< Previousgallegos, asturianos, catalanes, canarios... parientes o paisanos que desde jóve- nes habían escuchado hablar de América y de Cuba como una tierra de pro- misión. Su salida, como la de tantos miles de españoles, no fue ocasional; la elección de Cuba tampoco fue al azar. Las cadenas migratorias establecidas entre ambos lados del Atlántico nos revelan los mecanismos y muchos de los porqués de la elección, salida y establecimiento en tierras antillanas. Las redes familiares, como ha estudiado Mª Antonia Marqués, hicieron posible el tras- paso de negocios dentro del grupo y su pervivencia, de tal modo que hacia 1927 el 45 por ciento de la industria cubana estaba en manos de españoles; entrados los años 30, el 25 por ciento de los inmigrantes de esta nacionalidad eran gerentes y socios de actividades mercantiles y manufactureras. El mantenimiento del peso económico, social y cultural de la colectividad española en el siglo xx fue posible por la llegada de millares de inmigrantes, desde 1902 hasta la década de 1930. La inmigración española pronto comen- zó a adquirir un volumen significativo provocado por la rápida recuperación de la economía cubana, ya que las consecuencias económicas de la guerra sobre el principal producto cubano parecen superadas en los años 1903 y 1904. En estos años se elevaron tanto los precios del azúcar como los niveles de producción, alcanzándose al menos un volumen de producción similar al que la Isla tenía en los años previos a la guerra de 1895. Durante la primera década del siglo xx , la inmigración española fue mayo- ritaria. En algunos años, como en 1905, supuso el ciento por ciento de toda la inmigración llegada a Cuba. Se insistía en la perentoria necesidad del país de favorecer la entrada y asentamiento de familias, necesidad para Cuba y los hacendados, y para el desarrollo de sus extensos cultivos. El peso económico y cuantitativo de la colectividad española en los primeros años se refleja en los censos. Según los censos, los españoles representaban el 8 por ciento en 1899, el 9 por ciento en 1907, y el 6,5 por ciento en 1931 respecto a la población total de la Isla. A partir de ese año, la disminución de la corriente emigratoria de España se aprecia en los censos de población. Por ejemplo, en 1943 los españoles sólo representaban el 3,3 por ciento de la población de la Isla, y el 1 por ciento en 1953. La importancia de la presencia española en Cuba adquie- re mayores proporciones si observamos las tasas de actividad de esta colectivi- dad en la Isla. Por ejemplo, en 1919, 80 de cada 100 españoles tenían ocupa- ción remunerada. Esta elevada tasa disminuye bastante cuando analizamos la tasa de actividad de toda la población en Cuba; así, en este mismo año, 1919, la tasa era de 32,6 por ciento, aun teniendo en cuenta a los españoles. En los años siguientes, cuando el flujo de españoles descendió y se paralizó, en la década de 1940, las cotas descendieron aun más, al 22,3 por ciento. A pesar de que los españoles no llegaron a ser más del diez por ciento de la población total de la Isla, entre 1899 y 1919 casi llegaron a representar el veinte por ciento del empleo. Algunas investigaciones apuntan hacia la desigual dis- tribución de la renta por habitante entre cubanos y españoles. La renta por habi- tante entre los españoles, sin tener en cuenta a las familias cubanas de los trabaja- dores españoles, llegaría a ser el doble que la renta de los cubanos. Para 1931, los Consuelo Naranjo Orovio 218 encuentro219 españoles constituían el 59 por ciento de la población extranjera, mientras que la proporción de haitianos era el 17,9 por ciento y la de jamaicanos el 6,5 por ciento; a estos grupos les seguían otros como los chinos, que representaban un 5,8 por ciento, los norteamericanos con el 1,6 por ciento, mexicanos e ingleses con 0,8 por ciento, polacos y franceses con un 0,3 por ciento y extranjeros procedentes de África y Alemania que constituían el 0,2 por ciento de la población extranjera. Además del factor económico y de la dinámica propia