< Previous18 Wilfredo Cancio Isla encuentro homenaje a abelardo estorino En 1961 Estorino intentará dar una respuesta artística a esa crisis expre- siva. Se ha dicho con frecuencia que El robo del cochinoes El peine y el espejo varios años después; que esta obra recoge todo lo que Rosa y Cristóbal con- versan en el segundo acto de aquélla; que los protagonistas pasan de una a otra casi intactos. El esquema persiste, la estructura sigue siendo convencional y hasta los demonios que socavan la convivencia familiar prolongan el festín macabro. Pero la perspectiva se ha modificado y el enfrentamiento de los per- sonajes principales se polariza en términos antagónicos. La trama transcurre en Matanzas en el verano de 1958, cuando los barbudos bajan ya de la Sierra Maestra para la ofensiva final contra Batista, y pone en primer plano la colisión de fuerzas irreconciliables que avecina la eclosión social: en un bando, Cristóbal, fervoroso machista y paladín de una moral retrógrada que acomoda para ejercer los más turbios manejos; en el otro, su hijo Juanelo, un joven de veinte años en lucha contra la falsedad y la injusticia, decidido a «cam- biar la vida, echarlo todo abajo», quien terminará uniéndose a los insurrectos. En un estudio sobre El robo ..., el profesor e investigador chileno Pedro Bravo-Elizondo caracteriza a Juanelo como «el personaje con el cual se experi- menta el desarrollo de los primeros años de la Revolución» 5 . En efecto, Jua- nelo simboliza el compromiso actuante, el ideal mesiánico, el coraje para cambiar los rumbos de la historia. El enfrentamiento al padre implica una ruptura de las amarras que le impiden asaltar el futuro, «mirar con los ojos abiertos», «poderme reír como yo quiero». Cristóbal quedará petrificado en un tiempo de ritornelloy Rosa, para quien «todo está oscuro», se refugiará en el pasado muerto, en la adoración de la hija desaparecida. En cuanto a la estructura dramática, El robo ... responde a las formas clá- sicas de la pièce bien faite, con una influencia ibseniana que nadie se atrevería a objetar. La acción avanza mediante crisis progresivas crecientes, cuidando el sentido del ritmo, y todo parece previsto por operaciones milimétricas. La téc- nica de Estorino es segura y el preciso trazado de caracteres se beneficia de la construcción de un diálogo vivaz que reproduce admirablemente las sutilezas de nuestros giros conversacionales. Los secretos de ese virtuosismo estilístico han sido confesados por el autor de manera tajante: «Sin Aire frío yo no hubiera podido escribir El robo del cochino » 6 . Pero la nitidez estructural tiene mucho más de asimilación inconsciente que de cálculo minucioso. El modelo de representación reiterado en expe- riencias posteriores se corresponde con una estricta lógica temporal y causal, lo que propicia la simetría en la secuencia de acciones y réplicas. El autor llega al resultado final obedeciendo, justamente, a esa vocación expresiva, a su primigenio sentido de consecución. Con El robo ... Estorino pulsa un universo de valores en quiebra (el de la familia provinciana de clase media) y a la vez transgrede la convención del 5 Pedro Bravo-Elizondo: Teatro hispanoamericano de crítica social, Edit. Playor, Madrid, 1975, p. 72. 6 Wilfredo Cancio Isla: op. cit , p. 8.19 Abelardo Estorino en la guerra del tiempo encuentro homenaje a abelardo estorino punto de vista sobre la inviabilidad y el cierre de horizontes. La partida de Juanelo vislumbra la opción superadora y encamina el primer hito de la dra- maturgia revolucionaria. Después de «robarse» la temporada teatral de 1961 y renovar su popula- ridad al año siguiente con la adaptación de Las impuras, Estorino se lanza a escribir una comedia musical: Las vacas gordas(1962), respaldada también por los espectadores habaneros. Comedia de salón con adornos alhambrescos, la obra se asoma al mundo de la