< Previoussu próximo centenario— deberían buscar en este libro algunas de las claves explicativas fundamentales. He dejado para el final lo que debí escribir al principio. Que este libro no necesitaba presentación alguna, porque se basta a sí mismo. Sólo el temor a que se entendiera mal mi actitud, si me negaba a la petición del autor, me ha movi- do a escribir estas inútiles palabras. Porque ni a Manuel Moreno Fraginals le hace falta que nadie le avale, ni a su libro que alguien lo presente e introduzca, porque se explica solo. El lector que se adentre en sus páginas descubrirá muy pronto que se trata de un libro de historia «distinto»: sabio sin erudición inne- cesaria, riguroso aunque haya prescindido de las imprescindibles andaderas que en muchas ocasiones representan las notas a pie de página, muy innovador en su enfoque y capaz de conseguir el raro milagro de fundir en una narración bien hilvanada los hechos políticos, los grandes hitos de la evolución económi- ca, los rasgos que definen una compleja sociedad mestiza y aquel carácter singu- lar que ha nacido de la mutua fecundación de sus diversas herencias culturales. Y descubrirá también, y sobre todo, que está maravillosamente escrito. Éste es el homenaje que un gran historiador ha dedicado a su tierra natal. Como lector, me ha permitido renovar y ampliar la fascinación que me habían producido sus obras anteriores, porque ésta es posiblemente la mejor de todas: su obra maestra. Como historiador he admirado su extraordinaria capa- cidad de síntesis y esa rara combinación de apasionamiento y objetividad que sólo puede alcanzarse con la doble madurez de la persona y de la inteligencia. Se trata, en suma, de uno de los libros de historia más vivos y más hermosos que jamás haya leído. Junio de 1995 18 homenaje a manuel moreno fraginals Josep Fontana encuentroP or la literatura primero, y por los amigos cubanos después, siempre he sido cubanista o cubanófilo. José Olivio Jiménez (que a veces se sentía lejos de Cuba, pero que es muy cubano) me hizo conocer, desde hace muchí- simos años, letras cubanas y costumbres de Cuba. Siempre recuerdo la palabra huititío —ignoro su grafía— que sería alguien muy delgado, un alfeñique. Pero cuando la dije en La Habana, sólo la recordaban los mayores. Y, por ejem- plo, en el Diccionario del español de Américade Marcos A. Morínigo (1993) la voz no figura. Por eso, poder decir hui- titíome otorga a mí mayor cubanidad. Después de José Oli- vio —por hablar de cubanos con nombre— conocí y traté, más entonces, a Guillermo Cabrera Infante y a Miriam Gómez, dos británicos ahora, que jamás han dejado de vivir en La Habana que hubieron de abandonar. Después quise y traté mucho a Gastón Baquero con quien pasé largas noches de charla —él se acostaba tem- prano, pero hacía excepción conmigo— en su destartala- do piso madrileño. Entre sus muchísimos libros, sobre la mesa camilla que le servía de salón, había una gran foto de Lezama. Yo leí Paradiso de adolescente (en la edición mexicana que cuidó Cortázar) y me embriagaba su cultu- ralismo exagerado y su prosa para gnósticos. A mis veinte años —1971— Lezama Lima era uno de mis santones, que siempre prefería minoritarios. Gastón Baquero (cuando aún cocinaba y lo hacía muy bien) me preparó una noche ropa viejay casabe —cazabeescribíamos acá— la más anti- gua comida del Caribe, el pan de los extintos indios taínos, hecho con mandioca. Luego Gastón me regaló —yo fumo tabacos— su antiguo cortador de puros, como una guilloti- na dorada de bolsillo, pues él había dejado de fumar... 