< Previousdesplegara orgías y desorbitaciones sexuales; pero si uno se acerca bien, con lo que se encuentra es con un escamoteo. Paradiso, decía Severo, era un libro homosexual. Pero ¿en qué sentido decía Severo esto? ¿Es un libro homosexual porque se intenta un análisis profundo de ese hecho? No, no lo es. El gran despliegue de lo homosexual que hace Lezama en su novela sólo sirve para una chorretada de escenas barrocas, desenfrenadas, donde todo el mundo parece ser homosexual, menos el autor, ingenuamente, delirantemente disfrazado, tras la careta de un dios indígena llamado José Cemí. O sea que, curiosamente, si se mira bien, al leer Paradisose tiene la sensación de que todomundo es maricón, a excepción del dios taíno José Cemí, hijo de un militar que Juan Ramón confundió con un militar español ¿Es un libro homosexual porque se defiende lo gay? En lo más mínimo, si hay un autor que no sea gay, ni que respete lo gay, es Lezama. Si se mira bien a Para- diso, todos los homosexuales están vistos como culpables, o como personajes de un friso infernal, o como motivos de desdén y de rechazo, pero nunca como per- sonajes a los que habría que respetar. Tampoco, en ningún momento, las compli- caciones sexuales que muestran sus personajes, están expuestas para hacer un análisis psicólogico, o para tocarlos desde una perspectiva religiosa (estoy pen- sando en Bergman y su tremendo mundo de personajes viviendo en el descampa- do), sino como payasos que, o bien podrían ser motivo del rechazo, o bien servir como ejemplares para una difusa, enrevesada, e ininteligible teología católica. Y, además, en todo este derroche de personajes homosexuales, qué hace el Autor. ¿Habla sobre su sexualidad, habla sobre sí mismo? No, el Autor siempre es un fetiche, un dios taíno, algo que no tiene que ver ver con nada ni con nadie de lo que él continuamente está metiendo en el círculo infernal destinado por Dante a los maricones. Y como muchas veces le consulto sobre lo que escribo a mi viejo amigo Enri- que Saínz, así lo hice ahora, enviándole por email lo que escribí sobre Paradiso. Y Enrique me contestó lo siguiente: Me interesa todo lo que me dices de Paradiso. Creo que ese ocultamiento es su esencia última y que su exterior, lo que hay en la novela de más visible, es un barroquismo endemoniado que trastorna a muchos de los idiotas que leen la obra y que después se ponen a hablar sobre las comidas y la familia, sobre el homosexualismo del autor y sandeces de esa naturaleza, que si la cubanía y lo americano. En estos día he pensado mucho en las calidades tremendas de los ensayos de Lezama, en la verdadera proeza que significó mantener esa tensión en su escritura en un país como éste en el que tantos y tantos se pasan la vida elo- giando la pamela de Dulce María Loynaz y diciendo mentecatadas de ese tipo, pero sin duda que además de esa grandeza de sus reflexiones siempre hay detrás una entrada a zonas de ocultamiento, y vista ya su obra como un todo, sin dife- rencias genéricas. Su poesía es un extraño misterio (te digo esto sin misticismo de ninguna tendencia ni nada de eso, y sin ojos en blanco), y cuando la vemos desde esa perspectiva se nos esclarecen muchos de sus textos. El ocultamiento, entonces, ¡muy bien! Eso que también ha señalado el poeta Pedro Marqués de Armas cuando nos dice que «Los cuerpos que se mueven detrás de cortinas son un motivo recurrente en la obra de Lezama», y esto por- que, como también nos dice, «toda su obra está hecha de estos ocultamientos». ENSAYO 18 encuentro19 (Y vuelvo a abrir otro paréntesis. Recuerdo, sobre esto de atacar y burlarse de lo homosexual en Paradiso, un pasaje en esta novela donde aparece el escritor Edmundo Desnoes siniestramente apareado con el pintor Wifredo Lam. La cosa dice así: «Martincito