3 EDITORIAL encuentro Tal como habíamos anunciado en el número anterior, Encuentroha reestructurado las funciones de su equipo de redacción. Al salir Rafael Rojas de la codirección para dedicarse a su año sabático en la Universidad de Columbia, queda como Director Manuel Díaz Martínez. Permanecen en el Consejo de Redacción Jorge Luis Arcos, Elizabeth Burgos, Pablo Díaz Espí, Josefina de Diego, Carlos Espino- sa, Antonio José Ponte, Raúl Rivero y Pío E. Serrano, más vinculados al día día de la confección de cada número, en estrecha coordinación con Luis Manuel García, Jefe de Redacción. El trabajo de ese Consejo se verá reforzado por un Comité Editorial, de carácter consultivo, compuesto por especialistas de primera línea que han estado siempre cerca del trabajo de la revista y colaboran en ella desde su fundación: Eliseo Alberto, Rafael Alcides, Víctor Batista, Velia Cecilia Bobes, Manuel Desdín, Cristóbal Díaz Ayala, Damián Fernández, Roberto González Echevarría, Carmelo Mesa-Lago, Enrique Patterson, Gustavo Pérez Firmat, Marifeli Pérez-Stable, Rafael Rojas y Enrico Mario Santí. Este Comité nos brindará una ase- soría indispensable en las materias de su especialidad y contribuirá a la incorpora- ción de nuevos colaboradores y propuestas para las diversas secciones de la revis- ta, así como a la representación de Encuentroen importantes foros. Esperamos que la nueva estructura nos facilitará continuar avanzando en nuestro proyecto: constituir un diálogo diverso en torno a los asuntos cubanos. Buena parte de este número trata acerca de la memoria histórica, de cómo se recuerda el pasado y de cuáles presentes postulamos para recordar. Dos importantes hechos permiten estas reflexiones: las reuniones celebradas en la Biblioteca Nacional en 1961 entre la dirección política de la Revolución y un numeroso grupo de actores culturales, en las que se sentaron las pautas de la política cultural revolucionaria y, por otra parte, la protesta de escritores y artis- tas ocurrida en Cuba durante los últimos meses. La relación entre ambos episo- dios se ha hecho visible tanto en las peticiones de esos intelectuales como en la respuesta oficial recibida por estos. Aluden ambos grupos al documento final del encuentrode 1961 (Palabras a los intelectuales, de Fidel Castro), y si unos ven en él una fórmula justa, para otros representa el inicio de la política de exclusio- nes imperante desde entonces. Los resultados de una política así pueden percibirse en el modo en que ha sido administrada la memoria de aquella reunión: sumamente divulgado el dis- curso de clausura de Fidel Castro, hasta ahora se han mantenido en secreto las Editorial4 EDITORIAL encuentro intervenciones de artistas y escritores que lo antecedieron. Queda, de un hecho, solamente la versión que interesa conservar. El resto se juzga olvidable y, tras la sentencia final del poder, pareciera que los pormenores del juicio no merecen un sitio en la memoria. Las palabras de los intelectuales han sido sobreescritas por las Palabras a los intelectuales. En un momento en que se vuelve, dada su actualidad, sobre este punto del pasado, resulta indispensable la recuperación de las voces silenciadas, contar con el testimonio del mayor número de participantes, no necesariamente coinci- dentes, y disipar las pretensiones de una sola versión. Hallar, donde sólo parecía existir monólogo, los diálogos. Este número de Encuentro de la Cultura Cubana incluye un Especial dedicado a la situación de los intelectuales cubanos frente al poder, y se desarrolla en dos tiempos: el primero, centrado en las reuniones celebradas en 1961; el segundo, en las recientes protestas denumerosos inte- lectuales. Hablan en el primero las voces silenciadas hasta ahora. Lo mismo que en los copiosos mensajes electrónicos de estos últimos meses, escuchamos las palabras de los intelectuales. Prestar atención a esas voces, las de ahora y las de hace 46 años, constitu- ye un paso más en la recuperación de la memoria histórica cubana. Esclarecer el pasado nos permite afrontar mejor las incertidumbres de hoy y de mañana.5 R ené portocarrero nunca fue un hombre común, pero su conducta aquella tarde resultó un paso más allá de lo habitual. Desde el