< Previousr.a. Y hablando de autobiografías, la tuya, la que te acabo de mencionar, está tan esterilizada, tan poco contaminada con las intimidades de su autor, tan ocupa- da casi solamente por el hombre civil que eres, que me dio la impresión de ser no una autobiografía pudorosa, sino una declaración pública, escrita en la madu- rez, para ser leída ante un tribunal invisible explicando las poderosas razones que te llevaron a firmar —en un día de locuras, han dicho algunos— la Carta de los Diez, que te convertiría en un caracol en el camino [Un caracol en su camino, antología personal de Díaz Martínez, Editorial Aduana Vieja, Cádiz, 2005]. ¿Hay, como me imagino, una segunda parte de esa autobiografía oyen- do detrás de la puerta?; ¿la parte del Manolo hijo, digamos, el Manolo novio llegando con el poema del día en el bolsillo, el Manolo padre, el Manolo amigo de sus amigos y, entre otros Manolos, el definitivo, el Manolo poeta hundido en su taller de agonizar y volver a renacer, recordando, caminando a ciegas o soñando, según pasado, presente o futuro ocuparen la página medio en blanco donde en busca de un consonante o del remate de un verso se hubiera detenido a pensar el poema? ¿La hay? m.d.m. Sí, hay una segunda parte. Estará ocupada por episodios de mi exilio en España, que dura catorce años. Como en la primera, en la segunda ten- drá escasa presencia mi vida privada, de la que contaré algunas cosas de cierto interés general. En realidad, no estoy escribiendo una autobiografía, sino una colección de viñetas en las que atrapo recuerdos puntuales que pretendo arrojen alguna luz, proyectada desde abajo, desde la petite histoire , sobre el pedazo de historia cubana que me ha tocado disfrutar y sufrir. De ahí que hable de mí y de mi entorno, pero del entorno que puedo expo- ner como testigo ocular. Así, hago «instantáneas» de personajes que traté y refiero sucesos en los que intervine. Un leve rasguño en la solapano es un libro de historia, ni de crítica literaria, ni una crónica social o costumbris- ta. Es un breviario de vivencias, vivencias que divulgo porque pueden ayu- dar a alguien a entender mejor el tiempo cubano que me tocó en suerte. ¡Menudo tiempo! Por cierto, el impulso para escribirlo lo recibí de dos inolvidables amigos que, para desolación mía e infortunio de la cultura cubana, no viven ya: Jesús Díaz y Antonio Benítez-Rojo. r.a. Si te fuera dable reescribir el pasado, o mejor (por soñar cosas posibles), si en el mundo de los sueños te diera por reescribir el pasado, ¿cuál o cuáles partes de la Revolución Cubana de 1959 cambiarías y cuáles dejarías en pie? m.d.m. Quitando el aquelarre de fusilamientos que reprodujo en la isla las degollinas de Robespierre, dejaría casi intactos en lo demás los dos pri- meros años de la revolución, que son los más ilusionados de mi vida civil; los otros, hasta el día de hoy, los transformaría radicalmente, haciéndo- los coincidir, cuando menos, con el Programa del Moncada y las prome- sas iniciales del ilusionista político que es el dómine Castro —epígono aventajado de aquel Cabra quevedesco—, a quien los cubanos que creí- mos en la revolución y le arrimamos el hombro jamás podremos perdo- nar que nos hiciera el juego del tocomocho, ese que en Cuba llamamos de las tapitas. Manuel Díaz Martínez ENTREVISTO por Rafael Alcides 18 homenaje a manuel díaz martínez encuentro19 r.a. Enmendándole la plana a Bécquer, quien decía que «podrá no haber poetas, pero siempre habrá poesía» (te estoy citando) afirmas en tu libro del año pasado Paso a nivel , que «la poesía no mana del jardín, sino del jardinero». Luego entonces, digo yo, el jardín, que no crea la poesía, crea, sin embargo, al jardine- ro, ya que sin jardín no podría concebirse al jardinero. Pero por