba monótono el clima del trópico y prefería las regiones donde las cuatro estaciones estaban bien defini- das. Comparar las estaciones del año con las de la vida no es un concepto original, pero para Heberto las estaciones eran etapas incumplidas, sucediéndose una dentro de otra sin haber terminado su ciclo. Decía que el invierno era la estación del amor. Puede que sea cierto. Las pasiones tardías deslumbran porque una luz tamizada demora las imágenes sobre los ojos, los sobresaltos se asientan para siempre y una claridad inusitada y nueva coloca las cosas en su sitio, mostrándonos los asombrosos límites de nuestra vida. Al sentarme a escribir estas páginas no puedo sustraer- me del pensamiento que me agrede sin tregua últimamen- te. Escucho dentro de mí los versos: «de qué valen tus herejías en este claustro/de qué valen tus besos enardeci- dos/ la cúpula jaspe de tu alma/ de qué vale el recuerdo» No quisiera citar mi poema sobre Abelardo y Eloísa, pero es mi voz interior la que me flagela, mi propia escritura busca su venganza y me persigue. Ya no es mi voz. Me habla con la más absoluta autonomía. No dialoga, no espera una respuesta. Me ronda sin verla: «de qué valen tus herejías, Abelardo, de qué vale el recuerdo». Claro que pensaba en nosotros, en Heberto y en mí, cuando lo escribí. Fue un período en que él enseñaba en Madrid y no nos vimos durante unos meses, aunque viajé a Londres para encontrarnos en Europa. En mi soledad, los amores desgraciados de Abelardo y Eloísa brindaban un raro consuelo. Pierre Abelard, otro mutilado de la historia y del pensamiento de sus contemporáneos; brillante, pasional, audaz. Eloísa, silenciada, reclusa en un conven- to. Amores acosados por el orden social de cualquier época, que no perdona a quienes lo transgreden. Abelar- do y Eloísa, separados, traicionados por su propia familia. 9 homenaje a heberto padilla encuentro Lourdes Gil El invierno del poetaDe qué valen tus herejías, Heberto, pregunto dándole vueltas a la noria. Pagó un precio tan alto que me confesó en más de una ocasión que el hom- bre que era ahora no hubiera hecho las cosas del mismo modo. Pero esas rec- tificaciones nos las inventamos todos. Creía en el socialismo y en la transfor- mación necesaria del orden social cuando lanzó los poemas de Fuera del juego. Sus indagaciones post-marxistas, las lecturas de la escuela de Frankfurt y la evolución de su pensamiento político aparecen en su novela En mi jardín pas- tan los héroes. En su ponencia Mas allá de nuestros antagonismos para la Con- ferencia de Estocolmo encontramos una retrospectiva del proceso inicial de la Revolución y su participación en el mismo, a la luz del presente. A su regreso de Suecia la universidad no le perdonó el haber asistido a aquel encuentro de escritores de la isla y del exilio y se quedó sin trabajo. Estocolmo fue un gesto precoz, anticipado y Heberto quedaría una vez más fuera del juego. Herejía y castigo, como ciclos que se repiten en una continui- dad isla-exilio, sin rupturas. Nunca cesó de «rebelarse», de transgredir límites y normas establecidas, desde que a los dieciséis años (ya era el autor de Lasrosas audaces) presentó a Juan Marinello en un club de Pinar del Río, para indignación de su padre. Cuando lo conocí, el 18 de marzo de 1980, su comportamiento era incorregi- ble: me enamoró a la vista de todos en casa de Chelita García Marruz, acorra- lándome en la cocina. Evité desde esa noche encontrarme a solas con él, por- que se repetía la escena en cualquier parte y porque no lograba conciliar a aquel hombre desfachatado con su escritura. Yo era lectora de La horay La infancia de William Blakepor ejemplo. Nuestras poéticas eran distintas. Pero el tiempo suaviza nuestras primeras impresiones de la gente y aprendí a hablarle al Heberto sereno, sensato, divertido o grave, según la ocasión. Un día descubrí que la impertinencia y el ruido eran una fachada. Recuerdo