era tan prerrafaelista y femenil que hasta sus citas parecía que tenían las uñas pintadas. Estaba por la noche en casa del pintor, que le mos- traba unos carreteles churingas, cuando empezó a llover con relámpagos de tró- pico. De pronto, el polinésico turbado por sus deseos comenzó a danzar con con- vulsiones y espamos, y su pelo se le tornaba en estopa fosforescente. Picado tal vez por el azufre lejano de uno de aquellos relámpagos, se le escapó de su cuerpo una lombriz, que como una astilla se encajó en lo blando del prerrafaelista abs- tracto. Por la mañana, Martincito, incurable, con una pinza procuraba extraerse la posesiva lombriz». Un pasaje donde al novelista Desnoes se le ataca por un supuesto homose- xualismo, así como por una extraña venganza personal, se trae al pintor Lam, que nunca fue homosexual, disfrazado de polinesio, y metido en la misma calde- ra. Pues bien, un paréntesis con grotesco pintor polinesio, éste que acabo de traer. Y, ¿qué pasa con otros episodios como estos, de los cuales está lleno el endemoniado relato de Paradiso? ¿Y qué pasa cuando Lezama relata a su perso- naje Fronesis teniendo que hacer un agujerito en la camiseta para poder copular con su compañera.? Ese relato hubiese podido ser tremendo y desgarrador, por- que ese suceso Lezama lo inventó partiendo de la experiencia que fue el lamenta- ble, enfermo mundo, donde el vivió. Pero aquí, como en tantas partes de su rela- to en que Lezama tendría que haberse enfrentado a lo que fue su vida y la de los compañeros de su generación, Lezama se esconde, se vuelve a reír de los marico- nes, y se contenta con entrar en un delirio donde el trágico personaje Fronesis, un personaje que Lezama, repito, conoció bien, ya que fue construido con frag- mentos de los que fueron sus amigos, pero que él —¿frívolamente, enloquecida- mente?—, en vez de tratar de comprenderlo, lo puso a copular con un hombre dios que tenía las orejas trabadas en mosaicos azules (sic), o le ofreció unos frí- volos fonemas que bien podían servir para el deleite del, a veces, también frívolo Severo, o inconscientemente, le añadió un como pretendido testimonio realista que bien les pudiera servir a esos entusiastas críticos neobarrocos, o lo que demonio sean que, al final, como era natural que así fuera, terminaron publican- do tesis, pero sin comprender nada). Y vuelvo a dar un salto, y sigo rompiendo con la continuidad. Lo sigo diciendo: no puedo evitarlo. Así que, como sea, vuelvo a traer a mi amigo Enrique Saínz. Vuelvo a lo que me ha dicho Enrique, quien ha visto la poesía de Lezama como un extraño misterio. Y, ¿por qué estoy hablando así? ¿Por qué los molesto a ustedes con mis saltos y no les ofrezco lo que tendría que ofrecer: una charla- ensayo sobre un Maestro? Vuelvo a tratar de justificarme, ya que me siento cul- pable ante ustedes: me justifico por presentarme ante ustedes como dando saltos, porque creo que ésta es la única manera en que puedo testimoniar ante ustedes sobre la relación con un Maestro tal como yo la tuve. No puedo hablar sobre el Maestro con piezas intercambiables, pues sólo cuento con la experiencia emocio- nal, última, que tuve en mi relación con él. ENSAYO encuentroUn misterio que el Maestro nos enseñó a entender como una manera de vivir dentro de nosotros mismos. La poesía que podíamos sospechar dentro de nues- tros gestos, dentro de un peculiar encerramiento, dentro de una manera de aco- gernos, dentro de una intimidad que nos íbamos como fabricando. La poesía, también, que como si fuéramos entes bicamerales a la manera de Julian Jaynes, oímos en el discurso del Maestro como si fuera una alucinación que nos llegara desde un hemisferio cerebral enloquecido. Con el Maestro nos encerramos para vivir en la poesía. (Nos encerramos para vivir