< PreviousSartre veía a la mayoría de los hombres como seres apáticos o confundidos. Sólo una minoría, la élite, había captado esa falta de sentido de la vida, y podía así obrar con libertad. Pero la rebeldía individual era impotente para cambiar nada. Con todo, sus tesis aparecieron como una bocanada de aire fresco, un parapeto ilusorio para escapar de la rutina del dogma y sus promotores, que habían convertido el discurso en una tonadilla frágil y monocorde. Este vacío perturbador de la palabra fue explicado algún tiempo después por el filósofo y lingüista francés Jacques Derrida. En el momento en que Derrida no encontró nada verdadero o estable en el modo en que el discurso se presentaba ante nos- otros, alcanzó la fase genuinamente especulativa de la deconstrucción, ese punto al que Hegel definió como absoluta negatividad, la disolución de todo contenido. Para Derrida, el discurso encierra la paradoja de que el significado y la ausencia de significado son elementos intrínsecos a la escritura. La decons- trucción tiene como objetivo desarmar esa incoherencia sistemática. « The scepti- cism that ends up with the bare abstraction of nothingness or emptiness cannot get any further from there, but must wait to see whether something new comes along and what it is, in order to throw it too into the same empty abyss». (Of Grammatology, p. 51). Dentro de este inventario subversivo pude hallar un común denominador, una pauta herética para alejarme de la audiencia crónica manipulable por los patronos del dogma: el concepto de que la libertad del individuo radica en su capacidad para huir de todas las ataduras sociales y obligaciones externas. Fue este repliegue hacia el interior el que aprovechó Roberto Fernández Retamar para acusarme de «debilidades ideológicas» y provocar mi expulsión de la Universidad de La Habana, después de haber escondido los manuscritos de mi novela Esta tarde se pone el solpara que no la leyese el jurado del Premio Casa de las Américas 1973, porque se trataba de un libro que contaba la histo- ria de unos muchachos que no encajaban en la horma de hombre nuevoelabo- rada por Ernesto Guevara: unos chicos de Atabey y de El Vedado que vestían como «existencialistas», escuchaban la música de Los Beatles, y que, en aquel verano del 67, calcaban unos modelos que nada tenían en común con aque- llos rostros enmarcados o pegados con chinchetas en unos tablones de made- ra llamados Galerías de Mártiresy colocados a la entrada de cualquier sitio. La posibilidad de actuar con libertad dentro de Cuba parte del distancia- miento de las personas con las cuales el individuo no tiene más remedio que relacionarse. El hombre debe actuar sólo para sí mismo y poner a salvo su inte- gridad, ya que todos los preceptos morales y políticos convencionales son hipo- cresía pura, proclamados por una sociedad que no duda en violar cualesquiera de ellos, pues siempre se puede encontrar una buena excusa que justifique la anarquía de la doble moral. Para el individuo, por tanto, cualquier acción es per- misible, si se lleva a cabo como una muestra de primacía del elementofrente a la masa, como una afirmación de desprecio a la sociedad (entiéndase al modelo de sociedad que se creó en Cuba durante los años 60, y que aún perdura) y como una búsqueda de la integridad individual, la integridad del eterno rebelde. Daniel Iglesias Kennedy 198 encuentro199 S i en el cielo no hay humoristas, como afirmó mark Twain, entonces sólo el diablo sabe adonde han ido a parar los grandes guaracheros de Cuba, los desbocados del son montuno y de todas las variantes del son, los subli- mes verdugos de la crónica social cantada, que condenan o salvan con sólo un estribillo, los ídolos del repentismo en la música guajira. Al final ya se sabe que el pícaro no es más que un apa- leado a quien natura y los palos le encendieron el bombi- llo de la picardía. Y no hay espejo que refleje mejor sus contornos que la figura del jodedor cubano, artífice de tanto y tanto canto y tanto cuento. Por lo demás, se