que nos habíamos reunido en la casa de Ileana Fuentes en Highland Park cuando Heberto regresó de su viaje a la nueva Rusia, después de casi treinta años de ausencia, invitado por la Unión de Escritores. Ileana mostró unas fotos toma- das en casa de otros amigos un mes antes. Vi a Heberto avergonzado y rehu- yéndome los ojos, porque en una foto me agarraba del brazo intentando besar- me. Entonces comprendí que era capaz de sentirse apenado por sus actos. Sabía lo que sabíamos todos: que bebía, que era infeliz en su matrimonio, que andaba itinerante en distintas universidades, que cada vez se le leía y se le recordaba menos. Pero desconocía su verdadero sentir, lo que pensaba del rumbo que había tomado su vida en el exilio, de la imagen que se había ido delineando de su persona y por tanto, la percepción que se tenía de él. Iba a saber todo eso y muy pronto. Quizás fue el destino. Al menos eso opinaba Ramón Alejandro. No sé que es el destino. Cuándo llega o por qué. Sé que en el amor se interioriza al otro y que ahí reside la verdad. O que, como le gusta- ba decir a Heberto, el amor te hace ver a Dios en los ojos de la persona amada. Lo cierto es que en la Conferencia de Estocolmo en mayo de 1994, des- pués de catorce años de jugar al gato y al ratón, Heberto y yo, solos por prime- ra vez, pudimos hablar, llorar, soñar con la vida que nunca habíamos tenido. 10 homenaje a heberto padilla Lourdes Gil encuentroCulminaba la crisis de su vida íntima. En su casa se hacían planes para una mudanza a Texas y a él no le interesaba el provincianismo del suroeste de Estados Unidos. Estaba anonadado pero decidido. En Suecia comprobé también cómo los que habían sido sus amigos, Pablo Armando Fernández y Miguel Barnet lo perseguían, le pedían ver la columna del Herald, se aparecían cada noche con botellas, trataban de llevarlo a la Embajada de Cuba. «¿Por qué lo permites?» le pregunté y desde entonces se refugió en mí. Alguna gente me ha dicho que Heberto era un hombre débil. No es verdad. Quienes lo conocían desde la juventud hasta que estuvo en la cárcel en 1971, saben que era desafiante y osado por naturaleza, de palabra aguda, mordaz. Algo esencial se quebró dentro de él en la ignominia de los interrogatorios, las pateaduras, las inyecciones, el auto de fe ante la uneac convertida en tribunal de la Inquisición, el acoso y la vigilancia perpetua. A esas injurias se sumarían otras menos visibles pero igual de siniestras y tendrían otro alcance mas incisivo. En su obra Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión, Michael Foucault nos ha dejado el más profundo y abarcador estudio de la sistematización del poder y el ejercicio de la autoridad fuera del sistema penal. Foucault señala cómo después de la Revolución Francesa el castigo a los condenados deja de ser un espectáculo público, donde el cuerpo del reo es descuartizado o que- mado. En el siglo XIX el foco del acto punitivo deja de ser el cuerpo humano y se desplaza al alma. «Fue un momento importante», nos dice Foucault. «Un nuevo personaje entra en escena, enmascarado. Empieza la comedia, con jue- gos de sombras, voces sin rostro, entes impalpables.» ¿Cómo se aprisiona el alma? ¿Cómo se le asedia y socava y anula? Según Foucault, se ejerce el control del individuo y de cada aspecto de su vida fuera de la cárcel, en una aparente libertad que le permite funcionar en la socie- dad, pero que no significa una disminución en el uso del poder. Además de las instituciones secundarias (que en el caso del exilio de Heberto podía ser cualquier casa editorial, cualquier facultad universitaria, cualquier periódico), se cultiva una compleja red de información y control muy cercana a la vida personal: amigos, colegas, familiares. Este circuito se multiplica y va cerrando a nuestro alrededor pero no lo vemos. Se penetra el ámbito vital del individuo en una red invisible que a veces (no siempre) aprende