en la poesía, esto, también, tuvo después un doloroso reverso, pero en el momento en que lo conocimos no dejó de ser deslumbrante). Pues se vivió la poesía dentro de un castillo que la alucinación nos fue inventando. Era, y aquí está lo difícil de explicar, la enseñanza del Maestro, en su mejor momento, en el momento en que la conocimos, como un relato que tenía que ver con nosotros, pero que a la vez no tenía que ver con nosotros, pues había, siempre, para tratar de alcanzarla, el irnos hacia el un poco más allá de lo alucinatorio. El Maestro nos enseñó a oír un cuento que era el cuento que siempre había- mos oído, desde nuestra infancia, pero que, a la vez, era un cuento inaudito, un cuento que nunca habíamos oído. En esto que estoy diciendo es como entiendo esa misteriosa poesía. Y también había una como iniciación hecha con elementos muy raros. Una iniciación que nos deslumbraba por su rareza. Yo recuerdo, y perdonen lo disparatado, una cita de un autor, Smithson se llamaba, que hablaba sobre las «Peri- pecias de un viaje con espejos por el Yucatán», en donde nos decía que «El intentar mirar los espejos se asemejaba a una partida de billar jugada debajo del agua». Y recuerdo, delirantemente, a ese Smithson, porque también él decía, en otra cita de su trabajo sobre Yucatán, lo siguiente: «La reconstrucción en palabras, en un ‘lenguaje ideal’, de lo que los ojos ven, es una hazaña emprendida en vano. ¿Por qué no reconstruir lo que los ojos no pueden ver? Demos forma efímera a las perspectivas desunidas que envuelven una determinada obra de arte y desarrollemos una especie de ‘antivisión’ o visión negativa». Y, pues bien, yo quedé impresionado por estas citas del Smithson, porque en ellas reconocí lo que yo había oído de labios del Maestro. Un método, pues, el del Maestro, como compuesto por saltos. Donde tenía- mos que dar saltos. Saltos, para alcanzar un inalcanzable techo verbal. Y esto, con un enloquecedor barullo de citas literarias que nos retaban para que le diéra- mos la vuelta. La vuelta. Vueltas y vueltas. Pues no podíamos conformarnos nunca con un sentido, sino rodar y rodar. Teníamos, continuamente, que inventarnos todo. Tan sencillo como esto. […] Pero, dejo a Paradisoy me voy a dar otro salto. Pero en el momento en que iba a dar otro salto, recibí un email de Edgardo Dobry donde éste me enviaba la repro- ducción de una muy buena nota que él había escrito sobre Lezama y Juan Ramón. Ahí se habla de la pretensión lezameana de alcanzar una expresión «blanca» donde la mulatería quedara borrada. Cosa que me obligó a contestarle para decirle que el inconsciente colectivo de Lezama le jugó la mala pasada: Paradisoy su barroco es pura mulatería; cosaque después le sirvió al Severo Sarduy para ofrecerle a los ENSAYO 20 encuentro21 franceses unos lindos jugueticos rococó, sazonados con estetizantes salsas raciales. O sea, le dije a Edgardo que Lezama pretendió colocarnos en el Panteón al cejijunto cordobés Góngora, pero su Góngora traducido le salió mulato. Pero, como ya he terminado de decir lo que iba a decir sobre Paradiso, no voy a hablar aquí sobre sobre la mulatería barroca lezameana, asunto, además, del cual ya he hablado en Mis años de Orígenes. Otro salto, y tiras, y collage: como ya he dicho; no puedo, al enfrentarme por penútima vez con un Maestro, tener continuidad alguna. Perdónenme, estoy con un Maestro que es como si hubiese desaparecido en la Atlántida, hace miles de años; yo no puedo ser coherente. ¿Cómo voy a serlo, si a veces no sé ni lo que pudo ser un Maestro? Comprendan. He tenido un día lluvioso y como invernal en la Playa Albina donde vivo, y aprovecho para creerme que vivo en otra parte, en el otro mundo, en otra parte. Las hojas del árbol que está frente a la ventana de mi cuarto, entonces, se