< Previousexterior del edificio. Bajo el cielo, en su cuenco, la línea de la casa marcaba un fondo casi imposible de azotea. Se estaba en casa de Reina a cualquier hora, desde cualquier parte, por las más sorprendentes o las más asentadas filiaciones, sin aviso previo y, con frecuencia, para el resto del día. Si se iba el que parecía que no, llegaban los que también, más tarde, parecían que no. Debían sobrevenir lapsos de espera, y de remontar la calle Ánimas convertido ese de la espera en una voz deshilachada e impúdica, sin un cuerpo que poner a la sombra; las voces del cruce telefónico y la esquina: «Almendral, tu dirás la verdad.» «¿Quién hace los dulces?» Voces que encuentra el que se busca, del poema siempre a punto y siem- pre sin ser escrito; del poema entreverado: la solemnidad del hastío no pesa en él un ápice más que la ironía o la burla sabichosa: «Expedición por el Amazonas que fue a buscar el árbol de la canela y se encon- tró la magnolia.» «Me dicen siempre que no está.» La casa de Reina llega tardíamente a su vida, se hace posible cuando ha tenido a sus cuatro hijos; el último, una niña de muy poca edad entonces, compartiría con ella —en la medida en que la casa es sobre todo para esa niña— cierta soledad que puede imaginarle al nuevo espacio. En cuanto son puestas las maderas anchas y algo rasantes del techo, semejante al de una embarcación, se vive allí. Antes de los trabajos últimos, si llueve, será como encontrarse en una marejada. También cierta disposición íntima de lo que es escribir, se adelanta a concebirse en esa arquitectura. No es una casa grande, ni gana fondo. Por varios años su forma es la de un rectángulo, con dos habi- taciones, un cuarto y una sala pequeña hacia cada una de las puntas. Entre esos dos espacios, el corredor no tiene lugar, es un centro, y los interiores están delimitados por escasas medidas: una pared un poco más presentada y un metro menos de piso, un escalón y un encuadre sin puerta. Levantada en un sobrante, por las noches abre el pasaje hacia la pesadilla de una resta: la de haber hecho peso sobre una arquitectura socavada por los años y quién iba a saber qué otros delirios constructivos. La de irse con sus paredes recién puestas, junto a todo lo demás, hacia el derrumbe. Pesadilla sin fuga que dictaban otras paradojas: haber ganado el espacio lícito de la casa e, incluso, haberla concebido desde todas las crisis de legitimidad que acontecieran y todavía aguardaban a la vida del país. Muy pronto eso que pudo ser el artilugio de un rato de encierro, o de no recibir (con lo que quizás entraña una puerta infranqueable para gente que escribe y de vez en cuando se descubre con sus poemas más recientes) se extra- vió en el día roto, desajustado, del empobrecimiento sin límites y la cerrazón que se afrontaría en Cuba desde los primeros años de la década del 90.La casa, Alessandra Molina 28 encuentro homenaje a reina maría rodríguez29 como casi todas los demás, no existía en su hora, ni podía llevar nada a su secreto. Se volvía precaria antes de ser, avergonzaba, y la única oportunidad de cálculo o su paciencia ante la crisis radicó en que, para ese momento, la casa cubana ya había vivido demasiados años sin una autarquía consistente y hasta en contra de ésta. Esa «autarquía del barco» o ese «viaje de la vida», como le llama Marguerite Duras, que es la previsión a solas hecha por la mujer, con sus deseos, sus necesidades, su manera de preservar a los suyos. Lo que la mujer concibe que la casa, segunda maternidad extendida y olvidada de sí, provea. Si como se cree a menudo, el hogar de familia de una escritora es diferen- te, lo deberá sobre todo a con cuánto olvido se viva el regreso a la utilidad de sus espacios. Una casa, cada una de sus habitaciones, es una construcción de tiempo. La imaginación que ensaya habitar una casa, parte de una hora bas- tante específica y de determinada actividad que está en el fondo de esa hora. No se requiere la idea de un día porque ese todo