a leer e interpretar por medio de signos. Es un verdadero mapa siniestro, un hipertexto que va minando la superficie de la vida del perseguido y conforma un discurso públi- co coherente. Las relaciones de poder y dominación no funcionan ya a través de la ideología, porque la subyugación se logra por vía personal: los transmi- sores de información y control son amigos, familiares, a menudo involuntaria- mente. Actúan sobre la psique, la subjetividad, la personalidad, la conciencia. Ya dije que en el amor se interioriza al otro; también se heredan venturas y desventuras. Vivimos dentro del antagonismo agresivo y feroz de sus hijos y ex mujeres a partir de febrero de 1997, cuando Heberto sufrió dos infartos segui- dos y pasó dos años y medio sin trabajar. Situación que se recrudeció después de su divorcio. El silencio que mantuvimos al respecto ya no tiene sentido y si 11 homenaje a heberto padilla El invierno del poeta encuentrohe decidido romperlo ha sido motivado por el crimen cometido con el patri- monio literario de uno de los escritores cubanos más importantes del siglo XX. En el verano del 98 Heberto hizo arreglos con un anticuario de libros de Boston para que lo representara a la hora de disponer de sus libros, papeles, manuscritos, correspondencia, etc. Heberto le explicó que Belkis, durante la separación, le había escondido doscientas cajas con sus libros antes de mar- charse a Texas y nadie sabía donde estaban. Tenía todos los derechos legales para recuperarlas, pero desafortunadamente en esas fechas le sobrevino el ataque al corazón que lo colocó al borde de la muerte. Heberto ya no tendría fuerzas sobrantes para una lucha familiar interna. Las fuerzas que le queda- ban apenas le permitían trabajar. Vivíamos sin automóvil, sin fax, sin Internet, con una computadora alquilada. La pensión anual de Heberto era de $7,000 y yo la complementaba con mi sueldo y mi propia pensión. Recibíamos algunas invitaciones a charlas o lecturas, pero fueron años muy duros. Heberto recibió la cátedra Elena Díaz-Versón de Amos en la Universidad de Columbus en Georgia y pasó a ocuparla en septiembre de 1999. Pasamos ese semestre viajando cada mes para estar juntos y cuando se presentó el tra- bajo en Alabama calculamos que podríamos hacer igual. Enseñar lo revivifica- ba y daba sentido a su vida. Llegó a Alabama el 20 de agosto y me llamó cons- ternado: había desaparecido hasta su último libro, así como los manuscritos de sus tres novelas inéditas (La estación del amorentre ellas) durante sus visitas a sus hijos en Miami y en Texas. No habíamos podido hablar libremente hasta entonces, porque en las casas de sus hijos y ex mujeres nos grababan las con- versaciones y nos abrían las cartas. Él no siempre podía salir a llamarme de teléfonos públicos. Su peor angustia consistía en no poder determinar cuánto había perdido en Miami y cuánto en Texas. «No tengo ni una foto tuya, de nosotros dos.» Pensaba que las habían destruido. Su muerte me tomó de sorpresa, me había acostumbrado a que sobrevivie- ra las peores crisis. Pero mientras él vivía, su existencia me protegía y yo no imaginaba cuánto. Asistir a su entierro fue imposible; hubo insultos y amena- zas. Hoy hay varios litigios dentro de la misma familia por su patrimonio, y por el poco dinero que dejó, pero eso no importa. Importa que sus deseos de dejar sus libros a la Colección de la Herencia Cubana de la Biblioteca de la Universidad de Miami, sitio imprescindible de nuestra diáspora, se hayan ignorado. Me duele que su obra se fragmente, que se comercie con ella, que se le hayan entregado mansamente cosas suyas a Pablo Armando Fernández, a quien el gobierno cubano envió a Miami unos días después de la muerte de Heberto precisamente con ese propósito. Es la red de control que tan bien entendió Foucault. «Tengo al enemigo en casa», me decía Heberto. De qué valen tus herejías, Heberto. De qué valen tus besos enardecidos, la cúpula jaspe de tu alma. De qué vale el recuerdo. 