3 L a mayoría de las personas que conocí en la habanaentre el verano de 1995 y la primavera de 1997 dieron, no ya en suponer, sino en aseverar, que yo vivía en el barrio de El Vedado; la justificación era simple: tenía tipode ser de El Vedado. Nunca, hasta ese entonces, había imaginado tener tipode ser de El Vedado ni de ningún otro barrio, o, al menos, nadie me lo había dicho. Fuera de cierta clasificación de las frases de moda de acuerdo con los barrios en que se utilizaban, explicada por un conocido hacia finales de los años 80, no creo recordar otras manifestaciones contemporáneas de esas identidades barriales, como, tampoco, reconocimiento alguno de su existen- cia. Las comparsas en los carnavales habaneros o las canciones de elogio a los barrios, por muy recientes, no responden sino a una conocida tradición, que excede, obviamente, el ámbito cubano. Si bien parece elementalel admitir que cada barrio comporta una mínima entidad cultural, una pers- pectiva crítica de la cultura urbana conllevaría el discernir si esos rasgos con los que se continúan caracterizando ciertos barrios habaneros implican una mera reiteración —acaso en tanto que resistencia local implícita a la aparen- te homogenización sociocultural, o en tanto que legitimación de tradiciones dentro de una política oficial de «rescate» de identidades— de lo que, desde antiguo, señalaba o compulsaba la pertenencia, o si resultan, efectivamente, una continuidad de esa tradición o, en todo caso, hasta qué punto ambas condicionantes son articuladas dentro de una nueva caracterización territo- rial. También, si existen nuevas prácticas culturales locales —más allá de los lógicos cambios contextuales que describen las letras de las canciones— o, incluso, un recrudecimiento en la legitimación de las diferencias entre barrios a partir de los pretendidamente desaparecidos imaginarios raciales y económicos. Cuando se escuchan las composiciones sobre los barrios de hace más de medio siglo, ¿se escuchan como pasado o como presente? ¿Adónde nos lleva, en este sentido, una pieza como «El solar de la Califor- nia», de Isaac Delgado? ¿Sigue siendo posible ubicar esa «En la alta socie- dad», que interpretaba María Teresa Vera, dentro de la misma geografía urbana en que se hubiera ubicado antes? Igualmente, parecería elemental el asumir que desde 1959 las identidades de los barrios han sido determinadas por nuevos indicadores. Cambios, ¿pero desde encuentro La Habana ambigua Aproximaciones personales Emilio García Montielqué punto de vista? Las columbinas que pintaba el gran Acosta León, quien toda su vida vivió en solares, siguieron siendo una realidad más allá de 1964 1 , y se reconocían como pasado sólo teóricamente. Los más altos niveles educacionales que puedan convivir en un solar o en una cuartería no son equivalentes ni a un mejoramiento en la calidad de vida ni a una sustancial modificación del espacio habitable. Podrían argüirse la presencia de casas de cultura o las remodelaciones con participación de los habitantes, como transformaciones que evidencian, o bien un sincero esfuerzo, o bien todo lo que el discurso oficial justamente evi- dencia. La socorrida recuperaciónde las prácticas culturales es, en su propio con- cepto, la consecuencia de un esencial olvido, cuando no, de la urgente construc- ción de un espacio turístico. Olvido, o más bien indolencia, que hizo desaparecer por falta de mantenimiento viviendas de muchísima mejor calidad constructiva que aquellas que utópicamente las sustituirían, y que, en la larga espera por los materiales que abastecía el Poder Local, ha dejado las restantes a merced de una cada vez más inaccesible gestión individual, un eufemismo para ese resolvercubano que, sobre todo, en el sector de la construcción, supone el robo a la propiedad estatal. Y soluciones que nunca lo fueron: las asambleas de barrio para elevarpeticiones de mejoras urbanísticas al Poder Popular. Barrio nuevo, o casi nuevo, Alamar: todo lo que usted nunca querrá saber sobre urba- nismo y ni siquiera se atreverá a preguntar. Cambios siempre matizados por las consabidas «dificultades» y