no cuenta lo que la casa es. Se trata de ciertos momentos (horas del día pasadas por la casa tragaluz) a través de los cuales la persona se reconoce, se ve hacer un acto de vida en aquello que podría rodearle. La casa se concibe en un tiempo compartimen- tado que se retrae a su intimidad, o salta y se apura más que a una idea del día, a una idea de la vida entera. Y aun así, la expresión «he cocinado todos los días de mi vida» tiene más genio que recuento de su verdad, la mujer no quiere decir ese tiempo por el que sus hijos se hacen mayores o su esposo envejece. Varios de los libros sobre la mujer y su mundo de la casa reprodu- cen ese tiempo de plazos y de misiones suplantadas de continuo, se vuelven arqueológicos del paisaje y de la idea, minuciosos, reiterativos, abren despen- sas con el mismo interés que se remiten al cuerpo femenino o a los ciclos del cosmos. Son libros que se suceden —todos lo hacen, advierte Virginia Woolf— como el tiempo en horas de esas jornadas, acumulan hasta desbordar una verticalidad semejante a la del día, se muestran lógicos, relacionados, len- tísimos, introducen un presente. En cuanto se leen esos ensayos sobre la mujer y la casa, con lo que necesa- riamente ellos cuentan de una intemporalidad e idealización de sus espacios sujetas a todo lo doméstico —lo que se abre con la luz de una lámpara, las cortinas corridas, los jardines que se acercan en figuras hasta cruzar los porta- les—, cuando se lee esa fábula suya que la casa brinda con tanta prontitud a la mujer, y esa intemporalidad donde la mujer no vive sino como una conquista que ella hace sobre su propio tiempo y su labor —la otra que por ratos es den- tro de las cuatro paredes—, comienza a notarse cuánto el proyecto político del país suplantó, condujo a una eventualidad de cada día, de cada instante, y puso a la intemperie, el proyecto mismo de la casa. Si la azotea de Ánimas se vuelve un sitio habitable, sus muros de piedra viva rematados allí donde la urbe debía continuar su superficie de altura, si puede cerrarse a lo exterior y se ingenia como casa, también se ingenian las formas de un símbolo. Esos datos tan elocuentes de lo que es construir, van a ser repetidos, invertidos, modificados, llevados a todas sus variantes. Es esa La idea de otra vida encuentro homenaje a reina maría rodríguezazotea, esa casa recién construida, la primera geografía sobre la que Reina, en un texto bastante testimonial de aquellos años —el que escribe para el primer encuentro de intelectuales que radican dentro y fuera de Cuba—, piensa al país. Imágenes de aire, de mar, nocturnas o solares, imágenes de tiempo, recalan en la costa de esos muros. Y, así como esa reunión es apenas lo que va quedando de los días de diálogos con las instituciones durante la década del 80 —estrategias y reformas culturales abortadas o negadas, a las cuales la crisis de los años siguientes daría sólo un remate—, Reina lee en Estocolmo, para los que allí se reúnen, un texto al que llama carta, es decir, escribe desde la que puede concebirse, nuevamente en su vida, como la casa de una ausencia: a esos escritores que con sus respectivas biografías datan una emigración de cuatro décadas, debe sumarse, entonces, la casi totalidad de los jóvenes pinto- res que habían formado aquel movimiento reformativo de vanguardia. Pinto- res, y además, gente de teatro, historiadores, poetas, críticos, con los cuales Reina había estado trabajando para una reestructuración de la política cultu- ral sólo tres o cuatro años antes. Con frecuencia, la casa de familia expone una situación límite y sostenida que, sin embargo, queda velada por las mismas maneras en que ese estado suyo se ha ido perpetuando, lo que hace pensar en las vías de un poder, el que se impone por encima de la casa, y que ella repite o incorpora sin distinguir, como su propia existencia. Es el lenguaje desesperado de la casa —centro de impactos de la crisis política y económica de Cuba durante la década del 90— el que Reina