12 homenaje a heberto padilla Lourdes Gil encuentroP or este ciego deambular al que nos han condenado las dictaduras, aparecen a veces —como un tropezón, como una sacudida— seres cuyas preocupaciones dan un sentido a la escabrosa cuesta de la escritura. Gracias a ellos, el tormento que lo desconocido conlleva toma su justa deriva, su significación. Esa casta de arcángeles, esos elegidos del arte, reavivaron en mí siempre la inasible espiral del conocimiento, porque ellos establecen alrede- dor un diálogo impalpable donde los silencios desbordan las palabras haciendo que las dudas cedan a una vehemen- te admiración. Son seres clarividentes, inquietos, sin repo- so, avaros de la mezquindad, encandiladores. Heberto, a quien conocí en La Habana por los años cincuenta al vaivén de tantos desconciertos (yo escapaba del Cienfuegos natal villareño, él de Puerta del Golpe pinareño), poseía esa fibra tensa y dura que atrapa y absorbe, fibra creativa, crítica, instantánea, fibra que, por emanar de una permanente vigilia, era ya el espacio del vidente, espacio que mi innata timidez encaraba curiosa y sorprendida. Su ardorosa inteligencia, su ferocidad ¿no sería (lo aprendí más tarde de Foucault) «la animalidad que posee la locura»? Esa ferocidad lo devoraba interior- mente precipitándolo sobre el otro como un seísmo.Siem- pre me hice cómplice de su sarcasmo voulu. Era como un pájaro picoteador del desgano intelectual, un poeta al ace- cho, implacable y solo. Su humor, su mordacidad, eran otra voz indagadora, única, último clamor de cierta ino- cencia socarrona a la caza de la comodona amorfez de los demás. Yo gozaba con ella, aunque algo crispada: su escar- badura desempolvó a más de uno. Recuerdo aquella mirada sobre toda cosa al retirar delicadamente, como quien acaricia su pensamiento cansa- do, los espejuelos empañados. El rostro aparecía entonces 13 homenaje a heberto padilla encuentro Nivaria Tejera Imposible sobrepasar mi sombra * * Nietzsche: Más allá del bien y el mal.pálido, perdido en una miopía escrutadora, los vocablos se volvían más lentos y enfáticos en esta ausencia de ojos para asentarse, al fin, en una carcajada acróbata que anunciaba la restitución del artefacto, ya transparente. Y era como si él le devolviese el rostro. Por su forma y contenido, la ponencia de Heberto en el Encuentro de escritores (Estocolmo, 1994), que lleva por título Más allá de nuestros antagonismos, dan su altura intelectual y su irreprochable valor humano. Distanciado siem- pre del consabido protagonismo que pulula en tales eventos, él habla a todos los escritores cubanos del desastre de la isla, habla y deja estampado en pocas páginas, sin ambigüedad, el mensaje. Son palabras tejidas con el máximo cui- dado de no dañar, de evitar pugnas. Descartado el panfleto político. Siempre razonando frente a la áspera realidad, distanciando sus posibles exaltadas ideas del contexto que analiza, despersonalizándose. Nunca se desvía del objetivo: él, de un natural anecdótico, aquí elude la anécdota que pueda distraernos de su denuncia: «Nos reunimos porque somos conscientes de los momentos críti- cos que vive nuestra patria y sabemos que ningún antagonismo ideológico está por encima de la crisis». (Interpretémoslo: sí, la crisis se havuelto un bola de mundo, una muralla china, un infinito torpor kafkiano en el que te llegó el turno d’être englouti ). Siempre Heberto, monolítico, más allá de la trama que este Encuentro semi-oficial pueda explotar. «Por lo pronto, cuando salimos de esta habitación, donde se han mezclado lágrimas e insultos, sonreímos a todos y también sonreímos a nosotros mismos», concluye persuasivo, consolador ahora, resignado también su fiel, innato excepticismo. Es un analgésico s.o.s. remolcador del otro, espectral, de su remota condena. Emplazar la palabra, la frase, en un justo