evidente, no ha de ser eso lo que querrías decir. Te pienso más bien ideando (o sintetizando) la solución a un viejo problema estético, «solución-Díaz Martínez», según la cual sin la concurrencia de esa misteriosa mezcla con algo de TNT , mecha y chispa que son el jardín, el jardinero y la poesía no habría poema ni obra de arte algu- na. ¿O me equivoco? ¿Quisieras extenderte al respecto? m.d.m. Los románticos —metafísicos, panteístas— proclamaban la inmanen- cia de lo bello y, por extensión, de la poesía. Ésta reside en las cosas, pensa- ban, y poeta es una suerte de médium, el elegido que la descubre y revela gracias a un don infuso llamado inspiración. Ahí tienes a Bécquer asegu- rando que siempre habrá poesía, aunque no haya poetas. ¿Y siempre habrá escultura, aunque no haya escultores? La poesía, que es lenguaje —traba- jo, decía Baudelaire—, es obra conjunta de la experiencia, la emoción y el intelecto, y de la pasión, sin la cual, según Hegel, nada grande hemos crea- do. Y la belleza es un valor cultural que forjan los sentidos y el entendi- miento y ocupa sitio en los idearios. Lo perverso y lo horrendo pueden ser poesía, y los propios románticos se encargaron de demostrárnoslo. Como sabemos, el ideal de belleza muta con las épocas, con las civilizaciones, con los hombres, según su espacio histórico y su experiencia personal, y muta porque lo bello no es una propiedad de las cosas, una verdad ontológica. La belleza es subjetiva. Marinetti, desde sus obsesiones futuristas, encontra- ba más bello un automóvil que la Victoria de Samotracia, y a mí nunca me seduciría, eróticamente, la Venus Hotentote. Hasta Marcelino Menéndez y Pelayo, un católico tan conservador, llegó a decir, rechazando la preten- sión platónica de que el artista se limite a reproducir modelos ideales sin modificarlos, que el verdadero mundo del arte es el mundo individual, o sea, el de la creación humana. Después de esta monserga que te he encaja- do y volviendo a la alegoría del jardín y el jardinero, subrayo que aquel no es previo a éste. La naturaleza no ha parido jamás un jardín japonés. r.a. El otro día me pareció verte en la calle 23 ya próximo a doblar por Infanta, sin duda dirigiéndote a tu casa de antes. Ibas con la prisa de quien va a almorzar. Probablemente, tenías que regresar enseguida a redactar notas anó- nimas en aquella emisora de radio donde las autoridades te escondieron durante años cuando estabas prohibido. No sé si fue el fantasma de tus sue- ños desandando tus pasos en La Habana de aquel tiempo o fue el de mi recuerdo viéndote padecer mientras pasaba la juventud para no volver, pero te vi, neto. ¿Te estoy soñando, o será que estás soñando volver a Cuba...? Y me pregunto, Manolo, si se dieran las condiciones para volver (las únicas condi- ciones en que aceptarías volver, ya lo sé), ¿te quedarías entonces a vivir en Cuba? ¿O, tal vez, los años de exilio transcurridos te han convertido en un irredimible canario institucionalizado? Manuel Díaz Martínez ENTREVISTO por Rafael Alcides homenaje a manuel díaz martínez encuentrom.d.m. Una de las perrerías del exilio es que, cuando llevas años viviendo en el país que te acogió, arraigas en él, por lo cual regresar a tu tierra de ori- gen significa volver a exiliarte. Llevo catorce años en esta ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, recorriendo sus calles, haciendo amigos y enemi- gos, trabajando, compartiendo con sus gentes afanes, ilusiones, problemas, cabreos, y todo esto pesará en mi memoria si algún día me voy de aquí. ¿Cómo olvidarlo? Aquí, además, murieron mi padre y mi mujer, de modo que a este grumito de tierra atlántica ya me atan por igual la vida y la muerte. En Canarias he vivido y vivo en libertad y respetado, incluso queri- do por