< PreviousMarchó y seguí su planta cautelosa. Dante, (Infierno, Canto I) 1. Por la época en que conocí a Virgilio Piñera el tiempo de su esplendor literario había pasado, su nombre se había hecho impronunciable y, si se llegaba a mencionar, se lo hacía por lo bajo, con rencor, con miedo o con burla, y trazando en el suelo una cruz de silencio y de ceniza. La fama de demonio que siempre lo acompañó y que en cier- ta forma él propiciaba y disfrutaba, llegó a ser una conde- nación. Su demonismo dejó de ser el demonismo «clási- co», por decirlo así. Serdemonioya no tenía la gracia, el aura mágica que hoy nos sacraliza los nombres de Rim- baud o de Baudelaire. Fue un momento en que la frase «escritor maldito» tenía un peligroso énfasis político en el adjetivo. Años en que él mismo decía en broma, pero con absoluta seriedad, que había dejado de ser una persona para convertirse en fantasma, y gustaba de citar la célebre definición de Joyce según la cual fantasma es alguien des- hecho en impalpabilidad por muerte, por ausencia o por cambio de costumbres. Yo, lo confieso, tuve miedo de conocerlo. Decliné durante meses la invitación tentadora. Ahora me doy cuenta de que no hubo nada más fundado que ese miedo, aunque me equivocara radicalmente en las causas que yo creía lo provocaban. Entonces me inquietaron los proble- mas que en el orden social él podía acarrearme. Hoy sé que no fueron ésas las consecuencias más importantes. 2.Lo conocí una noche de finales de julio. La casa, que él visitaba sábado por sábado, estaba en Mantilla y resultó un lugar de sorpresas. El primer asombro: la casa misma, alza- da apenas en medio de un jardín como no recuerdo otro. Tantos y tan variados los árboles, al trasponer la verja resultaba muy viva la impresión de que marchaban sobre 18 homenaje a virgilio piñera encuentro Primeras confidencias Abilio Estévezla casa. Allí, además, había vivido Juan Gualberto Gómez los últimos años de su vida. Ese nombre prestigiaba cada rincón. Por su parte, los Ibáñez Gómez, descendientes de Juan Gualberto —en especial su hija Juanita—, habían sabi- do mantener el prestigio y agregado a la quinta de Calzada de Managua un aire de feliz vigilia, de fiesta permanente. Recibos diarios, banquetes para celebrar cualquier aniversario, exposiciones de pintura y hasta funciones de teatro habían tenido lugar en la casa más alucinante que uno pudiera imagi- narse en La Habana. Esa noche de julio, cuando me vi rodeado de libros y cuadros oscuros, cuan- do vi el gramófono sobre el que se elevaba una montaña de discos, y los mue- bles que en otra época debieron ser elegantes, sentí como si el viaje a lo largo de la ciudad habanera hubiera sido en verdad un viaje al otro lado del tiempo. Alguien me hizo pasar a una terraza cuyo techo era un tejido de enredade- ras. En el centro de un cerco vegetal que parecía escenográficamente dispues- to, había un círculo de personas. El lugar se hallaba resaltado por una luz que escapaba en diagonal desde las hojas del techo y se perdía entre los helechos del suelo. Allí estaba. Nadie tuvo que presentármelo para reconocer el perfil aguile- ño, agresivo, que tenía el extraño poder de desconcertar. La frente amplia se arrugaba en un gesto de cinismo o de sorpresa que le abría los ojos de un modo especial —ojos pequeños, inteligentes, que se movían incisivos y burlo- nes. Aquella caratenía que ser su cara. Cualquiera que hubiera leído «El cara- melo» tenía que imaginarlo así, magro y no muy alto, con las facciones desa- gradables, la nariz grande y curva —cuya forma se acentuaba por la ausencia de barbilla—, los labios carnosos y los dientes descuidados. Cualquiera que hubiese leído Electra Garrigó lo habría imaginado con la sonrisa hiriente y la frase justa, habría visto de antemano su imagen de hombre fuera de moda, que parecía vestido para pasearse por La Habana de mil novecientos cuaren- ta. Sí, tenía anticuado el aspecto y hosca y resuelta la fealdad que contrastaba con la languidez de los gestos. Sentado en un sillón —después supe que siempre se sentaba en el mismo—, las piernas cruzadas, un brazo recostado en el respaldar, el otro acomodado en el