tiempo humanoque nos fuerce a la concentración, quiero decir a no recorrer espacios evasivos que nos rescaten ideas y conceptos adquiridos, se convirtió para Heberto, creo, en una obsesión. La palabra como un módulo a emplazar en el puzzle. Su clarividencia ofrecía siempre solución. Con la secreta meditación que cada poema nos revelaba, en un injusto tiempo humanoél hizo vacilar, afrontándolo, el poderque el líder máximo reputaba (y reputa) de omnímodo. Me deslumbraron frases como ésta: «cuando política y poesía se encuentran en las encrucijadas, difícilmente pueden reconciliarse. En el árido escaque de ajedrez donde el adversario de todos había preparado minuciosamente su jaque, en una partida con márgenes de defensa aparentemente nulos, el soberano poeta , desplazando los órganos del lenguaje como un sortílego, con cálculos, signos y señales que escapan al sesgo de los verdugazos, desenmascara al dictador ante el mundo. Sin secretos para el tím- pano crispado de aquel entonces, empleando un estilo novedoso, entroncado de filosofía y desafío, Heberto aleccionará a sus amigos poetas en cómo poder adormecer al ogro y su sed de sangre; les insinuará desesperadamente que, como todo es transitorio, se resguarden con sigilo para una lúcida continui- dad. Su hiperrealista autocrítica (que tanta baba de miasma mefítico pestilente extrajo de las jetas de máximos y mínimos) les prevenía de las muchas y muy variadas formas de muerte atravesados como estamos por una historia en marcha sin- tiendo más devoradamente cada día que el acto de escribir y el de vivir se nos confunden. 14 homenaje a heberto padilla Nivaria Tejera encuentroSu vida y su obra se inscribió desde siempre en el entorno del exilio que impone al creador cuanto sistema de poder absoluto haya existido desde la antigüedad. Nuestra amistad, la admiración que ella nutría por su actitud cré- dula o incrédula, incisiva, de aquellos años (en que cada poeta gestaba el pri- mer libro por venir) nunca decayó sino que se reafirmó secretamente en ese tiempo empotrado, sin posterioridad, en que una nebulosa gris gatuna, turbia y abismal nebulosa envolvió (y envuelve) ese tierno, minúsculo y claro país que se nombra Cuba. Las dictaduras nos unen y nos desunen. Tal parece, como dice un poeta francés, que «pour nous communiquer nous avons les orages». Pero, por encima del desvío de esta sinrazón existencial, nos sabíamos amigos solidarios de los rumbos inciertos que amenazan y juegan con el tesón de la savia de nuestras vidas. Cada coloquio que nos reunía (Madrid, Nueva York, Roma, Canarias, París) era como una cúspide de frugales intercambios inte- riores sin pasado ni porvenir. Cuando las trabazones de los participantes se volvían engorrosas, sus oportunas intervenciones nos sacudían en un zig-zag imaginativo improvisando citas voluptuosas entre versos lezamianos y vuelos juguetones en exabruptos de ingenio. «Saltaba tucabeza de títere perplejo», había escrito. Y en los antiguos iresvenires, utilizados en misiones absurdas, donde la sola libertad son los olvidos, más allá de la oficialidad del cargo, de las embajadas, de la Cuba aletargada y del tan cacareado «compañero», Heberto siempre vino a verme, a Roma, a París, o dentro de la isla cuando ya las contradicciones del régimen nos convertían en extranjeros. Quisiera —pero cómo hacerlo— evocar esa vida que arrastra su leyenda, vida arropada en un hálito exaltante por círculos concéntricos que, como los ecos, se expanden, chocan contra el obstáculo y nos retornan más sonoros, con la intensidad que los generó. Aunque una vida es inabordable (sus secre- tos lo impiden, una experiencia interior no puede ser traducida por los otros, siendo uno el único testigo), cada poema suyo coloca a contraluz la silueta de ese rarísimo uno, esa sombra que, dice Nietzsche, en sus paseos cavilosos le era imposible sobrepasar. Sus largos y anchos recorridos arras- tran