mucha gente, por consiguiente, tengo patria en Canarias. Cuando yo estaba recién llegado, unos estudiantes de la Universidad de Las Palmas me preguntaron si las circunstancias políticas de Cuba me habían converti- do en un poeta desarraigado, y les respondí que no porque podemos ale- jarnos de las raíces que echamos en un lugar del mundo, pero siempre nos acompañan, adondequiera que vayamos, las que ese lugar echó en nos- otros. ¿Regresar a Cuba cuando cambien las cosas? Si mis hijas regresan, sí. Pero me temo que no van a regresar. r.a. De nuevo en el mundo de los sueños, si cuando te mueras te mandaran allá arriba (o allá abajo) nacer otra vez y te fuera dado, además, escoger profesión, ciudadanía y año de nacimiento, ¿volverías a ser poeta? ¿Escogerías nacer en Cuba? ¿En qué año, Manolo? m.d.m. No, nada de eso: le rogaría al programador de natalicios que me dejase en lista de espera. Pero ni así se libra uno de la sevicia. Tengo entendido que a los que evaden nacer de nuevo los obligan a leer y releer sine dielas odas indigenistas de Ernesto Cardenal o los escolios bolivarianos de Hugo Chávez. r.a. ¿Algún mensaje para quienes nos hemos quedado en este otro lado del planeta deseándote un feliz 70 cumpleaños cuando llegue el 13 de septiembre y la justi- cia, por fin, la justicia del Premio Cervantes un día de estos? m.d.m. Lean Encuentro siempre que puedan, y dejen de fumar. Recuerden que no se debe fumar en lugares cerrados. Manuel Díaz Martínez ENTREVISTO por Rafael Alcides 20 homenaje a manuel díaz martínez encuentro21 U na anécdota o imagen de su infancia, que el poeta recoge en sus memorias, nos acerca, acaso, a una de las fuentes primigenias de su poesía. Cuenta el poeta que cuando tenía siete años se paraba frente a una ventana desde donde veía y escuchaba a una muchacha tocar el piano. Como en «La bella lectora», de José Jacinto Mila- nés, el poeta entreveía un mundo de una plenitud desco- nocida. Porque si algo distingue a la poesía de Manuel Díaz Martínez es la intensidad de su contemplación. No por casualidad Agustín Acosta le dice en una carta que «un aire pensativo es el tuyo, y se refleja en tus versos». A veces, se hace muy difícil aislar lo que singulariza a un poeta dentro de una generación. De manera que cuando se lee a Heberto Padilla, a Rafael Alcides, a Pablo Armando Fernández, a Roberto Fernández Retamar —para nombrar al menos a cuatro poetas que percibo muy afines a él den- tro de la numerosa generación del 50— uno encuentra muchas características comunes. Conversacionalismo lírico —para distinguirlo de otro más coloquial o prosaísta—, en su caso muy cercano al de Enrique Lihn de Poesía de paso, o al del último Eugenio Florit, inclusive; rasgos de la lla- mada antipoesía de un Nicanor Parra, tan presentes en la obra de Domingo Alfonso; un humor sentimental, de lina- je posmodernista, a lo Tallet; soterrado romanticismo en la percepción sentimental de la naturaleza, pues no por gusto predominan en su poesía, como en Martí, las imáge- nes naturales; lirismo o belleza de estirpe casaliana o modernista —el poema que inaugura su autoantología, Un caracol en su camino, «Ofelia», es buena muestra de ello, aunque sea sólo como fuente primigenia, significativa; pero, sobre todo, la revelación del mundo inmanente, como fue típico de la llamada poesía conversacional (o coloquial), o del exteriorismonicaragüense, también llamada por César Fernández Moreno como poesía de la existencia, y que, ahora mismo, es curiosamente renombrada en España como poesía de la experiencia. Pero cuando nos referimos a todas estas calificaciones generales, estamos aludiendo a lo que comparte un poeta con otros, a aquella marca homenaje a manuel díaz martínez encuentro La piedad de mentir Jorge Luis