identifican fácilmente tres vías de imprescindible examen para comprender esa comunión de todos los infiernos que ha tenido lugar entre el humor y nuestra música popular. Por alante, el auge del teatro de costumbres y tipos criollos, a la vez que el des- plazamiento de soneros y juglares desde la manigua, desde el solar al salón de baile, a los medios de difusión, al disco. Por atrás, el modo en que creadores y actores propiamente humorísticos aprovecharon las singulares virtudes de la música, así como el hecho curioso de que su público, encima de aportarle motivos y personajes al género, lo enriquece constantemente a través de una particular visión, vinculando lo que se canta con lo que se vive. Intentaremos entonces el repaso a la obra de algunos contemporáneos hacedores del humor en la música, sus aciertos y limitaciones, en estrecha conexión con las desventuras que experimenta esta vertiente en la Cuba de las últimas décadas. Tal vez no sean los únicas vías, pero sí las más visibles y, por ello, las escogidas para ilustrar nuestro leve acerca- miento al tema. encuentro Por alante y por atrás El humor como sustancia en la música popular cubana José Hugo FernándezPOR ALANTE Hay quien sostiene que la guaracha del siglo pasado, aquella que surgió como variedad eminentemente teatral, nada tiene que ver con este tipo de música que hoy todos reconocen por el mismo nombre. Es un criterio peregrino, tanto como el de quien alguna vez creyó que el bolero cubano proviene de su homólogo español, debido a la simpleza de que comparten igual nomenclatu- ra. Por otro lado, admitir que el género musical «guaracha» clava raíces en nuestro primer teatro (españolizante) del xix, no equivale necesariamente a negar su segura influencia africana. En arte, los partos nunca son tan secos como el de la gallina. Y menos en el Caribe, donde todo es fruto de la acumu- lación de experiencias, conocimientos, tradición, memoria, de seres distantes y distintos que el tiempo y un ganchito fundieron en un solo cuerpo. Decir lo contrario a estas alturas, sería como aceptar que el viento es la única causa de que las telarañas no cubran el cielo. Ni la mismísima guaracha primigenia del teatro vernáculo, que viajó en vuelo directo Madrid-La Habana, se encuentra al parecer libre de contaminaciones y sospechas: «La alternancia del coro y el solista, haciendo éste cuartetas o pasajes variados, es muy antigua en nuestra música», ha escrito al respecto el conocido musicólogo cubano Argeliers León. Y agrega: «La pueden haber traído los espa- ñoles, pero también es una forma de cantar muy característica de África». Controversias al margen, lo importante para el caso queda fuera de toda incertidumbre, y es que aquella primera guaracha se iría desplazando, poco a poco, desde el escenario a los salones de baile, a la vez que cambiaba su estructura de copla y estribillo por una sección de canto y otra coreada, dejan- do atrás la alternancia para asimilar formas de la canción binaria, pero con- servando su carácter más sólido, que es la crítica social y el reflejo de lo coti- diano como temas de contenido, rociados siempre con el doble sentido, la sátira, el choteo. Y es justamente ese carácter lo que indica por dónde le entró el agua al coco, o sea, el humor a la música popular de Cuba. Claro que nos referimos a una de las dos derivaciones de la guaracha tea- tral, la más auténticamente criolla, pues hubo otra afluencia hacia la canción lírica amorosa que no es motivo de interés en estas páginas. A lo largo de casi todo el siglo xixfue sentando plaza en La Habana nuestro teatro vernáculo, que sustituía los personajes populares del tonadillesco español por negritos, mulatas y venduteros del patio. Así, la oportunidad se pintó sola para la guaracha. En 1868, estrenaba su primera temporada la compañía de Bufos Habaneros, en cuyas obras eran intercaladas con regularidad tales delicias del canto y la broma, compuestas especialmente como parte de cada función. Y fue tanto lo que llegó a gustar entre los