habla cuando, en el texto que lleva a Estocolmo, poco a poco se pone a inventariar cada nuevo proyecto, cada iniciativa, cada alcance de los intelectuales que la rodean, cada gesto que debería validarlos, o cuando repa- sa los años en que se reconoce en ella a una activista de la cultura. Una palabra que todo el tiempo parece que va a cansarse pero que no se puede callar, que no puede dejar de decir. Que apura una enumeración sobre los argumentos, de los cuales está agotada porque ellos no tienen sentido si no implican la reconstrucción de una vida. Un lenguaje que se sabe poco oído y que crea una complicidad, un doble discurso para sí, más cauteloso y más des- engañado, donde tal vez encuentra al otro que lo escuche, donde ensaya y tal vez consiga demarcar un dominio. Que ya ni sabría cómo pero que piensa con- tinuamente en lo que fuera una vez más otro comienzo. Y que con su promesa de no olvidar nada, ninguna cosa del pasado, siempre tiene que olvidar y siem- pre termina por olvidarlo todo. Es así que a pesar de los tempranos desacuer- dos entre los intelectuales y el gobierno de la Revolución, historia que no se limita a los años 70 y es una de las razones más apremiantes del encuentro de Estocolmo, Reina concluye su carta con lo que puede entenderse como otro acto de fe: el proyecto Casa de Poesía que en la actualidad dirige, concebido probablemente cuando la azotea era sólo un techo sobre su cabeza, el de la casa de sus padres donde ella había comenzado a hacerse visitar. Para Reina es motivo de admiración o de confianza que la mayoría de los jóvenes intelectuales que llegan a la azotea, que se vuelven asiduos y el núcleo de esas reuniones, no cumplan ningún papel activo en las instancias Alessandra Molina 30 encuentro homenaje a reina maría rodríguez31 burocráticas de la cultura. Además de lo que eso significa como una elección más o menos privada de connotaciones éticas, Reina debe sentir que esos escritores (hombres, y no mujeres, son sus amigos íntimos), empleados noc- turnos de cualquier sitio a cambio de unos salarios de miseria y de tiempo para escribir, asisten con ella, de algún modo, a la historia de marginalidad, de desacato y de locura que respecto a la mujer escritora, la familia y la socie- dad reactualizan. Y como si no estuviera hablando de lo que su casa hubo de ser a menudo para ellos, y para ella misma, dice que permanecen «enquista- dos en submundos, regiones oscuras, mundos errantes». Desde los muros de la azotea de Ánimas se ve un poco de calle, las construc- ciones colindantes imponen el ángulo de sus paredes que se alargan y toman altura hasta el remate de los techos color herrumbre y terracota. Calle, inte- riores enmarcados por ventanas y, hacia arriba, azoteas que son otras casas o cuartos, y los cuerpos que asoman por el laberinto de las tendederas, antenas de televisión y tanques de agua. Se ve el cielo, se ve la cercanía del mar, se ve la ciudad. La azotea ha sido un punto de mira, una lente que por su ojo con- trario hace minúsculos y distantes a quienes la usan. Ha sido el lugar de la conversación literaria, de los recitales, de los encuentros y las presentaciones, o la ocasión para una mesa, la punta dulce de una galleta o la punta de sal a la cual también los de la casa tenían que sentirse comensales invitados. La casa de todos y la casa paranoica, suspicaz. La noche fraterna y la madrugada aún más fraterna: crítica, cínica, reservada. La casa de poetas con poemas excelen- tes que debieron ser escuchados y comentados por los mismos poetas excelentes. Un lugar a donde volver, el refugio de unos y el punto de partida para otros. La veleidad del salón y la acritud del tedio, del hastío. Cuando la casa no era todavía una colección estilizada de las ruinas —cris- tal, losa, madera, herraje—, el juego de pequeñas piezas que en los últimos años se ha ido acomodando, haciéndose confortable y viviendo su necesidad como un deseo, cuando era casi únicamente la evidencia de una estructura, Reina