están moviendo con un aire invernal. Sí, eso está muy bien. Eso, quizás, sirva para hablar sobre un Maestro, si es que el Maestro de que estoy hablando no se ha perdido definitivamente. Pues bien, dando otro salto, me encuentro con la escritura de la poeta Olvido García Valdés, y leo lo siguiente: «Pues quizás distingue al poema cierta actitud en la escritura, quizás tiene que ver menos con verso o con ritmo e imágenes que con cierta actitud respecto a la escritura, que lo origina, y al efecto de esa actitud quizá pueda llamársele tono». Y como ustedes saben, existe lo llamado la necromancia. Eso es, la necro- mancia. El evocar a los muertos, que aquí sería el evocar al Maestro muerto. Y entonces me enredo, pero quizás no, no me enredo, y entonces, me pongo oscuro, pero quizá no sea ponerme oscuro, y me quiero situar en la necromancia, y me apoyo en la cita de Olvido. Vean: el poema como cierta actitud ante la escritura. Y esto, en los parques habaneros de los finales de la década del 40, era lo que enseñaba el Maestro. El poema como una actitud, y no sólo ante la escritura sino ante lo que uno iba viviendo. El Maestro, y vuelvo a decir que eso fue en los finales de la década del 40, mostró que eso podía ser una actitud total. Y yo no puedo dejar de repetir, y repetir, que aquello fue una gran experien- cia, pero como también he repetido y repetido, aquel anverso tuvo un reverso, los Maestros siempre acaban por tener un reverso y, además, pasan muchas cosas, los Maestros se meten en la Atlántida, y los Maestros acaban por morirse. La necromancia. ¿Qué quiero decir? Hoy, repito, es un día con hojas movién- dose en un frío que puede hasta ser literario. Y yo repito y repito, quisiera hablar de un Maestro, y de lo que pudo ser un Maestro, pero ahora, en este momento, me asalta la sospecha de que hablar sobre un Maestro ido puede ser cosa de necromancia. ¿Es así? ¿Hay que entrar por el arte de conjurar a los muertos? Pero ¿cómo se conjura a un Maestro muerto? ¿Dónde está un Maestro muerto? Yo acabo de decir, siguiendo una cita de Olvido, que el Maestro, sentado en los parques habaneros, nos enseñó una actitud, una actitud del poema que podía servirnos para enfrentar la vida. ENSAYO encuentroPero eso ahora, eso ahora, pasado los años, ¿qué es lo que quiere decir? ¿Eso no es como lo muy lejano, como lo que dijo un Maestro muerto, y que ya sólo a través de la necromancia lo podríamos revivir? ¿Hablar de un Maetro no es hablar de lo que se murió? ¿Cómo yo puedo saber lo que un Maestro dijo? Pues las etapas de la muerte de un Maestro tienen distintas maneras de recor- dar su enseñanza. La primera vez que yo supe de la muerte del Maestro fue en New York, en un día helado. Fue por la mañana. Abrí la puerta, me encontré con Carlos Eme, un amigo viejo, colaborador de la revista Orígenes, quien llorando me dijo: —Lorenzo, Lezama se murió. Entonces fue cuando yo emprendí la revisión de mi vida, Los años de Oríge- nes. Fue mi primer enfrentamiento, en un helado New York, donde escribí mi testimonio sobre aquel Orígenes, donde un grupo de enloquecidos seguidores del Maestro lo seguimos durante la década del 50. Así que escribí un libro, y el Maestro, me lo dijo Carlos Eme en un día helado de New York, se había muerto. Se había muerto, pero todavía no se había muer- to. No había llegado el momento de buscar la necromancia. Pasaron los años, y ya yo no estaba en New York, sino en Playa Albina, emprendiendo mi autobiografía, El oficio de perder. Otro paso más, distinto del que había marcado mi estancia en New York. Otro paso que ya no era, no podía ser lo que había pensado y sentido sobre el Maestro, así que en mi autobiografía escribí: «Pero llegado aquí, voy a sacar unos trapos morados de Viernes Santo, para tapar las imágenes. Creo