espectadores, que su número y frecuen- cia de salidas debía elevarse por días, en respuesta a la creciente demanda. No pocas de aquellas piezas se conservan, por lo que es fácil constatar lo dicho acerca de la utilización del sarcasmo, la coña, como contragolpe de los perdedores. Por ejemplo, una que se titula El «Masca Vidrio» extiende este consejo al pobre, al derrotado, al pesimista: «Uno que esté condenado/ se puede muy bien salvar/ masque vidrio entusiasmado/ y a la gloria irá a José Hugo Fernández 200 encuentro201 parar». Otra, llamada «El Carnaval», descubre a los hipócritas con su insisten- te estribillo: «Todos desean/ el disfrazarse/ sin acordarse/ que ya lo están /Puede que sean/ más intrigantes/ esos semblantes/ que ocultos van». Mien- tras que «La Guabina» introduce la doble intención, el relajo, proyectados como desafío a las «correctas maneras»: «La mulata Celestina/ le ha cogido miedo al mar/ porque una vez fue a nadar/ y la mordió una guabina». Precisamente, esta última pieza provocó un gran revuelo entre la «gente bien» de La Habana, donde no pocos cronistas la emprendieron contra el género, por considerarlo vulgar, violento, africanizado. Uno de ellos se atrevió incluso a exigirle a los directores de las compañías bufas que «blanquearan» la música de sus obras. Hoy, su reclamo nos parece un chiste, teniendo en cuenta que lo formuló a nombre de la cultura y del buen gusto. Con todo, aquella forma primaria de contar cantando las travesuras e indocilidades del común mortal de Cuba continuaría en ascenso hasta lograr su máximo esplendor en el teatro Alhambra, donde, ya en pleno siglo xx, se consagraron autores de leyenda, representados en el dueto Jorge Ancker- mann/Federico Villoch. Al mismo tiempo, la guaracha extendía su alcance y se desarrollaba, más allá del proscenio, con una primera sección de carácter expositivo y una segunda más movida, con la alternancia copla-estribillo, con la picardía en los textos y, en fin, con esa fórmula rítmico-temática que hoy despierta la curiosi- dad y simpatía de millones de seres en el mundo. Otro antecedente insoslayable es la zarzuela cubana, con obras repletas de tipos, costumbres y expresiones marcadamente nacionales que destilan gracia y picante por los cuatro costados. Sus bases se identifican a mediados del xix, cuando algunos autores residentes en la Isla publican piezas todavía apegadas a los cánones de España. Poco más tarde, el habanero Francisco Covarrubias introdujo elementos de cubanía en sus sainetes. Pero es sabido que el momento de auge para este género no tiene lugar sino a partir de finales de los años 20 del siguiente siglo. En 1927, Ernesto Lecuona y Eliseo Grenet estrenan la zarzuela Niña Rita o La Habana en 1830, con el debut de Rita Mon- taner, en el teatro Regina. Lo demás es historia. Una historia en la que están inscritos con mayúscula nombres como los ya citados, o como los de Gonzalo Roig y Rodrigo Prats, junto a títulos imprescindibles a la hora de repasar los pilares del humor en nuestra música: El submarino cubano, Cuando La Habana era inglesa, Rosa la China, Amalia Batista... Por otro lado, tampoco es posible olvidar que aunque las controversias de improvisadores en la música campesina —un cauce más para la picardía popular de pura cepa— conquistaron su brillantez y su éxito pleno en el siglo xx, gracias al impulso de la radio, los guajiros de Cuba cantan décimas desde el xviii. Y exis- ten pruebas de que en publicaciones humorísticas bien antiguas, como La Políti- ca Cómicao La Lira Criolla, varios de esos primeros repentistas solían reproducir sus dardos en tono de burla contra los políticos y otras pestes sociales de la época. Igualmente, los soneros orientales de las postrimerías del siglo xixutilizaron la chanza y el doble sentido como arma contra el poder colonial de España. Por alante y por atrás encuentroAún se recuerdan estribillos de entonces, en versiones renovadas, como la de «mamoncillos dónde están los camarones», aludiendo a las temibles huestes de los