Arcoscomún, espíritu de época, filiación a una retórica generacional, pero no a lo que lo singulariza. Por eso he aislado aquella afortunada frase de Agustín Acosta, porque apunta a lo que considero como más significativo de su percepción poética, de su propia persona. Fue entonces Manuel Díaz Martínez el poeta más con- templativo de la generación del 50. Reparemos en que, no por gusto, el poeta llega a reconocer que: «Mucho tiempo fui de los que aseguran que la poesía está en las cosas y el poeta las descubre. Hoy prefiero decir que la poesía está en el poeta y las cosas se la provocan». La singularidad de una mirada, la intensidad de una percepción —tan prestigiadas hoy día por la misteriosa físi- ca cuántica— son las marcas cosmovisivas de su apropiación poética de la rea- lidad. Habría entonces que añadir que, como el propio poeta reconoce, hay un linaje becqueriano y machadiano en su poesía. Pues, todo contemplativo potencia al máximo la capacidad cognoscitiva de los sentidos, lo que, a su vez, secreta como un aura simbólica, de indecible sugerencia y afectividad. Acaso su texto «Poema romántico» ilustra como ningún otro, casi como una poética, esa singularidad aludida: Hoy quiero estar con los ojos cerrados, sentir el mundo como lo siente un ciego, evocarte en la fresca lisura de un vaso, presentir tu mirada en un golpe de viento. Hoy no quiero el brillo, los contornos, las aprendidas formas de las cosas. Hoy necesito cerrar bien los ojos y quedarme con el tiempo a solas. Quiero que sea el mar sólo un sonido y la muerte un olvidado invierno, y que el ruido de una puerta en el pasillo inaugure para siempre tu regreso. Hoy no soporto que las cosas sean Mutiladas maderas y humillados metales. Espero de mis dedos que ahora sientan, En todo lo que toquen, nada más que tu imagen. Asimismo, esa sugerencia simbólica aludida se desprende de un poema tan sencillo pero resonante como «Nota de viaje por un sueño», que me recuer- da, por su misteriosa intensidad, otro de Gastón Baquero, «El viento en Tries- te decía». O, como sucede cuando el poeta objetiva —representa, escenifica— un sentimiento, como en «La cena», uno de sus poemas arquetípicos. Junto a estos poemas —y hago ahora mi antología personal— pueden leerse como poéticas «La palabra», «Un poema», «Posición ante el poema», «Poética»; Jorge Luis Arcos 22 homenaje a manuel díaz martínez encuentro23 como otro ejemplo de objetivaciones líricas: «La bañista del parque cen- tral». O como ejemplo de su veta elegíaca, tan señalada por la crítica, «Carta a un amigo» —que tiene el aire elegíaco de «Epístola a Madame Lugones», de Darío—; en la misma sentimentalidad contemplativa de «Nota de viaje por un sueño» y de «La bañista del parque central», podemos leer «Oh, tre- nes que pasáis en la alta noche» o su famoso «Sólo un leve rasguño en la solapa» o su extrañamente ambiguo, alusivo, «La academia de los oscuros», que también ilustran su obsesiva preocupación por la muerte, a lo que tam- bién se refirió Agustín Acosta, cuando habla de «un soplo helado». Como una prolongación de «Poema romántico», no debe obviarse el perfecto soneto «Poder»; ejemplo del poder de la reminiscencia, o como muestra de su descendimiento órfico, «Las ruinas»… Confieso que me detuve, como ante una muestra más de la variedad de sus registros temáticos (existencia- les), en el poema «Llamada local», que hubiera fascinado al poeta suicida Raúl Hernández Novás. Una objetivación —¿machadiana?, ¿cuántica?