burguesía criolla, rescatándolo de las brumas a partir de relatos, documentos y estampas costumbristas. Pero es evidente que al separarse un tanto de su línea temática y noción teatral, priorizando bailes y canciones, el autor anda por «tierras ajenas» y no puede resolver la endeblez dramatúrgica de la propuesta. Y ahí termina la aventura de Las vacas gordas, una rara avisen el conjunto de su producción. La casa vieja(1964) —como El robo..., también mención en el Premio Casa de las Américas— representa un momento descollante en la dramaturgia cubana contemporánea. Las coordenadas son similares a las de El robo ... (pro- ceso de desintegración familiar, ambiente provinciano), con la diferencia de que los personajes viven no el pasado prerrevolucionario, sino el presente más inmediato. Lo que resulta aleccionador es cómo Estorino consigue rebasar lo circunstancial efímero y asimilar los complejos cambios que se operan en la sociedad desde una profunda comprensión dialéctica; sin apro- ximaciones simplistas, sin demagogia panfletaria. La obra abre incógnitas, remueve prejuicios, desacraliza dogmas, y en esas intenciones es que debemos hallar su inequívoco signo revolucionario. Esteban, cojo, acomplejado, inconforme, regresa a su pueblo natal ante la inminente muerte de su padre. La anécdota hubiera servido para cuajar el más espeso melodrama, digno de Félix B. Caignet. A primera vista todos los ingredientes son lacrimógenos. Pero el dramaturgo escapa en dirección opuesta y nos convoca a una jornada de desenmascaramiento existencial, cruda y humanísima. Pocas creaciones en el arte cubano de esos años fueron capaces de reflejar con tanta agudeza y fidelidad la contradicción plurívoca entre los caducos cánones morales que se aferran socialmente y los nuevos valores que, no sin tropiezos y dolor, intentan suplantarlos. Esteban, romántico como Juanelo en su ideal de justicia, no soporta seguir alimentando la falacia de sus semejantes y clama para que «entre el agua y nos arrastre, que nos barra o que nos limpie, pero que acabe con toda esta inmundicia». Y pone por delante la honestidad al cuestionarse la inercia, la desconfianza y el oportunismo de sus familiares. Estorino —como Esteban— quiere saber «qué pasa, por qué somos como somos, para qué vivimos», diseccionar la naturaleza de los actos individuales y sus condicionamientos sociales, exorcizar todas las «cojeras» que atrofian nuestro paso por el mundo. La casa viejacumple así su función catártica. Cuando Esteban pronuncia el apotegma final («Yo creo en lo que está vivo y cambia») y el telón cae, queda tal impresión de estallido que sólo atinamos a20 Wilfredo Cancio Isla encuentro homenaje a abelardo estorino ver los fragmentos de esa campana de cristal que a veces necesitamos destruir para encontrarnos a nosotros mismos. No es de extrañar que casi cuatro décadas después el autor la siga considerando su obra más vigente. Los mangos de Caín, publicada en el número 27 (dic. 1964) de la revista Casa de las Américas, con espléndidas viñetas de Antonia Eiriz, señala un inte- resante punto de modificación en la ruta del dramaturgo. No hablamos de ruptura, sino de ampliación de recursos, de audacia técnica y variedad anec- dótica, pues, en puridad, estamos en presencia de una saga virtuosa que des- pide, desenfadadamente, sus aportes iniciales. Estorino lo ha confirmado sin rodeos: «Los manos de Caín es La casa vieja escrita de otra manera» 7 . El fruto de la alteración de su tradicional modo realista es un texto de aliento expre- sionista, en el cual prevalecen las intenciones satíricas y el lenguaje simbólico. La escena se convierte en una terraza art nouveauy los personajes visten a la usanza de principios del siglo xx. Al centro, una gigantesca serpiente dise- cada se enreda en una columna-árbol. La pieza tropicaliza la leyenda bíblica y transforma el fratricidio