comienza el texto de relatos paralelos, uno de sus últimos libros publi- cados: …te daré de comer como a los pájaros... Su obsesión por las duplicaciones y el pensamiento crítico en que ha ido insistiendo —escritura con la que desea- ría desmontar el artificio de cada imagen, regresar a cierto estado primordial que sabe imposible—, permite que se ingenie un diario de la vida doméstica. No es el inventario ingenuo, pasional o desquiciado de una rutina. Es ese len- guaje de procacidad y urgencia, el que impone márgenes, abre fallas, repite los desniveles de la vida que se vive y la que se ficciona. Crea dentro del libro, y para él, la casa de su fábula. La idea de otra vida encuentro homenaje a reina maría rodríguezL a palabra PÁRAMOS del título de reina maría rodrí- gueznos remite a una alegría de la mirada, al viaje de los ojos por parajes donde el sentido puede reinventarse. Son Páramos atípicos, construidos de escritura, memoria y notables pulsiones de un cerebro en forcejeo con sus ima- ginarios. En Páramos(Ediciones Unión, La Habana, 1995) el tiempo y el espacio celebran un corte, cima del instante radical, o ruptura donde el desencanto de su autora con gran parte de su obra anterior se convierte en ascenso, transgresión del pathospracticado en los versos hacia una tupida membrana de vibraciones oníricas y meta-textuales. Es en este territorio donde se incuba una visión com- plejizada de la escritura en función del libro, subvirtiéndo- se la legitimidad de la propia escritura. El movimiento del lenguaje da al relato y a la erosión que provoca su pensa- miento, la función de espectáculo; un espectáculo que muestra una vida (y otras que giran en torno a ella) rego- deándose u operando como sustancia, haciendo convivir el choque brusco de dos hemisferios, uno más cerebral, y otro que es reciclaje de lo cotidiano o doméstico; choque que impregna a estos textos de un tono y una voz funda- dora y, sobre todo, del gesto creativo donde el libro se resuelve como vida, como flujos de realidad. Un libro que, de tanta intimidad, llega a lo trascendental por la virtud de nombrar esa realidad, de mostrar sus estructuras bajo la persistente luz de lo reflexivo. Entramos en estos Páramos a través del único texto en verso que aparece en el libro («Violet Island»). A través de un verso «duro», impersonal, que detecta «otra luz reflexi- va que cruza hacia adentro» o «esa curva del ser tendido junto al faro», versos que relatan y declaran síntomas que en las prosas siguientes actuarán como soporte. Ya en «Violet Island» nos sorprenden los primeros per- sonajes: «cierto hombre, un hombre extraño que cuidaba cada día y cada noche la luz de su faro», «soy Fela no te 32 encuentro homenaje a reina maría rodríguez Páramos: unas voces venidas de lejos Ricardo Alberto Pérez33 conozco, este cuerpo con que vendré no es mío». Según van apareciendo, los personajes se insertan en las relaciones intertextuales que determinan los niveles de factura que brinda este libro para configurar el deseo de una poéti- ca, de lo literario en un desplazamiento político. Cada una de estas piezas en prosa es una demostración de la percepción. Los sentidos han elaborado este relieve que va de olores a imágenes numero- sas, consecutivas, que se detienen en la memoria, el sabor, y en la dolencia de una cuerda que se hunde en un cuello. En el texto «Marisol» esta percepción se mezcla a una abundante fantasía, la intensidad de la narración hace creíble al personaje, a la carpa del circo que transmite la familiaridad suficiente al lector mientras transita por ella con la misma emoción que deparan ciertos pasajes de filmes de Tarkovski: un « Espejo», una «Nostalgia»,hasta un « Sacrificio». Es «Marisol» una letra china, algo desprendido de la memoria y el afecto que logra respirar en el medio camino entre la ficción y el testimonio: «no era nadie y era libre. conversaba con su murciélago y sonreía. era delgada y azul. (...) porque ella nació en la carpa de un circo. así se mecía en el trapecio, así caía desde el centro de luz, del orificio opaco hasta los rayos».