—, se deja entrever en «El espejo», tema caro a Borges y a Eliseo Diego. En fin, no puedo, ni quiero, ser exhaustivo. Por último, y para continuar parafraseando la afortunada carta de Acosta, quiero partir ahora de una imagen brindada por este poeta cuando lo ve como una suerte de «capitán de un ejército ilusorio». Toda la poesía de Manuel Díaz Martínez destila como una sabiduría del fracaso. Dentro de su inmensa, omnicomprensiva contemplación del mundo, de un antiguo linaje estoico, por cierto, que hace ver de paso su profunda asimilación de lo mejor del pensamiento poético de la poesía castellana, desde los Siglos de Oro hasta Machado, sobresale una mirada entre piadosa y alegremente triste, que me recuerda dos momentos para mí entrañables de la revelación de la esencia misma de un pensamiento poético —y del pensamiento en general ¿por qué no?— del siglo pasado. El primero es aquel fragmento de un ensayo tempra- no de Luis Massignon, citado por María Zambrano como pórtico de su prime- ra edición de Filosofía y poesía , y que recreó José Lezama Lima en su ensayo sobre Zenea. Cuenta Massignon que un filósofo musulmán, Al-Hallach, paseaba una tarde con sus discípulos por una calle de Bagdad, cuando se sintió el soni- do de una flauta exquisita. Cuando uno de sus discípulos le preguntó qué era aquella música, el maestro respondió: «Es la voz de Satán que llora sobre el mundo. Satán ha sido condenado a enamorarse de las cosas que pasan, y por eso llora». Acaso esa extraña música indecible, que el niño de siete años iba a escuchar al pie de una ventana, hasta que una vez, para su eterno desasosiego, la encontró cerrada, es la que siempre escucha el poeta impregnada en todas las cosas que mira y siente, como una imagen del irreparable paso del tiempo. De ahí que toda la poesía de Manuel Díaz Martínez segregue una suerte de belleza melancólica. El segundo momento es el que se deja leer en un importante ensayo de María Zambrano publicado en La Habana de los 50, «El sentido de la derro- ta». En este importantísimo texto, y luego de afirmar que «en la experiencia de la derrota se descubre más vívida y fuerte que nunca la esperanza» —y La piedad de mentir homenaje a manuel díaz martínez encuentropresumo que el lector no obvia el sentido que tiene para un poeta su condi- ción ¿eterna? de exiliado—, cuenta la autora de Claros del bosquela significativa anécdota siguiente: Por eso me arrepiento a medias de algo que un día dije a uno de los más gran- des escritores que Francia tiene hoy día (¿René Char?). Le había conocido hacía dos horas alrededor de una mesa a la que nos sentábamos ese número de personas que hace una conversación perfecta —raro gozo en esta época de reu- niones multitudinarias y de soledad—. Amaba a España con honda y un poco desesperada pasión, y llevado de esa pasión llegó a decirme: «Porque, señora, usted sabe, yo también soy español». Y le dije: «No, no es posible; para ser espa- ñol hace falta estar vencido». Pareció vacilar un momento y enseguida repitió en voz alta la frase para hacer partícipes a los demás de lo que aceptaba como una especie de condena a la que no acababa de resignarse, pues, ¿no estaría él, acaso, un poco vencido? Me arrepiento porque no sólo para ser español, sino para ser hombre, hace falta estar vencido o merecerlo; vencer, si se vence, con la sabiduría de los derrotados que han ganado su derrota. Sí, como decía, toda su poesía es una meditación sobre la muerte y la caduci- dad del tiempo, o lo efímero de las glorias mundanas, pero, a la vez, toda su poesía se explaya en la alabanza de la realidad. No hay contradicción en esta aparente paradoja. Su poesía parece, a veces, un comentario a la sombra de aquella terrible revelación, la de la muerte. Pero bajo esa sombra transcurre la vida, con sus benditas sencilleces, a las que el poeta atiende con su mirada lúci- da, despierta, nunca elocuentemente pesimista. Hay como un pudoren su poesía a la hora de tratar los temas eternos: el amor, el tiempo, la muerte, la historia… En esto último, en su testimonio