de Caín en un acto honesto. El oportunismo, la simu- lación, la injusticia que emana de un falso concepto de libertad, son some- tidos a debate con afilada ironía. El enfrentamiento Caín-Abel se replantea aquí con un significado dife- rente. Caín no es un malvado; lo que singulariza a Abel no es precisamente la bondad, sino el miedo. Rebeldía consecuente versus obediencia irracional. Caín quiere «comprender... ¡todo!», y por eso le reprocha a su hermano la falta de iniciativa; recuerda a Adán que «es humillación doblegarse ante quien te lo da todo»; reclama respuestas, no truenos, para sus incesantes pre- guntas; y concluye proclamando que será «capaz de hacer lo insospechado, lo que no me han dictado». Sin embargo, las palabras extraídas del diccionario para nombrar su visionaria temeridad lo condenan sin apelación posible. Las modulaciones críticas del autor alcanzan registros agudos más allá de la maliciosa burla a la mitología cristiana: éste es un remecimiento ético para hoy y para mañana, con el «doble fondo» de una clásica parábola teatral. Como apunta Patrice Pavis, la parábola es, paradójicamente, una forma de hablar acerca del presente, al tiempo que lo pone en perspectiva y lo disfraza en una historia y un cuadro imaginarios: «Es, pues, el deseo de realismo el que lo impulsa a valerse de la forma camuflada de la parábola» 8 . A propósito de Los mangos..., me parece ineludible abrir un paréntesis con referencias del acontecer teatral y sociohistórico en que ve la luz. La obra se estrena en 1966 en el teatro del Colegio de Arquitectos de La Habana, por interés de un colectivo eventual de jóvenes artistas. Feliz estreno. Pero la ale- gría no pasó de la segunda función, cuando un grupo de suspicaces controla- dores decidieron que no podía seguir representándose, argumentando motivos tan absurdos que es preferible olvidarlos. Su rescate para la escena 7 Wilfredo Cancio Isla: op. cit., p. 5. 8 Patrice Pavis: Diccionario del teatro , Edit. Pueblo y Educación, La Habana, 1988, p. 347.21 Abelardo Estorino en la guerra del tiempo encuentro homenaje a abelardo estorino nacional se produciría ¡catorce años después!, en febrero de 1990, por el Grupo de Teatro Político Bertolt Brecht. La anécdota es una de las tantas que servirían para desempolvar adversi- dades e incertidumbres de una etapa nada propicia para la vida teatral cubana. Torpezas burocráticas, prejuicios ético-políticos y, sobre todo, «un sentido equivocado de la cultura, el deseo de trasplantar el discurso político al estético» 9 , comenzaron a frenar el desarrollo escénico nacional a finales de la década del 60. En 1967, desde las páginas de En primera persona , Rine Leal anticipó preocupaciones por el «acoso moral a los teatristas» y condenó la tendencia de algunos funcionarios oficiales a ver en el artista «un apestado, un ser al que se le tolera mientras es necesario, y no por el contrario un miembro activo de la sociedad» 10 . Pero poco tiempo después, el oleaje dema- gógico de la llamada «parametración» haría crecer la lista de ilegalidades laborales, injusticias y abuso de poder administrativo —lo que Leal define como «el síndrome de los 70»—, panorama que varió radicalmente desde 1976, con la constitución del Ministerio de Cultura, aunque la huella de los errores permanece aún en nuestro movimiento teatral. Estorino arriba a esta encrucijada en posesión de una técnica depurada y de una sensibilidad atenta a mutabilidades y superaciones. Pero sus respuestas no estarán nunca atizadas por el deslumbramiento fatuo; son consecuencia de hondas necesidades ideoestéticas. Lo admirable en él es que siempre cada paso ha sido coherente con las exigencias internas de su dramaturgia, sin trai- cionar los fundamentos de su poética teatral. El tiempo de la plaga (1968) demarca una zona transicional previa a la evolu- ción que, en los años 70, tendrá su