por la conminación a equiparar la «buena voluntad» del Gobierno con su capacidad ejecutiva. Cambios que, a fin de cuentas, no parecen haber conformado esos utópicos contextos espaciales modernos de equidad y bienestar socialista para explicar el porqué, a más de cuarenta años de cambios, todavía yo tuviera tipode vivir en la que, desde hace más de medio siglo, sigue siendo la zona más moderna y codiciada de La Habana. Existe, por supuesto, dentro de cada barrio, la tradición de una memoria. Nací y crecí en El Cerro, a una cuadra de la Esquina de Tejas, límite de dos barrios populosos, El Pilar —de la Calzada de Monte hacia la Calzada de la Infanta— y Atarés —hacia la Calzada de Diez de Octubre 2 —. Los de El Pilar, con apenas diez años de edad, repetíamos: «El Pilar siempre ha sido tranquilo, pero Atarés es malo». Ciertamente, caminar por Atarés implicaba caminar con algo de temor e imaginábamos que era preferible no cruzar la Calzada de Monte, salvo para ir al extinto cine Guisa, en la esquina de la calle Fernandina, o al frozende al lado. En verdad, no había menos guaperíaen El Pilar que en Ata- rés, pero la idea de estar en barrio propio era mucho más reconfortante. Desco- nozco, sin embargo, el origen de ese siempre , esa decidida inmutabilidad con la que caracterizábamos a cada uno de nuestros barrios cuando apenas teníamos memoria, y que tal vez podría ubicarse en los estereotipos de viejas rivalidades —acaso en relación con su anterior función de instancias administrativas de la ciudad— o en unas muy concretas circunstancias psicosociales. Rivalidades que, en mi infancia, se redujeron, básicamente, a enfrentamientos de béisbol al duro con equipos más o menos improvisados. La única diferencia que realmente aprehendía era espacial. Las calles de Atarés eran bastante más estrechas que las de El Pilar y contenían los tramos Emilio García Montiel 4 encuentro5 más angostos de la calle San Joaquín, lo que se ponía críticamente de mani- fiesto con los ómnibus que iban hacia El Vedado y La Habana Vieja. Según mi madre, «desde la época de Machado» existía la idea de ampliar la Calzada de Infanta (paralela a San Joaquín) en el tramo de la Esquina de Tejas hasta la calle Zequeira —únicas dos cuadras, desde toda la Calzada de Diez de Octu- bre hasta la calle 23, en el Vedado, donde el tránsito vehicular iba en un sólo sentido—. Como tal idea nunca se ha llevado a cabo, los ómnibus y autos aún tienen que desviarse por la calle San Joaquín con el consecuente peligro para pasajeros y transeúntes. Tal vez siga de testigo el poste del señalizador en la esquina de San Joaquín y la Calzada de Monte, siempre enderezado y siempre vuelto a torcer por el impacto de los vehículos. El Pilar, por el contrario, contenía los tramos relativamente más amplios de la calle San Joaquín, y un trazado que, salvo por ciertos callejones, siempre reconocí mucho más regular. Estaba —está— la iglesia de El Pilar, cuyos sobrios muros y cuyas calles aledañas —que no sé bien por qué siempre recuerdo vacías— daba en imaginarlos como un delicioso espejismo medieval. Y también el amplio parque de la Escuela Normal de La Habana (el parque del anormal, como se pronunciaba), y, a la misma altura, en la Calzada de la Infanta, el símbolo de uno de los deseos infantiles que se fue desvaneciendo: la fábrica de refrescos Canada Dry, todavía la Canada Drypara los mayores. Había, por supuesto, como en el resto de la ciudad, muchos otros espacios públicos, caracterizadores de épocas pasadas, que fueron desapareciendo; o bien fue- ron clausurados y cambiaron sus funciones, o bien fueron precariamente reconstruidos o rebajados a solares yermos. Junto con algunos anuncios, even- tualmente lumínicos, que penden sobre la acera, los dignos sobrevivientes de todo ello, si bien en estado lamentable, son los hermosos suelos de granito en los soportales, y las teselas y las franjas de oropel con las que se incrustaba el nombre de los establecimientos comerciales. La problemática no se halla, obviamente, en las transformaciones inherentes a los procesos urbanos, sino en el modo en que éstas suceden, y en la