del sistema migrato- rio, que potenció la llegada de jóvenes parientes y paisanos a la Isla a través de las llamadas cadenas migratorias, el otro factor que tuvo un peso significativo en la llegada de españoles y en la política inmigratoria adoptada en los prime- ros años de vida republicana fue la pervivencia del tradicional «miedo al negro». Las cifras sobre la población de color que contenía el censo de 1899, según el cual una tercera parte de la población total cubana era de color, con- tinuaron siendo un elemento de alarma y temor entre la población de Cuba y su elite. Este miedo al negro era de nuevo recreado en 1900 por el Diario de la Marina, en un artículo titulado «El Censo», en el que advertía sobre los peli- gros que para la «raza blanca» sobrevendrían de paralizarse y no potenciarse la llegada de inmigrantes blancos. Por ello, la entrada de trabajadores y fami- lias blancas en Cuba, preferentemente de España, continuó siendo en el siglo xxuno de los temas centrales discutidos tanto en el Congreso, como en la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana. El origen étnico de los inmigrantes, confundido con su grado de civilización y cualida- des de adaptación y aclimatación al suelo cubano, siguió siendo el argumento principal de estos debates, en los que, además, se condenó la entrada de bra- ceros antillanos y asiáticos, al ser considerados por muchos intelectuales y científicos una amenaza para el país, y para la formación del espíritu nacio- nal, tanto desde el punto de vista médico, como económico, cultural y moral. POLÍTICA INMIGRATORIA Y SELECCIÓN ÉTNICA La legislación inmigratoria guardó una estrecha vinculación no sólo con las demandas surgidas con el crecimiento económico y la expansión de la indus- tria azucarera, sino también con los deseos de la elite de impedir que Cuba se convirtiera en un país con una elevada tasa de población de color. El control de la población y de la inmigración desde el punto de vista eugé- nico se hizo aún mayor cuando se aplicaron conceptos sanitarios e higiénicos. Ya no eran sólo los tarados, dementes o idiotas los inmigrantes declarados no aptos; también lo fueron aquellos que, por su procedencia, carecían de garantí- as de poseer un buen estado físico desde el punto de vista higiénico. La aplica- ción en Cuba del mismo sistema de regulación que existía en Estados Unidos para los inmigrantes implicó que se negara la entrada a individuos que tuvieran taras y patologías. En la Orden N.º 155 de mayo de 1902, establecida por el Gobernador Militar de Cuba, Leonard Wood, se prohibía la entrada de idiotas, dementes, enfermos graves y contagiosos, pero también de criminales, prostitu- tas, y de aquellos que, como los mendigos, pudieran ser una carga pública. El color de la nación encuentroSin embargo, la creciente demanda de mano de obra abundante y barata complicó el debate en torno al tipo de inmigrante idóneo, ya que mientras unos postulaban la construcción de una nación coherente, y de un país con soberanía nacional, otros priorizaban la importación de braceros, sin importar su procedencia y nacionalidad, ante las necesidades impuestas por la industria azucarera. Así, a la vista de lo sucedido en las zafras de 1906 y 1907, en las cuales quedaron sin moler 100.000 y 200.000 toneladas de azúcar respectivamente, los hacendados elevaron a las Cámaras una petición para que se autorizara la entra- da de más inmigrantes en 1907, y la concesión de créditos para el estableci- miento de los mismos. Dicha petición fue atendida por el Gobierno al aceptar la llegada de un número superior de trabajadores, aunque de acuerdo con los criterios higiénico-sanitarios contenidos en la legislación inmigratoria. A pesar de que la Ley de Inmigración y Colonización de 1906 supuso una «liberalización» de la inmigración, hay que señalar que dicha ley continuaba poniendo obstáculos a la entrada de jornaleros no españoles, o que no supie- ran hablar español, los cuales quedaban obligados a depositar en la Aduana sesenta pesos en moneda cubana. Este