que esto sea lo mejor. Que todo aquello, hiperbóli- co e hipostasiante, quede cubierto». ¡A meter a Lezama, a Cintio, a Eliseo, y al que sea, en su nicho, con su trapo morado de Viernes Santo, cubriéndolo! Esta exigencia es la que, al final, encuen- tro en pasaje del Laberinto que construyo. Así que dejo atrás a La Habana defendida por el Padre Gaztelu (…), o a Gas- tón Baquero […], con Mozart tocando el violín mientras una niña húngara hacía pipí junto al Danubio. O a Fina que, según Lezama tocaba el tambor de la ternu- ra (sic). Todo eso pertenece a un pasado que, ya no recuerdo bien, ni tampoco, ya, deseo recordarlo. Una curiosa experiencia para el que se forma con un Maestro: partiendo de una influencia, intentar desprenderse de ella. Yo, cuando escribí Los años de Oríge- nes, me moví dentro de esa situación. Después, pasados los años, entre otras cosas he tratado de convertir en juego lo que en un principio fue una revelación. ¿Qué queda de un Maestro? Esta es la pregunta. Y ¿valió la pena emprender una experiencia tan dolorosa como la que fue la relación con un Maestro, cuyo mundo no tenía nada que ver conmigo? Francamente, no sé responder a esa pre- gunta. Así como tampoco he podido llegar a una reconciliación. La paradoja a la que hay que enfrentarse cuando consideramos lo que fue nues- tra experiencia con un Maestro. ENSAYO 22 encuentro23 O sea, lo que quizás quiero decir es que cuando nos decidimos a aprender con un Maestro el resultado puede ser el llegar a saber que se ha estado… —no sé cómo decirlo—, que se ha estado en lo semejante a un teatro. Saber que el espacio que ellos, los Maestros, nos propusieron, se pudiera asemejar a un escenario. Pero, ¿cuánto queda de haber estado frente a los delirios de un Maestro? Quizás una fe. Una fe en seguir indagando en la imagen a contra lo que sea, y aunque muchas veces se tema que no se va a llegar a ningún resultado. O sea, quizás quiero decir que estoy aquí, a los ochenta y dos años, de nuevo hablando del Maestro, y diciéndome a veces que el resultado del encuentro con él, aunque tuvo una dimensión dolorosa y negativa, algo se consiguió con ella. ¿Se consiguió…? Aunque no sé, a veces estoy en un mar de contradicciones. Las orientaciones, los puntos en que me situó el Maestro, ¿cuáles fueron? Bueno…, como ya las he asimilado, como ya forman parte de mi imaginario, puedo decir que ya he perdido las huellas que me podrían conducir a identificar, con exactitud, lo que ha sido mi asimilación. Lo que le debo, principalmente, es haber conocido su devoción por la litera- tura. Pero esto, como creo que siempre debe ser cuando se tiene una relación con un Maestro, me llevó a distanciarme partiendo de lo que éste me enseñaba. Sí, una asimilación del Maestro que, al final, me condujo a situarme en una posición absolutamente distinta a aquella en que la que él estaba situado. Y es que, mientras él siempre exaltó la letra, considerándola dentro de un espí- ritu catolicón y romántico, yo sentí el apego a la letra, pero por la letra misma. Es decir, sentí un apego a la letra por la letra que, entre otras cosas, me condujo a la pasión por las estructuras cubistas, así como a la pasión por el juego. También, lo que le debo, y aunque ya se me han perdido las huellas de su enseñanza, ha sido lo que pudiera resumir en el título de mi último texto: «Lo que voy siendo». Efectivamente, creo que el Maestro me enseñó que la literatura era una gran ayuda para crecer. Y es que, repito, cuando lo conocí, yo estaba al borde de una gran crisis, donde el psiquiatra me recomendó el someterme a los electrochoks, pero de esta crisis pudo salvarme la entrega absoluta al aprendizaje literario, el curso …, dél- fico o como rayos se pudo llamar que, quizás, me salvó de lo peor. Y, por