ausencia de una cultura donde los conceptos de tradición y conservación sólo parecen remitidos a espacios pro- tagónicos o de inmediata solvencia económica. La Esquina de Tejas conforma uno de los nodos más importantes y concurri- dos de la ciudad. Menos por los servicios que ofrece que por su densidad pobla- cional y por su función de trasbordo hacia otros municipios de La Habana. Población que ha aumentado desde hace dos décadas luego de la construcción de dos enormes edificios de apartamentos que han ayudado a congestionar aún más la zona y a terminar de destruir los añejísimos drenajes subterráneos, con la consecuente aparición de unas nunca bien reparadas furnias. Allí, dos avenidas se intersectan y se convierten, nominalmente, en cuatro: la Calzada de Infanta, que viene desde El Vedado, cambia su nombre a Calzada de Diez de Octubre (unas pocas cuadras después está el hermosísimo hospital de la Quinta Depen- diente y, ya en el actual municipio de Diez de Octubre, el olvidado art décode las residencias que continúan hasta la zona de La Víbora), mientras que la Calzada de Monte, que nace en La Habana Vieja, se transforma en Calzada del Cerro La Habana ambigua encuentro(comienzo de las grandes casas quintas que identificaran parte de la zona desde principios del siglo xx, y que tienen sus más elogiados ejemplos en el hospital de la Quinta Covadonga y en el actual Asilo de Santovenia). Creo que, difícilmente, alguien que diga vivir en El Cerro sea imaginado dentro del rico contexto visual de estos y de otros muchos hitos republicanos . Más bien, a través de un presente de aglomeraciones peatonales, casas ruinosas, y calles polvorientas y enfangadas, agobiadas por el humo y el ruido de un tráfico incesante, y por un ambienteque no se vacila en calificar como peligroso o marginal 3 . ¿Dónde termina el pasado y se inicia el presente? ¿Es aplicable el término tradiciónúnicamente a lo que se supone que se debe preservar o también a una realidad, en todo sentido, que no cesa de repetirse? ¿Cómo es el tipode los que viven en El Cerro? Probablemente, parte del actual imaginario habanero sobre el barrio —donde la memoria histórica y las particularidades intrínsecas aparecen diluidas, cuando no borradas, por un presente que lo generaliza como «la barriada del Cerro»— responda no sólo a los procesos urbanos internos o a los cambios jerárquicos en relación con las diferentes funciones de los barrios dentro del conjunto de trans- formaciones modernas de la ciudad, sino también a un sensible estancamiento en el mejoramiento de la calidad de vida de la zona, acaso condicionado tanto por la falta histórica de acciones concretas para una recuperación sostenible, como por un razonamiento de la cultura urbana prácticamente limitado a aque- llos entornos entendidos como patrimoniales . Sucederá lo mismo con la descrip- ción de otros espacios visionados desde la perspectiva de los principales centros de funcionamiento o representatividad moderna de la ciudad; una perspectiva no constreñida a la representación individual que sobre el resto del territorio construyen quienes habitan esas zonas, sino articulada en ese permanente imagi- nario dicotómico —nunca restringido a una mera delimitación geográfica— entre centro y periferia. La problemática remite a un fenómeno admitido tácita- mente, pero evaluado, todavía, de un modo muy tangencial y básicamente anec- dótico: las diversas manifestaciones de la pluralidad de La Habana; la identifica- ción de los espacios por su memoria específica y no por su importancia dentro de la construcción de espacios simbólicos. Si se acepta esta pluralidad, es imprescindible comprenderla como un fenómeno de la ciudad toda y no únicamente como la diversidad que ocurre dentro de los espacios legitimados en el discurso cotidiano y en el discurso histórico. Sería necesario releer, desde todas las perspectivas posibles, los este- reotipos y la invención de tradiciones con que se han entendido y aún se entienden esos espacios simbólicos, y ubicar, al mismo tiempo, la diversidad que subyace en el resto. Despojarse de semejante compartimentación