23 invierno de 2001-2002 6,5 € HOMENAJEAANTONIOBENÍTEZROJO HAROLDODILLA Municipios, crisis y reforma económica en Cuba CHRISTOPHERSABATINI Las políticas posmodernas y sus partidos SOLEDADLOAEZA Europa en España para México DOSSIER EXAMENDELACRISIS■Homenaje a Antonio Benítez Rojo■ lafcadio hearn, mi tía gloria y lo sobrenatural Antonio Benítez Rojo • 5 Antonio Benítez Rojo ENTREVISTOpor Encuentro • 9 mujer en traje de batalla Roberto González Echevarría • 16 cuentos de una isla que se repite Carlos Victoria • 19 crónica de una amistad Ilan Stavans • 22 sobre ELMARDELASLENTEJAS John Updike • 28 ■■■ el islam: las raíces del terrorismo Juan F. Benemelis • 33 presencia y ausencia de una revista de poesía César López • 46 las cartas de un enajenado en el trópico Alejandro Anreus • 51 ■Miradas polémicas■ arte y arquitectura: un divorcio a la cubana Baltasar Martín • 55 una isla en palabras Guillermo Rodríguez Rivera • 62 ■Poesía■ presentación del olvido Emilio García Montiel • 65 ■Visión de América■ europa en españa para méxico Soledad Loaeza • 69 las políticas posmodernas y sus partidos Christopher Sabatini • 74 ■Dossier■ Examen de la crisis los suicidios de la burguesía cubana y el dilema del futuro Jesús Díaz • 86 encuentro DELACULTURACUBANA REVISTA Director Jesús Díaz Redacción Velia Cecilia Bobes Elizabeth Burgos Manuel Díaz Martínez Josefina de Diego Carlos Espinosa Antonio José Ponte Rafael Rojas Edita Asociación Encuentro de la Cultura Cubana c/ Infanta Mercedes 43, 1º A 28020 • Madrid Tel.: 91 425 04 04 • Fax: 91 571 73 16 E-mail: asociacion@encuentro.net Colaboradores Ladislao Aguado • Eliseo Alberto • Rafael Alcides • Ramón Alejandro • Carlos Alfonzo †• Rafael Almanza • Eliseo Altunaga • Alejandro Anreus • Armando Añel • Uva de Aragón • Helena Araújo • Jorge Luis Arcos • Joaquín Badajoz • Gastón Baquero †• Carlos Barbáchano • Jesús J. Barquet • Víctor Batista • José Bedia • Francisco Bedoya • Juan F. Benemelis • Antonio Benítez Rojo • Beatriz Bernal • Marta Bizcarrondo • María Elena Blanco • Joshua W. Busby • Atilio Caballero • Madeline Cámara • Wilfredo Cancio • Mons. Carlos Manuel de Céspedes • Luis Cruz Azaceta • Cristóbal Díaz Ayala • Eliseo Diego †• Haroldo Dilla • Antonio Elorza • Carlos Espinosa • Oscar Espinosa Chepe • Magaly Espinosa • María Elena Espinosa • Abilio Estévez • Tony Évora • Miguel Fernández • Lino B. Fernández • Joaquín Ferrer • Alex Fleites • Leopoldo Fornés • Luis Manuel García • Emilio García Montiel • Flavio Garciandía • Alberto Garrandés • Florencio Gelabert • Lourdes Gil • Roberto González Echevarría • Mariela A. Gutiérrez • Pedro Juan Gutiérrez • Ernesto Hernández Busto • Emilio Ichikawa • Andrés Jorge • José Kozer • Glenda León • Soledad Loaeza • César López • Eduardo Manet • Baltasar Martín • Carmelo Mesa-Lago • Julio E. Miranda †• Juan Antonio Molina • Carlos Alberto Montaner • Robin Moore • Gerardo Mosquera • Eusebio Mujal-León • Eduardo Muñoz Ordoqui • Iván de la Nuez • Carlos Olivares Baró • Joaquín Ordoqui • Heberto Padilla †• Enrique Patterson • Mario Parajón • Gina Pellón • Marta María Pérez Bravo • Marifeli Pérez-Stable • Gustavo Pérez Firmat • Enrique Pineda Barnet • Ena Lucía Portela • José Prats Sariol • Tania Quintero • Sandra Ramos • Alberto Recarte • Enrique del Risco • Miguel Rivero • Raúl Rivero • Guillermo Rodríguez Rivera • Efraín Rodríguez Santana • Martha Beatriz Roque • Christopher Sabatini • Enrique Saínz • Baruj Salinas • Miguel Ángel Sánchez • Tomás Sánchez • Enrico Mario Santí • Fidel Sendagorta • Ignacio