supuesto, repito, rechazo y vuelvo a rechazar todo el matalotaje de «tradiciones», catolicismo, y grandes delirios con la hipérbole, indisolublemente unidos al Maestro. O sea, rechazo el andamiaje de ciudad barroca, presidida por el Espíritu Santo, conque se mostró Lezama, pero reconozco y agradezco la tremenda, pero sencilla —sencilla por humana— manera en que un Maestro cubano —indepen- dientemente de su excesivo y empingorotado discurso barroco— pudo ayudar a situarme, a través de la literatura, en el camino de «Lo que voy siendo». Pese al delirio verbal de Lezama, pese a su desaforado barroquismo, se siente la presencia humana de Lezama. No quisiera hablar del asma de Lezama. Ya se ha dado mucha guerra con ese asunto. Se ha dado tanta guerra, que resulta odioso leer sobre la escritura de Lezama y el asma. Es un verdadero horror toda la retóri- ca que se ha utilizado para hablar de eso. Sin embargo, a veces uno puede sentir ENSAYO encuentrola presencia del asma, de la respiración. El peso, el peso del sabor. Recuerdo cuando Lezama dice: «Sentado dentro de mi boca advierto a la muerte movién- dose como el abeto inmóvil sumerge su guante de hielo en las basuras del estan- que». Y se siente la presencia del asma, como indisolublemente unida a la aten- ción. Rara mezcla, pues la atención, lo pasivo, diríamos que lo inmóvil, se une con la angustia, con la trepidación del asma. Quizás eso sea lo que, ahora, más recuerdo del Maestro. ENSAYO 24 encuentro25 « F idel castro y el movimiento 26 de julio»,dijo sartre sin pensarlodos veces cuando, en un encuentro en la Cité Universitaire con algunos miles de estudiantes franceses, uno de ellos le replicó que sólo el Partido Comunista podía hacer la revolución, desafiándolo a dar un ejem- plo de lo contrario. Esta anécdota, relatada por Carlos Fuentes en su ensayo sobre el mayo parisino, alcanza a ilustrar cómo en el último capítulo de su larga militancia socialista el gran filósofo se aferraba con fuerza a la utopía de la Revolución Cubana. En una entrevista concedida a la revista Le Pointen enero de 1968, Sartre afirmaba, rotundo, que «para un intelectual, es absolutamente imposible no ser pro-cubano». La convergencia de la «revolución contra la burguesía y la revolución den- tro de la revolución» destacada por Carlos Fuentes, por entonces también sim- patizante del régimen castrista, era, desde luego, en gran medida, una ficción. Entre la insurrección de esos jóvenes libertarios a los que Sartre instaba a hacer causa común con los obreros y el curso del proceso revolucionario cubano hay un buen trecho —el que separa los graffitisde «Prohibido prohibir» y «Haga- mos el amor y no la guerra», en los muros de La Sorbona, de las vallas con las consignas de «Comandante en Jefe, Ordene» y «¡Estudio, trabajo, fusil!», en las calles de La Habana—. Justo en el verano del 68se llevó a cabo en los alre- dedores de la céntrica heladería Coppelia una recogida masiva de jóvenes «extravagantes» —categoría que incluía hippies, homosexuales, rockeros, pelos largos, pantalones estrechos, etc.—. Al no apoyar oficialmente la revuelta estu- diantil parisina pero sí la intervención soviética en Chescoslovaquia unos meses después, Castro dejaría claro su lugar al lado de la revolución establecida, muy lejos de aquella originalidad que el filósofo había celebrado en Cuba durante su visita de marzo de 1960. Nuestro 68no fue el de la playa bajo los adoquines, sino el del «cordón de La Habana» y los «cien años de lucha». Mientras la Revolución Cubana circula- ba en el extranjero como símbolo de rebeldía antiburguesa, en el interior se ins- talaba en su nombre un «orden» más rígido que el franquista. El año termina, significativamente, con la célebre serie de artículos firmada por Leopoldo Ávila —seudónimo cuya