Voluntarios, cuyos miembros vestían de rojo; o como «Caimán dónde está el caimán», y también se mantienen vigentes títulos decimonónicos de corte similar, como «Pájaro lindo voló». Así, todos estos caminos de lo popular cubano, expresado en música, humor y pataleo social, se entrecruzan y se nutren desde las propias bases de nuestra nacionalidad. Es la semilla. Mientras que el fruto ha llegado a ser tan diverso y rico como diverso y rico es el patrimonio sonoro de la Isla. Por eso, igual que no hay un solo género de nuestra música popular entre cuyos ingredientes no aparezca el humor, es muy difícil hallar compositores o intérpretes de gran talla que, aunque fuera alguna, vez no incursionaran en esta variante. Desde Anckermann hasta Sindo Garay y Ñico Saquito ; desde Rosendo Ruiz hasta Juan Formell; desde Matamoros hasta Chano Pozo y Willy Chirino; desde Ignacio Piñeiro, Arsenio y Lilí Martínez, y Enrique Jorrín hasta Pedro Luis Ferrer; desde Eliseo Grenet hasta Silvio. O desde Benny Moré hasta Bola de Nieve; desde Orlando Guerra (Cascarita) hasta Elena Burke; desde Rita Montaner hasta Pío Leyva, Celia Cruz y La Lupe. Aese portento de combinaciones rítmicas, gracia y cubanía que hoy recono- cemos por el nombre de guaracha le hubiese bastado con la brillantez que a lo largo de una buena parte del siglo xx le prodigan juglares de guitarra, tres y güiro, como Antonio Fernández (Ñico Saquito ) o Faustino Oramas, El Guayabero. Sin embargo, debido precisamente a sus altos niveles de comunica- ción con la audiencia y con el bailador, el género fue asimilado en jacarandosa mezcla por casi todos los demás. Así, junto a inveterados temas del humorismo en la música, como «Compay gallo» y «Menéame la cuna, Ramón», o como «Contigo mi china»y «Como baila Marieta», hay decenas, cientos, de otras muestras en variantes guaracha-son, guaracha-cha, guaracha-rumba, guaracha- bolero, guaracha-mambo, guaracha-sucusucu, guaracha-dengue... De modo tal que ninguna de las agrupaciones musicales más relevantes de Cuba, desde dúos y tríos hasta orquestas, ha dejado de incluirlo en sus repertorios. Es una lástima que por motivos de espacio resulte imposible mencionar aquí no ya todos los temas, autores e intérpretes, sino ni siquiera una selección algo más que mínima de los mejores títulos del humor en nuestra música. Hasta los danzoneros hicieron lo suyo, sin cantar, sin escribir una sola pala- bra. Tal vez, el caso más representativo, por su trascendencia histórica, sea la pieza «El bombín de Barreto», de 1910, en la que se vacilan las características físicas de un individuo notable por su pequeña estatura y las tremendas dimen- siones de su cabeza. Ya es sabido que con este tema José Urfé otorgó al danzón su forma definitiva, aportándole elementos rítmicos derivados del son. Y si del son se trata, Miguel Matamoros e Ignacio Piñeiro, dos lumbreras, tendrían que encabezar aun las más superficiales referencias. Entre veintenas de temas que fijan pautas, pertenecen,al primero, «Regálame el ticket», «Bolinchán» y «El paralítico», y al segundo, «La cachimba de San Juan», «En la alta sociedad» y «Cabo de la guardia». Cita obligada será, igualmente, la de José Hugo Fernández 202 encuentro203 Rosendo Ruiz, uno de los padres de la trova cubana y, además, gloria del son, dentro de cuya estructura creó divertimentos al estilo de «Acuérdate bien, chaleco». En general, nunca faltó lo pícaro entre las piezas de los grandes fundadores, reformadores, propagadores de este género, incluidos aquellos legendarios sextetos de los años 20, llámense Habanero, Boloña u Occidente. Mención particular merecería el Septeto Nacional, que ha continuado culti- vando el humor durante más de 70 años, a través de diversas formaciones, y que hoy exhibe en su repertorio auténticas joyas del doble sentido y la jarana, como «El plato roto», de Rafael Ortiz. A los dúos soneros del tipo Los Compadres, también corresponde una cita por sus múltiples recreaciones del gracejo popular, en piezas como «Jala leva» o «Rita la