punto de despegue con La dolorosa historia del amor secreto de don José Jacinto Milanés. La obra permaneció inédita hasta 1997, fecha en que por fin se pudieron despejar viejas incógnitas. Merece recordar que el autor la ha reescrito dos veces, inconforme con las primeras versiones. Estorino se inspiró en Edipo rey, pero su versión no se somete a las reglas de la tragedia pura; en todo caso tendríamos que hablar de una farsa trágica, con fuertes tonalidades grotescas y efectos paródicos. Véanse al respecto las acotaciones del preámbulo: «Debe encontrarse la forma de convertir la pieza en un hecho exageradamente teatral». Los dramáticos acontecimientos de Tebas se truecan en visiones esperpén- ticas. Las coordenadas espacio-temporales se desdibujan, aunque la trama pudiera ubicarse en un país latinoamericano durante las tercera-cuarta-quinta décadas del siglo xx. Edipo se transfigura en un dictador pequeño y pomposo que reparte órdenes en una ciudad azotada por el terror, la mentira y la muerte. 9 Wilfredo Cancio Isla: «Privilegios de la memoria», Revolución y Cultura,julio 1989, p. 7. En esta entrevista Rine Leal pormenoriza en todas las irregularidades que lastraron la actividad teatral en la llamada «década gris de la cultura cubana». 10 Rine Leal: En primera persona , Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1967, p. 335.22 Wilfredo Cancio Isla encuentro homenaje a abelardo estorino La maldición que pesa sobre su estirpe la ha provocado él en un acto cons- ciente por alcanzar el poder y la gloria: la eliminación de Vandalio Pantoja, que no viaja en una carroza tirada por potros, sino en un Cadillac reluciente. Chungo, una especie de Tiresias que convoca la luz con toques de tambor, caracoles y agua de colonia, sentencia que no hay crímenes olvidados: los muertos esperan. El caos se expande socialmente en la medida que el Presi- dente no está dispuesto a reconocer sus culpas y las encubre condenando a los demás, imponiéndoles dictámenes y caprichos. Así, a diferencia del héroe de Sófocles, pasará de la falsa prosperidad a la catástrofe final sin despertar compasión en el espectador, pues sus reales pecados son la ambición, la arro- gancia y la ruindad moral. Para consumar su «sacrilegio» al clásico griego, Estorino ensaya con soltura recursos que desarrollará luego más eficaz y ampliamente: profusión de personajes, rejuegos con el tiempo y el espacio, distanciamiento de la representación e insistencia en nuevos significados de la imagen escénica. El tiempo... se inscribe dentro de las preocupaciones del autor por un teatro político social que, en esos momentos, suma no pocos títulos y cultores en Latinoamérica. La década de los 70 lo sorprende escribiendo y dirigiendo espectáculos políticos como Tiene la palabra el camarada máuser,Mientras Santiago ardíay Más temprano que tarde. La mayoría de los teatristas cubanos atraviesan años de «tregua» y Estorino trata de aprovecharlos, limitaciones y censuras a un lado, en su conocimiento por dentro del teatro. Crece su imaginación para el mon- taje escénico y se fragua una fructífera relación de vasos comunicantes entre director y dramaturgo, todo lo cual influirá en que, a partir de La dolorosa his- toria del amor secreto de don José Jacinto Milanés (1974), se acreciente su lucha «por hacer más cristalino y expresivo el proceso mismo de creación» 11 . La idea de La dolorosa historia... surge en una lectura casual de Las memorias de Lola María, un libro de cuentos sobre la Matanzas decimonónica y en el cual se describe el entierro de Milanés, en 1863. Influido, como él mismo ha confesado, por Pedro Páramo, el dramaturgo dinamita todas las estructuras anteriores, maniobra imaginativamente con el tiempo —lo altera, lo disloca, lo fija en el espacio de la memoria— y entrega una pieza monumental que se ha valorado como el inicio de una espléndida madurez