19 la mirada del otro encuentro Precisiones y recuerdos –crítica y elogio– de mi viaje a La Habana Luis Antonio de Villena la mirada del otroComo desde muy joven oí contar las miserias del castrismo nunca simpati- cé con su revolución. Pero (aclaro) cualquier hombre sanamente libre simpa- tiza con una necesaria revolución. Aunque es imposible simpatizar con un dic- tador. Fidel Castro ha sido, finalmente, no la gloria, sino la miseria, de su, al inicio, tan prometedora y hoy tan fallida Revolución. Cuento todo lo que antecede para dejar claro cuánto podía gustarme ir a La Habana (la tierra de muchos amigos que se fueron o que aún estaban) y cuánto a la par temía ir. Fui a algún país comunista europeo antes de la caída de la urssy nunca me gustó aquel aire oprimido. Aquella evidente y elemental falta de libertad. Dudé mucho. Pero al fin —en una ocasión propicia, invitado con otros dos escritores amigos, por el Ministerio español de Asuntos Exterio- res— estuve unos días en La Habana, en mayo de 1993. Era un viaje largo que se había iniciado en México (donde Octavio Paz me desaconsejó visitar Cuba) y que concluiría en ese país remoto —respecto a Cuba— que es la República Dominicana. Casi nadie me auguraba nada de La Habana (no iba a haber tiem- po para visitar otros lugares) y la aprensión no me era ajena. Pero fui. Con Luis García Montero y Francisco Brines, excelentes compañeros de viaje. Aunque hablaré de mí, puesto que son mis impresiones, y no puedo hablar por ellos. Del aeropuerto José Martí—donde nos aguardaba Carlos Barbáchano, gran anfitrión y entonces agregado cultural de la Embajada de España— sólo recuerdo una sensación de hangar (aeropuerto militar más que civil) y una aduana dura, con guardias de rostro severo, que miraban minuciosamente el visado. Actitudes nada simpáticas, pero que ocurren en muchas partes del mundo. Luego se ocupó de todo Barbáchano, que nos llevó en su auto al hotel. Hotel que primero iba a ser un desportillado caserón de El Vedado, y que —por no sé qué problemas— concluyó siendo el Habana Riviera, gran hotel de lujo en el Malecón (en los finales años 50) detenido como casi todo en la ciudad entonces, pero sin ya glamoury sin lujo... ¿Cómo diré mi impresión de las primeras calles de La Habana, mientras íbamos, charlando, hacia el hotel, en un auto español nuevo, es decir distin- to de cuantos nos reodeaban? Me pareció un aire limpio y un mundo pobre. Y más. Todo parecía arrasado, desolado, como si hubiese habido una guerra —diría yo— pocos meses antes. Hacía sol y calor —Camus decía que al sol todo es menos pobre— pero aquello no parecía un mundo luminoso. Pocos coches y casi todos viejos, modelos norteamericanos de los años 50. Bastantes bicicletas. Luego creo que ha habido más. La gente —su vestido, aunque vera- niego— tiene un aire corriente, como se dice en España. Eso quiere decir, en realidad (y otra vez brota la palabra) escasez y pobreza. Ello apenas podrá des- decirse. Nadie lo puede negar. 20 la mirada del otro Luis Antonio de Villena encuentroMi habitación en el Habana Rivieraera grande y debió haber sido espléndida. Daba el ventanal a una gran piscina (en la que una tarde me bañé, era agua de mar) que falta de sombrillas, de hamacas y de cierta sofisticación, parecía una gran poza en el cemento. La habitación —otra vez con innegables resi- duos lujosos de los años 50— no era confortable, aunque sí grata. El agua de la cañería del lavabo se salía (apenas abierto el grifo) y tuve que avisar para que un fontanero hiciera un rápido arreglo. El aire acondicionado —que sí funcionaba— no era fuerte (eso no me importaba) y hacía mucho ruido. Zumbaba como un viejo animalote cansado. Todo era normal. Eran aparatos viejos. Y todo pedía un arreglo o una jubilación que no tenía. Se quejaban, los pobres, de viejos. Nada más. En los ascensores nunca faltaban —ni entrada la noche— unas mujeres bien maduras y uniformadas (gruesas por lo general) que manejaban los mandos del ascensor, como los ascensoristas de los años 20, tan elegantes, pero no era su caso. Eran mujeres serias, que te miraban con respeto. Cuando entendían que eras español, te saludaban con mayor amabilidad idiomática. Una me dijo una noche —cuando yo salía, perfumado, a cenar— lleva una colonia muy rica . No sé por qué vine a entender que me la pedía, o que podría- mos llegar a algún buen acuerdo (fuera el que fuese) si yo se la regalaba. Pero es sólo una sensación, porque me limité a sonreir: Gracias. Muchas gracias . Desde el Habana Riviera(rodeado de gente joven que pululaba por el Male- cón, y por algún coche patrulla policial, de cuando en cuando) fuimos cami- nando, una