requisito suponía en la práctica la exclusión de los chinos y otras inmigraciones no deseables de las vecinas Anti- llas, como jamaicanos o haitianos. Por otra parte, la inmigración continuaba siendo una empresa del Estado en la que ningún particular podía contratar libremente trabajadores, siendo los cónsules cubanos acreditados en el extranjero los que se encargarían de dicho reclutamiento. También continua- ba prohibida la entrada de enfermos contagiosos, según lo legislado en 1902. Mientras que los grandes terratenientes norteamericanos y cubanos, y la clase media de la región oriental, dedicados a la industria cañera, se interesaron por una inmigración temporal integrada por jornaleros, sin importarles su nacionalidad ni color de piel, el otro gran bloque, que abarcaba a los sectores sin intereses en esta industria, defendió la inmigración blanca por familias, que se asentasen y arraigasen en el país. Una gran parte de los intelectuales cuba- nos, integrados sobre todo en esta clase media occidental, asumió esta última actitud. El interés e incluso la acción directa de estos intelectuales en los asun- tos de inmigración obedece, como ya se apuntó, al hecho de que muchos de ellos comparten la doble función de científicos y representantes oficiales del Estado. Un Estado que también escuchó y defendió los intereses de las oligar- quías y terratenientes propietarios de ingenios, y que aplicó la legislación de forma desigual en función de las necesidades económicas. Así, la aprobación de la Ley de Inmigración y Colonización de 1906 por Tomás Estrada Palma fue resultado de las demandas y la presión de los propietarios azucareros de Orien- te y de los remolacheros norteamericanos. Mediante dicha ley se derogaban muchas de las cláusulas establecidas en la Orden Militar n.º 155 de 1902, que impedían la inmigración, en favor de los remolacheros norteamericanos. Por otra parte, en el proyecto perseguido por quienes pretendían diseñar una nación sólida y cohesionada, cualquier factor exógeno, sobre todo en determinadas coyunturas, fue considerado como una amenaza a su integra- ción. Se prohibió cierto tipo de inmigraciones extranjeras y se establecieron Consuelo Naranjo Orovio 220 encuentro221 multas a los capitanes de barcos que intentaran o desembarcaran el tipo de inmi- grante calificado como no deseado —según el Decreto n.º 39, de 13 de enero de 1909—; asimismo, se ratificaban todas las disposiciones higiénico-sanitarias dadas hasta la fecha —por el Decreto n.º 1.171, de 24 de diciembre de 1908—, y se transferían los asuntos migratorios a la Secretaría de Sanidad y Beneficencia (Decreto n.º 92, de 16 de enero de 1911). Otro decreto del mismo año habilita- ba otras estaciones sanitarias en diferentes puertos del país como Cienfuegos, Santiago de Cuba y Nipe (Decreto n.º 753, de 26 de agosto de 1911). Junto a estas nuevas disposiciones presentes en los diferentes decretos pro- mulgados en 1911 hay que mencionar otras medidas que fueron liberalizando la entrada de familias de inmigrantes, destinadas a poblar y hacer productivos algunos terrenos estatales. El control del inmigrante se hizo más severo a par- tir de la instalación en 1914 de un servicio de inspección dactiloscópica (Decreto n.º 302, de 23 de marzo). El Departamento de Inmigración quedó definitivamente integrado en la Secretaría de Hacienda a partir de 1915 con la puesta en vigor del Decreto n.º 1.095, de 14 de agosto. Como consecuencia de la I Guerra Mundial, la composición de la inmigra- ción en Cuba comenzó a variar, aunque ya unos años antes se observa que las entradas de otros grupos no hispanos comenzaban a elevarse. El incremento de la producción azucarera y el aumento de la conflictividad laboral motivaron que a partir de 1913 se incrementara la entrada de braceros haitianos y jamaica- nos. Desde 1914 a 1920, Cuba vivió el período denominado Danza de los Millo- nes. La demanda de azúcar ocasionada por la guerra convirtió a la Isla en el principal abastecedor. La cotización del crudo cubano en los mercados se