< PreviousE LMARDELASLENTEJAS , del expatriado cubanoantonio Benítez Rojo, juega de forma estimulante con la his- toria de España y de América, mediante una continua llu- via de luminosa y violenta imaginería y una inequívoca indignación. Benítez Rojo tiene un punto de vista propio, analítico y espantado que, cabe imaginar, procede de los tiempos en que, después de 1959, trabajó para el recién instalado régimen castrista. La introducción de El mar de las lentejas , escrita por Sidney Lea, cuya New England Review and Bread Loaf Quarterly publicó por primera vez en inglés a este chispeante autor, nos dice que, antes de la revolu- ción castrista, Benítez Rojo había estudiado Economía en los Estados Unidos y que después trabajó en el Ministerio del Trabajo. Realizó investigaciones sobre historia caribeña para la Casa de las Américas, una institución cultural del Gobierno y, en 1979, se convirtió en el director del Centro Cubano para los Estudios Caribeños. Al año siguiente, cuando asistía a una reunión académica en París, desertó y ahora da clases en el Amherst College. Después de pro- porcionar estos antecedentes, Lea pasa a describir El mar de las lentejascomo algo líquido, no solo por su temática sino por su método: «Su continuidad (o continuidades) consiste, paradójicamente, en los propios polirritmos de la interrupción, la divagación, la reconsideración y el agota- miento». Cita a Benítez Rojo: «La cultura del meta-archi- piélago es un eterno retorno, una desviación sin destino o mojón, una rotonda que no lleva más que de regreso a casa; es una maquinaria de retroalimentación, como el mar, el viento, la Vía Láctea o la novela». Continúa citan- do a este elocuente autor cuando dice que El mar de las lentejases «sin duda, una novela deconstruccionista», remi- tiéndose así a un término oscuro que resulta muy cómodo para los académicos contemporáneos. ¿Significa aquí «deconstrucción» que la novela se va disolviendo a medi- da que avanza o que, al dar vida a algunas desagradables anécdotas históricas, descompone nuestros mitos de 28 encuentro homenaje a antonio benítez rojo John Updike Sobre El mar de las lentejasexpansión imperial? La novela no es especialmente intrincada o engañosa. Combina cuatro líneas narrativas diferentes, pero con demarcaciones bastan- te claras; aquellos lectores que hayan sobrevivido a Faulkner y Joyce no tendrí- an que tener problemas para mantenerse a flote. En esta cuestión de si Bení- tez Rojo es legible o no, lo que importa es que ha llenado su novela de un material llamativo y que escribe maravillosamente, de forma vital, penetrante y con una densidad poética. Las cuatro líneas se refieren (1) al Rey Felipe II de España que, agonizan- te en su lecho de El Escorial en 1598, reflexiona con tristeza sobre su largo reinado; (2) al soldado Antón Babtista, un personaje inventado que llega a La Española en 1493, con el segundo viaje de Colón, y a su rapiñera carrera entre los crédulos y dóciles indios; (3) a Don Pedro, el joven yerno del Ade- lantado (título que se daba al gobernador de una provincia) Pedro Menén- dez de Avilés, que vive la fundación de San Agustín en 1565 y la masacre inmisericorde de las tropas de los hugonotes franceses capturadas en sus cer- canías; y (4) a los Ponte, una familia de comerciantes genoveses transplanta- da a Tenerife, en las Islas Canarias, y al provechoso comercio triangular que desarrollan, intercambiando armas por esclavos en África y esclavos por oro, plata y perlas en el Caribe. Esta última línea narrativa, la económica, se apro- vecha de la especial erudición del autor y resulta crucial en este tapiz de explotación colonial, aunque sea la más difícil de seguir, a pesar de que las aventuras financieras de los Ponte tengan toques coloristas en los que se incluye la piratería y la calculada seducción del marino inglés John Hawkins por la encantadora Inés de Ponte. En las cuatro historias, las mujeres tienen un importante papel en los destinos de los hombres: Inés recluta a Hawkins para la flota de los Ponte; Felipe II lamenta profundamente no haber logrado los favores de Isabel de Inglaterra, un revés amoroso que tiene resultados cataclísmicos en la derrota de su armada treinta