brazo del mueble, permanecía silencioso y daba la impresión de estar abu- rrido o hastiado. Ni siquiera parecía prestar atención a la conversación de los demás. A veces levantaba los ojos y suspiraba; a veces se dedicaba a acariciar con los dedos de la mano derecha la palma de la otra. La noche no tenía encanto. No se distinguía de otras noches de salón, con sus brillos y trivialidades, con sus conversaciones de cohetería artificial. Se pasaban vasos de té frío, champolas y dulces, y se tocaban cuantos temas son posibles en reuniones como ésas, y se hacían chistes más o menos simpáticos a los que se debía más o menos sonreír. Todo eso, es decir, nada, sucedió mien- tras él estuvo mudo en el sillón. Pero hubo un momento en que la imagen de hastío desapareció y aquel hombre abandonó su cansada postura y se irguió en el asiento, rompiendo con una sonrisa las sombras que se dibujaban en su cara. La expresión no fue de abulia sino de triunfo. De él emanó una fuerza, 19 homenaje a virgilio piñera Primeras confidencias encuentrouna vitalidad sorprendente. De modo único narró varias historias donde el ingenio y la imaginación se mezclaban felizmente, y cambió el rumbo de la noche de modo radical. Luego supe que la brillantez con que aquellas historias habían sido conta- das, tenía lugar en el proceso de un rito: levantar el ánimo de la noche y pre- parar el siguiente golpe de efecto. Las historias, que contaba todos los sába- dos, no sólo divertían por el magistral sentido de narrarlas sino que tenían un objetivo trascendente: crear una avidez nueva. Nadie podía después resistirse a pronunciar la palabra «lectura». «Lectura, maestro, lectura». Y él hacía silen- cio, y las miradas de los presentes se clavaban en él, que se ponía de pie, avan- zaba por la terraza «no, no tengo deseos de leer, no leeré esta noche, tengo la voz afectada», al tiempo que extraía los papeles del bolsillo y los elevaba al nivel de los ojos. Esa noche —mi primera noche— me vi inesperadamente en el mundo de Fligar Sánchez, un mundo donde Gertrude Stein convive con María Antonie- ta, donde Amenophis IV prepara un safari en honor de Hemingway y Cecil B. de Milles ve con insistencia su propia imagen en una pantalla cinematográfi- ca. Un mundo donde cada día se guillotina a Robespierre, y Chopin es a veces George Sand y ella a veces Chopin, y siempre, al final de cada página, se escu- chan «las notas, de una salvaje belleza, del Impromtu en Fa». Esa noche —mi primera noche— no conversé con él, o mejor, él no con- versó conmigo. Ni siquiera pareció darse cuenta de que yo existía. Acaso al final, a punto ya de retirarnos, como quien ofrece una dádiva, se dirigió a mí un instante para preguntar: «¿Y tú eres de Camagüey?», y volverse antes de que yo pudiera darle una respuesta. Para mí, en cambio, no existió nadie más. Cuando trato de reproducir lo que sucedió esa noche, sólo puedo recordarlo sentado en el sillón y escucho la voz metálica, la risa sarcástica y las frases ten- sas y cortantes. Lo demás es silencio. 3.Más que las historias en sí mismas, el modo de contarlas me había perturba- do y deslumbrado. Hundido en la simplicidad, en el primitivismo de mis vein- tiún años, comprendí que una puerta se estaba abriendo al tiempo que otra comenzaba a cerrarse. Resultará extraño, pero todo lo que yo experimenté esa noche se vio asociado a una serie de sentimientos paradójicos que, siendo opuestos, se superponían en un solo y grande descubrimiento: la literatura. Entonces comenzó la obsesión. Con el patetismo y la pasión propios de mi edad, me hice habituéde las noches insólitas de la insólita casa de la Calzada de Managua. Tuve la suerte de que los Ibáñez Gómez me aceptaran con bon- dad. Pero él se mostraba receloso. Yo me parecía al amante sin ilusiones. Pasa- ba los días esperando que llegara el sábado en que lo vería y le haría pregun- tas a las que él respondiera de mala gana y sin mirarme a derechas. Así fue hasta la noche en que le llevé el consabido cuadernito de poemas con la consabida petición de que lo juzgara. Recuerdo que lo aceptó con resignación y sin cortesía y que al sábado siguiente reapareció con una sonrisa