< PreviousVuelve nuevamente el rostro del gay a fundirse en una masa única y ate- nazada en la defensa de un proyecto político sin duda veraz, pero que insis- te en homogeneizar esas diferencias en una lectura vertical. Leyendo la nota que provocó el cierre de una cafetería de supuesto ambiente capitalino, viendo cómo la parte visible de una vaga comunidad gay se desplaza de un punto a otro de la ciudad, en pos de un sitio donde reunirse y encontrarse, calibrando las reacciones de un filme como Fresa y chocolate, valdría la pena preguntarse si no hay un único bloqueo contra el cual los homosexua- les, en tanto que cubanos, debieran unirse a todo el pueblo de la Isla en otras luchas no menos liberadoras. II En uno de los mejores libros de poesía premiados y publicados en los años 80, El pasado del cielo, firmado en 1985 por Ramón Fernández Larrea, aparecía el siguiente verso: «Ahora me están mirando de reojo tres marico- nes húmedos». Junto a referencias que cargaban a ese volumen de una nota- ble carga subvertidora, esa línea solitaria ubicaba, de golpe, en un panora- ma literario dispuesto a renovarse, a esos personajes, hasta ese momento eludidos o no señalados, dentro de una galería que acogía también otras conductas sociales desde una postura al menos identificadora. Cuatro años más tarde, sin embargo, los maricones saltaban a terreno seco para lidiar de tú a tú, y desde la literatura, con el enunciado que podía leerse desde un cardinal aún receloso en ese verso de Larrea. Los sucesos que desataron un nuevo orden de resonancia, en cuanto a la posible asunción del homosexual como un carácter social y una figura literaria exigente, tenían en su eje un poema y un relato premiados el mismo año, 1989, en dos prestigiosos con- cursos literarios de convocatoria nacional. «Vestido de novia» y «¿Por qué llora Leslie Caron?» fueron los textos señeros de los libros que Norge Espi- nosa y Roberto Uría presentaron al Premio de Poesía El Caimán Barbudoy al Premio de Cuento 13 de Marzo. La aparición de esos textos en revistas, de manera más o menos inmediata, provocó un aire de discusión que, como bien suele ocurrir en la Isla, no alcanzó a expresarse en tonos de polémica escrita. El ser uno de los autores implicados en ese primer momento me libe- rará de las anécdotas referidas a esa intervención, o franca irrupción, que, al menos, desde una ingenuidad que en mi caso no pactaba con posturas provocativas, activaron lecturas más distintivas al respecto. Ese cuento y ese poema, leídos ahora, empiezan a valer por sus estallidos, por la forma en que, con sus entradas, exigían una visibilidad temática que la última década del pasado siglo vendría a reconfirmar. Tal vez, sin embargo, esta historia de incidencias artísticas y sociales en pro de un rostro y una voz antes negados al homosexual en Cuba, no fuera la misma. Creo, o quiero creer, que si, en 1990, Senel Paz no hubiese gana- do el premio Juan Rulfo con «El lobo, el bosque y el hombre nuevo», otras serían estas palabras. El impacto que ese relato desencadenó en todas las Norge Espinosa Mendoza 88 DOSSIER / literatura homoerótica encuentro89 esferas de lo cubano fue tal, y tan inesperado, que muchas de esas mismas esferas se descubrieron incapacitadas para comprender o frenar la súbita divulgación que ganó ese cuento. Si los textos de Uría y Espinosa inaugura- ron un coming outa nivel nacional, la pieza narrativa de Senel dilató esa apertura a índices internacionales. La definitiva publicación del cuento por la revista Unión, funcionó como la recuperación en numerosos límites de esa voz y ese ser marginado. Todo se conecta entre sí, y nada de esto pudiera explicarse sin atender a la entrada de toda una generación de jóvenes escritores a los escenarios de la literatura, el criterio y el poder desde fines de los 80. La voluntad crítica de esa generación exigió, desde sus márgenes, una política de renovación y cambios que se materializó en el deshielo que conocimos como «rectificación de errores». Los apotegmas de la Revolución fueron revisados y desempol- vados, bajo presiones a veces disimuladas de concientización por los propios órganos de Gobierno, y esos jóvenes, paradójicamente, los hijos de la Revo- lución, educados bajo el signo de la preservación de los valores