años después, y tanto Antón Babtista como Don Pedro deben sus privilegiadas posiciones a los familiares de sus cónyuges. Babtista es una maravillosa creación, una especie de Sancho Panza de Rabelais. Las pequeñas indias taínas de La Española no son para él más que simples receptáculos que hay que llenar o vaciar: ...te solazaste con una moza de coño estrecho y almizclado; enseguida tomaste a otra que criaba, y medio acogotándola te pegaste a mamar como un ternero hasta dejarle las ubres secas. Aquello sí que era vivir y no los días de hambruna y letanías de la Mariagalante , suspirabas de gozo, oculto entre las cañas del río, mientras rajabas con tu verga la entrepierna de una niña de pechitos duros y salados como cuezcos de aceituna. Este regodeante hombre común de la conquista, «con la panza pesada y los compañones vacíos», sirve de estímulo para que la prosa de Benítez Rojo alcance el cálido entusiasmo del trato directo. Confundido con un dios, Bab- tista vive entre los indios como un huésped privilegiado: 29 Sobre El mar de las lentejas encuentro homenaje a antonio benítez rojo... engordaste como un cerdo en ceba, Antón: criaste una dulce entrepiel de grasa y echaste enjundias y tocinos patriarcales que mecías en la bondad de la hamaca, Antón lechón, Antón gordinflón, Antón panzón, que hasta la nariz te rezumaba manteca. En un momento de impulsivo altruismo, Antón bautiza a un bebé taíno. A través de este niño establece un vínculo con la sobrina de un jefe indio; a su amante la llama Doña Antonia y se incrusta en su familia «como una voraz y descomunal nigua». Sin embargo, su feliz estado parasitario se ve alterado por las nuevas normas coloniales de La Española, que se está asentando: cuando se prohíbe la cohabitación, Antón se casa con su benefactora india y cuando un decreto declara que «todo aquel culpable de rebajar a los pisos la dignidad castellana por su matrimonio con india lorar y pagana» debe perder sus tie- rras y posesiones, actúa aun con más decisión. «Antón Baptista al oír al prego- nero, corrió a su casa, buscó a Doña Antonia y, en un periquete, la estranguló con la tira de algodón que llevaba a modo de tiara». La crueldad arbitraria de esos invasores españoles, poseídos por sus ideas de Dios y del oro, arde en toda la alucinante historia de El mar de las lentejas . La devoción de Felipe II, que aspira a la santidad, se mezcla tenebrosamente con el hedor y con los efluvios de su postrer sufrimiento; el peso de un reina- do sin alegría, dedicado a la Contrarreforma, le empuja a la tumba. Con fría satisfacción, contempla la amplitud de su católico imperio, en el que «si por un azar el enemigo pusiera pie en algún paraje desolado, no se sostendría allí mucho tiempo, pues correría la suerte de los hugonotes que osaron aposen- tarse en Florida»; así se alude a un acontecimiento del que hemos sido testi- gos en otra de las narraciones de la novela. Con todas las cortesías de la caba- llería medieval, Menéndez de Avilés (a quien su yerno considera débil y viejo, aunque en 1565 solo tenga cuarenta y seis años) rechaza el ofrecimiento de tributo de los soldados franceses y su petición de clemencia. Le indican que Francia y España no están en guerra, y él responde: «Cierto que guerra no hay... más la Florida es casa ajena y vedada para todo aquel que no sea espa- ñol. Por más sois herejes y, ansí, enemigos de España, y os habré de combatir como tales, que eso encomendóme mi rey... más sois luteranos y os habré de matar por ello». Las fuerzas protestantes, creyéndose por error menos numerosas, se rin- den y son masacradas a traición en las dunas. Al final de la carnicería, que ha tomado a Don Pedro por sorpresa, su suegro le pregunta burlón: «¿Cuántos cerdos luteranos habéis matado, maestre?». Cuando aparece el siguiente grupo de hugonotes, se invita a Don Pedro a dar muerte a su jefe, Juan Ribao, cuando se arrodilla en la arena para cantar un himno. Tembloroso, el joven se pone a ello, pero después de la primera arremetida de su espada, la víctima sigue cantando «aunque muy quedo y atorado por la sangre que le corría por boca y narices». El Adelantado le abraza diciendo: «Ya puedo morir tranquilo, que destas tierras sereís buen