que no podía evitar. Antes de que la conversación comenzara a organizarse, se 20 homenaje a virgilio piñera Abilio Estévez encuentrovolvió hacia mí. «Ven acá». Puso una mano de dómine sobre mi pobre manus- crito y exclamó: «Hacía tiempo que no me divertía tanto». No sé si pude pre- guntar por qué. «¡Qué afán el tuyo de que te crean culto! ¿Tú crees que la poesía se hace con citas?» Y con gesto nervioso comenzó a hojar el libro que estaba lleno de subrayados en rojo. «Tú no quieres escribir, tú quieres impre- sionar. Pero por este camino sólo impresionas a los imbéciles». Hizo un silen- cio que a mí me pareció la eternidad. Levantó una mano y permaneció como reflexionando. «Sin embargo... No sé. Aquí hay algo». Y me devolvió el libro. Herido en mi amor propio, tomé la decisión de no regresar nunca, de no verlo más. Sólo que esa misma noche sucedió algo completamente inespera- do. En el momento en que íbamos a retirarnos, me alargó un libro. «Lee esto», ordenó. «El sábado que viene conversamos». Se trataba de un ejemplar antiguo y manoseado de Rilke:Cartas a un joven poeta. 4.He oído después historias de otros que, como yo, se acercaron a él con el propósito de encontrar a un guía en un ámbito donde los guías son práctica- mente imprescindibles. Me han dicho que sólo recibieron burla y humilla- ción, que fueron destruidos con una frase ingeniosa y que, por supuesto, se retiraron desalentados. Pienso: si se fueron sin perseverar no pasaron la pri- mera prueba. No estaban preparados. Con él sucedía que luego del sarcasmo y la impiedad, se encontraba al hombre generoso que leía paciente los manus- critos titubeantes y que organizaba las lecturas y buscaba libros que pedía prestados en bibliotecas privadas a las que el aprendiz no tenía acceso; se encontraba al hombre que mostraba en acertijos de esfinge —tenía una mayéutica bastante personal— muchas de las claves de su «oficio». Pero más que todo, si hubieran perseverado y adivinado que no se trataba más que de un llamado a la sencillez, a la humildad, hubieran descubierto lo más importante: el ejemplo de su propia vida. 5.Vivía solo en un apartamento casi vacío. Me sorprendí de encontrar muy pocos libros en aquella casa desnuda. «Yo tengo cien libros», recalcaba. No sé si llegarían a cien los ejemplares que se agrupaban con cualquier orden en el librerito gris e insignificante que había en una esquina de la sala. En las pare- des no había cuadros de pintores famosos. El mobiliario —si es que se puede usar esa palabra— se limitaba a dos sillones pintados con laca beige y cojines rojos, bastante maltratados, y una cama sobre la que se organizaba la papele- ría. En el cuarto tenía la cama, una butaca raída, una larga mesa con la máquina de escribir y una lámpra. Nada más. «Lo suficiente». agregaría él. Su día podría describirse con unas cuantas frases: se levantaba de cuatro a cinco de la mañana para escribir o traducir. Trabajaba hasta las diez o las once, de acuerdo al entusiasmo. Luego se daba un salto a las panaderías o a los puestos de vianda armado con un bolso de saco o un pomo de café frío. Almorzaba de once a doce. Dormía hasta las tres. Leía hasta las seis. Al ano- checer, se iba a jugar canasta —su pasión frívola—, o a visitar a Olga Andreu o a conversar con Antón Arrufart que, según decía, era uno de los pocos que 21 homenaje a virgilio piñera Primeras confidencias encuentroconocían los placeres de la conversación. Contada así, su vida parece de una monotonía perfecta. No es lo que podría decirse la vida de un escritor. Ni congresos ni conferencias. Una amiga mía, que lo conocía sólo de vista, solía observarlo mientras hacía la cola de la carnicería preguntándose si aquél era verdaderamente el autor de La carne de René. Pero el hombre del bolso de saco y el pomo de café, que no asistía a con- gresos ni a conferencias y a quien nadie se acercaba para alabarle una página era uno de nuestros mejores escritores. Para él no había dicotomías, dualida- des posibles. No asistía a congresos ni a conferencias, no tenía una corte de admiradores, pero de él podía afirmarse que había logrado entre la literatura y la vida una armonía