tarde, hasta la célebre heladería Coppelia , en un parquecito ajardi- nado. Fuimos caminando, preguntando. Llegamos desolados. Nada más comenzar a andar se nos acercaron multitud de niños y adoles- centes que, al oírnos, nos hablaban, nos preguntaban, y sobre todo nos pedían. Algunos desistían pronto. (Yo llevaba caramelitos y chicles que iba repartien- do, de a poquitos, para no gastarlos el primer día.) Otros —pocos— eran incluso muy perseverantes. Por ejemplo aquéllos tres o cuatro que nos lleva- ron hasta Coppelia, sin querer o queriendo. Un negrito de unos doce años, sumamente vivaz y simpático, era el que llevaba la batuta. Tenía la despierta listeza del que tiene que apañarse pronto en la vida. Atravesamos, caminando, zonas de El Vedado. Antiguas casas en su mayor parte dejadas, vecinales, medio destruidas, descuidadas, al menos. Sí, parecía, en efecto, que hubiese habido una guerra. Una refriega, si poco. O un huracán o un vendaval. Algu- na revolución, pero cualquier cosa, apenas unas semanas atrás... La gente nos miraba con simpatía. A mí me daba mucha pena. En Coppelia—que tiene dos zonas, entre árboles— había larguísimas colas en ambas puertas. Esperando para comer helado. Ya sabíamos que a los turis- tas (portadores de dólares, de hecho apenas llegamos a ver un peso cubano) se les evitaban las colas. Nos lo habían dicho y así era. Un guardia de la puer- ta, apenas vernos —los chiquitos, con el negro a la cabeza, semejaban haber 21 la mirada del otro encuentro Precisiones y recuerdos... desaparecido— nos hizo un gesto amable, indicándonos que podíamos pasar. Los de la cola, naturalmente, miraban en silencio. Nos sentamos. Todo tenía un aire cordial —no demasiado bullidor— y sencillo. Se acercó un camarero. ¿Qué queríamos? Helado, claro. Pero ¿de qué gusto? Sólo había dos:Vainilla y chocolate (Hoy parece inevitable recordar Fresa y chocolate, como en la pelícu- la de Gutiérrez Alea, tan recatada y tan bella). Trajeron las dos bolitas de hela- do en un recipiente de plástico, muy vulgar. Probé ese helado. No me gustó. No era helado italiano ni nada parecido. Lo iba a dejar y salir de allí (me esta- ba deprimiendo la pobreza, la carencia, el aire desolado de la ciudad) cuando observé que, tras las rejas, al lado de nuestra mesa, había reaparecido los muchachillos, con el negrito a la cabeza: Miraban al helado como un tesoro de piratas bucaneros en una isla perdida. Miraban al helado como hubiese Stevenson descrito una maravilla. Se lo dí —tendrían que devolver el envase de plástico malo— y me marché. La cola había desaparecido de ese lado de Coppelia, pero se multiplicaba en el de enfrente. Pregunté: ¿Qué ha ocurrido? Me contestó sin asombro el guardia: Aquí se acabó el helado, y deben ir a la otra parte... Corriendo me fui en busca de un taxi, de los que hay para turis- tas, que marcan la carrera en dólares. De hecho (como otra paradoja más del castrismo) el dólar es hoy la moneda real , la verdadera moneda de Cuba. A mí, como a otros, el primer contacto con La Habana me deprimió. Vi una ciudad bella y abandonada y —por qué no decirlo— algo así como un pueblo bello, abandonado también... Al día siguiente —tras paseos por el Malecón, La Habana Vieja y los alrededo- res del gran Capitolio— apareció el primer amigo: El estupendo César López. Poeta y hombre vivaz y tierno a quien yo había tratado ya —varias veces— en Madrid, en Las Palmas de Gran Canaria y en Ciudad de México. César era y es verdaderamente un amigo. No invitó a ir a su casa (muy cerca del Malecón) a beber algo en el jardincito, por la noche. Una noche caliente y suave... Cuando llegamos, César estaba feliz, y me dijo que estaba leyendo a Julián del Casal, preparándose para mi visita. Hicimos bromas y reímos. César sabía mi admiración por Casal, sobre quien escribí —hace años— un largo estudio, a instancias de José Olivio Jiménez, El camino simbolista de Julián del Casal (1979) recogido después en mi libro Máscaras y formas del Fin de Siglo (1988). Ese año, además, se cumplía el centenario de la muerte de Casal —en el que se me invitaría luego a participar— pero, qué lejos parecía todo del aire sun- tuario del Soneto Pompadour: Amo el bronce, el cristal, las porcelanas...César López recitaba, con emoción: y el lecho de marfil, sándalo y oro, / en que deja la virgen hermosura / la ensangrentada flor de su inocencia. Casal es la gran columna que sostendrá a Lezama, pero alrededor, aquella casa cordial, mostraba el mismo desamparo que la ciudad entera. Todo deslucido, viejo, y en las estanterías de una sala de estar, libros antiguos —libros de años atrás— envejecidos por el salitre o la humedad, amarillentos, quebradizos diría... El mismo desamparo. 