identidad nunca se ha determinado— y publicado en Verde Olivo, donde se establece, desde la autoridad de las Fuerzas Armadas Revolucio- narias, la doxa marxista-leninista que el propio Castro decretará en 1971, en un encuentro Le socialisme qui venait du chaud Apuntes sobre el turismo revolucionario a Cuba DUANEL DÍAZdiscurso en que denostaba a los intelectuales críticos y llamaba a hacer un arte de masas que reflejara verdaderamente a la Revolución. Esto había comenzado con el Congreso Cultural de La Habana, donde más de quinientos intelectuales extranjeros fueron reconocidos por Castro como la verdadera vanguardia de la revolución en el mundo, inequívoca crítica a los par- tidos comunistas que manifestaban dudas con respecto al proyecto cubano de exportar la revolución a través de guerrillas de inspiración guevarista. Unos meses atrás, el Salón de Mayo de 1967había marcado el apogeo de la luna de miel entre aquella intelligentsia de izquierdas y la Revolución Cubana. Margueri- te Duras, quien se refería a sí misma como «Escritor de izquierda no-cubano, nacida y educada en la ciénaga de Europa», («Marguerite Duras»; en: Revolu- ción y cultura, n.º 3, 30de noviembre, 1967) afirmaba entonces: «El pensamien- to político, el combate revolucionario, el arte, son los caminos para alcanzar esa alteridad del yo. Y es ahí que el maravilloso accidente de un amor, el amor por Cuba, desembocará en un amor universal. Cuba ha realizado esto a la escala de un país: ustedes son el mayor país del mundo desde el momento que sus fronte- ras han saltado». Carlos Franqui ha contado que, como condición para permitir que el Salón se celebrara en La Habana, Castro exigió que sus vacas también fueran expuestas, y así lo fueron, en los jardines del recién construido Pabellón Cuba, junto a radares soviéticos que podían pasar fácilmente por instalaciones avant-garde. Aquella suerte de primavera de La Habana comportaba, de cierta manera, una utopía estética: el arte moderno se apropiaba por un momento de los emblemas de la Revolución en sus dos frentes de batalla —el agropecuario y el militar—, mien- tras el gigantesco mural colectivo —realizado en la noche del 17de julio de 1967 ante las cámaras de televisión, con la participación de artistas extranjeros de la talla del chileno Roberto Matta y del español Eduardo Arroyo— simbolizaba un regreso festivo al origen de la tradición revolucionaria, antes de la fatal escisión entre estalinismo y trotskismo. Uno de los célebres invitados, Peter Weiss, comentaba a propósito: «La noche de la pintura colectiva / Una visión de un mundo / Donde el hombre es libre / Una totalidad de acción / abrimiento para todas las posibilidades / y alegría de vivir. / Algo de esto debe haberse sentido / Cuando la Revolución Rusa / era joven / Cuando el arte era parte de la vida». Pocos meses después, sin embargo, la des- trucción a mandarriazos del Museo de Arte Moderno inaugurado en La Rampa para el Salón venía a restablecer la preeminencia de la Revolución sobre el arte: si la Revolución misma era la gran obra cultural, como reconocía la declaración del Congreso Cultural, no había en ella espacio para un arte con las pretensiones del moderno; esas vanguardias eran degeneraciones burguesas, y debían ser erradica- das como tales, mientras de la nueva sociedad, superada ya la división del trabajo manual y el intelectual, surgiría un arte sano, producido por y para las masas. Ese episodio revela, por cierto, una extraña paradoja: remedaba el gesto van- guardista de destrucción del museo, lugar de la separación entre el arte y la vida, pero con la diferencia de que el blanco de la violencia de los agentes de la Seguri- dad del Estado no era el arte tradicional, académico y filisteo, sino el propio arte moderno, considerado ahora