dramatúrgica. Al comienzo, el escenario tomará el aspecto de «un lugar que ha permane- cido cerrado mucho tiempo, donde nadie ha entrado». Las campanadas anuncian duelo por la muerte de Milanés. El Mendigo, personaje de contra- punto que representa «la mano negra de la pesadilla», le hará revivir para demostrarle que su vida no fue como creía. En este punto empezamos a desandar la trágica existencia del célebre poeta matancero, desgarrado, per- dido en la demencia, vencido por las adversidades de una realidad que le negó la plenitud humana. La pretensión de Estorino no es construir un drama histórico acomodando al discurso teatral la biografía y la lírica de 11 Wilfredo Cancio Isla: «En busca del tiempo vivido», p. 5.23 Abelardo Estorino en la guerra del tiempo encuentro homenaje a abelardo estorino Milanés, sino indagar las motivaciones del hombre en la búsqueda de ver- dades esenciales. Estorino se vale de una minuciosa investigación, pero evita encerrarse en la objetividad de los datos o en la referencia «fotográfica» de la época. Su mirada tiene mucho de testimonio personal, pues el autor no esconde que la escribió pensando en cómo se hubiera comportado su familia ante una situa- ción similar. La historicidad del texto es más perceptible como experiencia vivencial, anímica, introspectiva. Obra de osadías interpretativas y sugerencias simbólicas, es esa pluralidad de motivos (y de sentidos) la que sitúa a La dolorosa historia... como uno de los empeños más universales de nuestro teatro contemporáneo. Valga decir univer- salidad sin desarraigo, cubanía sin pintoresquismos. El amor a la ciudad y la patria, el ideal libertario, la dignidad inflexible, el significado del hecho artís- tico, el sentimiento de decepción y desasosiego, la soledad y hasta la vida íntima, adquieren una connotación sígnica que supera todo reduccionismo epocal y se comunica activamente con el presente. Los extravíos de la individua- lidad ante los desórdenes de la historia están lejos de encontrar su sésamo. En Ni un sí ni un no, una comedia costumbrista que terminó de escribir en 1979 y llevó a escena un año después, el recurso del teatro dentro del teatro es consustancial a la estructura de la pieza. Estorino insiste en violentar el desarrollo lineal, rompe la cuarta pared e incentiva la percepción del espec- tador mediante continuas distanciaciones; según acota, todo debe contribuir a crear una atmósfera de improvisación equivalente con «ese efecto poético de ensayo y teatralidad que la obra se propone». La acción transcurre en La Habana, en la década del 70. Las interioridades familiares ocupan otra vez la atención de Estorino que capta, con pericia de sociólogo y escrúpulos de taquígrafo, las reacciones de unos recién casados en medio de enconadas por- fías por enterrar decadentes postulados moralistas y asumir los nuevos valores y deberes matrimoniales. Matizando el diálogo y las situaciones de criollísima sabrosura —humor y melodrama a un tiempo—, Estorino nos conduce a reflexionar sobre la felicidad escamoteada por el peso de los prejuicios. La educación sentimental de las más jóvenes generaciones no ha podido deste- rrar aún los códigos enmohecidos del pasado, que asoman su pezuña en la actualidad cuando menos lo esperamos. Y para confirmarlo bastaría con mirar hoy las alarmantes estadísticas y conclusiones que arrojan las investiga- ciones sociales sobre el divorcio, la persistencia del machismo y la crisis de la familia cubana. Lo que distingue al personaje de Ella de Rosa (El robo... y El peine...), Eva (Los mangos...) y Laura (La casa vieja), es su disposición para rebelarse del aca- tamiento ancestral y la tradición claustral de la mujer en la convivencia hoga- reña. Las transformaciones operadas en la realidad generan esa posibilidad de ruptura; la conciencia objetivada de su situación la conducirá a proclamar que si