inamovibles del sistema, eran los que protagonizaban las exigencias del cambio. Esa expresión ganada por las artes plásticas, la primera de las manifestaciones que se rebelara ante cualquier academia con declaraciones aún provecho- sas, alcanzó a contaminar desde una proyección no pocas veces utópica al cine joven, la música y su difusión, y, claro está, a la literatura y a todo un público multiplicado en los casi once millones de cubanos, entre cuyos ros- tros ya no faltaba el del homosexual. La reticencia articulada a principios de los 90 bajo el pretexto del Perí- odo Especial silenció voces y espacios de discusión, eludiendo esas proyec- ciones de comprensión hacia las alteridades, para intentar recomponer esa imagen del pueblo como masa homogénea y de una sola voz que pudie- ra, a semejanza de un muro, enfrentar la dureza del fracaso. Y aunque no pocos líderes de aquella irrupción de los 80 hayan terminado en el exilio, tildados ya no de traidores sino de neoliberales, la actitud cuestionadora ha logrado perdurar en varias zonas de esa generación que la procuró, y aun en la de las siguientes. Desde campos alternativos de opinión, ha con- seguido fundamentarse un discurso paralelo al oficial, y gracias a ello, también, en ese 1989 de cierres y aperturas insólitas, la Escuela Interna- cional de Cine de San Antonio de los Baños lograba producir un documen- tal donde jóvenes homosexuales cubanos se enfrentaban a sí mismos. Diri- gido por una estudiante latinoamericana, como trabajo de graduación, Aunque no lo diga Fidel Castroviene a ser hoy una pieza imprescindible. La directora, desde un tácito compromiso con la temática (en los momen- tos iniciales del documental se identifica como lesbiana), interroga a gays y straights, arrancando de ellos confesiones sorprendentes, como aquella de una estudiante de Medicina que, horrorizada, habla del homosexualismo en tanto que patología a exterminar. La ironía de emplazar su cámara en Coppelia, céntrica heladería habanera y reconocido punto de reunión (y a veces, ay, de recogida) de los gays capitalinos, aporta un matiz revalidado Historiar en el vacío DOSSIER / literatura homoerótica encuentroen las imágenes nocturnas de esa misma heladería, en cuyas esquinas esa juventud extraña se reconoce y, entre la penumbra, se sabe observada. El documental, salvo contadas ocasiones, no ha tenido una proyección conti- nuada ni abierta al público. El propio cuento de Senel Paz —al mismo tiempo, bajo los pretextos más o menos obvios de las campañas de lucha contra el sida, se exponían los pri- meros lienzos de Reynold Campbell, un pintor que desde la apropiación de los cánones de Warhol avanzó a una personalísima mirada a lo gay hoy ya disuelta en su exilio— desató una serie desequilibrada de versiones teatra- les. Al menos, tres casi llegaron a coincidir en La Habana en esos primeros años de la década. Pero habría que esperar a 1997, cuando Carlos Díaz, bajo los auspicios de una productora holandesa, dirigiera la más lograda puesta en escena del ya sobado argumento. No es de extrañar el hecho, si se tiene en cuenta que en 1990 ese director había escandalizado y provocado un verdadero suceso sociocultural al irrumpir en el Teatro Nacional de Cuba con una trilogía de teatro norteamericano que revisitaba Zoo de cris- tal, Té y simpatíay Un tranvía llamado deseo, desde una estética de que- brantamientos posmodernos que, amén del uso del desnudo como signo libe- rador, revalidaba la homosexualidad en una reivindicativa asunción de las diferencias. La compañía de este director, Teatro El Público, insiste en esos avatares, actualmente, con una respuesta firme de sus espectadores, fieles a su afán de constante trasgresión. Junto a esta compañía, surgirán textos y grupos que también se apropiarán de argumentos y protagonistas de contro- versial sexualidad para abrir un recorrido que incluye, entre otras, piezas como Las mariposas saltan al vacío ySi vas a comer espera por Virgilio, de José Milián; El último bolero, de Ileana Prieto/ Cristina Rebull; El silencio, de Raúl Alfonso; La noche, de Abilio Estévez, o la comercial Muerte en el bosque, sobre Máscaras, novela de Leonardo Padura. Es el tiempo, también, en que el fotógrafo Eduardo Hernández prepara sus primeras exposiciones que