22 la mirada del otro Luis Antonio de Villena encuentroCarlos Barbáchano nos había dicho, cauteloso, que cada vez que alguien nos invitase a su casa llevásemos una botella de algo —comprada con dólares en las tiendas para turistas— porque nadie tenía nada. Yo creo haber llevado, sistemáticamente, botellas de ron negro ( Habana 7 ) y eso es lo que siempre (o casi siempre) bebimos. Por ejemplo aquella noche grata, en el pequeño jar- dín de César López, junto a su casa desamparada que, entonces, no podía abandonar sin que le reemplazase su hija —estudiante de medicina— en la guardia, porque se había roto la cerradura de la entrada, en alguna tormenta o ventisca marina, y como todavía no habían encontrado otra nueva, tenían que vigilar, uno u otra, porque no había cerradura y la puerta de entrada per- manecía semanas abierta. Como ocurre con casi todos los cubanos que viven en la isla (incluso cuan- do están fuera de ella) César no dijo ni una palabra contra el castrismo o la Revolución y tampoco dijo nada a favor. Ni palabra. Hablamos de literatura y de vida. Todo lo demás, la resistencia, la heroicidad, el espanto —el relativo espanto— ¿no saltaba a la vista, más que visible, protuberante? Yo creo —por algún gesto de César— que él sabía que todo estaba dicho. ¿No lo estaba con- templando yo? Mejor hablar de Lezama y de Casal y de los poemas que César sigue escribiendo, por encima de la ola y de las olas, admirable... Otra noche al volver al Hotel, solo, se me acercaron tres muchachas, bien arre- gladas, que andaban (como tantas y tantos) por el contorno, esperando. Esta- ban especialmente arregladas y eran, además, muy guapas, las tres. Dos blancas y una negra. Me pidieron si quería subirlas al bar del Hotel que estaba arriba, en la terraza —aunque no era nada lujoso, sino más bien modesto— e invitar- les a beber algo. Supuse que la petición era más rica que la mera demanda de una coca-cola, y aunque yo no estaba interesado en ese más, no me pareció bien decirles que no a aquellas señoritas, insisto, tan guapas... Entramos juntos y fuimos a los ascensores. Se me había olvidado a mí la existencia de aquellas estrictas y gruesas gobernantas ascensoristas. La gorda nos miró —tras decirle yo que íbamos arriba, al bar— y enseguida me dijo: ¿Las señoritas van con usted? Aseguré que sí. Y añadió entonces: Pues tienen que estar siempre con usted. No pue- den quedarse solas. Ellas —las muchachas guapas y arregladitas— nada decían. Ni palabra. Así (con una mueca displicente hacia la gobernanta) llegamos al bar, una terraza al aire libre, prácticamente vacía. El clima era muy agradable. Pedimos sendos refrescos, y enseguida la negra —con mucho la más decidida, las otras dos no perdieron un comportamiento discreto o hasta modoso— vino a sugerirme algo sexual. Como a la habitación era (o parecía) difícil ir podría- mos hacerlo allí mismo, en los lavabos que había en la misma terraza. Se abrió lentamente de piernas. La negrita iba preparada y no llevaba ropa interior. Me lo mostró sin ningún alarde... No, yo no estaba interesado y además tenía que volver a salir. Con mucho gusto les invitaba al refresco y a quedarse pero — según había oído— esto último era imposible. Tenían que salir cuando yo 23 la mirada del otro Precisiones y recuerdos... encuentrosaliera. Las tres hermanas del cuento caribe. Hablamos sobre todo de diver- sión. Aquellas chicas (especialmente la negra, hermosa y ardiente) se querían divertir y no sabían cómo ni dónde. Para aquella negra la