lo imposible, ese escaso margen que la creación posee, apasionante his- toria sin hilo conductor en la que paradojas y riesgos imponen una presencia alucinada. Ese es elpoeta: un meteoro que vibra a contracorriente indagando donde el pensamiento no ha intuido. Ese es el rebelde : sin fantasmagórico ejér- cito lampiño a su costado; sin el escudo de barba postiche; sin cebarse en loas turulentas; sin camuflar el águila en pseudo-paloma de paz que empreña guerra solapada; sin verborréica demagogia disimuladora de tanto arcaico, sofocante oportunismo. Envejeció de claridad, fue más directo que un objeto. El poeta Heberto, como otros poetas, desembocó en uno de los muchos oscuros extremos que nos asedian. Cervantes acabó manco y encarcelado. Quevedo, encerrado en un torre; Maiakovski, perseguido, levantándose la tapa de los sesos; Nerval, ahorcado; Lorca fusilado; Artaud, huesudo y desorbitado en su furibundez; Rimbaud, engangrenado; Apollinaire, trepanado, y el pacífico Esenin, que adoraba el andar sin fin en la noche… («c’est express que je m’en vaismi cabeza 15 homenaje a heberto padilla Imposible sobrepasar mi sombra encuentroparecida a una lámpara de petróleo sobre los hombros… me gusta alumbrar las tinieblas»), cercado por la hebilla oval del cinturón, su lengua de fuego colgándose bien libre, como una rebanada de jarcia muerta; y tensa como la soga de un pozo. En su dedicatoria de La mala memoria, con la ternura de quien protege el rango de poeta que yo le atribuía (ese rango del que tantos líderes máximos y mínimos osaron despojarle) escribió «este conjunto de recuerdos de un tiem- po que hemos vivido al mismo tiempo». (Sí, al mismo tiempo, con igual dolor, más comprometido y valiente tú al pretender coger el diablo por el rabo y lan- zarlo contra el muro que levantaba subrepticiamente. Pero el muro no ha borrado tus voces; ellas siguen y seguirán intactas, con su remolino de ecos. No sé si son las voces que te oyeron o las que no te oyeron o las que tenías aún que decir cuando te cerraron la boca con el puño. Ahora mis ojos hurgan en ellas queriendo memorizarlas como de improviso hacías tú con aquel poema raro de Eliot, de Milosz, de Puchkin, de Williams Carlos Williams, de Höderlin, de Rilke, de Nerval, de Valéry o de Michaux lúcido e intempestivo, queriendo usurparles el misterio que ocultaban.) Sin duda el poeta sufre transformaciones, si no radicales, insospechadas, testigo de la época conflictiva y violenta que le tocó convivir. Una metamorfo- sis lenta, provocada por el cerebro atracado despertará en él las defensas sus- tanciales a su orbe. No devendrá otro poeta pero sí unotropues su equilibrio armónico exterior fue atropellado. Heberto asume el irremediable cambio creando con su escritura el sistema inmunitario que necesita. Y lo hace preci- pitadamente, desafiando le temps arrêtéque el dictador le impone (ese tiempo detenido con el que aún hoy juega su bota tropical que le carcome las extre- midades y nos alisa). En sus poemas cada palabra, despojada de ambivalen- cias, anuncia ya la frase que se compondrá. Ella actúa como punto de tersura para empatar el cuerpo de la creación, desmembrado por las improvisaciones con las que el poder se asegura la supervivencia. ¿Será inútil evocar que ésta arranca de los fusilamientos arbitrarios que impuso al comienzo y de la plebe- yez que los justificara? Pienso en los desvelos del poeta Heberto por inventar- se un doble paralelo a su vocación a fin de validar su acerba denuncia. En efecto, asentar un símbolo desafiante que por su talla revolucionarianos haya representado, supone indagar en esas rutas que erigen los milagros a través de quienes fundamentan la razón en el esfuerzo del equilibrista, seres cósmi- cos que consolidan la perennidad de su especie. Y ese polo de un híbrido cre- pitando se edifica, se esculpe con duros cincelazos, cuidando no depositar atisbos deformadores en sus relieves. Así Heberto nos modeló y legó un envol- torio agresivo-defensivo como si fuera otro tiempo(¿el de las cruzadas?) a fin de proteger de manipulaciones oscurantistas el ser que indaga por esos abismos y lejanías donde el poema transita libre para no descuajaringarse. Siempre libre de esperar y de encontrar. Transcribo a guisa de mensaje —¿tardío?