primer momento, supe que era alguien cerca- no, pero no logré acordarme de él ni siquiera después que se acercó a la mesa del café al aire libre en medio del puerto, donde yo estaba sentado con mi esposa, y me dijo: «Me alegro de verte otra vez», tras lo cual, con aquella expresión suya tan peculiar, se marchó. Lo conocí tres décadas antes. Portocarrero asistía a casi todas las jornadas del torneo internacional de ajedrez que a principios de los años 60 comenzó a celebrarse en La Haba- na, en homenaje a José Raúl Capablanca. Casi siempre de pie, inamovible, a pesar de las sillas vacías alrededor del rec- tángulo de cordones que separaba a los espectadores de los maestros. A veces, se sentaba frente a los tableros murales que reproducían las partidas sin hacer comentarios. Cuan- do ocurría algo fuera de lo común y se producía una excla- mación colectiva miraba extrañado. Logré que tuviera acceso a la sala de análisis del torneo, donde los participantes se sentaban a comentar sus partidas. El lugar estaba escondido del público, pero sus mesas priva- das, con tableros empotrados y majestuosas piezas Staunton, dulces y refrescos, estaban al alcance de los autorizados. Luego, supe que apenas entendía lo que pasaba, o, al menos, su comprensión no era del nivel al que yo estaba habituado. Lo que realmente conoció del ajedrez lo reser- vó en privado. Su pasión pública por el juego resultó conocida cuando confesó, en una entrevista, que en lugar de pintor hubiera querido ser ajedrecista. Su presencia en el lugar exclusivo para los maestros fue esporádica y poco se hacía notar. Alguna que otra vez, fue a comer algún dulce. A veces, se detenía frente a dos participan- tes que comentaban lo ocurrido sobre el tablero esa jornada. En una ocasión, la única, terminó sentado frente a un invitado al torneo que le explicaba con diligencia propia de los grandes maestros las volteretas tácticas de una batalla recién concluida. encuentro Encuentros a ambos lados de la ribera Miguel A. SánchezPara ese tiempo, Portocarrero estaba al tanto de que yo conocía sus escasas habilidades para el juego, pero apenas se dio por enterado de mi asombro al verlo en el insólito papel de seguir como un conocedor los comentarios del campeón de Suecia, Gedeón Stahlberg. Cualquier otra persona hubiera hecho un gesto con los hombros, o los ojos, como diciendo: ¿Qué puedo hacer? No él. Quizá estaba allí atendiendo las explicaciones de su anfitrión, pues fue el único a mano al que Stahlberg pudo acudir para explicar lo ocurrido en su partida. Luego, tuve la sospecha de que se habían conocido en el bar del lobby del hotel Habana Libre, donde Stahlberg dejó su impronta. En todo caso, fue el rol que el destino le deparó en ese instante específico y, como tal, lo asumió sin extrañarse. Al andar de los años, me pidió que reelaborara para él, bajo cierto forma- to, un texto con la historia del ajedrez, para ilustrarlo con sus dibujos. Resultó una colaboración inconclusa. Sin darle explicaciones, me marché de Cuba la madrugada del 17 de junio de 1980 en un vuelo a Moscú. Nunca retorné. Cierta vez, le pregunté por qué amaba tanto un juego que casi no com- prendía; me respondió que estaba seguro de haberlo dominado con maestría en un pasado que le resultaba distante, pero familiar. EL DRAGÓN Tal confesión me llevó al territorio particular de otro amigo de entonces, Oscar Hurtado. Oscar elaboró una teoría de posibilidades. «Pero tiene que haber sido hace muchos siglos, tal vez en sus orígenes», ya que no conseguía vincular una vida previa de Portocarrero cercana en el tiempo. Eso lo mantu- vo ocupado a ratos. «Estoy convencido», me dijo, de «haber descubierto a Portocarrero en una pintura magna de Florencia», pero, luego, descartó esa posibilidad. Otra vez, indagó sin éxito el rostro del pintor en «El entierro del Conde de Orgaz». Creo que se cansó; en definitiva, no era para tanto, al menos eso daba a entender con sus expresiones. Oscar tenía tantos relatos fantásticos en su mente que le era casi imposible retornar a uno que había dejado atrás. Tras su aparente desinterés había un secreto que no descubrí sino treinta años después. En realidad, un Portocarrero viajante por el tiempo le interesó mucho