< Previous«…un mundo desordenado en que el deseo confunde los lenguajes y rige el espíritu —la ciudad es selva—». Pero la respuesta del poeta a su propia pre- gunta, «¿Qué es lo que falta / que la ventura falta?» es otra: […] Como liebre azorada, el espíritu se esconde, trémulo huyendo al cazador que ríe; cual en soto selvoso, en nuestro pecho; y el deseo, de brazo de la fiebre, cual rico cazador recorre el soto. Me persuade Roberto de que esta breve alegoría del deseo persiguiendo el espíritu recuerda la temática inicial de la Divina Comedia , y, además, que la ale- goría es ya moderna precisamente no por la risa, sino carcajada, que caracteri- za a los tiempos de gorja y rapidez. Pero revisándolo en cámara lenta, se nota que la escena de esta escritura no es la ciudad, sino el pecho, nuestro pecho, donde se reúnen el espíritu y el deseo, aunque en plan de antagonistas des- iguales. El que la ha mudado a la ciudad no es Martí, sino Roberto mismo. Esta misreading, lejos de ser un error, esboza el arco, no tanto de la lira de Paz, sino el «arco oscuro» del «Fantasma colosal» que es de —y que es en sí mismo— Heredia, desde «En el teocali de Cholula», que acabo de citar. Por- que es el Romanticismo latinoamericano, más precisamente herediano, y por lo tanto cubano, cubanísimo (contrastado con la ideología del progreso de Bello), el que crea ese escenario interior del yo escindido en sí, entre el triun- fo y el terror de lo sublime: división que Heredia suele proyectar como sepa- ración de los demás, como solitario. Ese solitario lo encontró Martí, por ejem- plo, en «Niágara», y de esa escena de la instrucción sacó el cazador, revisado irónicamente en «Amor de ciudad grande». Así lo retrata Heredia: Al golpe violentísmo en las peñas Rómpese el agua, y salta, y una nube De revueltos vapores Cubre el abismo en remolinos, sube, Gira en torno, y al cielo Cual pirámide inmensa se levanta, Y por sobre los bosques que le cercan Al solitario cazador espanta. Por sobre los bosques, donde Vitier se concentra en el recuerdo de las pal- mas, Martí, creo yo, aprendió del maestro la honradez del espanto, y ensayando de homenaje y discusión el diálogo crítico, ha sabido repetir la lección en voz propia, al decir, al final de su poema: «¡Tomad! ¡Yo soy honrado, y tengo miedo!». Andrew Bush 38 encuentro homenaje a roberto gonzález echevarría39 ¡ A hí estaba el libro! ALEJO CARPENTIER: THE PILGRIM atHome. Había sido publicado por la imprenta de la Universidad de Cornell en 1977, dos años atrás, y des- pués de dar vueltas por la Casa de las Américas, me llega- ba el turno de leerlo. Hoy ya no tanto, pero entonces Carpentier era para mí un escritor muy especial, quizás único. Y eso no sólo porque El reino de este mundo era una novela histórica muy distinta a otras de su género, ni tam- poco porque viera en Viaje a la semillay El acosoexperi- mentos formales que anunciaban las novelas del boom. Era, principalmente, porque atraído por la espectacular historia del Caribe, yo buscaba en la novela de la región referentes comunes que me permitieran establecer la existencia de un canon pan-caribeño. Las novelas de McKay, Roumain, Alexis, Harris, Rhys, Reid, Naipaul, Hearn, Selvon, García Márquez, Lezama, Cabrera Infan- te, entre otras, participaban en mi investigación. Pero era la obra de Carpentier, y sus conexiones con el movimien- to africanista y el surrealismo, la que mejor alumbraba mi búsqueda. De Roberto González Echevarría, el autor del libro, nada había leído y poco sabía: un joven profesor de ori- gen cubano que acababa de organizar en Yale un simpo- sio sobre Carpentier con la presencia del escritor. Ni siquiera sabía que había estado en Cuba. Naturalmente, la primera lectura que hice del libro me desconcertó. Digo «naturalmente» porque acostumbrado a leer críticas de tipo unitario, donde la participación del autor en el acontecer sociopolítico era aplicada como un injerto a su obra literaria y ésta se desarrollaba previsible y coherente- mente según lo dictara aquélla, The Pilgrim at Home se me había escapado de entre las manos como un pájaro. Allí no había un solo Carpentier; había muchos, y sí, por