Revolución verdade- ra hubiese sido una discoteca cualquiera, abstracta y feliz, en Madrid, en Miami o en Nueva York... Ella quería pasárselo bien, era joven y el cuerpo le pedía guerra. Quería divertirse, no necesariamente paseando por el Malecón. ¿Por qué eso no podía ser? Jamás he visto mayor desdén por la política. Mayor desdén tácito por el castrismo: Una chica negra quería ser golfa, decente y feliz —todo al tiempo— y no podía. Estaba indignada. Era una hija del coraje hacia la libertad. Era anticastrista —muda— por amor al chachachá. O simplemente porque libertad es, así de simple, poder vivir. Poder salir, poder ligar, poder pasárselo bien sin miedo a la represión. Sin sabuesas ascensoristas. ¡Cómo deseé que aquella guapa negra, con los labios rojos, fuera —como merecía— libre y feliz! Yo hice lo que pude. Nada prácticamente. Una tarde —hacía mucho calor— Brines, García Montero y yo, leímos nues- tros poemas en la famosa (en los buenos tiempos de la Revolución) Casa de las Américas. El recibimiento fue muy cordial y el público, culto y especializado. Una mujer rubia y de aire distinguido —lamento no recordar su nombre— y que debía ser una autoridad en la Casa, nos presentó brevemente. Antes —o después— en su despacho, que tenía aire acondicionado (no así el salón, sofo- cante, en que leímos) nos ofreció una tacita de café solo. Aquello tenía todo el aire de ser —el gesto, las pequeñas tazas— un lujo o una distinción ofrecida sólo a visitantes distinguidos. Entre los asistentes estaban Eliseo Diego y Miguel Barnet, a los que yo había visto —sobre todo al segundo— varias veces en Espa- ña. Haciéndose el portavoz de los tres lectores españoles, Brines empezó diciendo (sin más comentarios) que nuestra lectura, la de los tres, estaba dedica- da a dos amigos cubanos: Gastón Baquero y José Olivio Jiménez(dos exiliados). Las palabras fueron acogidas con tranquilidad y respeto. Pero al terminar todo — yo sudaba— Miguel Barnet, muy simpático, se me acercó: Chico, tú has sido el mejor. Me alabó, cosa natural si se tiene en cuenta que era al que más conocía. En España siempre encontré a Barnet simpático y festivo, incluso levemente loca . Ahora estaba más serio, más prudente, más controlado. Y así, tras lisonjear mis poemas, declaró que Paco Brines había hecho mal en decir lo que había dicho. Al parecer no era un gesto amable. Me limité a repetirle que lo había hecho en nombre de todos, y que sólo había mencionado —sólo— a un gran poeta y a un gran crítico literario. Barnet se despidió amablemente de mí (sólo de mí) y ya no lo volvimos a ver más. Un año después —creo— me envió dedi- cado —vía EEUU— su tomo de poesía Con pies de gato, que leí con interés, aun- que siga prefiriendo su prosa. Me dijeron —saliendo de la Casa de las Améri- cas— que Barnet era entonces un escritor vinculado directamente al Régimen de Castro (incluso detentaba algún cargo) y vivía muy bien con su novio. Siem- pre me extrañó —con todo— pues hasta comprendí su necesidad de relativa 24 la mirada del otro Luis Antonio de Villena encuentroortodoxia, ¿por qué un personaje así me enviaba su libro, editado e impreso en Cuba, La Habana 1993, a través del correo yanqui? Todos los asistentes, de otro lado, insistían (y lo hicieron durante toda nuestra estancia en La Habana) en excusar a Cintio Vitier y a Fina García Marruz, que no habían podido venir. Fue una excusa constante, nunca entendí por qué. Las librerías de La Habana (las normales, en las que se pagaba en pesos) eran un verdadero horror. Montañas de ediciones soviéticas —en español— de las obras de Marx y de Lenin. Poco más. Pequeñas —mejor minúsculas— nove- dades de poesía, en papel malo y frágil como ala de libélula enferma. No tenían ningún interés y las vi siempre minimísimamente concurridas. Había, además, otras librerías (cerradas y con aire acondicionado, una muy cerca del Floridita) donde, por supuesto, se pagaba en dólares. Curiosamente en esas librerías —más pequeñas— había clásicos cubanos, que no se encontraban ya en las librerías normales. Libros agotados —pensé— o libros para circulación redu- cida. Allí