caimana». Y otra, muy especial, merecen los tríos, que son tantos y de tanta importancia, desde el Matamoros hasta el de Servando Díaz. Por cierto, este último grabó discos dedicados íntegramente a temas que abordan el cho- teo, la picaresca, el doble sentido, dejando un sello de identidad que es posible apreciar en gozadas como «El lechero». Pero, en sentido amplio, a los tríos cubanos hay que reconocerle una labor distinguida en el tratamiento de la gua- racha. Es, precisamente, lo que deslinda su trabajo del resto de los tríos almiba- rados de México y Puerto Rico que inundaban el éter en la época dorada de este tipo de agrupaciones. Podría afirmarse, incluso, que tal labor en torno al humorismo le garantizó a nuestros tríos una permanente vigencia, de la cual no han disfrutado sus iguales de otras tierras. Por su parte, también los cuartetos de son dejaron memorables ejemplos de gracia y mordacidad. Baste recordar «Comentario en el solar», del cuarteto Maisí, con Matamoros; o «Trabalenguas», del cuarteto Caney de Fernando Storch. Y en cuanto a los quintetos, cómo pasar por alto a Los Guaracheros de Oriente, con sus interpretaciones de «Chencha la gambá», de Saquito, o «La fiesta no es para feos», de Walfrido Guevara. Los años 30 marcan época de cosecha para el significativo trabajo de resca- te que desarrollaba don Fernando Ortiz en torno a los componentes afro de nuestra identidad. Son, además, testigos del nacimiento de los poemas-sones de Nicolás Guillén, un feliz matrimonio interracial, interculturas, que implica- ba a la poesía, el humor y la música de la Isla. No es raro, entonces, que haya resultado propicio para que los compositores cubanos enriquecieran sus repertorios con un sinnúmero de tangos congos y guarachas de sabrosa ocu- rrencia en los que el negro es protagonista. Sobran ejemplos, pero tal vez sea suficiente con recordar algunas resonancias en la voz de Rita Montaner, como «Ay, mamá Inés» y «Facundo», de Eliseo Grenet, o «La chismosa», de Juan Bruno Tarraza, o, incluso, «Lupisamba o yuca y ñame», de Sindo Garay. Otros temas con esta misma influencia servirían más tarde a Celia Cruz para la con- quista de una celebridad planetaria e imperecedera: «El negro Tomás», «Ven, Bernabé», «Mi coquito»... Asimismo, la tercera década del siglo xxve crecer a compositores como Moisés Simons y a intérpretes como Ignacio Villa, Bola de Nieve, responsables de que el pregón «Chivo que rompe tambó» sea hoy un clásico del humoris- mo en nuestra música. Como clásico es «Mesié Julián», de Armando Oréfiche, Por alante y por atrás encuentrootro que crecía en los 30 y que contó igualmente con la inmortal complicidad del Bola. Asimismo, es ésta la etapa en que comienzan a surgir las jazz bands, con nuevas formas de expresión y nuevas sonoridades para lo típico cubano, inclui- da la guaracha. Una de las primeras, y más legendarias, será la Casino de la Playa, fundada en 1937. Por ella iba a pasar la crema y nata de la interpretación, vocalistas que se convirtieron en verdaderos fenómenos de popularidad, como Cascaritao Miguelito Valdés, dejando grabadas más de una gema del humor en ritmo de jazz band, dígase «Sinforosa», «Negro de sociedad», «Atésame el basti- dor», «La conga de Quirina» o «Tus hijos serán jabá». Particularmente notable fue la vena humorística de Orlando Guerra, Cascarita, con timbre y estilo impa- res para cantar las cosas y casos del cubano de a pie, con lengua de espada para el doble sentido y chispa para la colocación en órbita guarachera de cuanto dicharacho corrió en sus días por las calles de La Habana. Pero, en realidad, Cascarita alinea entre la artillería pesada de los años 40, cuando su espíritu jaranero y su voz peculiar hicieron época no sólo con la orquesta Casino de la Playa, sino, también, con la Hermanos Palau y la de Julio Cueva. En 1947 y 1948, una comisión nacional lo declaraba el cantante más popular de Cuba. En el 46, había echado a rodar una de las más atrevidas y mejor logradas piezas de choteo político que se han producido