dinamitan la vuelta finisecular al desnudo masculino como canon de proporciones. Y el momento en el que José Anto- nio Hevia, joven bailarín de la compañía DanzAbierta desviste a dos figuras femeninas para que bailen Desnuda, un prodigioso dueto de connotaciones lésbicas que contrasta en su armonía con los ámbitos y hábitos de represión individual que Ramiro Guerra ha leído en Espacio cerrado, coreografía de Rosario Cárdenas. Se trata, pues, de demostrar que, antes del fenómeno Fresa y chocolate, ese avance en la procuración de una voz y un rostro para el gay sí estaba siendo localizado, así fuera incidentalmente, por ese adoles- cente hipotético que podía respirar un aire distinto gracias a esas expresio- nes de cambio, a las cuales, sin embargo, se mantenía ajena la visión oficial de la prensa que poco o nada decía de estas intervenciones. El testimonio escrito era casi imposible, dada la fuerte crisis de la industria editorial, aunque, entre las afortunadas excepciones, valdría señalar la aparición de dos breves títulos: el poemario Éramos tan puros, de Alberto Acosta-Pérez, y el relato El cazador, de Leonardo Padura. Norge Espinosa Mendoza 90 DOSSIER / literatura homoerótica encuentro91 La onda expansiva del filme de Paz/ Gutiérrez Alea no tardó en mostrar su verdadero alcance. Si el filme reinterpreta el cuento que lo origina, implementando sobre su fábula nuevos sucesos que recalcan la virilidad de David y abundan en el rasgo diferenciador de Diego, generalmente mediante el chiste, y rara vez desde una mirada de real hondura a su condición, esa relectura del texto de Paz, que expurgó elementos esenciales del relato en función de lo que Pedro Almodóvar quiso resumir tildando al filme de «demasiado amable», logró aplicar un nuevo índice sensibilizador en las posturas de la mayor parte de la sociedad hacia el gay. Pero no olvidemos lo que recalcaba en una entrevista Carlos Díaz, director de Teatro El Público: tal vez la película gustó tanto porque los muchachos no se acuestan. Y es que, si bien en los Festivales del Nuevo Cine Latinoamericano ha podido corroborarse la posibilidad de diálogo e interés que en el público mayorita- rio activan filmes como El juego de lágrimas, Eduardo II, Sacerdote, No se lo digas a nadieo Banquete de bodas, acaso el mismo recelo que desata en ese mismo auditorio el que una actriz cubana se desnude en alguna película pueda recabar la dignidad y aceptación de una historia donde sí aparezca una relación plena de amor homosexual entre cubanos. Ese rejuego de representaciones en orden público sigue enfrentándose a reticencias no disi- muladas; a pesar de ser el filme más exitoso del cine nacional, aún no se ha transmitido por los canales de la televisión cubana, medio que sólo en 1999 presentó —al fin— una efímera lesbiana en una serie experimental, y, en ese mismo año, trascendió los diálogos sobre el tema desde una postura sociologizante y exhibió el filme franco-belga Mi vida color de rosa. Al margen de ello, y fuera de la atención de los medios de prensa, siguen obrando voces y nombres que dan sostén a un primario discurso homoeróti- co expresado sin ambages. Junto a los ya mencionados, aparecen narrado- res y poetas como Pedro de Jesús López, Ena Lucía Portela, José Félix León, Ernesto Pérez Chang, Juan Carlos Valls, Jorge Ángel Pérez, Arlén Regueiro, Marilyn Roque, Abel González Melo. La línea que da inicio a la noveleta debut de este autor de apenas veintiún años —«La primera que supo en la beca que yo era homo, fue María»— manifiesta el modo en que esta otra generación sí está dispuesta a bajar sus cartas de inmediato, evi- tando los escamoteos tolerados y soportados durante las décadas anteriores. Una generación que pasa, digamos, de la lectura suspicaz de un tema musi- cal, como lo es la canción «Amor difícil», del cantautor Amaury Pérez, al coreo franco de otras canciones que asumen sin temor a gays y travestis como protagonistas —recordemos Él tiene delirio, de Pedro Luis Ferrer; Hombre de silicona, de Carlos Varela; El pecado original, de Pablo Mila- nés, o Lola, un tema de pop rock que el grupo jovencísimo Moneda Dura ha puesto a sonar en las mismas calles por las que puede andar la drag queena la que retrata. Y una generación que reacciona ya sin tanto estupor ante