más de lo que dio a entender. Hoy, casi nadie recuerda a Oscar en Cuba, pero en su época, los años 60, era el «platillólogo» de la Isla, el decano de temas sobrenaturales; el padre de la historia de que Sherlock Holmes había vivido hasta los 103 años gracias a la jalea real, el creador de una colección muy popular de libros, Serie del Dra- gón, y el que puso juntos los mejores Cuentos fantásticosen una obra. Oscar estaba convencido de que los extraterrestres eran los causantes de la rápida evolución del hombre 5.000 años atrás, uno de los escasos temas a los cuales volvía de manera incesante. Supoemario La ciudad muerta de Koradfue un vaticinio del destino de La Habana, como si una percepción extratemporal le hubiera permitido adelantarse al tiempo y observar las ruinas desde esa atalaya privilegiada. Miguel A. Sánchez 6 encuentro7 Oscar resultaba tan enigmático como las propias dimensiones en que se movía. «Gigante entrañable», lo recordó Guillermo Cabrera Infante. Si algu- na vez se hubiera escondido un marciano en La Habana, todo el mundo hubiera señalado la casa de Oscar como el sitio donde se refugiaba, o incluso lo habría identificado con el personaje venido del espacio. Su apariencia estaba llena de contrastes. De vuelta de Nueva York en 1959, pronto se encontró, debido a su tamaño, sin ropas en Cuba, algo que parecía preocuparle poco. Su calzado se limitaba a un par de tenis que algún amigo le trajo del extranjero, pues tenía unos pies enormes, mientras que los pantalo- nes, a fuerza de tanto lavado, le quedaban cortos. Era la figura de un payaso imponente, pero, en todo caso, de uno culto y desconsolado. Conversar horas y horas era su mejor defensa contra la frustración. Su reino no era éste. Los hijos recién nacidos de sus amistades provocaban en él una curio- sidad y atención inusuales, de manera especial los de su amigo, el dibujante Her- nán Henríquez, que puso a sus vástagos los nombres de los dos satélites de Marte: Fobos y Deimos. Oscar estaba convencido de que los hijos gemelos de Hernán se comunicaban entre sí mediante un lenguaje secreto que trató de descifrar. Si Oscar y Portacarrero eran almas vagabundas de otros tiempos, poco hicieron por hacer públicas sus aventuras. Al menos, es lícito preguntarse de dónde provenía la asombrosa cultura de ambos, cuando ninguno tenía forma- ción profesional. Los dos eran autodidactas, pero quién sabe de cuántos siglos. Cuando Oscar falleció, un solo escritor se levantó entre todos para rendir- le homenaje escrito, Manuel Díaz Martínez en La Gaceta de Cuba. «La Muerte del Dragón», escribió Manuel en una despedida llena de intensidad humana. El Dragón ejercía fascinación sobre Oscar, no por lo de animal mitológico, sino porque era la interpretación de los antiguos sobre la guerra que libraron sobre el cielo de nuestro planeta los guerreros del espacio. Muy pocos fueron a su entierro, en una esquina apartada del cementerio de Colón, pero lo que sucedió aquella tarde no debiera extrañarle a nadie que conociera a Oscar. «Todo se puso negro de repente, con muchos relám- pagos y truenos», recuerda Hernán Henríquez, que estuvo junto a Évora Tamayo, la compañera de Oscar, y un pequeño grupo de íntimos. «Frente a la tumba había un viejo flaco, inmóvil como una estatua, vistiendo una guayabe- ra blanca, de mangas largas, un poco amarillenta por el uso, y un gastado sombrero de yarey en su cabeza, pero no estaban los enterradores», recuerda. El viejo, que se portó como un capataz, sugirió a los presentes bajar entre todos el ataúd a la tumba, pero sin poner la tapa de mármol, porque era muy pesada y podía triturarle los dedos a los improvisados sepultureros. Puesto que los enterradores seguían sin aparecer, el viejo pidió al grupo que se mar- chara; él se encargaría de que lo hicieran. Tres días después, Hernán Henríquez regresó a visitar a Oscar y encontró que la tumba seguía abierta. «¡Eso no es posible!» —gritó el administrador del camposanto cuando le dio las quejas— ¡Eso nunca ha ocurrido; aquí jamás se ha dejado una tumba abierta!». Se calló ante el sepulcro destapado. En la búsqueda de chivos expiatorios, Hernán mencionó al viejo que parecía Encuentros a ambos lados de la ribera encuentroNext >