supuesto, el libro estaba magníficamente escrito y me había ofrecido una gran cantidad de información. Pero encuentro homenaje a roberto gonzález echevarría Notas personales sobre El peregrino en su patria Antonio Benítez Rojodebido a mi escasa experiencia como crítico literario y a mi ignorancia de las últimas corrientes del pensamiento, no pude apreciar entonces que aquellos juicios, que a veces parecían divergir más que converger sobre la obra car- penteriana, correspondían a una nueva manera de leer, esto es, la manera posestructuralista, de la cual no sabía siquiera de su existencia. No obstante, al entregar el libro a la biblioteca de Casa de las Américas, tuve la impresión de que alguna vez volvería a encontrarme con él. Más aún, de que alguna vez llegaría a descifrar las claves de aquel evasivo proyecto. Ocurrió, sin embargo, que tuve oportunidad de conocer a Roberto antes de volver a leer su libro. Nuestro encuentro fue fugaz, apenas un estrechar de manos durante una conferencia del Consejo de Nueva Inglate- rra para los Estudios Latinoamericanos que tuvo lugar en la Universidad de Dartmouth en el otoño de 1980. Nuestro segundo encuentro fue en la Uni- versidad de Pittsburgh, donde yo enseñaba cursos de verano. Almorzamos juntos y hablamos mucho de Cuba, de la literatura caribeña y de Carpen- tier y otros escritores. Vi su presencia en Pittsburgh —debía corregir las pruebas de un número de Latin American Literary Review que había edita- do— como un buen augurio. Días antes, Alfredo Roggiano, profesor en la universidad y editor de la Revista Iberoamericana, me había invitado a des- ayunar para conocer mis planes futuros. Al ver que no tenía otro que fuera escribir lo que pudiera y esperar pasivamente a que otras universidades me invitaran como profesor visitante, Roggiano me miró con lástima. ¿Cómo pensaba ganarme dignamente la vida si de la literatura sólo vivían tres o cuatro estrellas de las letras latinoamericanas? Desde ahora me decía que debía olvidarme de que era un escritor. Como tal, sólo conseguiría esporá- dicas invitaciones de las universidades por uno o dos semestres, y un año estaría en Texas, otro en Míchigan, otro en Virginia, y así. ¿Acaso no me había reunido con Hilda y mis hijos —entonces anclados en Boston— para llevar una vida de familia? Lo que debía hacer era tratar de conseguir una posición fija en alguna universidad, una posición con permanencia. Y la única manera de lograrlo era escribiendo ensayos inteligentes de crítica literaria, presentando ponencias en simposios y congresos, escribiendo reseñas, es decir, dejar de ser un escritor durante algunos años y convertir- me en un crítico académico. Un poco amoscado, respondí que nada sabía de la crítica académica y no veía siquiera cómo empezar a aprender. Ade- más, tenía dos novelas en la cabeza y una de ellas me parecía importante. Pero según Roggiano, lo importante era precisamente no escribirlas ahora. Al día siguiente, me dio un sobre manila: contenía la bibliografía que exi- gía a los estudiantes de su curso de crítica literaria y un curriculum vitae. Debía leer todos aquellos libros y tomar como modelo la hacendosa vida intelectual del profesor de literatura hispánica que más prometía en todo el mundo académico norteamericano. El curriculum vitaeera el de Roberto González Echevarría. Muy halagado me sentí cuando Roberto me escribió que había incluido El mar de las lentejas en su curso sobre la novela hispanoamericana. Me invitó Antonio Benítez Rojo 40 encuentro homenaje a roberto gonzález echevarría41 a Yale en el otoño de 1981 para que fuera a su clase y participara en la discu- sión de la novela. Desde esa fecha nuestra amistad se estrechó y debo a él una constante ayuda que llega hasta el día de hoy. No obstante, nunca le he dicho que me sirvió de modelo para avanzar en mi nueva profesión, aunque en nuestro caso la competencia es como la paradoja de Zenón de Elea sobre Aquiles y la tortuga: por mucho que uno corra, jamás alcanzará a Roberto, cuyas últimas distinciones son un doctorado honoris causade la Universidad de Columbia y un asiento en la Academia de Artes y Ciencias de los Estados