había obras de Lezama y de Antón Arrufat, por ejemplo. Y también un libro con letras de boleros, que compré: 300 boleros de oro de Helio Orovio. ¿Por qué esa barrera de cristal, entre dos librerías —ambas cubanas esencial- mente— pero que parecían y eran dos mundos? En una de las librerías con obras de Lenin (otro día) se me acercó, cautamente, un chico con barba y aire de estudiante —en España, en los setenta, hubiéramos dicho que con aire progre— que me dijo si quería comprar libros antiguos. Le contesté que sí, y me rogó que le acompañase a su casa —en La Habana Vieja— que estaba muy cerca. Resultó, luego, que los libros viejos que guardaba (bastantes espa- ñoles, del antiguo Aguilar) o los tenía o no me interesaban en exceso. Pero tanto me impresionó su necesidad (su deseo de ahorrar dólares y marcharse) y la penuria general del entorno, que decidí comprarle tres o cuatro libros, para ayudarlo. El mejor —encuadernado y antiguo, aunque muy aviejado— era un tomo (Vol. XXIII de la colección de Libros Cubanos) titulado Selección de poesíasde Julián del Casal, muy bien publicado en La Habana en 1931 con larga introducción de Juan J. Geada y Fernández. Lo conservo gustosamente por Casal, pero también porque me evoca —desde su avejentado lujo— lo que ahora voy a narrar: Lo avejentado y descuidado, a secas. La casa en la que entramos, donde vivía aquel estudiante anheloso de ahorrar dólares, era un edificio antiguo, que en los años 20 —por ejemplo— debió ser casi esplendoroso. Pero todo en la casa estaba deteriorado hasta extremos —me pareció— cercanos a la ruina. Uno de los pasillos volados que daba al patio interior tenía un gran boquete, que se salvaba, a tres pisos de altura, simple- mente por una tabla que servía de puente. Y el pequeño apartamento del estu- diante (supongo que se había parcelado un antiguo piso) aparte de su sencilla pobreza natural, tenía grietas —grandes grietas— en las paredes.Aquel pro- fundo deterioro lo miré con pena —nuevamente— y sin hablar. Había oído decir que La Habana estaba entonces peor porque habían habido, meses 25 la mirada del otro Precisiones y recuerdos... encuentroantes, ciclones o grandes tormentas, y faltaban repuestos. Pero, aunque ello fuese verdad, no explicaba el desastre. Todo aquello estaba abandonado — todo— desde hacía, cuando menos, 30 años. En ese tiempo (por incuria, por desinterés) nadie había arreglado ni cuidado nada, y era una lástima, porque la Habana Vieja es un recinto bello y admirable cuya pervivencia —me temo— no está asegurada. La imagen que —para mí— lo resumía todo que- daba plasmada en el inservible y antiguo ascensor que yacía, derrengado como un viejo paquidermo, en el portal. Negro, cubierto de suciedad, de grasa, de polvo, caído entre las rejas, el ascensor —30 años parado— era el emblema de la ruina, del desinterés, de la desesperanza. Casi no se sabía que era un ascensor. Era un mohoso poliedro negro, opaco, inservible. Había que subir andando. Nadie se fijaba en el ascensor. Era un bulto. Una ruina maya sin descubrir. Una tumba. Un fetiche. Nada y todo. Otra tarde leímos nuestros poemas —ante un público muy selecto de escrito- res y profesores— en el pequeño Salón Lezama Lima (con aire acondiciona- do, eso es superlujo en la tropical Habana) dentro del elegante Teatro Nacio- nal, que era, me parece, el antiguo y rico Centro Gallego. Allí recuerdo, cordial y en primera fila, muy atento, a Eliseo Diego. Un poeta cubano nos presentó (eran textos escritos) a cada uno de nosotros. César López presentó a Paco Brines. Y a mí un poeta al que yo, aún, no había leído: Rafael Alcides —un hombre grande, de voz fuerte— que luego me regaló un libro suyo, Agradeci- do como un perro, de 1983. Alcides leyó un texto noble y liberal sobre mis poe- mas y sus amores heterodoxos, que defendió aunque había comenzado su dis- curso diciendo ¡Camaradas! , para rectificarse enseguida, entre sonrisitas del público, con el clásico Señoras y señores... Recuerdo, con cariño, la cálida pre- sentación que me hizo Rafael Alcides, que —externamente— me parecía alguien muy lejano a mí, y que