elevó de 5,06 centavos la libra en 1919, a 11,95 centavos la libra en 1920. La legisla- ción se adaptó rápidamente a estas nuevas circunstancias autorizando la entra- da libre de braceros durante los años que durase la guerra. Sin embargo, a fina- les de 1920 la crisis comenzó a hacerse presente con la aparición de otros productores en el mercado y el consiguiente descenso del precio del azúcar. En 1921, la zafra se vendió a 3,10 centavos la libra. Este nuevo contexto repercutió directamente en el volumen de inmigrantes y en la política inmigratoria. Deteniéndonos en los años que duró la Danza de los Millones, es interesante observar cómo el crecimiento azucarero provocado por la demanda de una mayor producción incrementó de manera espectacular el número de entradas en la Isla. En estos años comienzan a registrarse con mayor intensidad la entrada de jamaicanos y haitianos para el corte de caña, que compitieron con la tradicio- nal y predominante inmigración española, cuyas entradas son sobrepasadas en el quinquenio comprendido entre 1917 y 1921 por la llegada de jamaicanos y hai- tianos. Esta desproporción y brusca variación en las entradas avivó de nuevo el debate sobre el tipo de inmigrante deseado. Las cifras reflejan este sentir. A par- tir de 1913, la entrada de haitianos y jamaicanos comenzó a hacerse más volumi- nosa. En ese año, del total de inmigrantes que entraron en Cuba, 2.200 eran jamaicanos y 1.200 eran haitianos, lo cual supuso un 10,86 por ciento del total. La variación de la composición de la inmigración se refleja en las estadísticas de entrada al país: mientras que entre 1912 y 1916 la inmigración española El color de la nación encuentrorepresentó el 74 por ciento del total de las entradas de extranjeros en Cuba, en el quinquenio siguiente, 1917 y 1921, descendió al 26,88 por ciento. Por otra parte, hay que apuntar que a partir de 1920 se produjo un descenso brus- co de entradas en Cuba de los principales grupos inmigrantes: españoles, hai- tianos y jamaicanos; tónica que se agudizó en los años siguientes en los que los registros de entrada reflejan un notable descenso. Por ejemplo, en 1931 sólo entraron en Cuba veintidós haitianos y 52 jamaicanos. INMIGRACIONES SANITARIAS Y ANTISANITARIAS Desde el comienzo de la República, el tema inmigratorio acaparó la atención de un gran número de intelectuales y profesionales que, desde la medicina, el derecho, la antropología o la pedagogía discutieron sobre los medios de con- seguir la población más adecuada para la joven República. Uno de los escena- rios de estos debates fue la Quinta Conferencia de Beneficencia y Corrección de la Isla de Cuba, celebrada en 1906 en Santiago de Cuba. Las ponencias que se discutieron no sólo corroboraban las leyes inmigratorias vigentes en la Isla, sino que enfatizaban la necesidad de establecer férreos controles sobre la entrada de trabajadores. Los asistentes a esta conferencia, además de rechazar la entrada de individuos que hubieran cometido algún delito, o de aquellos que tuvieran alguna tara física o mental, o portasen enfermedades contagio- sas, priorizaron la introducción de población blanca procedente, fundamen- talmente, de España y de otras naciones europeas, en función de lograr el grado de civilización y desarrollo de otros países. Entre las razones expuestas en esta conferencia a favor de dicha inmigra- ción caben destacar aquellas que incidían, como en el siglo anterior, en la mayor capacidad de aclimatación de unos pueblos sobre otros. Este fue el caso, por ejemplo, del médico Federico Córdova, secretario de los Comités Seccionales de Protección al Inmigrante, quien destacaba la capacidad de adaptación a los trópicos que los canarios habían demostrado, su resistencia para el trabajo agrícola, y su semejanza cultural con el guajiro cubano. Asimis- mo, señalaba que, aunque lo mejor para el país era recibir inmigrantes blan- cos con un alto grado de civilización; sin embargo, para el futuro del país, era preferible la llegada de individuos que tuviesen una mayor proximidad