implica- ría también el reconocimiento de cada uno de los barrios en su diacronía, en los sucesivos barrios que han sido a través de su desarrollo y en los diferentes imaginarios locales que esto ha conllevado. Implicaría procurar la identifica- ción del proceso que realmente los caracteriza, o hubo de caracterizar, más allá del territorio y de las delimitaciones administrativas. Aunque desde la corrección política oficial pueda esgrimirse que tal plurali- dad nunca ha dejado de ser tomada en cuenta, evidentemente, la perspectiva Emilio García Montiel 6 encuentro7 del análisis no se corresponde con la buena voluntad, ni con el tratar de demos- trar que sí se han hecho cosas, sino con un razonamiento consecuente del proce- so, imposible —al menos en todas sus dimensiones— desde las posiciones del actual Gobierno, ya que ello implicaría, entre otros subtemas igualmente con- troversiales, el cuestionamiento de las relaciones espaciales del poder político. De atender a la manera en que Alejo Carpentier explica La Habana de comien- zos del siglo xxcomo «la cantidad de pequeñas ciudades encajonadas en la ciu- dad mayor» (la mexicana, la norteamericana, la china) 4 , podríamos atisbar las inexploradas posibilidades que tales análisis encierran, no necesariamente con- finados a la presencia extranjera, a pesar de que tal presencia siga siendo, ahora debido a diferentes circunstancias, parte de la problemática. Otro ejemplo de las numerosas posibilidades para reconocer esta diversidad urbana, así como para caracterizar espacialmente un período determinado, es el inusual recorri- do que rememora Eliseo Alberto Diego en su Informe contra mí mismo , a través de los diferentes lugares o zonas donde, durante la década del 70, se vendían cier- to tipo de alimentos: «No había mucho, pero si buscabas por aquí o por allá, había. Algo había. Algo. Había caramelos en el Zoológico de 26. Galletas con queso crema en el Parque Almendares. Coctel de ostiones en San Lázaro e Infanta. Panetelas borrachas en el Ten Cents (...) Haber, había» 5 . Del mismo modo, podría analizarse la ciudad a partir de cualquiera de las constantes de sus prácticas culturales, bien sean los espacios simbólicos del poder, los espacios de ocio o los modos de reapropiación del pasado. Tomar a la ciudad, más que como texto, como la construcción de una cultura sensorial y de memorias implicada en la cultura mayor a la que pertenece, explorarla a partir de sus prácticas de vida cotidiana y sus imaginarios, concebirla no únicamente como historia, planeación urbana o arquitectura, sino como todo lo que la cultura urbana implica, supone formular no únicamente el ambicioso y necesario tra- bajo de sucesivas historias culturales de La Habana, sino discernirla, ante todo, en su verdadera vitalidad. No otra cosa subyace en las cafeteras, las guaraperas, los carros, las columbinas y los diversos objetos del ambiente moderno habane- ro que caracterizan la excepcional obra de Ángel Acosta León. Si bien —oficialmente— las reconstrucciones de viviendas en zonas céntricas o colonialesde la ciudad, o los varios y recientes álbumes fotográficos sobre la arquitectura y la vida habanera, o la provechosa industria de la Oficina del Histo- riador de la Ciudad podrían sacarse a relucir como una acción visible en ese sen- tido; en realidad, la inscripción de las memorias locales en la memoria total de la ciudad aún se mantiene marginada. Soy testigo de que mis padres pueden reconstruir buena parte de lo que existía en la ciudad partiendo siempre desde donde han vivido; lugares y prácticas de vida cotidiana que, por supuesto, no aparecen en los libros; una reconstrucción que, sin duda, muchos otros habaneros podrían relatar a su modo. Si la documentación y la literatura han resultado hasta ahora imprescindibles para analizar La Habana, también debiera serlo la recuperación de esas memorias y la elección del componente humano como fuente funda- mental. El modo en que los transeúntes cubanos recorren, por ejemplo, un centro tan conocido como la Plaza de Armas y sus alrededores contiene una La Habana ambigua encuentroNext >