Sotelo • Ilán Stavans • Jaime Suchliki • John Updike • Armando Valdés • Jorge Valls • Aurelio de la Vega • Carlos Victoria • Fernando Villaverde • Alan West • Yoss (José Miguel Sánchez) • Rafael Zequeira • 23 invierno 2001/2002cuba en el índice de desarrollo humano en los 90: caída, rebote milagroso y exclusión Carmelo Mesa-Lago • 89 ¿mucho ruido y pocas nueces? el cambio de régimen político en cuba Eusebio Mujal-León / Joshua W. Busby • 105 la cuba de castro: más continuidad que cambio Jaime Suchlicki • 125 la transición a la democracia en cuba. algunas consideraciones económicas Martha Beatriz Roque • 142 para salir de la crisis Oscar Espinosa Chepe • 156 ■■■ olvidar sandino / Andrés Jorge • 165 ■ En proceso ■ la fiebre de la rumba / Robin Moore • 175 ■■■ ni salsa ni son, baila con timba Carlos Olivares Baró • 195 ■ Textual ■ municipios, crisis y reforma económica en cuba Haroldo Dilla • 199 ■Cuentos de Encuentro■ de sargadelos Alex Fleites • 207 abril de whisky y viernes en las rocas Ladislao Aguado • 219 ■■■ cine cubano: nada / Antonio José Ponte • 227 ■ Buena Letra ■ 241 ■ Cartas a Encuentro ■ 265 ■ La Isla en peso ■ 269 Portada e interior, Tomás Sánchez Portada Hombre crucificado en el basurero. Acrílico sobre tela (1992) diseño gráfico Carlos Caso maquetación KSOcomunicación impresión Navagraf, S.A., Madrid Ejemplar: 6,5 € Ejemplar doble: 13 € Precio de suscripción (4 núm.): España: 26 € Europa y África: 40 € América, Asia y Oceanía: $ 55.00 / 62 € No se aceptan domiciliaciones bancarias. Encuentro de la cultura cubana es una publicación trimestral independiente que no representa ni está vinculada a ningún partido u organización política dentro ni fuera de Cuba. Las ideas vertidas en cada artículo son responsabilidad de los autores. Todos los textos son inéditos, salvo indicación contraria. No se devolverán los artículos que no hayan sido solicitados. D.L.: M-21412-1996 ISSN: 1136-6389Homenaje a Antonio Benítez Rojo5 encuentro homenaje a antonio benítez rojo H ace muchos años, cuando los veranos eran todavía largos y yo cazaba ciervos en mi traspatio con un sombrero Robin Hood, mi tía Gloria me regaló un libro titulado Cuentos de hadas japoneses . Acepté el libro con un silencio condescendiente y, sin abrirlo, lo tiré en el cajón de los juguetes viejos; allí yacían, en un montón indiferenciado, diez o doce libros llenos de cas- tillos, gigantes, hadas, brujas y enanos, que hasta hacía poco habían merecido mi atención. Los meses pasaron, y con ellos también pasaron las emocionantes páginas de Los tres mosqueteros , El Capitán Blood y El último de los mohi- canos . Recién había descubierto a Julio Verne cuando algo terrible ocurrió en Pearl Harbor. De repente estába- mos en guerra y todo el mundo hablaba cosas malas de los japoneses. Hiro-Hito, Zero, Tokío, Tojo y Banzai, entraron en nuestro vocabulario cotidiano. Recuerdo que la pala- bra harakiri se puso muy de moda en mi colegio cuando un tipo de quinto grado, al recibir un suspenso en mate- máticas, se arrodilló frente al Padre García y se clavó un lápiz en la barriga. En la cuadra se jugaba cada vez menos a la pelota; ahora preferíamos caminar media milla hasta los salvajes terrenos del Monte Barreto —súbitamente convertidos en la península de Bataán— donde los roles de Robert Taylor, Thomas Mitchel y Lloyd Nolan, junto con el de media docena de anónimos japoneses, se distri- buían al azar antes de librar encarnizadas batallas con granadas de barro. Luego supimos de la Marcha de la Muerte, y nos alegramos