cultu- ral a los cubanos, ya que su adaptación sería siempre menos problemática. A esta conferencia también asistió Fernando Ortiz, quien presentó una ponencia en la que vinculaba la inmigración con la elevación de la criminali- dad, y proponía llevar a cabo una selección en cuanto al tipo de inmigrante y su procedencia. Ortiz creía por entonces en la existencia de razas inferiores y superiores, y definió el delito como consecuencia de un atavismo, de una degeneración, es decir como una regresión al salvaje. Para él, la inferioridad del negro o del asiático, que se manifestaba en su primitivismo salvaje, era la clave explicativa de su conducta delictiva. Sin embargo, a diferencia de los positivistas italianos, Ortiz pronto comenzó a separarse del determinismo bio- lógico, adoptando las propuestas de sus maestros de la Institución Libre de Consuelo Naranjo Orovio 222 encuentro223 Enseñanza, como Francisco Giner de los Ríos y otros correccionalistas españo- les, que incidían en la necesidad de incluir los factores sociales como determi- nantes de la «mala vida» de cada país, así como en la conveniencia de aplicar los estudios antropológicos a la reforma social del país. En el estudio presentado a la Quinta Conferencia de Beneficencia y Corrección de la Isla de Cuba, Ortiz destacaba que la procedencia del indivi- duo, su raza, era el aspecto más importante a tener en cuenta por los gobier- nos a la hora de adoptar una determinada política inmigratoria. En su defen- sa de la inmigración blanca, Ortiz se basó en las estadísticas de criminalidad de Cuba de los primeros años del siglo xx, según las cuales las poblaciones no blancas tenían un índice de delincuencia muy superior a los blancos —por ejemplo, entre los chinos la tasa de delincuencia era seis veces superior a la de los blancos—. La mayor criminalidad observada entre chinos, negros y mesti- zos motivó su propuesta de prohibir la entrada de asiáticos y africanos y, en general, de cualquier individuo que no hablara un idioma europeo. Incluso en el caso de la llegada de europeos, Fernando Ortiz matizó aun más y esta- bleció prioridades en función del origen de los individuos, que condicionaba su actitud o propensión hacia la delincuencia. Siguiendo los planteamientos criminológicos de la Escuela Positivista italiana estableció categorías no sólo entre los habitantes del norte y del sur del continente europeo, sino también entre los individuos de un mismo país, según procedieran del norte o del sur. Para el caso de la inmigración en Cuba destacaba los beneficios que reporta- ría la importación de inmigrantes de países del norte y del centro de Europa como Noruega, Alemania, Irlanda, Polonia, frente a los habitantes de países meridionales como España, Portugal, Italia o los Balcanes, más propensos a la delincuencia y con menor energía y capacidad de trabajo. Pero, a pesar de seña- lar que los nórdicos eran los inmigrantes idóneos, «para que inyecten en la san- gre de nuestro pueblo los glóbulos rojos que nos roba la anemia tropical, y para que siembren entre nosotros los gérmenes de energía, progreso y vida que pare- cen ser patrimonio de los pueblos más fríos», subrayó la conveniencia de estu- diar cuáles eran los pueblos que podían adaptarse mejor a las costumbres y a la sociedad cubanas, ya que, influido, como se ha dicho, por las teorías correccio- nalistas de sus maestros españoles, y valorando aspectos sociales y culturales, pen- saba que la adaptación de los individuos provocaba una disminución en su agre- sividad y criminalidad natas. Por el contrario, pensaba que la falta de adaptación de los hombres, por muchas cualidades que a primera vista los hicieran ser «los inmigrantes deseables», motivaba un aumento vertiginoso de la criminalidad. A partir de estas consideraciones, Fernando Ortiz concluía, como lo había hecho Federico de Córdova, que la inmigración preferible era la de los indivi- duos que tradicionalmente se habían adaptado con mayor facilidad al clima y a las condiciones de trabajo en Cuba como lo habían hecho