Unidos. Pero aquí no se trata de reflejar los logros de mi amigo sino de hablar de The Pilgrim at Home. Y a estos propósitos diré que me enfrenté de nuevo con el libro en 1984. Para esa fecha, mi situación había mejorado con- siderablemente. Enseñaba en la Universidad de Amherst desde el año ante- rior y si publicaba un libro de crítica, podía obtener la permanencia en 1987. Para entonces había leído toda la bibliografía que me había dado Rog- giano y un montón de libros más. En realidad, la primera mitad de los 80 fue una pesadilla para todos aquellos que, como yo, aspiraban a desenvolver- se en el campo de la teoría literaria. El estructuralismo, la semiótica, la críti- ca arquetípica y la psicoanalítica todavía estaban en pie, si bien el posestruc- turalismo, la crítica lacaniana y la filosofía de la posmodernidad y los estudios de género ganaban adeptos velozmente en la vanguardia académi- ca. Recuerdo que me pasaba leyendo, subrayando y tomando notas hasta donde me alcanzara el tiempo, incluyendo el de dormir. El caso es que mientras daba inicio al proyecto que años después habría de ser La isla que se repite, no podía deshacerme de la presencia de Carpentier. Era como si el fantasma del escritor me hubiera poseído, impidiéndome interpretar la lite- ratura y la cultura caribeñas de otro modo que no fuera el sugerido por él. Había hecho mío el pensamiento de la posmodernidad, y lo había hecho orgánicamente, a partir de mis propias intuiciones y del conocimiento acu- mulado a través de mis lecturas. Sin embargo, tratándose de Carpentier, mi mente iba por un lado y mis emociones por otro. Por otra parte, dado su peso en la literatura caribeña, no podía prescindir de sus obras en mi libro. Fue entonces que leí el ejemplar de The Pilgrim at Homeque me había envia- do Roberto en 1982. Decir que esta lectura fue un exorcismo, sería un lugar común. Fue todo lo contrario: un banquete donde cada obra de Carpentier se saboreaba como un plato distinto; más aún, a veces, como si éstos hubieran sido preparados por cocineros distintos. Además, me di cuenta de que, publicado en 1977, el libro había sido el primero que discutiera la obra de un escritor latinoameri- cano desde un punto de vista posestructuralista. La crítica resultante no era ni positiva ni negativa. Si bien descubría las numerosas discrepancias del escritor con su propia obra, de su retórica más o menos oportunista vis-à-vis su monumental significación literaria, The Pilgrim at Homeme resultó un libro canónico, un clásico que respondía a una manera de pensar que se bur- laba serenamente de la inutilidad de ciertas búsquedas: la identidad, los orí- genes, el reencuentro del ser dividido, el esencialismo de raíz spengleriana, Notas personales sobre El peregrino en su patria encuentro homenaje a roberto gonzález echevarríael existencialismo del transculturado, el carácter cíclico de la historia, entre otras máscaras, algunas de las cuales el propio Carpentier descubría en su obra. Está de más decir que los comentarios que hice en La isla que se repite sobre Los pasos perdidos, Viaje a la semillay Concierto barrocodeben mucho a las observaciones de Roberto, como se desprende en algunas de sus notas. Pero no soy yo solo quien ha tomado The Pilgrim at Homecomo parte de una base teórica, en primer lugar está Roberto mismo, cuya obra crítica sobre la litera- tura latinoamericana descansa sobre este magnífico libro que, publicado ahora por Gredos, me acaba de llegar con el título de Alejo Carpentier: el pere- grino en su patria. Antonio Benítez Rojo 42 encuentro homenaje a roberto gonzález echevarría Cuando falla la memoria, A/L, 107 x 107 cm., 1997.43 A cepté con alegría la invitación de roberto a leer su nuevo ensayo, Calderón, Carpentier y la cosmografía barroca, preparado para el Seminario Internacional que conmemora el centenario de Alejo Carpentier en la Univer- sidad de Santiago de Compostela. Alegría y nostalgia, por- que había leído las obras de Carpentier por primera vez con Roberto hace más de treinta años, cuando comenzaba mis estudios doctorales, y él, su ilustre carrera docente (1971-1977) en la Universidad de Cornell. Aunque