como parte de la enfermedad a curar. Irónicamente, eran los agentes gubernamentales, disfrazados de pueblo, quienes al destruir ENSAYO 26 encuentro27 aquellas obras de arte que portaban el espíritu experimental del Salón de Mayo cumplían la fantasía vanguardista. A propósito, cabría preguntarse por el torcido destino de la vanguardia histórica: por un lado, cooptada por el mercado capita- lista contra el que insurgía; por el otro, condenada por un totalitarismo empeña- do en realizar, a su manera, la utopía vanguardista de trascender la escisión de lo público y lo privado. La «casa de cristal» con que soñaba Breton, ¿dónde más que en el estalinismo se hizo realidad? La vida poética, ¿dónde si no en el espec- táculo fascista? En 1968, la estetización de la política alcanzaba en Cuba su apogeo, al tiem- po que Castro emulaba a su ídolo de juventud con el «cordón de La Habana» y la «zafra de los diez millones». A las clásicas fotos del Ducedurante la battaglia del grano, participando con el torso desnudo en las labores de recolección y trilla del trigo, correspondían las del Comandante en el corte de caña. Y si en la Italia fascista, obsesionada con el crecimiento demográfico, las mujeres prolíficas habí- an sido las heroínas del momento, en la Cuba de Castro ese puesto lo ocuparán las vacas. La obsesión pecuaria del Comandante convirtió a ciertos ejemplares excepcionales en verdaderas estrellas que merecieron en la prensa de la época extensos reportajes: las entregas de Bohemiade fines de los 60reservaban a la vaca Matilda el espacio que una década atrás dedicara la revista a las actrices de televisión. Las frivolidades del antiguo régimen habían sido del todo desplazadas por el delirio productivo. En medio de sus absurdos ensayos de cruces de razas, Castro llegó a vaticinar en un discurso que en pocos años el país produciría tanta leche que alcanzaría para llenar la bahía de La Habana. La «ofensiva revolucionaria» de marzo del 68fue, en gran medida, una pre- paración para la movilización total en torno a la producción que culminaría en la cacareada «batalla de los diez millones». Bares, quincallas, bodegas, peluque- rías, guaraperas y puestos de fritas fueron nacionalizados y cerrados, alegando que eran lugares donde proliferaba la vagancia, cuando, en palabras de Castro, no había que promover la «borrachera, sino el espíritu del trabajo». Un purita- nismo jacobino presidió aquella campaña nacional que saludó el cierre de los bares y cabarets como un paso más en la supresión de los vicios del pasado. «No se construye el comunismo con mentalidad de bodegueros», decía Castro, mien- tras embarcaba al país entero en una «construcción simultánea del socialismo y el comunismo» que, inspirada en las ideas de Guevara, buscaba desarrollar la «conciencia», eliminando los incentivos materiales y el poder del dinero. Tres «planes piloto» comenzados un año antes en zonas rurales reflejaban aquella ingeniería social que, emulando el mensaje evangélico y la milagrosa multiplicación de los panes y los peces, pretendía regenerar al hombre y triplicar la producción. El discurso que Castro pronunció el 28de enero de 1967en la inauguración del primero de ellos, en San Andrés de Caiguanabo, resulta al res- pecto un documento muy ilustrativo. La fascinación comunista por la técnica va, allí, mucho más allá de la comprensible sustitución de los bueyes por tractores: Castro habla de «acelerar el proceso de crecimiento» de las plantas de café apli- cándoles hormonas. La tecnología promete un futuro de abundancia, donde, con la introducción de las máquinas, los trabajadores se liberan del esfuerzo físico y, además, «liberan tierra donde pueden tener cientos de vacas para producir todos los días miles de litros de leche». ENSAYO encuentroNext >