los españoles y, en concreto, los canarios y gallegos. Asimismo, señalaba que la inmigración más conveniente era la de familias de agricultores. Por otra parte, como medio de lograr la integración del individuo en el menor tiempo posible, pro- ponía que se dispersase a los inmigrantes del mismo país, sobre todo en los El color de la nación encuentrocasos que no hablasen español, y aconsejaba que dichas inmigraciones no fue- ran masivas ya que ello no sólo podría impedir o dificultar la adaptación, sino que también ocasionaría un aumento de la «defectuosidad delictuosa». La doble visión del inmigrante, como un factor de progreso, pero también como un posible perturbador del orden social y político, también se deduce de los discursos de Ortiz y de otros participantes en esta conferencia, quienes aconsejaron al Gobierno la elaboración de una legislación obrera similar a la existente en otras naciones europeas, en la que estuvieran integradas leyes de accidentes de trabajo, seguros para la vejez, etc., se reglamentaran el trabajo de mujeres y niños, así como la creación de cooperativas de consumo, tribu- nales arbitrales, reglamentos de huelgas, etc. Por último, para controlar la entrada de posibles criminales, Ortiz propuso que se establecieran gabinetes de identificación dactiloscópica en los puertos, similares a los creados en Argentina por Juan Vucetich. Una visión diferente del problema migratorio y su contribución a la forma- ción nacional nos la ofrecen otros autores que consideraron que la debilidad de la nación, su fragmentación, no sólo era producto de la pluralidad étnica sino del peso cuantitativo y cualitativo de algunas colectividades extranjeras. Sobre este particular alertaba el propio Fernando Ortiz en la velada celebrada en el Teatro Nacional ante los socios del Centro Gallego de La Habana, el 15 de septiembre de 1912. Sus palabras aludían a la crisis por la que el país atra- vesaba, una crisis que no era económica ni política, era una crisis de consoli- dación de la soberanía nacional, provocada por la falta de integridad de la población pero, sobre todo, por la falta del sentimiento de pertenencia a una nación, y alentaba a los inmigrantes gallegos a que inculcasen a sus hijos, ya cubanos, el mismo amor a la patria con el que ellos recordaban a España. Años después, en 1929, Alberto Lamar Schweyer publicaba La crisis del patriotismo. Una teoría de las inmigraciones, libro en el que trataba de establecer cuáles eran las bases del patriotismo en general y de la cubanidad en particu- lar. Para Lamar Schweyer, el patriotismo en América dependía de los aportes inmigratorios y del porcentaje que estos representaban respecto a la pobla- ción nativa de cada país. De estos dos factores cuantitativos dependía también la capacidad de absorción y de integración de la sociedad receptora y de los inmigrantes. Lamar comentaba el caso de los italianos en Argentina, los ale- manes en Chile y los españoles en Cuba, cuyo peso cuantitativo y cualitativo hacía difícil su disolución en las sociedades receptoras. Para él, la crisis de patriotismo por la que atravesaba Cuba, es decir la falta de conciencia nacio- nal o del sentimiento de cubanidad, era la consecuencia, por una parte, de la fuerte presencia española, cuyos miembros, lejos de integrarse, reforzaban sus identidades en los centros regionales y asociaciones de carácter étnico creadas por ellos, y, por otra, de la falta de una base étnica autóctona que tuviera con- ciencia o sentido de lo que Lamar llama «territorialidad». Otro sector, compuesto fundamentalmente por médicos, llamó la atención de la peligrosidad social e higiénico-sanitaria que producía la llegada de anti- llanos y chinos. Algunos médicos, como Jorge Le-Roy y Cassá y Francisco Consuelo Naranjo Orovio 224 encuentro225 María Fernández, alertaron sobre la peligrosidad de la inmigración jamaiqui- na y haitiana, haciéndolas responsables de las dos epidemias de paludismo que habían azotado la Isla en los últimos años, y que afectaban la «vitalidad de la