resultó amigo en la poesía o en la palabra, que es un sentimiento mayor que la psicología. ¿Seguirá siendo revolucionario Rafael Alcides? ¿O tenía sólo esa profunda revoluciónque está siempre en los corazones limpios, pese a la escoria? Una noche literaria —que a priorino lo era— tuvo lugar en casa de Pablo Armando Fernández, poeta y novelista, de barba whitmaniana y blanca, a quien yo conocía de años atrás, siempre muy felizmente, en España. Aunque acaso debiera haberme percatado de que la casa de Pablo Armando, en la zona de Miramar, era una de las pocas arregladas y repintadas. Porque eso en La Habana —en aquella Habana— significaba mucho. Por ello cuando yo me presenté, atardeciendo, con mi botella de ron, para contribuir a la fiesta, Pablo Armando, que me recibió muy contento con un par de besos, me dijo: No tenías por qué traer nada. No debías haberte molestado. ¿Te apetece un whisky? 26 la mirada del otro Luis Antonio de Villena encuentroDigamos que como si estuviésemos en Roma o en Madrid. No, la casa de Pablo Armando y su mujer no era lujosa (según lo que aquí entendemos por lujo) pero sí arreglada, pulida, cuidada, lo que —como he repetido— parece insólito en La Habana. En efecto, había whisky y lo bebimos. También había (además de algo que comer) varias botellas de ron. Me parece que allí, esen- cialmente, nada faltaba. Había profesores, poetas y amigos, en un aire disten- dido y cordialísimo. Terminamos medio borrachos y cantando, y hasta alguno de los caballeros presentes soltó su plumacubana y concluyó, feliz, hablando en femenino. Hasta el propio Pablo Armando, al fin, finalizó entre risas y boleros hablando en femenino. Claro que, cuando bien entrada la madruga- da, yo me iba —supongo que en el coche de Barbáchano y sus mulatas— Pablo Armando, encantador y entre besos, no dejó de decirme, con sus bar- bas blancas whitmanianas y su tez morena y solar, que pensara lo que pensara de Cuba, por favor —insistía— nunca estés de acuerdo con el bloqueo norteamerica- no, porque el bloqueo es una gran cabronada... Querido Pablo Armando: Hace años que no te veo. Desde esa noche haba- nera en tu casa, me parece. Pero quiero decir, en honor a tu hospitalidad, y también a mis muchos amigos y conocidos cubanos, que te doy la razón. Estoy en contra del bloqueo yanqui, que me parece una gran cabronada. Pero estoy también en contra del bloqueo de Fidel que se ha convertido, tris- temente, en la mayor piedra en medio del camino de Cuba. No debió ser así, lo sé. Nunca debió ser así, sino al contrario. Pero así ha sido. Así es que, que- rido Pablo Armando, te cuento amistosamente que estoy contra todos los blo- queos. Te abraza... Recuerdo como una noche muy tranquila, lúcida y cálida, la noche en que visité —provisto, ahora con todo sentido, de mi botella de ron negro— la casa de Eliseo Diego, uno de los grandes poetas de Orígenes. Era una casa, con pequeño jardín, noble y vieja. Y estuvimos sentados, noche adentro, en el des- pacho de Eliseo, lleno de libros y curiosidades, con un aire augusto —un des- pacho sabio y culto— que parecía recubierto (cierta dejadez) por un aire de incuria y de tristeza. La pobreza y la carencia, como reptiles raros, deambulan por La Habana en todas partes, eficientes y calmosos, y todo lo llenan y ter- minan contaminándolo casi todo. Con Eliseo hablé de libros y de poesía. Él —muy cordial— parecía cansado, pero hablar de libros y de literatura (hablar como si todo fuese normal) le animaba. Su aire cansado y quizá enfermo se trasmutó en alegría charlando de libros... Por lo demás, para acompañar la botella de ron (que concluímos) no había sino vasos y agua. Nada más. Sin hielo. Nos despedimos, emotivamente, madrugada larga, cuando el aire habane- ro parece más sutil. Recuerdo que, camino del Hotel, pasamos por delante del caserón —desportillado también— de Dulce María Loynaz. La viejita estaría, en ese momento, ahí dentro, en sus delirios dulces de silencio. Nunca volví a ver a Eliseo. Pero cuando, no mucho después, supe que se había ido a México y 27 la mirada del otro Precisiones y recuerdos... encuentroNext >