en la Isla: «El pin pin», de Chano Pozo, dedicada nada menos que a la Segunda Guerra Mun- dial «(Pin pin, cayó Berlín. Pon pon, cayó Japón...)». También Machito and his Afro-Cubans la grabaron y popularizaron ese mismo año en Nueva York. Los 40 traen el boomde los conjuntos, vehículos de privilegio para la guara- cha y otros géneros. El Casino, Sonora Matancera, o el de Arsenio Rodríguez son representativos. Todo está dicho ya acerca de los singulares aportes de este tipo de agrupación dentro del panorama de la música popular cubana. Así que tal vez resulte suficiente con la relación de algunas de sus humoradas. En el primer caso, se recuerdan grabaciones como la de «El sordo» o «El baile del pingüino». La Sonora, que antes de ser conjunto fue sexteto, septeto, y luego sería orquesta, logró muchos hits con piezas humorísticas, en las voces de distintos intérpretes, entre ellos, «El tíbiri tábara», «Borracho no vale» o «El buñuelo de María», con Daniel Santos; o «Ave María Lola», con Carlos Argentino, y «El gallo, la gallina y el caballo», con Puntillita. A su vez, Arsenio, con el más trascendente de estos conjuntos, tocaba las nubes no sólo median- te ocurrencias suyas, como «El reloj de Pastora», «Dile a Catalina» o «Como le gusta el chismecito a Caridad», sino, también, con piezas de su pianista, el irrepetible Lilí Martínez, autor de «Quimbombó que resbala», o de la tan polémica y deliciosa «Las cositas de mami». Otro famoso de la época que solía emplear el humor como sustancia en sus composiciones es Julio Cueva, autor de «El golpe de bibijagua», «El Mara- ñón» o «Rascando rascando». Curiosamente, uno de los cantantes de su orquesta, Manuel Licea, fue bautizado por el público como Puntillita, debido a su éxito en la interpretación de la humorada «Son de la puntillita». Mariano Mercerón y sus Muchachos Pimienta también derrocharon gracia y sazón con «Tú eres bretera», «El barbero loco» o «Coco pelado». Y Electo Rosell, que le José Hugo Fernández 204 encuentro205 sabía al bonche y al costumbrismo desde su estancia en la Compañía Teatral Arquímedes Pous, puso en la cima, con la orquesta Chepín-Chovén, divertimen- tos tales como «El platanal de Bartolo». Mientras, la orquesta de Arcaño (deve- nida radiofónica en el 44), aun cuando no las cantara, dejaba caer al ruedo for- midables chanzas como «La sopa china», «Hueso y pellejo», «Caballero coman vianda». Y Belisario López con su charanga francesa recreaba, a golpe de instru- mentos, ciertas cuchufletas cuya intención se delata desde el título: «Estoy en el erizo», «El dedo gordo» o «El babalao de Regla». En fin, tal y como quedó advertido en los inicios, tampoco aquí aparecen todos los que son durante la cuarta década del siglo xx, pero, al menos, los que están, son. Lo mismo habría que decir acerca de la rica legión de autores e intérpre- tes que en los 50 bendijeron su música con la picardía callejera. Sin ir más lejos, en 1951 surge «La engañadora», y, con ella, el furor del chachachá, cre- ado por Enrique Jorrín. Este ritmo, y en particular los temas de su creador, representan una forma un tanto más comedida y hasta más elegante de abor- dar la jodedera, pero, a fin de cuentas, llevan en la esencia de sus asuntos ingredientes similares a los de la guaracha. La orquesta América y, luego, Jorrín con su orquesta, popularizaron varios números a los que nadie negaría el calificativo de clásicos del humor en la música popular cubana: «Espíritu burlón», «El alardoso», «El túnel»... La Aragón hizo zafra con el chachachá, inmortalizando temas de sonrisa suave, como «El bodeguero», «El paso de Encarnación», «Pare cochero» o «Maricusa y las bermudas». Y no menos con- siguieron otras famosas agrupaciones de mediados de siglo, desde la propia América (»Me lo dijo Adela» o «Flojo e’ pierna»), o la de Neno González (»Los marcianos») y Estrellas de Chocolate (»La brocha»), hasta la Riverside, con Tito Gómez (»Las aves del Prado»). Realmente, son muchas las agrupaciones, cantantes y compositores que alcan- zaron su