raza». Asimismo, estos médicos higienistas y eugenistas dedicaron gran parte de sus investigaciones a demostrar la repercusión que estos inmigrantes «antisanitarios» tenían a nivel demográfico al elevar las tasas de natalidad y mortalidad, así como su importancia para el futuro de la población cubana desde un punto de vista genético. La idea generalizada entre los médicos sobre los peligros higiénico-sanitarios, y también morales, que entrañaban estos inmigrantes motivó que en 1923 los miembros de la Academia de Ciencias Médicas, Físicas y Naturales de La Habana enviaran un informe al Presidente de la República, Alfredo Zayas, en el que alertaban a «los poderes públicos acerca de los peligros que para la salud del pueblo cubano y tanto en el orden sanitario como en el social entraña la inmigración de elementos no desea- bles…» advirtiendo de la responsabilidad que contraían con la nación «todos aquellos que, con el pretexto de favorecer los trabajos agrícolas y la industria azucarera, autorizan y fomentan la entrada de extranjeros portadores de enfer- medades transmisibles y vectores de costumbres viciosas y criminales». El panorama aquí presentado fue variando en los años siguientes en los que, pese a que la heterogeneidad de la población siguió siendo considerada como un factor que podía impedir o limitar la integración nacional, comenza- ron a escucharse otras voces desde diferentes sectores de la población y de la intelectualidad que proponían un modelo distinto. En esos años, algunos inte- lectuales con un fuerte compromiso político y una vocación nacionalista, sobre todo Fernando Ortiz, trabajaron tenazmente para demostrar la viabilidad de la integración y disolución de las distintas culturas llegadas a la Isla en una única cultura, la cubana. La integración de blancos y negros, de cubanos, españoles, chinos o antillanos era para este Ortiz maduro, ya distanciado del pensamiento lombrosiano, una necesidad, sobre todo política. La comparación que él esta- blece para definir a la cultura cubana con el guiso cubano llamado ajiaco res- ponde a esta necesidad. La integración y disolución de cada aporte cultural y étnico, sin valorar a cada uno en su justa medida, fue para el antropólogo cubano un medio para lograr que lo que ellos consideraban fuerzas disperso- ras de la joven nación no actuasen en contra de la nacionalidad y de la sobera- nía nacional, que la generación de los años 20 y 30 veía agonizar. El color de la nación encuentroA caba de reeditarse en buenos aires LOS AÑOS DE Orígenes , de Lorenzo García Vega (Bajo La Luna, Buenos Aires, 2007, 345 pp. ISBN 9789879108338). Pero ¿qué senti- do tiene reseñar un libro publicado en Monte Ávila, Vene- zuela, en 1978, y escrito en Nueva York, en 1976? Acaso, porque es un libro mítico —o de culto, según Ponte—, afir- mo ahora no sin cierta ironía, porque trata de destruir cual- quier mito insular, y no vino a tener resonancia en Cuba ¡hasta 1994! («la memoria prepara su sorpresa….», dice el coro griego a lo Woody Allen), año en que se celebró en La Habana el cincuentenario de la revista Orígenes. 1994: Fiesta de Orígenes en medio del pavoroso Perío- do Especial. Todo un país, como diría Lorenzo, en casi anhelante destartalo, encanallándose, vislumbrando en el horizonte utópico (otrora confín del Hombre Nuevo) la Opción Cero (la caldosa popular). De lo telúrico a lo este- lar, diría Lezama. Hipóstasis. Pero hacia el reverso, tan atractivo para García Vega. O el descenso a los infiernos, los profundos. El propio Lorenzo, considerado hasta entonces un escritor menor dentro de Orígenes, o un «esquizofrénico» —según Fernández Retamar en el con- greso—, terminó aguando la fiesta origenista, gracias a un valiente texto de Antonio José Ponte. Un grupo de escrito- res afirmando: Olvidar Orígenes. Y Cintio Vitier escribiendo un poema sobre la ruina de su fiesta y diciendo: fui juzga- do y fui hallado culpable. Aunque ya Lorenzo, o el Doctor Fantasma(uno de sus alter egospoéticos), tenía una expe- riencia amarga, revisionista, con estas celebraciones