«Marisol» es aliento. Lo mismo que se experimenta a través de la humedad y de la niebla que invaden el texto «Páramos», o del semen y la sangremenstrual en «Luz acuosa»,perteneciendo en conjunto a las metáforas del desecho, al olor reci- clado de lo que el útero lanza hacia fuera, en una fase aspectada por la hiper- plasia de endometrio. La mente conectada a ese útero, a esos hombres que lo cuidan, participa de tales marejadas de la percepción que por lo general mar- can los momentos más intensos del libro. Manipular en función de imágenes estas periferias de la sangre menstrual son, como ya los nombró Julia Kristeva, «poderes de la perversión», lugares para diseminar el poder simbólico del útero, que en lo posible será el perso- naje clave de toda esta escritura. Digamos que, algo más que personaje, logra ser el propio espíritu del texto, una especie de voz en off que flota en el tras- fondo de los escenarios que van apareciendo: «necesidad de describir la voz del útero: una voz blanda, matinal, grave, que te adormece por ser atendida, muellemente amada dentro de sí, drenando. nadie te acaricia por dentro.» De esa voz queda su huella como un ideograma, la extraña fantasía que edifi- ca la morbosidad: «...todo el día persiguiendo una mancha de sangre, una sombra rosada, rojiza, parda, un tono como ese de las tardes de verano cua- jándose, cuando el sol cae oblicuo contra el algodón y entonces... el llanto. ¿podré efectivamente cesar, quedar paralizada?». El tono interior se desenvuelve en contrapunto (o fricción) con la condi- ción precaria de un tiempo de crisis, de un desencanto vinculado a la historia y a la utopía, tiempo de frustración y de resguardo espiritual. Tiempo en el que la escasez material punza y obliga a retener desechos: «yo uso los rellenos de algunos animales de Elis, o muñecas de trapo, también lana, todo sirve aquí para aumentar...». Estos materiales vienen con sus biografías a cumplir una función que la autora vuelve afectiva, al convertir el roce de ellos contra Páramos: unas voces venidas de lejos encuentro homenaje a reina maría rodríguezesa zona de su cuerpo en una ficción donde cabe el potencial lúdico de una niña, y la temperatura confortable que aporta un abrigo. Encontramos en algunos trechos la angustia por el destino de la escritura, el paso de ésta a convertirse en una simulación mecánica, aquello que no quema más, lo que ella nombra «puro refrito». Y la espanta: «como una comida reca- lentada o una ensalada mustia que volvemos a rociar con vinagre». De ese destino de desentrañar una letra que aparezca entre el dolor y la luci- dez viene la confluencia con Fernando Pessoa, deslumbramiento, atracción no sólo literaria, también centrada en la avanzada visión del conocimiento que el gran poeta portugués poseía, así como en su proyección mística y en su sabidu- ría esencial del sentido de la existencia y el espacio de lo sagrado. En el texto é o nada que é tudo ocurre un homenaje a la heteronimia de Pessoa,a sus procesos mentales en pos de sustraer luz del lenguaje. El texto de Reina María Rodríguez se elabora (y funciona) en varios planos (o juegos) de voces a partir de una carta apócrifa, enviada a ella por uno de los más polé- micos heterónimos de Pessoa, el señor Antonio Moira. Es momento de sobriedad donde personajes que vienen de todas partes (Artaud, Fela, Freddy Mercury, Marisol, Elis), alcanzan una síntesis y el deseo de la sabiduría los contiene. Son estos personajes, rodando por cada uno de los pasajes, un tejido determinante del libro. A partir de ellos ocurren las más logradas relaciones de intertextualidad. La discusión sobre la luz, la novedad y el claroscuro, crean un aliento que armonizan el ritmo de estas prosas. Con el auxilio de esas voces venidas de lejos (y a través del correo) la autora obtiene la propia resonancia que su voz asiente con tranquilidad: «porque lo importante