hay «algo inmutable y eterno» es «el deseo de cambiar». Y así nos encontramos con Morir del cuento(1983), resumen deslumbrante y aventajado de toda su labor dramatúrgica. La concepción lúdica del hecho24 Wilfredo Cancio Isla encuentro homenaje a abelardo estorino escénico que inaugurara La dolorosa historia ... y prosiguiera Ni un sí ..., explota aquí sus potencialidades mejores. Ahondamiento de fuerza imaginativa y teatra- lidad, la obra suscitó una acogida unánime de la crítica y su puesta en escena recibió sendos premios en los festivales de La Habana (1984) y Sitges (1986). Para Estorino, Morir del cuentose define como «una novela para repre- sentar». El autor la ha dividido en dos actos-capítulos que, bajo la denomina- ción de «El suicidio» y «El crimen», nos cuentan la historia de la familia Valla- dares-López durante casi cincuenta años, pues aunque la acción conducida por los «actores» remite al machadato, los «personajes» —testigos de los sucesos pretéritos— narran en 1980. Los acontecimientos en sí mismos no despiertan el interés (casi a mediados de la representación sabemos que Tavito morirá, que Sendo es un asesino), sino el modo en que se describen. No existe una estructura anecdótica y el texto evidencia un tratamiento no dramático. No importa el ordenamiento cronológico, ni las circunstancias del suicidio, ni los pormenores del crimen, ni siquiera las relaciones de causa- lidad que expliquen los hechos. Lo que sucede es el juego inusitado de perspectivas, la multiplicidad de intenciones, la superposición y entrecruzamiento de planos, el collagede figu- raciones e ideas. Cuando la obra se inicia los «personajes» descubren el esce- nario, para posteriormente encauzar el ciclo narración-representación, incor- porar los actores que caracterizarán el resto de los personajes referidos y poner a dialogar, desde planos paralelos de la escenificación, realidad y recuerdos. Al final los «personajes» se redescubrirán como actores para des- pedirse del público. El tiempo representa, por tanto, el verdadero código de reconocimiento en Morir del cuento. El tiempo que interrelaciona, modifica y fusiona memoria y presente. El tiempo que hace la vida algo inabarcable. El tiempo que frag- menta nuestra existencia en recuerdos y nos impide una real continuidad. Como apunta Rine Leal, «estamos ante una obra que nos cuestiona y en la que la perspectiva del pasado es desde el presente, pero que se transforma finalmente en la perspectiva del presente desde el pasado, que es lo que el autor quiere decirnos» 12 . Se ha dicho que Morir del cuento es El robo ... una veintena de años más tarde 13 . Alteraría este juicio para precisarlo más: Morir del cuentoes la represen- tación quintaesenciada de todo un proceso creativo, de El robo... a La dolorosa historia... Momento de consagración y maestría, culmina la experiencia dramá- tica que, sobre el mismo universo de valores, cristaliza Piñera conAire frío («una pieza sin argumento, sin tema, sin trama y sin desenlace») y ritualiza Triana en la repetición infernal de La noche de los asesinos. Después del estreno de Morir del cuento , Estorino ha llevado a escena otras tres piezas: Que el diablo te acompañe , Una admiradora anónima —ambas de 1987—, 12 Rine Leal: «Morir del cuento: el presente desde el pasado», Unión, N°2, 1987, p. 33. 