había leído antes las comedias de Calderón, fue con Roberto y su esposa Isabel que mi esposo y yo vimos por primera vez puesta en escena una representación de La vida es sueño, en Cornell. Fue una ocasión memorable, no sólo por la exce- lente dirección de la obra por el profesor de drama, Marvin Carlson, sino también porque sobresalía un joven actor, Christopher Reeve, que hizo el papel de Segismundo. Al tomar en cuenta el tiempo transcurrido desde los pri- meros años de los 70 hasta el actual, es decir, desde los años de ser estudiante de Roberto hasta ejercer la docencia a su lado en Yale, me animé a leer estas últimas reflexiones suyas sobre obras a las cuales había contribuido con estudios que aún no han sido superados. En el caso de Calderón, pienso en dos trabajos de Roberto: «El “monstruo de una especie y otra”. La vida es sueño, III, 2, 725» y «Las amenazas en Calde- rón. La vida es sueño, I, 303-308». El primero de éstos refor- mula muchas de las ideas de su tesis doctoral pero «desde una perspectiva muy diferente y esencialmente personal». Ambos están incluidos en su La prole de Celestina: Continuida- des del barroco en las literaturas española e hispanoamericana (Colibrí, 1999). En cuanto a Carpentier, me refiero a su «Historia y alegoría en la narrativa de Carpentier», última- mente recogido, para gran satisfacción de Roberto, en la importante antología Ensayo cubano del siglo XX (Fondo de Cultura Económica, 2002), y su sin par Alejo Carpentier: The Pilgrim at Home, de 1977. Esta obra magistral salió en espa- ñol en México en 1993 bajo el título Alejo Carpentier: el pere- grino en su patria, y aparecerá ahora en una nueva edición en español, que prepara Gredos, de Madrid. encuentro homenaje a roberto gonzález echevarría El arte crítico Rolena AdornoEl pasado y el presente se reunieron en la tarea que me esperaba. El nuevo ensayo me obligó a dos lecturas y media, si no tres, por la densidad conceptual de su prosa crítica. El estilo de Roberto es engañoso porque detrás de la clari- dad y sencillez de su sintaxis —las frases brillan por su aparente diafanidad— hay una condensación formidable de ideas. La única advertencia al lector sobre este punto son sus ocasionales frases aliteradas, como «elástica y elusiva», «vérti- ce y vórtice», «definitiva y definitoria», que demandan una segunda lectura, o cuando en una muestra de virtuosidad y vertiginosidad (palabras mías, no suyas), elabora una catarata de todas las posibilidades pertinentes del significa- do de alguna palabra clave en el texto que analiza. Ésta es su acostumbrada escapada barroca, pero en su propio discurso cultiva un clasicismo renacentista y arquitectónico. Por «arquitectónico» quiero decir que el lector puede apre- ciar el ensamblaje de su obra, no porque haya restos de los andamios en la superficie de su texto, sino porque la forma sólida y coherente en que le da se caracteriza por simetrías. Y estas simetrías arquitectónicas son a la vez concep- tuales y estéticas. Al leer a Roberto se aprende y se disfruta de la lección. El amor al lenguaje y a la literatura son sus valores fundamentales. Roberto deja atónitos a los estudiantes que pasan su examen de grado cuando, para ilustrar su pregunta, recita de memoria poemas de cualquier siglo y género de la tradición hispana. Los versos —heptasílabos, octosílabos, endecasílabos— los guarda en la memoria, que es decir, como escribió El Inca Garcilaso de la Vega, «en el corazón» (Comentarios reales de los Incas, lib. 1, cap. 15). Este amor a la literatura también se nota en la redacción de sus ensayos. Suele dividirlos en apartados numerados encabezados no por títulos en prosa sino por epígrafes poéticos. Esto no es un detalle cualquiera; es su manera de llevar a la práctica su convicción de que la literatura sea no sólo portadora de formas estéticas, sino también formuladora de ideas filosóficas. La calidad de su crítica demuestra la certidumbre de su afirmación al respecto. Y con la crítica de Roberto no sólo se disfruta de la lección sino también se aprende . El caudal de conocimientos que lleva consigo y que adquiere incansablemen- te es otra de sus tendencias