perfecta. Junto a él uno sentía que desaparecían los límites que artificialmente separan la vida de la creación. Al acto más ingrato lo convertía en hecho sorprendente. Su fe no conocía límites. Para él la reali- dad no tenía sentido sino como materia literaria. Vivía únicamente en el punto de vista del demiurgo. A su lado, lo primero que se alcanzaba era el sentido de la consagración: saber entregarse de modo casi religioso a la cons- trucción de la obra y saber destruir el mundo de todos los días para levantar en su lugar las paredes de la imaginación. Me atrevería a asegurar que estaba convencido de que el logro de un escritor se encontraba más en esa actitud que en la mayor o menor calidad de la obra. «Entre Marcel Proust y yo», solía decirme, «podrá haber las distancias que tú quieras, pero a los dos nos iguala la pasión con que nos hemos consagrado». Esa pasión tenía, por supuesto, un precio. Desde muy joven, desde que llegó de Camagüey a la capital con unos cuantos manuscritos bajo el brazo, ya tenía claros los propósitos y la rígida moral que esos propósitos implica- ban. Por la literatura vivió en los peores cuartuchos de La Habana. Por la literatura conoció el hambre. Tuvo días de no tener siquiera el dinero para comprar el periódico donde había publicado. Vendiendo sus únicos trajes, fundó la revista Poetade la que sólo pudo publicar dos números, y con la que pretendía sacudir el ambiente cultural cubano que consideraba dormido. Por la literatura polemizó y batalló. Por la literatura fue atacado. En nombre de la moral llamó las cosas por su nombre cuando un crítico trató de conver- tir en idilio heterosexual los dos grandes poemas de Emilio Ballagas. En nom- bre de la moral escribió en 1943 su descarnada «Isla en peso», que algún día se reconocerá como uno de nuestros poemas más esclarecedores. En una oportunidad rechazó la beca que quiso darle Gastón Baquero, que, además de extraordinario poeta, era poderoso jefe de redacción del Diario de la Mari- na, cuando éste le exigió eliminar las declaraciones homosexuales de su autobiografía. Su pasión le buscaba enemigos entre los defensores de la moral burguesa y de aquéllos que no entendían —o no entienden— que cultura es polémica y lucha de ideas. Por la literatura, por fidelidad a su concepción de la literatura, al sentido moral que en ella veía, conoció finalmente la marginación durante «el quinque- nio gris» (que para él fue un decenio). 22 homenaje a virgilio piñera Abilio Estévez encuentroÉl hubiera podido decir —rectificando a Oscar Wilde— que no sólo había libros bien o mal escritos, sino además libros morales e inmorales. Su moral se basaba en el desenmascaramiento. búsqueda desesperada de la verdad que podía esconderse tras las máscaras sucesivas que nos imponen las circunstan- cias y nos imponemos nosotros mismos. «La máscara», decía, «transforma al hombre en cosay como cosano puede expresarse genuinamente». Como le horrorizaba el larvatus prodeo, como le horrorizaba el autómata que, cuando habla, aun sin darse cuenta, no hace más que mentir, concedió a la literatura el papel principal en el proceso del desenmascaramiento. Todo buen libro, trató de decir, debe mostrarnos al otro que somos bajo nuestra máscara diaria. Aquel demonio, aquel hombre con le diable au corps , era en verdad un moralista que creía en la literatura como uno de los caminos para acercarse a la verdad. No lo vencieron los años de enfrentamiento, no lo venció su propia rebel- día que a veces lo llevaba a una zona de oscuridad donde parecía perderse y de donde siempre resurgía con visión y credulidad renovadas. Su creencia en los poderes catárticos de la literatura continuó siendo la misma de su adoles- cencia. Nunca desapareció su fe. 6.Yo, que tantos recuerdos guardo de Virgilio Piñera, que lo vi casi a diario durante los últimos cuatro años de su vida, que paseé con él La Habana que tanto amaba, y lo veía en casa de amigos comunes para hablar de libros y jugar al dominó, lo recuerdo, sin embargo, como nunca lo vi. Cierro los ojos. Es muy temprano, todavía de noche. La ciudad está en silencio. Veo un cuarto iluminado por la lámpara de luz fría. El