— la carta que hice a Heberto en la reedición de Fuera del juego , cuyo contenido él calificaba en su dedicatoria de viejas pesadillas. «Sobre mi mesa tu voz furiosa y meditada desmantelando 16 homenaje a heberto padilla Nivaria Tejera encuentrovocablos que lograron desvelar, sacudir el entorno y el trasfondo para siem- pre; los latigazos de tus poemas aquí, de tu poeta: te aseguro que con su denso peso la mesa tiembla. El resto, aquel laberinto cretense de minotauros insaciables amurallando cada pasadizo, suelo y cielo atrancados por el térmi- no revolución, todo y todos solapados en su asedio, protegidos por una insig- nificancia picotera girando sobre sí misma, generadora de vacío y de una ace- leración cardíaca que sigue desembocando en la apatía, ese resto alambicado sólo provocó miedo y acomodo en el miedo por su sin sentido. Sí, Heberto, amigo, esa dolorosa y anacrónica alucinación ya quedó disuelta por el tiempo en su propia nulidad, bien fuera de el justo tiempo humano . Rinde, pues, conmi- go homenaje a la lucidez de aquel poeta osado, casi suicida, que burló al minotauro como un Maestro. ¿Sí?» Pretender que Heberto pudiera enajenarse, olvidar sus angustias pasadas —aunque la noble aguijadura viniese de mí— supondría ignorar su atroz, ignominioso desasosiego existencial, su real presencia de poeta en patético exilio, esainmensidad incoloradonde a pesar de todo y todos, aún y aún otra vez más, sin cesar el pensador intenta inventarse una continuidad antes de ser englutido definitivamente. Aquel pasado él lo transitó por una zanja de horrores como un perpetuo presente masticándolo, vomitándolo. En cada esporádico encuentro yo lo sentía transitar por él quedo, en sordina, midien- do voz y paso, hostigado y excluido por los múltiples suficientes corroedores de ese otro poder que improvisan los exilios. Por esa manera suya de estardeduzco que Heberto no se tragaba la dorada píldora de que los Encuentros, donde aparecen deshilachadamente los de adentro y los de afuera, limasen antagonismos. No, porque el antagonismo existe entre el escritor y el totalitarismo, no entre los escritores. Además, los de adentro, visiblemente vigilados, evitan los acercamientos justificativos del acto, y los de afuera, también asediados se preservan de una imaginaria coac- ción… de tal modo, eso sí, que unos y otros parecemos acarrear el peso de un común estigma: el miedo de tantos años de abominable persecución. Así pues, Misión imposible. Y es que ni Heberto ni nosotros crecimos en la Viena de Karl Kraus, Sig- mund Freud, Musil, Klimt, Mahler, donde las ideas se intercambiaban con euforia creativa, admiración, apelotonadas y explosivas, expandiendo la pers- pectiva de una modernidad que despejaba las vías encombradas de su propio pasado. Nosotros hemos nacido y vivido en un subdesarrollo farandulero donde el monólogo ha sustituído, anestesiador, el diálogo reflexivo, liberador. En sus últimos viajes a París observé que nuestra casa era para Heberto un refugio y como una protección. Me pregunté en qué medida presentía él una agresión exterior, lo que provocaba el consiguiente afán de protegerle. Era difícil despedirse de él, y al acompañarlo al taxi su mirada nos seguía largo rato a través del cristal como quien teme un súbito desenlace (si bien en la calma del regreso yo lo achacaba a mis propios espejismos). Nuestros brazos respondían al suyo colgado de la ventanilla lacrimosa de la ciudad, hasta que el torbellino lo borraba. 17 homenaje a heberto padilla Imposible sobrepasar mi sombra encuentroNext >