cuidador». La Contrarreforma ha conseguido otro buen soldado; el quisquilloso fanatismo forjado en las guerras contra los 30 John Updike encuentro homenaje a antonio benítez rojomoros, con el que el imperio español había de levantarse y caer, se ha puesto de manifiesto de manera escalofriante. El cuadro de Benítez Rojo prescinde de muchos elementos que un histo- riador imparcial podría haber incluido: los compasivos sacerdotes que iban tras los ejércitos, registrando y, finalmente, mitigando las atrocidades que sufrían los indios; el salvajismo que ya existía en las naciones indígenas, así como el valor y el brío quijotescos con el que, en pocas décadas, los conquista- dores, atraídos por los rumores de la existencia de El Dorado y de la fuente de la juventud, reclamaron como propio un territorio que iba desde Califor- nia hasta Chile. Sin embargo, la responsabilidad de una obra de arte reside en dotar de vida convincente a los materiales que elige y El mar de las lentejas , tomando su atmósfera irreal de los hechos, sí logra tejer una nauseabunda visión de la crueldad, codicia, opresión y destrucción desatada en el Nuevo Mundo por los conquistadores españoles. Cuando casi tenemos encima el qui- nientos aniversario de la llegada de Colón, esta novela nos hace lamentar el descubrimiento de América. 31 Sobre El mar de las lentejas encuentro homenaje a antonio benítez rojo33 encuentro D urante sus 1300 años de historia, a partir de la teocracia establecida por el Profeta de Alá, el Islam ha sido manipulado políticamente, y se ha presentado en tantas variedades como países lo profesan. La unidad de su mundo es tan ficticia como la de su credo; no hay por consiguiente una nación islámica, o árabe, como no hay una cristiana. Allí, la familia, el clan y los intereses tribales siempre preceden a la nación; asimismo, la lealtad a la fe islámica sería más sólida que al estado, el cual fracasaría en resolver esta dicotomía. Por eso no imperan las parti- docracias al estilo Occidental; por eso nunca se creará una singular y unificada comunidad islámica (la umma), y una sola nación árabe, aun en el caso hipotético de que las sec- tas purificadoras depongan a los cuasiseculares gobiernos del Medio Oriente. La sociedad islámica —como todas las contemporáneas— es profundamente racista; su dogma no es democrático; y como su otro pariente semita, el judeocristiano, sanciona un estatus inferior para la mujer, cuyo papel en la socie- dad es el meollo de la obsesión árabe del honor. Esa es la razón por la cual los estados teocráticos actuales sacrifican a la mujer para aplacar a los radicales. El desconocimiento brutal sobre la literatura, la políti- ca y el credo del espacio islámico, ha tenido repercusio- nes funestas para el mundo contemporáneo. Es notorio cómo durante los últimos años pasaron inadvertidos acontecimientos trascendentales de tipo intelectual y reli- gioso, producto de que el análisis tradicional siempre ha enfocado solo aquello que acontece en los polos indus- triales del planeta. El ascenso del Medio Oriente a punto de tensión internacional se asienta en varios ingredientes: el conflicto árabe-israelí con su secuela Palestina; la orto- doxia religiosa; el ultra nacionalismo de Egipto, Libia, Siria e Irak; el imperativo geoestratégico del petróleo; y la flamante irrupción de los ex estados soviéticos islámicos del Asia Central. Juan F. Benemelis El Islam: las raíces del terrorismoObviando al espinoso asunto palestino —por supuesto—, el Occidente de la época «maccarthista», obsesionado por el duelo nuclear con los soviéticos y receloso de la retórica nacionalista y la supervivencia del estado de Israel, des- cartó a los regímenes árabes de posguerra que, buscando establecer un estado de corte moderno, se proclamaron contra el extremismo islámico y retaron el poder retrógrado de jefecillos tribales transfigurados por obra y gracia del petróleo en jeques y emires. Con excepción del francés Charles de Gaulle, euroamérica nunca aquilató el no-alineamiento de un Gamal Abdul Nasser de Egipto, de un Karim Kassem de Irak, de un Al-Salal de Yemen, de un Moham- mad Mossadegh de Irán, de un Houarí Boumedién de Argelia o el Neo-Des- tour de un Habib