críticas. Muchas veces ha dicho que su aprendizaje como piloto le ha reforzado la idea de que hay que saber todo lo que pueda ser pertinente al objeto de estudio. Puede ser, pero como conozco a Roberto desde antes de hacerse piloto, puedo certificar que su afán y su inquietud por saber todo cuanto pueda es una costumbre muy antigua en él. (Se nota, inclu- so en las fotos con su madre, cuando bebé, la chispa de la curiosidad —sin duda, por el aparato mecánico que se dirige hacia él— que brilla en sus ojos). Son sus propias inquietudes intelectuales las que aseguran su extraordinaria vitalidad como crítico. La aviación es efecto, no causa, de la necesidad del saber y de la disciplina que lo caracterizan. El nuevo ensayo de Roberto que ha provocado esta breve reflexión con- densa los frutos de sus años de estudio sobre las obras de Calderón y Carpen- tier y los lleva más adelante. Plantea la tesis de que Calderón en el siglo xviiy Carpentier en el siglo xxse aproximaron en su arte al impacto de los nuevos descubrimientos cosmográficos de sus respectivas épocas. Explora cómo en Rolena Adorno 44 encuentro homenaje a roberto gonzález echevarría45 tiempos de revelación, transición e incertidumbre, Calderón y Carpentier registraron sus meditaciones sobre las nuevas leyes generales que regían el mundo físico en relación con el destino y los deseos humanos. Demuestra cómo en el caso de ambos autores, pero de modos diferentes, el afán por la problemática hombre/universo tuvo su origen en la cosmología y su efecto poético en la alegoría. Pero sería injusto reducir su magnífico ensayo a la sim- ple reiteración de su tesis. Lo que quiero recalcar no es el contenido de su estudio, sino el modo de trabajar de Roberto. Muchas veces hoy en día el lector de crítica literaria tiene una experiencia incompleta: se queda con el argumento del crítico pero se pierde la obra lite- raria. Esto no pasa con la práctica crítica de Roberto. Sabe convertir un solilo- quio o una escena de novela en la clave de su propio desciframiento. Convier- te esas estrofas o esa escena novelística en imágenes únicas que brillan cuando Roberto las traslada a su propio texto y las pone de relieve. Las abre y las descifra; revela al lector el conjunto de ideas estéticas y filosóficas allí con- densadas. Lo hace, además, con una extraordinaria sensibilidad por lo visual, y sabe dejar clavada en la memoria del lector la visualización de la imagen. (Así se nota su aprendizaje crítico en, y su pasión estética sobre, el barroco). Con maestría y aparente facilidad, Roberto capta pero no traiciona, libera pero sin reducir, la inefabilidad de la obra literaria que existe en el espacio- tiempo que une el texto al lector. El don crítico de Roberto —y es realmente un don, un arte— es animar al lector a volver una vez más a la obra literaria. Más de treinta años después, sigue animándonos a hacerlo. «Más de treinta años después» no es el momento para la nostalgia, sino para la alegría. El arte crítico encuentro homenaje a roberto gonzález echevarríaWhere a boy In the listening Summertime of the dead whispered the truth of his joy To the trees and the stones and the fish in the tide. Dylan Thomas Poem in october L o que privilegia la obra del ensayista cubano Roberto González Echevarría es el juego. Ahí hallo el axis. La ruta y el mito, su prole: la voz de un muchacho que murmura la verdad de su gozo —como sugiere Dylan Thomas—. Trataré de argumentar esta opinión. Dos pala- bras exigen deslinde: juego y muchacho. ¿Por qué las tomo como guías? ¿Qué encierran y expanden a los efec- tos de la caracterización? ¿Cómo se avienen a una persona cuyas máscaras, por su ilustrado lustre, aparentan estar a mil millas de las dos flechas? Claro que juego es libido, gozo. Pero implica algo más, conduce a la analogía del juego con la creación artística, que Kant precisa siguiendo a Aristóteles. Su atracción está en sí mismo, en el placer que genera, en el refuerzo de las energías vitales. Poner las fibras a plenitud —como dice Schiller— es un estímulo único. Su contextualización rebasa la estética romántica, es intemporal e independien- te —aunque siempre se desee ganar— de sus resultados inmediatos; aunque no debe oponerse al trabajo, pues tiene su lado coactivo, reglas a cumplir, como los «juegos lingüísticos» de que habla Wittgenstein. Mi impresión —¿por qué no confiar en las impresio- nes?