está sentado a la mesa, frente a la máquina de escribir. El cuarto es caluroso y hostil, pero él escribe. Escribe. Lo veo escribiendo. A pesar de que no habrá editor para esos libros. A pesar del rencor. A pesar del resentimiento. Con obstinación y sin rabia, escribe. Escribe. Su único objetivo, su única justicia es escribir. Luego se levanta. Fuma. Va al balcón. Sobre la ciudad, amanece. En la máquina de escribir ha quedado una página más. Sobre la cama de la sala, ocho libros inéditos. El sonríe. ¿Estará satisfecho? Se viste y sale a la mañana con la conciencia de que ha cumplido un desti- no y ha sido fiel a su pasión. Se aleja silencioso. Lo dejo de ver. Desaparece. Ha dejado dicho que en ángel y demonio muerto seguirá por esas calles. Pero sé que no es un fantasma ni se ha deshecho en impalpabilidad porque ahora mismo, que la solemnidad me vence al recordarlo, me observa travieso y diver- tido, y una carcajada colosal destruye la estatua que he querido levantarle. 23 homenaje a virgilio piñera Primeras confidencias encuentroE n 1969, a raíz de la edición de La vida entera, selec- ción de poemas, el autor, Virgilio Piñera, afirmó en el prólogo: «si bien no estimo que este libro sea peso muerto en mi obra de escritor, no obstante quiero dejar sentado que siempre me consideré un poeta ocasional». Tal vez por este calificativo de «ocasional», Piñera, injustamente, ha sido considerado un poeta menor. Si su obra teatral —Aire frío, Electra Garrigó, Dos viejos páni- cos...— y su obra narrativa —La carne de René, Cuentos fríos, Presiones y diamantes, etc.— son muy conocidas y altamente valoradas, su poesía no ha sido suficientemente difundida ni apreciada en toda su dimensión; sobre todo, si se toma en cuenta que, como se ha dicho con acierto, la poesía puede llegar a ser la esencia misma de una existencia. Y tal es el caso de Piñera: su peculiar cosmovisión está, de cuerpo entero, en su poesía. Todos los temas y tonos, todas las angustias y preocupaciones, todo el espíritu lúdi- co o reflexivo, que puede generar la realidad laberíntica, están reunidos en su obra poética, publicada, en lo funda- mental, en La vida entera y, póstumamente, en Una broma colosal . 1 Los pocos críticos y estudiosos que se han acercado a la poesía de Piñera afirman que, en una primera etapa, con el poemario Las Furias(1941), se aprecia cierto parentes- co con la poética lezamiana, en tanto hay hermetismo y acentuada elaboración formal. Luego, en una segunda 24 homenaje a virgilio piñera encuentro Roberto Uría 1 La vida entera, Contemporáneos, Ediciones Unión, La Habana, 1969; Una broma colosal, Ediciones Unión, La Habana, 1988. Mordiendo el sitio dejado por su sombra Acercamiento a la poesía de Virgilio Piñeraetapa, Piñera va evolucionando hacia posturas consideradas nada esteticistas. En este sentido, con toda razón, Raúl Hernández Novás escribió: «Virgilio Piñera, el origenista antiorigenista, la oveja negra dentro del grupo, es un caso conspicuo de trayectoria cada vez más excéntrica, pues, habiendo comenzado muy cerca del estilo de Lezama, va deviniendo él mismo (antipoé- tico, corrosivo) y por tanto se aleja progresivamente, disparado además hacia otras zonas de creación». 2 Oveja negra no sólo por razones literarias, sino, también, por su propia naturaleza humana: homosexual, iconoclasta, pobre, humorista, Piñera no es un hombre de partido ni de iglesias; es, habrá sido una isla exiliada dentro de la isla, antes y después de Castro. La señalada cercanía de Piñera al estilo lezamiano es relativa; su hermetis- mo es bastante transparente; su formalismo, simple, aun cuando utiliza la métrica clásica. Estos versos podrían ejemplificar: «Solicito las Furias / que por la noche olvidan / la feroz existencia del recuerdo / y este remordimien- to de morirnos / con la cuerda de mimbre del pecado». En «La Ostra», con una simplicidad admirable, ante los enigmas de la vida, se pregunta: «¿Cómo puede ser que la perla / sea la enfermedad de una tumba?» Es sintomático que Cintio Vitier, al analizar la poesía de Piñera, en Lo cubano en la poesía , no pudo valorar con justeza la altura de este «origenista» tan agresivamente