Bourguiba de Túnez. Al abortarse este nacionalismo árabe, a nombre de magnas cruzadas ideológicas, el Occidente polarizó la región, aupando teocracias fundamentalistas y monarquías clánicas que empantana- ron, entre otras cosas, el diferendo palestino. ¿Hasta que punto fue una táctica acertada del Occidente el haber jugado durante la Guerra Fría la «carta islámica» de las monarquías conservadoras y los grupos fundamentalistas contra el nacionalismo y su ideología del socialis- mo árabe? Habría que imaginar una historia plausible para el Medio Oriente si la vigente alineación de determinadas naciones islámicas con Occidente hubiese cristalizado en la década de 1950 ó 1960, cuando era intenso el impulso de modernización y emancipación nacional, empantanado por los soviéticos y excomulgado por las potencias europeas desde el conflicto del Canal de Suez en 1956. Como luego fue confirmado por las actuaciones de Anwar el-Sadat, los republicanos del Yemen, y los militares turcos, el naciona- lismo árabe era mucho más receptivo y maleable para negociar cualquiera de tales crisis que los jeques islámicos agraciados por Londres y Washington. La resurrección del puritanismo islámico es solo el gesto desesperado de un diseño religioso arcaico, hoy amenazado en sus pilares básicos por el esta- do secular, por el empuje del modernismo, por el desenfrenado avance cientí- fico y tecnológico que atraviesa el planeta, por la globalización: el drama de una visión dogmática que rehúsa renovarse y se resiste a ceder el terreno de la sociedad civil. El fundamentalismo proviene del fondo beduino, religioso y conservador, xenofóbico y sospechoso de lo foráneo (el inicio con Mahoma en Medina); contrario a la médula doctrinal islámica que parte de una cultu- ra urbana y comercial (el Califato de Bagdad, de Córdoba o de Estambul), más adecuado para la renovación. El terrorismo islámico en sus múltiples escuelas (ya sea Septiembre Negro, la Hermandad Musulmana, HizbAlláh o Al-Qaida) es el corolario sanguinario de ese fundamentalismo. Al no existir forma de expresión política, ésta se hace «a nombre del Islam», pero del Islam primitivo (el cristianismo de las catacumbas), un culto a la nostalgia para «re-islamizar» la sociedad. La emergencia del ala ortodoxa actual —tipo Usman Ben Laden— no guar- da relación con el tradicional nihilismo y anarquismo de las bolsas de miseria europeas del siglo xix . Es una filosofía de crisis de los segmentos educados y privilegiados de la sociedad que se desarrolló en las tumultuosas décadas de 34 Juan F. Benemelis encuentro1970 y 1980, al calor de la prosperidad «petro-árabe» y la incertidumbre de identidad que ésta desató y que corrompió una generación de intelectuales y políticos. La inconclusa victoria israelita en la guerra del Yon Kippur en 1973 restableció el «honor árabe» y trajo un período de autoestima y profundas expectativas, que desembocó en el triunfo de la ortodoxia en Irán y Sudán, y el grito de Guerra Santa lanzado desde Afganistán. El modelo nacionalista árabe también falló al no poder liberar Palestina ni elevar el nivel económico de las masas árabes. Estos estados asimismo serán «confesionales» en cierto sentido, al estar integrados por minorías y por una secta dominante que denegará cualquier diversidad étnica. El colapso de los precios petroleros en los ochenta y las guerras inter-árabes, produjeron una reacción cínica y puritana en toda una progenie de jóvenes, ambulantes y frustrados, en los bazares mesorientales. Son los condenados de la tierra de que habló Frantz Fanón; los rechazados de las buenas escuelas, los estudiantes nulos, los «disfuncionales» abusados en sus crianzas. Con su promesa de gobiernos más auténticos y virtuosos, estos militantes ansían el poder en casi todos los estados árabes; por eso el debate ya no es entre los defensores del orden secular o del religioso, sino entre quiénes van a gobernar en nombre del Islam. Es la tensión disparatada de toda nación islámica entre la ley divina, por un lado, y la realpolitik del estado, por el otro. La beligerancia del Islam ortodoxo, no solo tiene asidero en las mezquitas y las prédicas de cadíes, mullas, imanes y ayatolaes. Existe una extensa obra