para mí, son los gestos, seguir los gestos, los objetos tocados por el uso de los gestos, cargados por las energías de los hombres que los manipulan (...) porque poesía —y aquí estoy totalmente de acuerdo con Reis— no es un producto puramente intelectual. la poesía es una música que se hace con ideas». Vida y escritura se reinventan en un puente de promiscuidad. Otros momentos de seducción se relacionan con la aparición del pasado como fan- tasía, avanzando travestido: «alquilaban disfraces. con el pago que recibía del circo —yo que siempre contemplé, ella que actuaba— nos escapábamos hacia el mar, nos escapábamos a vestirnos de odalisca, de reina». Es en este tránsito donde la intensidad de la imagen hecha frase, sintaxis, fragmento de un cos- mos, mueve este tipo de poética: este piano mecánicoque escarba en el sentido, en el tiempo de la realización o de las frustraciones. Acontece un sondeo por la naturaleza del espíritu, un tratar de reconocer al espíritu en sus relaciones más drásticas: «y llamo espíritu a mi capacidad de injertar el exterior medio- cre y a semejanza crear la irrealidad-¿el alma?» En el registro de todas estas prosas se descubre una virtud, virtud relacio- nada con la intensidad e intención del cuerpo que en esencia es el que narra y es quien soporta las relaciones de antítesis que el libro propone. Sus imáge- nes son dimensiones oníricas que a veces se dirigen a un espacio ontológico, y otras hacia lo estructural de lo descriptivo. Ricardo Alberto Pérez 34 encuentro homenaje a reina maría rodríguez35 En Páramos prevalece el texto oculto que radica en estado de gracia, para- petado detrás de la intención. El lector inteligente descubrirá esa fuerza o energía que se refugia en el doblez de una grafía ambigua con un tono capaz de disolver los falsos límites entre poesía y prosa. El lector inteligente sabrá cómo ignorar las manías torpes de la tradición. El libro es, en su más exacta virtud, una interesante interpretación del cre- cimiento (o la mengua) de lo espiritual como proceso, el desdoblarse de una vida en otra tras el enigma del sentido. Reina María Rodríguez opera con cor- tezas (o niveles) de esa costra llamada cultura, más exactamente deja filtrar «su pequeña vida» por esa porosidad y, atravesándola, retorna con una voz dis- puesta a desafiar la erosión del tiempo. Páramos, que ya tiene una década de escrito, sigue siendo un universo, casi virgen, dentro de la literatura cubana contemporánea. Páramos: unas voces venidas de lejos encuentro homenaje a reina maría rodríguezC uba comparte con cualquier lengua o país la paradoja de tener muchos poetas éditos en activo, con- tra la certeza de que apenas unas decenas rebasan lo legi- ble. Reina María Rodríguez me parece que está en la élite de las escasas decenas, entre el agón y el canon que los vai- venes de la recepción, siempre atenazados por factores exó- genos, exhiben u ocultan. Para los que tratamos de seguir el encrespado oleaje de nuestra poesía, su obra dejó atrás hace suficientes poemas los eufemismos y las tibiezas que encubren la duda acerca del talento. Y dejó atrás, bien lejos, la equivocación de edulcorarla o feminizarla. Desbarato el más común error. Sería un vocinglero machismo compararla con las poetisas cubanas que han alcanzado su registro, con Fina García Marruz o Lina de Feria, con las que si no se malogran rondan esas alturas, como María Elena Hernández y Damaris Calderón. No se trata ni de género ni de generaciones. Se trata —como es casi un tópico— de nivel expresivo. Y ahora sí entra ella, ahora sí junto a Fina García Marruz, Francisco de Oraá, José Kozer, Carlos Augusto Alfonso —para sólo citar un autor de cada una de las cuatro promo- ciones cronológicas adultas (¿adolescentes?) del espectro cubano en el turbulento 2003 de incertidumbres borrasco- sas, y no aventurar un nombre de la quinta, de los que aún no arriban a los treinta años de edad. Ahora sí intentaré una caracterización. Tiene, desde luego, de mi personali- dad y carácter —como admitiera T. S. Eliot en Función de la poesía y función de la crítica —, pero al menos reconoce la invulnerabilidad de cada uno de sus poemas, bajo la pre- misa sabiamente urdida por René Char en Indagación de la base y de la cima, cuando reflexiona: «El bien decisivo y siempre desconocido de la poesía consiste, creemos, en su invulnerabilidad. Tan cumplida es esta, tan fuerte, que el poeta —hombre de lo cotidiano— se beneficia a posterio- ri de tal cualidad, de la que no ha sido más que portador irresponsable». 