origi- nal y desafiante, como Lezama, pero en otra dirección: la antipoesía, la desnu- dez de la sabiduría, que alcanzan sólo algunos elegidos. Atención especial dentro de la obra de Piñera merece «La isla en peso» (1943), largo e intenso poema. Un estudioso de la literatura cubana tuvo la ocurrencia, en cierta ocasión, de decretar que éste es «el poema más triste de la lírica cubana de nuestro siglo». Habría que preguntarle a este «sabio» cuál es su definición de tristeza. En fin, para muchos «La isla en peso» es lo que es: poesía de tesis. Es una profunda reflexión sobre lo cubano, sobre el país y sobre sus hombres, sobre la ligereza y el absurdo, que nos define como nación, esa «bestia cruzada de cocuyos». Para los que piensan que Piñera no padeció nunca de «inquietud social», este poema es un desafío porque condensa los vínculos, dolorosos y contradic- torios, del hombre con su época y su tierra, «paridora de bufones y cotorras»: una tierra que aún no tiene rostro. En «La isla en peso» su autor manifiesta, sólidamente, la eticidad y la bús- queda de una decencia cívica capaz de asumir, con plenitud, la identidad pro- pia de la nación: «... no sabemos llevar la sífilis con la reposada elegancia de un cisne». En un pueblo infantil como el cubano, en el que ha existido y exis- te una mayoritaria y fuerte tendencia a la amoralidad —sustentada en el cho- teo, el totalitarismo, el absurdo y el desapego—, algunos creadores han tenido que asumir la misión de cuestionar las realidades históricas e inventarun país, 25 homenaje a virgilio piñera Mordiendo el sitio dejado por su sombra encuentro 2 Raúl Hernández Novás: «Re-nacimiento de un taller renacentista», Casa de las Américas, año XXX, Nº 180, mayo-junio 1990.que no sólo sea el real de rumba, tabaco, ron y sol. Piñera se suma, así, a la lista de figuras que han hecho un esfuerzo titánico por crear un corpus ético que permanezca: Félix Varela, José María Heredia, José Martí, Enrique José Varona, Jorge Mañach, Lezama, Reinaldo Arenas, cada cual a su propia manera. Las afinidades entre la poesía de Piñera y su teatro, por una parte, y su obra narrativa, por otra, son evidentes. Muchos poemas están estructurados (por su tono, su sujeto lírico y su lenguaje) como narraciones. «Canto», «Carga», «Ah, del hotel...», «Muchas alabanzas», «Secreto del espía», todos recogidos en La vida entera, tienen los rasgos formales del cuento, incluyendo, por supuesto, la voluntad creativa de golpear al lector y dejarlo rumiando, largo rato, con un chispazo certero: «En este parque donde el sol forma llagas en la espalda / de los que pasean no puede llegar el Juicio Final» («Canto»). En «Muchas alaban- zas», ¡de 1944!, el poeta, buscando choquear, afirma: «En el falo de un negro la Creación se muestra / y aplasta la mosca en la boca del muerto». Otros poemas están más cercanos a la expresión dramática. Sus protagonis- tas, en su mayoría femeninos, manifiestan la sustancia trágica de la vida cotidia- na; son heroínas y héroes que luchan y resisten «la humillación de los días». En el muy conocido «Vida de Flora», la patética imagen, repetida hasta el delirio por la realidad concreta cubana de los últimos ocho lustros, queda como un monumento imperecedero a madres y abuelas, víctimas de las sinra- zones históricas: «Flora, cuántas veces recorrías el barrio/ pidiendo un poco de aceite y el brillo de la luna te encantaba». «María Viván», «Solicitud de canonización de Rosa Cagí», «Mi hermana», «Si ya tan sólo esperamos» (dedi- cado a María Luisa Bautista, viuda de Lezama Lima), «Zaida» —«que perdió el don de pensar, / la maravilla de apiadarse de sí misma, / de asomarse a una ventana y decir: / Sí, soy yo, Zaida»—, «A José Jacinto Milanés», son otros bue- nos ejemplos. Piñera, por su condición humana, siempre tuvo plena conciencia de su marginalidad (en el buen sentido del término) y, por esta postura, cerró filas, con firme gesto ético, con los más desposeídos y golpeados. Tanto en La vida enteracomo en Una broma colosalestán presentes las líneas temáticas y estilísticas preferidas por Piñera, es decir, el absurdo, el humor (negro o blanco), la angustia existencial, el espíritu lúdico, la muerte y la imposibilidad de trascendencia, que constituye una obsesión en el poeta. Al igual que en su narrativa y en su teatro, Piñera es intensamente absurdo porque es profundamente cubano. Dijo: «Los cubanos somos existencialistas por defecto y absurdos por exceso». Y asumió y vivió esta identidad hasta sus últimas consecuencias. El absurdo y el humor, como ya señalé en otro trabajo, «son los pudorosos prismas —¿tal vez una forma de la ternura?