los lienzos de Rocío García, provocadora en su manejo de los tópicos de la cul- tura gay masculina como máscara enunciadora, al tiempo que denunciado- ra, de su propia homosexualidad, o ante los excesos performativos de Alexis Historiar en el vacío DOSSIER / literatura homoerótica encuentroÁlvarez, suerte de Yasumasa Morimura tropical. Y una generación que entra- ba, hasta no hace mucho, a ese espacio diverso y único que en Santa Clara, al centro de la Isla, se llama El Mejunje, y donde la naciente expresión del tra- vestismo, tras notables antecedentes en los 50, como la Musmé, consiguió un espacio oficial libre del clandestinaje en que empezó a resucitar justo a mitad de los 90. Pero, ya tampoco allí la presión oficial deja que se produzcan los tumultuosos festivales que agrupaban a los transformistas del Archipiélago. Todo esto, y más, hace fecunda la idea de aquel cuerpo homoerótico acerca de cuya existencia discutían las primeras líneas de este texto. Esos nombres dan fe de miembros y perfiles de ese cuerpo, un cuerpo que no será tal en tanto sus fragmentos consigan empalmarse y conformar un diálogo que unifique lo que hoy sólo son fragmentos, destellos, y no parte de un haz continuado que arroje definitiva luz sobre esos temas y creadores. No es todavía un interés formal de las instituciones que suponemos pertinentes esa imbricación, esa posibilidad de un espacio propio —que no excluyente— donde ese discurso gane su propio espesor, tan contundente como los de otros proyectos emergentes alrededor del feminismo y la raza en Cuba. Organizando la Jornada de Arte Homoerótico desde 1998, bajo el auspicio de la Asociación Hermanos Saíz, he intentado trazar esas primeras líneas de avance, consiguiendo el respaldo de esos y más artistas, y una creciente res- puesta de público que acude a sus ediciones anuales enterándose Dios sabe cómo, pues la prensa se ha negado una y otra vez a reproducir siquiera una nota informativa sobre ese hecho que aúna a escritores, pintores, teatristas, muestras de cine y demás representantes de ese proyecto al que no podría- mos dar aún el nombre de cuerpo, pero sí de brazo o rostro deseoso de cre- cerse. La revisión que en Cuba va produciéndose a nivel icónico de figuras trasgresoras como Severo Sarduy, Calvert Casey o Reinaldo Arenas, intro- duce signos de valor que rebasan connotaciones únicamente políticas, abor- dándoseles en artículos, eventos, o tomando sus piezas como base para pro- puestas de otros medios, por ejemplo, teatrales. Otra labor, ya urgente, será la de conectar esos libros, lienzos, filmes, montajes, a lo que como tejido diáfano pueda extenderse hacia un público potencial que reconozca y respe- te los cardinales de esas propuestas. Quiero creer en la proyección aún insu- ficiente de ese cuerpo, pero sí en el gesto de apertura que sus primeros miembros empiezan a trazar sobre el vacío. Norge Espinosa Mendoza 92 DOSSIER / literatura homoerótica encuentro93 S i la literatura es el arte de decir con palabras, parece tener, al menos, dos dimensiones: aquello que cuenta y las palabras con que se cuenta. Dicho de otra manera, el qué y el cómo, o el tema y el estilo. En cír- culos restringidos, sin embargo, tiende a considerarse el estilo como la pie- dra de toque que distingue el oro de lo que no lo es; a saber, permite dife- renciar la literatura de otros usos más prácticos del lenguaje. Cierto que el mercado —e incluso buena parte de la actual crítica litera- ria— considera tema y enfoque como cuestiones especialmente señalables a la hora de valorar la calidad y pertinencia de una determinada obra. Apa- recen ensayos y bibliografías sobre literatura negra, feminista o machista, racista o integradora, retrógrada o progresista, europea o americana… o sobre el mundo de las minorías, tal vez, como una manera de ampliar pers- pectivas y facilitar visiones menos simplistas del mundo en que vivimos. Estas líneas se inscriben en esta tendencia, aunque no se quiere olvidar la cuestión del estilo. En definitiva, hombres y mujeres escriben como piensan y piensan como viven. Y el estilo refleja algo más que el abordaje de un tema: expresa una perspectiva, una actitud, una manera de afrontar la exis- tencia…una lección de vida, al fin, que es lo que hace de la literatura una