36 encuentro homenaje a reina maría rodríguez En el barrio de Reina María José Prats Sariol37 Recuerdo que en 1975, cuando ella presentó al Concurso 13 de Marzo de la Universidad de La Habana La gente de mi barrio, un miembro del jurado, Raúl Ferrer, tuvo la gentileza de mostrármelo, de compartir conmigo la sor- presa ante aquellos versos de sobrecogedora intimidad. El vigor logrado a par- tir de situaciones u objetos aparentemente insignificantes, y sobre todo una casi inédita mezcla de «coloquialismo» y «posvanguardia» en la urdimbre ver- bal, me hicieron adentrarme en una suerte de «microhistoria» un poco antes de que las reflexiones posmodernas jerarquizaran la sencilla idea, de estirpe budista, acerca de que el universo se encuentra en un pétalo o en un rayo de amistad, en la atmósfera anímica del barrioque el sinonos ha preparado... Enseguida —aún el jurado no se había reunido a dictaminar y Reina disfruta- ba de un anónimo transcurrir— indagué quién era. Empecé a curiosear movi- do, impelido por sus versos, aunque para más suerte nunca lo he sabido, como se dice, a ciencia cierta. Supe que la poesía cubana se encontraba —como ocurriera en 1967 cuando se publicaron los primeros Premios David: Casa que no existía y Cabeza de zanaho- ria— ante una nueva voz que continuaba nuestra intensa saga, la que iniciara José María Heredia, el primer poeta romántico del idioma y nuestro primer desterrado, cuyo bicentenario conmemoramos precisamente en este año de quietas inquietudes globales y herrumbrosos destierros. El veredicto correspondió a la fresca gracia de La gente de mi barrio , a pesar de que un miembro del jurado propuso otro libro, quizás por lo que una vez me dijo Raúl Rivero acerca de que los malos poetas, como los masones y los policías, se reconocen entre ellos de una sola mirada. El de Reina era, a mil leguas, el mejor. Sigue siendo uno de esos cuadernos a los que se puede vol- ver bajo la certeza de que la relectura abrirá —de la mano de Proust— recuer- dos escondidos, a la vez que excursionará por circunstancias y concomitancias no advertidas. En la entrega del Premio me le presenté. Comencé a reconocerla, a nave- gar sobre la misma singularidad de misterio y sugerencia. Meses después ya tuve, dedicado, el ejemplar que conservo en la buhardilla junto a otros cinco libros de ella. Los seis me forman ahora —como debe de ser siempre— el ropaje pálido de su poesía, sus rayas al granito. Y por supuesto que al escribir este ensayo —en el preciso sentido que le otorgaba Montaigne y no en el depredado por la crítica literaria de currículos— , intento conmigo, para mí, un boceto de opinión. La idea que quizás he logrado hilvanar resalta que su excentricidad —su sitio fuera del informe centro— se halla en los toques leves a los sentidos —a todos, que desde luego son en el poeta más de seis— mezclados a una propiedad instintiva para la somnolencia, para lograr la impresión sonámbula de quien deambula entre la vigilia de la «realidad» —ese equívoco— y el sueño, muy romanticismo alemán, de sus «realidades». Argumentar la idea precedente puede tal vez incitar al diálogo con otros lectores de su obra. Y ahí entra la comunión. Y los disparates. Porque la men- ción a los disparates es imprescindible para disfrutar mejor de sus imperti- nencias. Modula la idea estilística. Me permite algo que detesto: jugar con lo En el barrio de Reina María encuentro homenaje a reina maría rodríguezNext >