poético de la historia, también se distinguió el poeta, desde un principio, de muchos de los poetas de su generación, que vie- ron parte de su obra lastrada por el canto alabancioso de una historia apócrifa. Lo que no quiere decir que el poeta no la haya padecido. Basta leer su conmo- vedor libro de memorias, Sólo un leve rasguño en la solapa, para comprobar su digno papel de víctima. Pero, eso sí, una víctima, un derrotado que hace de su misma debilidad, su fuerza, de su desamparo, su victoria, y, sobre todo, que no renuncia a su inocente capacidad para soñar con un mundo mejor, sin tener por ello que hacer concesiones pueriles —porque está dispuesto a hacer la mayor de todas—, como ejemplifica el final de su significativo poema «Patria»: Eso y algo más es patria si cabe ahí la libertad si no cabe, yo prefiero morirme de distancia. Es justamente esa suerte de medianía vocacional, de tono menor, de susurro o de confesión en la sombra, lo que le confiere a su poesía gran parte de su autenticidad, de su perdurabilidad ética, de su natural facultad para conmover Jorge Luis Arcos 24 homenaje a manuel díaz martínez encuentro25 al lector. Habría que hablar, acaso, de una sensibilidad afín con aquel perso- naje inmortal de la novela rusa, Oblomov… Incluso, al leer su última poesía, no podemos menos que sorprendernos ante el hecho inusual de que su mira- da parece llegar hasta nosotros, hasta las materias de la huraña o radiante rea- lidad, como traspasada por una extraña piedad, tal en su poema tan kavafiano «Oscuramente yacen»: Sobre la mesa oscuramente yacen. ¿Son rebujos de polvo, chamuscados fragmentos de cortezas, renegridas semillas vanas, pétalos marchitos…? Son lo que son: minúsculos insectos Quemados por la llama de la lámpara. Vaciados de apetitos y temores, Descansan, que ya es buena recompensa Por toda la penumbra que esquivaron Y por toda la luz que padecieron. Allá arriba, en la lámpara, el enjambre sigue girando en torno de la llama. Es la sabiduría de la muerte, es la lejanía de las cosas vistas en trance de desaparecer, e, insisto, es una inmensa, arrasadora piedad, esa que le hace pedir: Enséñame a cantar, que lo olvidé: ya sólo sé gritar, toser, gemir. Enséñame de nuevo la astucia de engañarme, la piedad de mentir. La piedad de mentir homenaje a manuel díaz martínez encuentroN o me pasará por la mente la idea de ofender al lector contándole la historia de la Sociedad Económica de Amigos del País. Institución dieciochesca, ilustrada como la que «limpia, fija y da esplendor», preocupada por el progreso económico, enamorada de los múltiples cami- nos que su presupuesto le permitía abrir, su preocupación fundamental era «educar al soberano». Una vez todos pasados por las aulas, todos seríamos felices. Un poco ingenua la expectativa, pero al ingenuo pertenecen las colchas del Edén. Aquí fue a parar don Manuel Díaz Martínez, joven inteligente y bondadoso, divertido a sus horas y furioso a la manera de Orlando cuando le sonaban esa campanada; si bien lo suyo en el campanario era la presencia de la cigüeña reposada exhibiendo señorío. Don Manuel Díaz Martínez, poeta, hijo de obrero luchador contento de ser longevo, algo mujeriego y tertu- liano ingenioso, a más de buen compañero, fue enviado a la Sociedad Económica a realizar trabajos de investigación literaria. Don Manuel se presentó en Carlos III entre Sole- dad y Castillejo y así dio principio este bello capítulo de su vida. Él prefiere que a la hora de contarlo se hable un poco de él y quizás un mucho del ambiente y las andanzas de la vida intelectual cubana. Añado ahora para los que gustan de estas precisiones que laEconómicatenía por entonces dos entradas: una tra- sera y otra —solemne y de columnas— en la parte delante- ra. Entrando