— es que las estrategias por las que Roberto González Echevarría opta en sus escritos privilegian lo lúdico. Ello supone un placer en el ejercicio de su profesión como crí- tico literario, dentro de un género donde hay consenso en considerarlo parte de la literatura y no derivado, creación y no consumo, o mejor —bajo la ambigüedad posmoder- na— reformulación de un objeto verbal. ¿Acaso no habla 46 encuentro homenaje a roberto gonzález echevarría Un buen jugador José Prats Sariol47 Lyotard acerca de que todo mensajeno es más que language games ? En suma y multiplicación: cada texto que musicalmente compone sobre otro texto es un juego. Y uso el presente histórico para precisar una labor que se extiende por más de treinta años. Le gusta lo que hace, tan sencillo. Deconstruye —lee sous rature — y sesga de nuevo, tan difícil... Y aquí llegan las rigurosas reglas del juego, cuyo cumpli- miento estricto asume y ejemplifica desde que se doctora en Yale University en 1970 con una tesis sobre La vida es sueño. Tales requisitos, evidentemente, son los que permiten un juego de epistemología literaria o de béisbol, de ajedrez o de exégesis alusiva. El campus universitario en el que crece y vive le enseña e impone, lo convierte enseguida en un receptor-transmisor de tradiciones. Pero a la vez, desde luego, le abre los vicios inherentes a la profesión. Entra entonces más diáfana su primera cualidad. El juego —¿ipseidad?— lo salva de los vicios académicos, lo distingue dentro de la masa de profesores, mucha veces más atentos al ridiculum vitaeque al logro de conocimientos y a la implícita satisfacción que trae consigo. Desde este ángulo bastaría con citar su Alejo Carpentier: El peregrino en su patria para argumentar cómo sabe elucidar sin que los fárragos —¿podrían llamarse situacionales?— le lastren la indaga- ción, porque busca desentrañar y entrañar las novelas del enorme escritor, aprender hasta los «últimos viajes del peregrino», llegar «al Palacio de las Maravillas, donde, en un simposio perpetuo sobre sus obras, pasaremos juntos el intervalo de la eternidad». Cuando leo The Voice of the Masters. Writing and Authority in Modern Latin American Literature(al fin, el pasado año salió en español, por la cubano- madrileña editorial Verbum), participo en un maratón cuya meta no está, por cierto, frente al anuncio de que los participantes se han ganado una beca u obtenido un grado científico, han cumplido el plan del año académico o reci- bido una toga violeta... Sin excluir los estímulos paralelos, o a veces para lelos —la distinction , como enseña Pierre Bordieu—, se disfruta de la carrera por- que se corre en ella, porque hace sentir fuerte y estimula a nuevas caminatas por los textos que allí estudia, a partir de Arielde José Enrique Rodó, mucho antes (el copyrightes de 1985, University of Texas Press) de que se pusiera de moda la revalorización del escritor uruguayo, a partir de más sensatas lectu- ras, sin los calibanismosaldeanos y las demagogias marxistoides que acompleja- damente buscan la identidad, deprecian al ensayista bajo el mote de extranje- rizante y bajo el disparate —igual ocurre con José Martí— de meterlo en una suerte de invernadero donde el tiempo no pasa, donde lo que quizás fue váli- do para su época se quiere extrapolar a la nuestra. Y aquí sí me parece que debo usar el pretérito indefinido y no el presente histórico... La cualidad de Roberto González Echevarría como precursor —Ariel es sólo un ejemplo— también debe enlazarse al juego. Una curiosa interdepen- dencia entre agudeza e ingenio —claro que hay una programación genéti- ca— arma sus indagaciones con exactos antídotos contra las plagas que Octa- vio Paz, cáusticamente, clava en la vitrina ornitológica, cuando en La otra voz. Poesía y fin de siglo , advierte: «El reciente auge de la industria universitaria de Un buen jugador encuentro homenaje a roberto gonzález echevarríaNext >