consagración en los 50, bien fuera con el chachachá o con otros ritmos. Y también son numerosos aquellos en cuyos repertorios no faltó nunca el pican- te, lo jocundo y la crónica barriotera. Lo demuestran viejos discos de orquestas que no es posible pasar por alto; digamos, la de Fajardo y sus Estrellascon sus ver- siones de «Si me pides el pescao» y «Si muero en la carretera»; o la orquesta Sen- sación, con Abelardo Barroso, y «Un brujo en Guanabacoa» o «La Macorina». En cuanto a los autores, junto a muchos de los que fueron ya relacionados, podría situarse a Bienvenido Julián Gutiérrez, creador de «Hagan juego» y «El diablo tuntún»; Ermenegildo Cárdenas, que compuso «Un brujo en Guanabacoa»; Remberto Becker, «El guardia con el tolete»; Calixto Callava, «El retozón»; Par- menio Salazar, «El mayombero»; Ricardo Díaz, «A la pelota con Carlota»; Senén Suárez, que, aun cuando nadie lo recuerde, hizo escuela de humorista durante su estancia con los Guaracheros de Oriente y dejó más de una prueba en temas como «Ahí na má» (popularizado por Celia Cruz), o en «Qué sabroseao» y «San- dunguéate», y Walfrido Guevara, un verdadero maestro del doble sentido y el relajo costumbrista, artífice de algunos ejemplos citados con anterioridad, y de otros como «Pita camión», «La juma de ayer», «Las catacumbas», «Cinturita», «La fiesta no es para feos», «Aprieta en el rincón» o «Dengue con dengue». Por alante y por atrás encuentroPor otro lado, en el caso de los vocalistas, se impone la referencia de graba- ciones tales como «A la rigola», «Chacumbele», «El Tambaíto», realizadas por Rolando Laserie; o de «Los cabezones», «Perico Perejil», «La tijera», «Pínchame con tenedor», «Cachirulo», en la onda guapachosa de Roberto Faz; o las de «Un caramelo para Margot» y «Billy The Kid», a la manera de Pacho Alonso. De igual forma, ante cualquier intento de esbozar la historia del humor en nuestra música, siempre caerá por su peso la gran carga de gracia que acumulan esas piezas zumbonas, alegres y, a veces, hasta las tristes, que grabó Guadalupe Victo- ria Yoli Raymond, La Lupe, a partir de los primeros 60, sea con Mongo Santama- ría o con Tito Puente. Se conoce que el filón sandunguero de La Lupellegó a su colmo al perpetuar para la historia el momento en que Puente la expulsó de su orquesta, cuando grababa la pieza «Oriente», dentro de cuyo contenido agrega- ría, improvisando: «Ay, ay, ay, Tito Puente me botó». Aún más imperdonable puede ser la omisión del ídolo mayor, Benny Moré, tanto si se habla de humor como de cualquier otro asunto relacionado con la música y, en suma, con la cultura de Cuba. Como nada original será dicho a estas alturas sobre el Benny, habría que repetir que él constituye el paradigma de lo cubano popular: mezcla de africano y español, guajiro reyo- yo, pero, a la vez, cosmopolita y desenvuelto como pocos; áspero y suave, bohemio y caballero, guapo, amigo del amigo, galante con las mujeres e intransigente con el abusador, justiciero ante el tramposo; gastador de dinero al tiempo que dadivoso, solidario, desprendido; ágil de mente, de palabra y de acción; respetuoso de Dios y de los orishas, que son uno los dos; serio entre los serios —solemne, incluso, si la ocasión lo requería—, a la vez que ale- gre y bailador como el que más. Junto al Rey del Mambo, Dámaso Pérez Prado, dejó grabadas decenas de piezas ocurrentes, divertidas, como «Rabo y oreja», «La múcura», «Tocineta», «Viejo cañengo», «El bobo de la yuca», «Yo no fui», o «Pachito eché». En La Habana, impuso su estilo único y su personalidad arrolladora, lo mismo en tiempo de guaracha que de risueño son montuno: «Qué cinturita», «El agarrao», «Bombón de pollo», «El cañonero», «Semilla de marañón», «Se te cayó el tabaco»... Pero, además, su propia proyección en la escena era una fiesta: movimientos cómicos con los que dirigía su orquesta, envidiablemente acoplada; chillidos que eran claves para los músicos, guiños para el bailador, y expresiones que prendían de inmediato en el argot del pue- blo. Cuando el Benny