práctica cotidiana, una especie de meditación occidental capaz de poner en juego mente y emociones en torno a un ejercicio de la imaginación. El asunto clave es responder a la cuestión, ¿qué hay de nuevo en la lite- ratura gay escrita estos últimos años en Cuba? ¿En qué se parece y en qué se diferencia de lo que en otras tierras se conoce como «literatura gay» (eti- queta que hace referencia a un nicho de mercado editorial bien definido, especialmente en el mundo anglosajón)? «¿Qué hay de nuevo?». ¿Es que había algo viejo? Se da por supuesto que Martí ya se había ocupado del asunto en su ensayo sobre Whitman —bien que de manera adversa—. En su narración Amistad funestatrató, además, la relación lésbica. Posteriormente, Miguel de Carrión, en su novela Las impuras(1919), cuenta una relación entre dos putas —resultando por tanto doblemente heterodoxa—: Margot y La Aviadora. Aquí todo es más claro. Por su parte, en Juan Criollo(1927), Carlos Loveira, se atreve con ciertas escenas de homosexualismo. También de esa década son las novelas El Ángel DOSSIER / literatura homoerótica encuentro Apuestasparaelsiglo xxi : literaturahomosexualenCuba Luis Cremadesde Sodoma (1928), de Alfonso Hernández Catá, y La vida manda (1929), de Ofelia Rodríguez Acosta, cuyos protagonistas son un homosexual y una les- biana, respectivamente. En Hombres sin mujer (1938), Carlos Montenegro presenta un mundo de homosexualidad carcelaria al estilo de un Jean Genet caribeño, y puede considerarse antecedente de lo que vendrá después. Entre los trabajos aparecidos en la revista Ciclón, merece la pena destacar la Nota sobre pornografía, de Calvert Casey, y el ensayo de Virgilio Piñera dedicado a valorar la poesía de Emilio Ballagas en cuanto poeta gay o, como entonces se decía, homosexual. En Paradiso (1966),José Lezama Lima des- arrolla —recordando algunos textos de Proust o de Gide— una teoría acer- ca de la creación del hombre sin necesidad de mujer. También se publicaron en los 60 los relatos La yegua, de Norberto Fuentes, ambientado en el mundo del ejército, y El cojo, de Jesús Díaz, donde se retrata el homosexual como cobarde. Tras la sequía rígida de los 70, aparece La caja está cerrada (1984), de Antón Arrufat, donde cuenta episodios en un cine del Santiago de la primera mitad de siglo. Antes, aunque se imprimió póstumamente, fue escrito el cuento de Piñera «Fíchenlo si pueden». Con Martí en contra, la estrategia más aceptable para tratar el asunto homosexual consistía en aso- ciarlo a comportamientos marginales: putas, cárceles, pornografía, cines oscuros donde se experimenta en secreto, etc…Esa asociación constituye una primera aproximación a lo gay tolerable. Si es marginal —y así se reco- noce—, puede pasar por aceptable. Un segundo momento lo encarna la figura de Reinaldo Arenas. Su genio consiste —no sólo en su dominio y diversidad estilística—, en establecer cone- xiones entre lo gay como conducta marginal y lo gay como reivindicación de un orden social y político más libre (en esa línea estaría su contemporáneo Michel Foucault, con quien compartió, al menos, una misma enfermedad). Reinaldo es un autor que no puede leerse impunemente; es un provocador que deja huella. Y soslayar la indiferencia no deja de ser muestra de talento. Después, la historia más reciente: el cuento de Senel Paz —«El lobo, el bosque y el hombre nuevo»,premio Juan Rulfo 1990— que concilia la mar- ginación del homosexual con valores de solidaridad y participación social. Y, a continuación, la película de Tomás Gutiérrez Alea, Fresa y chocolate (1993), basada en el mismo relato, abre puertas —si no a la reconciliación con los «desviados»—, al menos, a considerar cierta tolerancia como algo positivo. El arte ha contribuido a transformar la consideración del homose- xual en Cuba (dentro de unos límites). En la vieja Europa también se ha pasado de quemarlos en la hoguera —o permitir expresiones relacionadas exclusivamente con la religión o la reivindicación de los valores de la anti- gua Grecia— a tolerarlos e incluso valorarlos, recientemente, como colecti- vos de cierta relevancia política, social y, por supuesto, artística. A partir de los primeros 90, los textos y referencias desde géneros dife- rentes se multiplican. Parece imposible actualmente completar