política, filosófica y literaria, una constante divulgación periodística, que ha servido de orientación ideológica al militante. Sería el libro del egipcio Say- yid Qutub Las Señales en el camino, una versión islámica del ¿Qué hacer?de Lenin, el que daría forma a la actual corriente de revitalización islámica. Qutub, un escritor prolífico y obsesivo que cubrió la novela, la poesía, el ensayo político y filosófico, fue ferozmente torturado y ejecutado por Nasser en 1966, convirtiéndose en el apóstol de la Hermandad Musulmana y de todo el militantismo moderno. En su manifiesto, argüía que cada musulmán devoto estaba obligado a declarar la jihadcontra las sociedades infieles (jahili), incluyendo a los regímenes nacionalistas árabes; y consideraba tam- bién el derecho a decidir quién era o no era un creyente. En su visión patoló- gica juzgaba al Occidente como «sintético» y depravado, comparándolo con la declinante Roma imperial, y sentenciándolo a muerte en su obra Islam y los problemas de la civilización . Generaciones de seguidores refinarían su pensamiento, como se muestra en el manifiestoLa Filosofía de la confrontación, de la organización Jihad al- Benaa(Realización de la Guerra Santa), y en el llamado Programa de acción islá- mica, del grupo islmámico Gama’a Islamiya, documentos que fueron publica- dos en 1984 y escritos ambos por un colectivo de la Hermandad Musulmana en prisión. Asimismo se destacaría como un devoto discípulo suyo el egipcio Mohammad al-Ghazali, teórico del Islam y miembro de la Hermandad Musul- mana, quien recorrería de Gaza hasta Argelia predicando esta versión intole- rante del Islam. 35 El Islam: las raíces del terrorismo encuentro36 Juan F. Benemelis encuentro Otro de los pensadores eminentes del radicalismo fue el intelectual egip- cio Wail Uthman, el Marcusse de la juventud islámica fundamentalista. Su libro El Partido de Dios en lucha con el partido de Satán , publicado en la década 1970, divide al mundo en dos entidades sociales, y urge a los creyentes a luchar para restaurar el partido de Dios para salvar al Islam de su peligrosa y constante exposición al Occidente. Por su parte, el periódico cairota Al-Quds al-Arabi, el más prestigioso y leído en todo el ámbito islámico, por años ha fomentado el antagonismo contra los elementos y regímenes musulmanes seculares, y la violencia contra el Occidente apóstata. Para fines de la década de 1970, los escritos de los radicales pensadores shiítas en Irán, Líbano e Irak se expresaban de manera similar a los sunnitas de Egipto y Arabia Saudita, en sus diagnósticos y curas de los problemas contempo- ráneos, y en sus énfasis hacia la confrontación. No era difícil imaginar que este corpusideario desovara una dinámica de acción contra los «infieles», sobre todo cuando la barrera idiomática del árabe ha impedido al Occidente defender su causa. En 1996, el conocido periodista cairota Mohammed Heikal, en su obra Canales Secretos—que pasó inadvertida en Occidente—, alertaba a éste de la profunda furia y repulsión que contra ellos se anidaba en todo el Islam. Pero estos ideales eran tan viejos como su propia doctrina, y fueron abra- zados y diseminados por una agrupación sunnita que funcionaría como un partido ideológico: la Hermandad Musulmana, mucho más temible y arácni- da que Al-Qaida, y que desde entonces estaría en el trasfondo de todas las corrientes extremistas del Medio Oriente, incluyendo a la talibán. La Her- mandad Musulmana es la madre histórica y espiritual de tales agrupaciones desde la posguerra, y estableció lo que sería el leit motivde la intransigencia árabe: destruir a Israel y desafiar al Occidente. El fin de estas escuelas de pen- samiento y, luego, de las partidas terroristas era la unión de todo el Islam, a través de la jihad o la supuesta guerra santa, para reponer el Califato bajo un paladín carismático, un emir escogido por su pureza y virtudes. La revolución islámica patrocinada por la Hermandad Musulmana se ante- pondría al nacionalismo y rehusaría el compromiso con las élites tradicionales tribales, con las entidades étnicas, con la estructura feudal de emires y jeques, pregonando —estilo talibán—, la creación de una sociedad islámica semejan- te a la