— a través de los cuales pasa su visión agónica de la alienación y la cosificación contemporá- neas y cubanas, las de antes y después del triunfo de la revolución». 3 26 homenaje a virgilio piñera Roberto Uría encuentro 3 «Un bromista colosal muere de luz y de orden», Casa de las Américas, año XXX, Nº 180, mayo- junio 1990.Mariano Brull, Nicolás Guillén y Guillermo Cabrera Infante, entre otros escritores cubanos, han consolidado un tremendo sentido de juego con el iodioma castellano. Piñera también alcanza altos grados de libertad cuando arremete contra la rigidez de las estructuras lingüísticas y se divierte creando términos que, de paso, atacan la estupidez y lo adulterado de la realidad. En «Decoditos en el tepuen», dice: «Mester Decoditos socio sucio, / ciocio suso y subalterno, / luco sucio y cioco luso, / alterno sub en bus y vimoviento». En otro poema, cuyo título es casi imposible de escribir, Piñera torpedea la «reli- giosidad» ajiaquera del cubano: «En Pocito de la Evabarajera Baró / diceel padosa, el pretesen y el pornivé; / te lo dice sentadainstaladanalgadamente». Y, seriamente, juega en «Lady Dadiva», en «Unflechapasandogato...», en «Si muero en la carretera» (¡relajito con Santa Teresa!) y otros. En cuanto a los temas universales y eternos de la muerte y la intrascenden- cia, Piñera participa de una búsqueda «sagrada» de naturalidad y profana los tonos convencionales, en cada momento: «de una vez y por todas: ¡a la mier- da la muerte! / Mientras más me acerco a ella o ella a mí, / ni yo sé quién soy ni qué soy, le digo, / pero tú tampoco sabes quién ni qué eres» (estos versos pertenecen a «Alocución contra los necrófilos»). Y si hay muerte, nada de lágrimas porque «tenemos que reservarlas / para cuando nos duelan las muelas». Y ante la pregunta, «¿nunca pensaste, Virgi- lio, en el poco tiempo de vida que te queda?», responde en el mismo poema («Y cuando me contó...»): «Me cagué en los pantalones, / puse un disco de alegría en conserva, / y me tomé un diasepán»: «Pasé el trance» («Testamen- to»). Es decir, como se puede apreciar en numerosos poemas, lo que importa es vivir, alcanzar «un instante de eternidad», mediante el conocimiento o el amor o el arte o lo que sea, y paladear lo agridulce del tiempo que nos tocó en suerte. La vida entera , que agrupa la poesía que su autor escribió entre 1941 y 1967, es un libro importante, en más de un sentido. PeroUna broma colosal, editado casi diez años después de la muerte de Piñera, y que recoge su poesía de 1970 a 1979, es un poemario imprescindible. Y no sólo porque es el estado final de una poética sólida, sino porque es, también, un testimonio artístico sobre el horror de una etapa —¿y cuál no ha sido horrorosa?— de la dictadu- ra castrista. Si alguien tiene dudas sobre esta verdad, puede entonces releer todos los poemas y, en especial, los dedicados a Lezama Lima —«Bueno, diga- mos», el inolvidable «Un duque de Alba» y «El hechizado»— y a Antón Arru- fat —«Antón en su cumpleaños» y «En la biblioteca». Piñera, con amargura, hablando parabólicamente sobre «la edad asolada por la tecnocracia y la desconfianza», concluye: «Pero nosotros, en varias camas, / con mugres y millones de lepras, / entre planes y mutaciones, / ya no sufrimos nada. / Nos permiten tomar pastillas, / y callar» («Un duque de Alba»). También hay que decir que, ante el acoso de aquellas grisuras circuns- tanciales, todo el libro es expresión de una voluntad de vivir a toda máquina, desafiando lo siniestro: «Mientras viva seré inmortal. / Si toco mi corazón, / es como si lo tocara eternamente». 27 homenaje a virgilio piñera Mordiendo el sitio dejado por su sombra encuentroNext >