13 Rine Leal: Ibidem , p. 31.25 Abelardo Estorino en la guerra del tiempo encuentro homenaje a abelardo estorino y el monólogo Las penas saben nadar (1989). Las zozobras de la espiritualidad y el sentimiento amoroso confluyen en Que el diablo..., una «vamos a decir comedia en dos actos» que relata las andanzas de Juan Celeiro, alias el Juani, el Johnny, Juanillo, en La Habana de hoy; sus máscaras de conquistador infati- gable y «castigador» sin tacha esconden al pícaro actual que se las arregla para soslayar responsabilidades laborales y sociales, y embriagarse de utili- dades materiales que no son resultado de esfuerzos honrados. Una historia que —comenta el autor— «ocurría antes y seguirá ocurriendo durante algún tiempo, me parece». La fábula resulta una cubanización del Don Juande Zorrilla, aunque Esto- rino se sirve también de sus consultas a Tirso, Molière, Pushkin, Marañón y Bernard Shaw. El proyecto parte de presupuestos ambiciosos y nos hace viajar por la sicología del «aserismo», con una flexibilidad estructural casi delirante y un malabarismo lingüístico que escala la calidad literaria mediante vulga- rismos al uso. El tono costumbrista y los recursos brechtianos remiten casi obligadamente a Ni un sí ... Asoma el oficio del comediógrafo para concebir situaciones hilarantes, el talento entrenado en apresar las vivaces escaramuzas de la cotidianidad, pero falta el entretejido argumental y el toque de acabado de su mejor teatro. Comparto la meditación de Vivian Martínez Tabares al calificar Que el diablo... como una explosión con la que el autor se libra para siempre del «tema machista» con trazos de brocha gorda 14 . Dos obras cortas recientes han confirmado la laboriosidad del drama- turgo. No hará falta insistir en que Estorino se mueve con envidiable hol- gura en esa modalidad desde los primeros trazados dramatúrgicos, y si bien ni Una admiradora anónima ni Las penas saben nadar discuten sitios de jerar- quía en su producción, no es menos cierto que tampoco se les puede inva- lidar si queremos aquilatar, en toda su resonancia, las oscilaciones y los retornos de una ejecutoria aún fértil. A Una admiradora anónimahay que degustarla como un entremés refrescante. Se trata de un divertimento episó- dico que elaboró para el espectáculo Mucho de todo, en ocasión del xxvani- versario del Grupo Rita Montaner. La anécdota es sencilla: un ama de casa, cansada del «lava, cocina y friega», ilusionada con ser actriz, irrumpe en la escena de la sala El Sótano dispuesta a cumplir sus sueños de gran estrella, aunque sea por una sola noche. Mas el triunfo conseguido y la condición de primera figura que alcanza en el colectivo —se ha producido un salto tem- poral— no resultan ser el abracadabra, y así la veremos añorando la voz del marido, los calderos y la escoba, lo que la impulsa a marchar al reencuentro de esa «felicidad». Ya en Las penas saben nadar(Gran Premio en el II Festival del Monólogo, 1989) las intenciones de fondo, el subtexto de las revelaciones del personaje, se diversifican. Tras la apariencia de una descarga emocional «en familia» que acaba en burlas, confesiones íntimas y declaraciones de principios mientras 14 Vivian Martínez Tabares: «Conducta de dramaturgos», Revolución y Cultura , N°3, 1987, p. 29.26 Wilfredo Cancio Isla encuentro homenaje a abelardo estorino los rones van y vienen, asistiremos a la escenificación de una tragicomedia con repuntes de nostalgia. Una actriz (¡otra vez el teatro y sus gentes!) entra a escena para interpretar La voz humanade Jean Cocteau. No necesita que nadie la dirija, porque ella quiere olvidarse de «ese (su) grupo mediocre, y de todos esos directores medio- cres que pueblan nuestro mediocre movimiento teatral» (sic). El conocido monólogo de Cocteau que sirve de obertura no se representará a fin de cuentas: la actriz lo interrumpe constantemente para vindicar su idolatría por Greta Garbo y Dustin Hoffman, remover frustraciones personales y exteriorizar resentimientos humanos y profesionales que viajan con ella por la niñez, la vida estudiantil, el primer amor, la infidelidad apasionante, la dura década del 70 y tantas y tantas cosas que parecen atropellarse en el discurso dramático. Lo aleccionador estriba en cómo Estorino va modelando el personaje, apartándolo del maniqueísmo y la conmiseración, desnudándolo en su esen- cialidad a través del incitante juego de transiciones. El examen interesa más que