cuando alguien trajo la noticia de que los japoneses no eran cristianos y se irían todos al infierno. Antonio Benítez Rojo Lafcadio Hearn, mi tía Gloria y lo sobrenatural Homenaje a Antonio Benítez RojoSí, debo confesar, para aquel grupo de muchachos de La Habana de la dédaca de 1940 lo último que se podía ser en la vida era un japonés; nada había entonces en el mundo que pudiera ser más malvado, más cruel, más trai- cionero, ni siquiera un nazi de la Gestapo. ¿Qué me hizo buscar y leer los Cuentos de hadas japoneses? No sé. No puedo recordar. Probablemente la conjun- ción de un día de lluvia con la curiosidad natural que despierta todo enemigo. El caso es que leí aquellos cuentos una y otra vez; los leía de noche, en secreto, cuando todos en la casa ya dormían; los leía y releía experimentando esa rara mezcla de atracción y rechazo que produce la poesía del miedo. Lejos estaba de pensar que aquello nuevo y estremecedor que entraba en mi vida era todo un género literario. Para mí se trataba exclusivamente de cuentos de hadas japoneses, cuentos de hadas donde no había hadas sino muertos; cuentos que después de apagar la luz me hacían hundir la mirada, con el alma en suspenso, en los rincones del cuarto en busca de samurais fantasmagóricos y mujeres de caras pavorosamente blancas; cuentos que se repetían en mis pesadillas o me hacían despertar de un salto con la absoluta seguridad de que alguien del más allá había gritado mi nombre. Muchas veces, posiblemente atormentado de culpa por mi adicción —después de todo se trataba de algo que venía del Japón—, había probado leer a Verne o a Salgari o las divertidas aventuras de Guillermo Brown. Pero si bien esos libros me entretenían de día, nada podía compararse con el aterrador placer de leer «Una taza de té» o «La cabellera negra» mientras el reloj de péndulo del comedor daba la media noche. Me consolaba pensar que aquellas historias no habían sido escritas por un japonés; las firmaba un tal Lafcadio Hearn, según tía Gloria un escritor americano. Supongo que mis relaciones con tía Gloria se hubieran estrechado con el tiempo. Pero la epidemia de tifus que azotó a La Habana en el verano de 1943 alcanzó la casa de mi abuelo, y tía Gloria murió tras dos semanas de enfermedad. Nunca supe mucho de ella. Barajada entre otras seis hermanas de mi madre, había sido hasta entonces una tía más, un beso en la mejilla, unas palmaditas en el hombro y un gratificador «Cómo ha crecido este niño desde la última vez que lo vi.» Después de su muerte supe que trabajaba en una tienda de sombreros y que se iba a casar con un policía. De ella solo quedó una foto coloreada a mano —la película de color había de llegar a Cuba con el aire acondicionado y la penicilina— que le hacía muy poco favor. No obstante, a pesar de estos lugares comunes, tía Gloria tendría que haber tenido algo especial: fue la única de mis tías que me regaló un libro. Un día nos enteramos de que la guerra había terminado y de que el mundo había entrado en la edad atómica. Por entonces había aprendido a bailar, tomaba clases de guitarra, besaba a las muchachas en el cine y jugaba segunda base en el equipo de pelota del colegio. Pero, además de hacer más o menos bien lo que se esperaba de mí, leía hasta la madrugada y daba lar- gos y solitarios paseos en botes de vela donde mi imaginación se desataba y volaba atrevidamente. Poco a poco mi adicción a los terrores nocturnos fue disminuyendo, posiblemente porque de tanto imaginarme fantasmas en mi cuarto, alcancé a verlos con