fundada por el profeta Mahoma, que englobase a toda la comunidad musulmana: la umma . Según sus ideólogos, el Occidente ha triunfado no por razones filosóficas o espirituales, sino porque el mundo islámico se quedó congelado tecnológicamente. En Sudán, su rama cometió crímenes horren- dos. En Cisjordania y Gaza organizó a Hamás, su brazo militante. En Jordania, su Ejército de Mahoma atentó en 1993 contra la familia real. En Túnez, el movimiento lo encabezó Rashid Ghannouchi. Egipto, Arabia Saudita y Siria se han encarado brutalmente a estos fanáti- cos intolerantes. En 1982, Hafez Assad no vaciló en masacrar cerca de 30.000 sunnitas en la ciudad de Hama, solo porque allí se refugiaban adeptos de la Hermandad Musulmana. En Argelia la Hermandad Musulmana desató una viciosa guerra civil desde 1992, cuando el gobierno secular del presidente37 El Islam: las raíces del terrorismo encuentro Chadli Benjedid rehusó aceptar los resultados electorales y decidió aplastar- los. La Hermandad respondió asesinando a las mujeres sin velo y a los intelec- tuales seculares. La experiencia de Argelia, y la represión que también experi- mentaron en Egipto y Siria les convenció de que el único recurso era la toma violenta del poder. Para desmayo de los fundamentalistas, ya no existe el Egipto que Emil Lud- wig describiera; el país no depende de un Nilo de bancos limosos aromatizados de jazmines, y surcado de falucascon lámparas de queroseno. Los cafés con sus pipas de agua y voluptuosas danzarinas veladas en tul ya son especies arqueoló- gicas, pues los egipcios se entretienen ahora con Star Trek , hbo y las peleas de Mike Tyson. La economía ha crecido a golpes de petróleo y gas, con las reme- sas de sus emigrantes del Primer Mundo, el turismo y las aduanas del Canal de Suez. Anteriormente desde El Cairo, las élites rectoras y pensantes obligaron al mundo islámico a que encarase sus flaquezas en 1948 —después de la expul- sión de los árabes del nuevo estado judío— y en 1967, tras la guerra de los Seis Días. Pero, en la actualidad, Egipto no goza de su pasada autoridad regional ante el protagonismo de Irak y Siria y el militantismo de Arabia Saudita e Irán. No obstante, Egipto nunca anidará una revolución estilo Irán, pues sus pobla- dores esperan siempre de sus gobernantes un comportamiento faraónico. En 1954, Nasser trató de modernizar a los ulemas, y reprimió sangrientamen- te a los integrantes de la Hermandad Musulmana, que huyeron despavoridos. Después de la firma del tratado de paz con Israel en 1977, y en un gesto para con sus opositores radicales, Sadat permitió la formación de grupos y asociaciones islámicas. Igualmente, aprobó la enseñanza religiosa, tolerando que los islamistas acapararan la educación primaria, donde predicaban contra la noción de nacionalismo egipcio, tildando a los faraones de raza corrupta, y proponiendo demoler tumbas, pirámides y monumentos. Entre ellos se desta- có el ciego Abdel Hamid Kishk quien prometía un Paraíso pederasta a los que se inmolaran por el Islam: la erección eterna en compañía de jovencitos acica- lados. Pero Hosni Mubarak aprendió de los errores de Sadat y no se ha anda- do con carantoñas. Durante el siglo xxEgipto fue foco de una extraordinaria vida cultural que suscitó lo que dio en llamarse el «Iluminismo» de la cultura árabe, gesto- ra de su pensamiento liberal y secular más trascendente; con más de 200 periódicos, decenas de editoriales, una fecunda literatura, un teatro fabuloso, y una industria fílmica en progreso. Entre sus escritores estelares figurarían Naguib Mahfuz, premio Nobel de literatura y acaso el prosista más brillante del siglo, Tawfik Al-Hakim, Lewis Awad, Ahmed Baha el-Din, Youssef Idris e Magdi Wahba, todos de talla mundial. El boompetrolero de 1970 tuvo efectos catastróficos para todo el quehacer cultural del Medio Oriente. En posesión de descomunales riquezas, los igno- rantes y devotos jeques y emires de Arabia Saudita y de los emiratos del Golfo reclamaron para sí la agenda política y cultural de todo el mundo islámico. Hassan Hanafi, el conocido intelectual egipcio ha manifestado que, a partir de entonces, la verdad fue barrida, el discurso especulativo inhibido, y el intelectoNext >