desde que escribió sus «Rostros del reverso», en 1953, cuando el centenario de Martí, o, incluso, cuando escribió su inquie- tante «Opereta cubana de Julián del Casal» (incluida en este libro), a raíz del centenario del autor de Nieve. En el mismo momento de la apoteosis de Orígenes, el desvío, la fuga, la negación, el oscuro reverso. Cleva Solís diciendo dentro de un carro: «Le dicen a Cintio lo que no se atreven a decir a Fidel Castro». O Fernández Retamar, 226 encuentro Nuevos años de Orígenes Jorge Luis Arcos227 comentándome proféticamente en la fiesta de la Fundación Pablo Milanés, mientras nos retratábamos con Cintio y Fina: «Ahora le van a hacer a Cintio lo mismo que me han hecho a mí». ¡Qué confusión!, diría Lorenzo. Acaso: «Ah, que tú escapes en el instante en el que ya habías alcanzado tu definición mejor». Porque ese fue uno de los momentos bisagra, otra vuelta de tuerca, de la cultura insular: en medio del caos, «la fiesta innombrable» origenista. Y en medio de la «fiesta innombrable» origenista, un poderoso big banghacia un confín desconocido… Pasados los años, vale preguntarse: ¿Cómo se podía espe- rar una verdadera fiesta en medio de un contexto tan sombrío? Menos mal que se aguó la fiesta, menos mal que se vislumbró otra salida posible-imposible (también tema origenista), porque si no aquella fiesta hubiera sido la muerte… Y uno recuerda a Lezama: «Se nos fue la vida hipostasiando, haciendo con los dioses un verano». O profetizando: «Seremos pasto de profesores». Pero concentrémonos en el libro-escándalo, en el libro aguador, Los años de Orígenes. Ya tenía que provocar un verdadero estupor que ese relato comenzara organizándose como un relato zen. Las autoridades culturales, temerosas de los efluvios de la posmodernidad, tenían ahora que soportar lo zen. A fuerza de ais- larse de todo, todo quería colarse por las persianas. Un zen, diríamos, lorenzia- no, singularísimo, complicado con su no oculto rencor o resentimiento con la primera generación insular «de negreros, cuatreros, o comerciantes», con la generación anterior a la de Casal, la de Villaverde —que es la de Heredia y Del Monte y Saco y Varela y Arango y Parreño—, la de la mítica forja de nuestra nacionalidad, donde ya aprecia García Vega el recurso de la mitificación; con la de Casal y de La Habana Elegante, ya corroída por el síntoma de «la grandeza perdida» o «venida a menos»; con la generación republicana del folletíny «los bombines de mármol» —los «Generales y Doctores»—; con la generación de Orígenes, también «de la grandeza perdida» y de «la fiesta innombrable»; con la primera de la Revolución o «los jóvenes metáforasde la Rampa», los que querían ser políticos o embajadores; con la generación de los jóvenes «sin identidad» de ElCaimán Barbudo , y hasta con la generación perdida del «exilio sin rostro» o de «la Playa Albina»… Es decir, toda una estirpe insular construida por el equívoco de esa falsa «grandeza perdida» y «pobretona» realidad eludida, que es a lo que opone Fina García Marruz, amparada en Lezama, su tesis de «la pobreza irra- diante», ya difícil de sostener a la luz de la aniquiladora «pobreza» de la Revolu- ción Cubana..., que, tal vez, ha tenido como única virtud realista, por devastado- ra que sea (y esto lo agrego yo), la de retrotraernos a la primera (como imagen) generación fundadora, la de los «cuatreros, negreros, o comerciantes»… Pero es, además, el relato de García Vega, un relato filtrado por la expe- riencia casi zen del exilio (por aquello del vacío, etcétera). ¿Es un tokonoma el exilio? En todo caso, un tokonoma creador (en su caso), y muy insular, y muy trágico, por cierto. Muy interesante sería leer Los años de Orígenes con la comprensión de la perspectiva del «perdedor» García Vega, del portero o ascensorista o empleado de un supermercado; es decir, quien lo ha perdido todo, y, desde ese vacío, mira nuestra realidad. Desde este punto de vista, Gar- cía Vega hace el movimiento inverso al del «mito que nos falta» lezamiano. Nuevos años de Orígenes encuentroNext >