la veneración o el rechazo; el entendimiento más que el juicio. Por eso, al tiempo que «Greta» (así la llaman los amigos) desbarra del autor de Ni un sí..., suelta algún que otro disparate y maldice los teatros del mundo entero, intercalará atendibles valoraciones acerca de las necesidades vitales de la actualidad. En la catarsis (¿personal? ¿colectiva?) se destruirá la imagen artifi- ciosa que disfraza la verdad. Sutil intención de ambigüedad. ¿Hasta dónde fijar las culpas individuales? ¿Hasta dónde las sociales? Cuando ella grita: «Hay que acabar con todo, hay que limpiar el fango y la mierda y dejar los escenarios deslumbrantes. Hay que encontrar la pureza de la vida y depurar, depurar y depurar», Estorino nos lleva al punto climático donde el sarcasmo asume la gravedad de las sentencias irrefutables. Y de hecho nos devuelve, como un espejo, las palabras de Esteban desde el segundo acto de La casa vieja; la observación de Rosa en El robo...; la voluntad de Pastora en La dolorosa historia...; la repulsión de Tavito en Morir del cuento. El círculo temático obsesivo —el hallazgo de una integridad ética, tan caro a Ibsen— parece cerrarse en estos personajes tan asediados por el desamor y la soledad, que se conforman tan sólo con un poco de solidaridad. Éstos son, en fin, los pasadizos de una obra total que, desde una cubaní- sima sensibilidad, quiere desbrozar el camino hacia lo inextricable de la con- dición humana. Estorino nos proporciona las pistas y llaves maestras que, al menos, esclarecen el destino del Hombre en sus circunstancias epocales. Su dramaturgia, como la de Milanés, Luaces y la Avellaneda, Ramos y Piñera, estremece y tensa en el tiempo las fibras de un sentimiento de identidad bajo ese sol perpetuo y terrible de la tierra cubana.27 encuentro homenaje a abelardo estorino M iembro de un jurado literario (el premio del Caribe y Cayenas), me encontraba en la isla de la Guadalupe durante una recepción oficial, cuando tuve la suerte de entablar conversación con la señora Alvina Ruprecht. Periodista y traductora residente en el Canadá, la señora Ruprecht es una buena conocedora de la litera- tura cubana. Fuimos pasando de un tema a otro, y surgió el nombre de Abelardo Estorino con respecto a una obra titulada Los mangos de Caín. El entusiasmo de la traductora por esa pieza de teatro me pareció tan fuerte y sincero que manifesté, a mi vez, el deseo de leer la obra en cues- tión. La señora Ruprecht prometió enviármela. Fue así como un buen día llegó a mis manos Los mangos de Caín. Mi primera sorpresa: había creído que se trataba de una obra escrita recientemente por el autor. Grave error: compuesta en 1964, la pieza fue estrenada en el teatro del Colegio de Arquitectos de Cuba en 1965. En esa fecha, yo vivía en La Habana, pero, el rodaje de un filme me alejó, por un tiempo, de la actividad teatral. Mi segunda sor- presa se produjo al leer el texto treinta y ocho años más tarde y comprobar que el tiempo no había dejado el menor rastro sobre esa obra. Todo lo contrario: la actua- lidad de Los mangos de Caín es más fuerte hoy que ayer: signo muy claro de su importancia extra temporal. Demos un salto en el pasado para mejor situar el con- tenido de la pieza. Los años 60 marcaron el apogeo de lo que Genevieve Serrau catalogó, con aguda visión de la publicidad,como «teatro del absurdo». Beckett, Ionesco, Adamov, Arrabal pasaban de la sombra y la estrechez de las pequeñas salas de la Rive Gauche, a los lujosos teatros vecinos del Boulevard. Como residían en Francia y escri- bían, todos, en francés, esos autores eran, desde el punto de vista generacional, contemporáneos del polaco Gom- browicz, que vivió durante varios años en Buenos Aires, y del cubano Virgilio Piñera, quien, a su vez, residió, por un tiempo, en la capital de la Argentina. Ambos escritores Encuentro a través del tiempo Eduardo ManetNext >