por la primera, había un par de aposentos, un par de aulas destinadas a la enseñanza, donde trabaja- ban una muchacha muy bajita y una señora antes emplea- da de un comercio popular habanero. La primera murió de parto poco tiempo después y la segunda falleció de una enfermedad nerviosa más o menos por las mismas fechas. Por ese tiempo, eran amigas íntimas y la mayor parte de la empleomanía de la Económicatemía que el apasionamiento cívico de la rubia empleada y los furores de la pequeñita 26 homenaje a manuel díaz martínez encuentro Del conocimiento por misteriosa vía Mario Parajón27 trastornaran el ritmo tranquilo de la «existencia café con leche» de aquella inofensiva burocracia. El maestro Lezama ocupaba su trono en el aula contigua. Eran los días en que Lezama empezaba a ser Lezama. Se presentaba en la Económicaa eso de las diez y media de la mañana, lo cual todo el mundo, menos un español exi- liado, veía con aprobación. El tal español era Francisco Motta, casado con Rafaela Chacón. Motta fungía también como investigador literario; había sido preso político en la España de la Guerra y se quejaba de que sus compañeros ni siquiera lo saludaban. Me imagino su soledad y su tristeza. En una reunión hizo uso de la palabra y señaló la impuntualidad de Lezama. Todos le fuimos encima por haber tocado al sacratísimo ídolo y éste se adelantó en el asiento lanzando una exclamación que ni Júpiter le hacía competencia: –¡Usted me falta el respeto! Unos minutos después se levantaba la sesión y yo encontraba a Lezama en el patio: –Gracias, gracias —me dijo—. Esto es un aviso para que me apresure y acabe mi obra. Volviendo a la puerta trasera del edificio y a las aulas con sus inquilinos, se distinguía en una de ellas la figura de don Celestino, empleado de la Económi- cade toda la vida. Su hermana, doña María, trabajaba en la biblioteca de la institución y tenía fama de poetisa y de mujer de subida calidad espiritual. Y la fama era merecida. Doña María era la gran consejera de sus hermanas y her- manos; me cuentan que habitaba con ellos y ellas en un vetusto y noble case- rón de La Víbora. Tenía un novio de su misma edad, caballero de visita diaria a la mansión. A doña María la querían todos sus compañeros de trabajo, ade- más de sus familiares. Se daba a respetar por su sola presencia y sonrisa. Fue de comentario admirado para ella su manera valiente de asistir a la pérdida de algunos de sus hermanos, entre ellos del más joven, al que ella había cria- do luego de la desaparición de los padres. Por el departamento del español rechazado se movía también Roberto Branly, a quien todos le decían Roberto Juan, uno de esos poetas al que tal vez alguien descubra en el futuro. Como persona, Branly, de natural muy afa- ble, enamorado al estilo adolescente de una encantadora muchacha llamada Migdalia, se ponía radiante a la vez que exclamaba: ¡y pensar que me ha toca- do casarme con un pollito!, mientras escribía versos y más versos, destacándo- se entre ellos los dedicados a Navarro Luna. Armando Álvarez Bravo iba y venía por aquellos recintos. Se escapaba de ellos dándose prisa para llevar los originales a la imprenta. Era vecino de El Veda- do, alegre y de mucha iniciativa, también poeta del azor y báculo afectuoso de Lezama. Por allá cerca trabajaba Marina Bardanca, rubia, espigada, muy humana y sentimental, entusiasta de la música romántica y del auténtico claro de luna. Había más empleados y empleadas. Todos diferentes, ninguno malo, cada uno con su defectillo y quién sabe si todos unidos por las letras de un cartel imaginario donde don Pedro Calderón pudo haber escrito: «ya que la vida es sueño / y los sueños, sueños son». Del conocimiento por misteriosa vía homenaje a manuel díaz martínez encuentroNext >