vociferaba en medio de una pieza «¡Hierro!», la gente sabía que no sólo estaba pidiéndole un extra a los instrumentistas, o que califi- caba el potente sonido de su Banda Gigante, sino que también en aquel grito había doble sentido, picardía, connotación sensual, algo que en Cuba ha esta- do siempre tan ligado al baile como el gallo a su cresta. Asimismo, se hace imprescindible retrotraer de la memoria sonora de los años 50 a un intérprete cuyo nombre es casi sinónimo de son montuno y de humor raigal: Pío Leyva. Su «Pío Mentiroso» no sólo representa un modelo fiel y lúcido de la simpatía criolla, sino, además, es simbiosis perfecta entre la décima guajira y el son, entre la alucinante fantasía del campesino cubano y la picardía del sonero trotador de carreteras. No por gusto su letra fue escrita José Hugo Fernández 206 encuentro207 por Miguel Ojeda, en tanto que Pío, bongosero de Morón y cantante de toda la Isla, destrenza los octosílabos desaforados: «Yo he visto un chivo cantar/ y un guanajo maromero/ un cangrejo pelotero/ y he visto un gato nadar/ he visto un perro bailar/ el ritmo del guaguancó/ una vaca que nació/ con col- millo de elefante/ pero no he visto un cantante/ más mentiroso que yo». Por último, no debe pasar inadvertido que la década de los 50 fue pródiga para los decimistas improvisadores en sentido general y, muy particularmente, para aquellos que sobresalían en las controversias de tono burlón y de simula- da hostilidad entre los dos contendientes. Algunos se reconocen hoy como referencia de primera línea. Por ejemplo, Rigoberto Rizo o Chanito Isidrón, considerados entre los mayores repentistas humorísticos que ha dado la Isla. Igualmente, se recuerda a Pedro Guerra, inteligente, ágil, maestro de la mor- dacidad; o a Rafael Rubiera, apodado El Ñato , que las inventaba en el aire; o a José Manuel Cordero, quien tenía por lengua una navaja. Mucho más fresca en la memoria popular, porque la suerte les favoreció dándoles larga vida, está la pareja que integraron durante decenios Adolfo Alfonso y Justo Vega. Jodedor uno, austero y sentencioso el otro, estos improvisadores fundaron su leyenda sobre la dicotomía de dos caracteres que representan polos opuestos y que no sólo recuerdan a la pareja monumental de nuestro idioma, Quijano y Sancho, sino que son también reflejo del doble cauce por el que discurre la personalidad de los cubanos: bromistas y solemnes, fiesteros y melodramáti- cos, trágicos y cómicos, serios y ligeros, valientes y desenfadados, todo junto y revuelto, sin transiciones, logrando un equilibrio, más que misterioso, mági- co. A ello responde, sin lugar a dudas, el éxito de tales dúos dedicados al humor en la décima campesina que no surgieron con Adolfo y Justo, y que tampoco irán a desaparecer con ellos. POR ATRÁS Con el disco Yo pico un pan , al cual da título una pieza que es parodia y ono- matopeya de esas controversias entre poetas guajiros, Pototo y Filomeno redondearon su popularidad ante el público cubano. Seleccionado como el mejor disco grabado en la Isla durante1957, no fue la única incursión que hicieran como cantantes los cómicos Leopoldo Fernández y Aníbal de Mar, apoyados por la orquesta Melodías del 40. Sin embargo, encaja como un guante a la hora de ilustrar la importancia que entre nosotros ha tenido la música en tanto que vía idónea para la jarana, lo pícaro y la recreación de tipos, personajes, circunstancias. Que actores humoristas tan aplaudidos y admirados acudan al canto como recurso para reafirmar su valía, y aun más, que lo hagan en el apogeo de la fama, es un hecho que explica por sí solo la sustancial, definitiva comunión que existe entre el humor y los ritmos de Cuba. Por lo demás, no fueron ellos los primeros ni los últimos. Como ya se ha visto, la práctica de mezclar ambos géneros se remonta al mismo instante en que nacía nuestra cultura. Entre los grandes humoristas populares de la Isla será extraño encontrar uno solo que no haya experimentado la tentación Por alante y por atrás encuentroNext >