discreta regularidad, entre ellos el de tía Gloria, 6 Antonio Benítez Rojo encuentro homenaje a antonio benítez rojosiempre pensativo y vistiendo un ropón holgado y lechoso; sus pies, por algu- na regulación del mundo de los espíritus, era la parte de su cuerpo que más se resistía a materializarse. En cualquier caso, fui tomando lo sobrenatural como algo perfectamente natural en mi vida; algo que ocurría tanto de noche como de día; algo cuya existencia, si bien incontrolable, debía dar por sentado, sin preocuparme mucho por hacer distinciones entre si alguna pre- sencia que se esfumaba ante mis ojos era real o imaginaria. Lafcadio Hearn había dejado su huella en mí, y había de ser una huella permanente, pues me había abierto la ventana más allá de la cual se extendía el excitante y mis- terioso paisaje de lo inexplicable. Mi adolescencia —y buena parte de mis años de adulto— transcurrió como la de la mayoría de la gente, es decir, luchando por ganarme la vida y por labrarme un futuro que me permitiera constituir una familia —quiero decir con esto que fui (y aún soy) un hombre práctico—. Pero también trans- currió entre libros que intentaban explicar, a través de la metafísica, la com- plejidad del universo y el rol del espíritu humano sobre la tierra. Leí tonela- das de libros místicos y esotéricos; ninguna doctrina espiritual de importancia me fue del todo ajena, como tampoco lo fue ninguna disciplina mántica, desde la astrología hasta el tarot. Llegó un día, sin embargo, en que mi bús- queda tomó otro rumbo, y ese rumbo no quedaba fuera de mí mismo. Así, llegó el momento en que comprendí que toda la realidad, desde aquella que nos resulta natural hasta aquella que llamamos sobrenatural, desde la más ele- mental de las partículas de materia hasta la presencia inconmensurable de Dios, estaba contenida en mi propio ser. Más aún, comprendí que mi vida hasta entonces, lejos de haber tenido dos ventanas como yo suponía —una que miraba hacia las cosas prácticas y otra que miraba hacia lo sobrenatural— había sido siempre una sola y misma vida, una sola y gran ventana. Al decir esto no trato de imponer mi opinión sobre la de nadie. Solo digo que esa es mi propia y modesta experiencia, y que tal experiencia o verdad, por minús- cula que sea, empezó a ser construida en las noches en que, temblando de placer y de miedo, leía los cuentos kwaidande Hearn. En el verano de 1964 decidí ser un escritor. Fue una decisión fácil de tomar. Hasta entonces me había ganado la vida como economista, pero mi entrenamiento poskeynesiano no encajaba dentro del rígido sistema de plani- ficación central que había adoptado la Cuba socialista. ¿Qué rumbo tomar? La respuesta a esta pregunta entró en mi vida de la manera abrupta y eficaz con que suelen manifestarse las cosas del destino. Me fracturé dos vértebras en un accidente, y ya solo fue cuestión de guardar cama por tres meses, de aburrirme de leer y de oír música, y de pedirle a mi esposa Hilda que, antes de que se fuera al trabajo, me pusiera arriba la mesita portátil donde me servían la comida y me alcanzara un lápiz, un sacapuntas y un block de papel. Mi primer cuento fue lamentable —el personaje principal entraba en un autobús lleno de gentes que ignoraban que habían muerto. De mis siguientes intentos lo mejor es no hablar. «Creo que tienes talento para lo fantástico», me dijo un amigo que me visitaba los domingos, «pero hay algo en tus cuentos 7 Lafcadio Hearn, mi tía Gloria y lo sobrenatural encuentro homenaje a antonio benítez rojoNext >