un catálogo exhaustivo donde se cruce lo «gay» con la «literatura» en «Cuba». Ni siquie- ra los buscadores de Internet se ponen de acuerdo. Tras el ejemplo de Paz, Luis Cremades 94 DOSSIER / literatura homoerótica encuentro95 narradores contemporáneos suyos como Arturo Arango («En la hija de un árbol»), Miguel Mejides («Mi prima Amanda») y Leonardo Padura («El cazador») incursionaron en esta temática. Abilio Estévez navega —después de su brillante comienzo con Manual de tentaciones— entre dos generacio- nes y dos orillas; de José Félix León dicen que también anda por España; hay algún cuento de Frank Padrón o Anna Lidia Vega Serova. A simple vista, no parece haber unidad de estilo o preocupaciones comunes… tan sólo posturas esporádicas. Se menciona también a Jorge Ángel Pérez con su novela El paseante cándido(premio uneac , La Habana, 2001). Pocos años antes, había publicado su primer libro de relatos Pedro de Jesús, Cuentos frígidos(Madrid, 1998), un título con referencias piñerianas que sigue sien- do cita obligada al hablar de literatura gay en Cuba: por enfoque, atrevi- miento y diversidad estilística. Jorge Ángel Pérez prosigue su trayectoria con Fumando espero(La Habana, 2003), también con el fantasma de Piñe- ra al fondo, aunque de otra manera resuelto. En parecida línea, puede con- siderarse la primera novela de Ena Lucía Portela, El pájaro: pincel y tinta china(premio uneac , La Habana, 1998). Finalmente, es obligado conside- rar —también como contrapunto— el libro de poemas de Nelson Simón, A la sombra de los muchachos en flor (premio uneac , La Habana, 2001); en este caso, las resonancias del título lo enlazarían con Proust. A riesgo de simplificar, se proponen estos cuatro jóvenes valores como nuevos evangelis- tas de la literatura gay que se escribe en la Isla. El evangelio de Mateo parece haberlo escrito Pedro de Jesús (1970): ini- cial, iniciático y pegado a una experiencia que se reconstruye a sí misma como lenguaje. Si hubiera que proponer un manual práctico sobre cómo se escribe literatura gay en las nuevas generaciones en Cuba, habría que citar este libro. Parece recordar a cada paso: «por sus obras los conoceréis». Los personajes hablan y actúan, se presentan, se esconden y desdicen permanentemente. Crean —y esto es un rasgo compartido con los otros tres autores citados— la experiencia homosexual como un mundo aparte, ya no marginal, pero sí des- gajado del resto, que se trasluce bien como ruinoso, bien como indiferente. Es un texto, además, notablemente claro en la medida en que parece cobrar autonomía frente a las referencias literarias. Acción, punto de vista y estilo son los rasgos dominantes de unos relatos llenos de frescura y atrevimiento. Los personajes que aparecen —ésta será la novedad compartida por la litera- tura gay más contemporánea— viven ajenos a la marginalidad, la prohibición y la culpa; su tendencia ha adquirido carta de naturalidad. El evangelio de Marcos tendría su reflejo en el —hasta ahora único— libro de Nelson Simón (1965), que retrata el mundo homosexual como un tea- tro interior donde las emociones luchan entre sí para encontrar su equilibrio en un correlato externo que nunca aparece. El estilo del libro presenta un filo de navaja entre la homosexualidad como conflicto que puede leerse en Luis Cernuda y cierta fascinación por la belleza, rasgo de Gide o Wilde más que de Proust. Las resonancias proustianas del título parecen una excusa, y éste sería también un rasgo generalizado en estos evangelios contemporáneos: la Apuestas para el siglo xxi : literatura homosexual... DOSSIER / literatura homoerótica encuentroexcusa de la cultura —o el culturalismo, como se dio en llamar a la búsque- da europeizante de la generación de poetas de los 70 en la España tardo- franquista— para atreverse a contar lo que no se quiere o no puede expre- sarse directamente. La cultura aparece, al mismo tiempo, como excusa y como razón de ser. Si Miguel Ángel Buonarroti o El Greco se servían de la Biblia y de los viejos mitos para expresar su sensualidad, estos autores parecen emplear la cultura —la intertextualidad es uno de sus recursos favoritos— para conectar una homosexualidad que ya no pide perdón, con una voluntad creadora. Simón es capaz de expresar su propio mito, su propio relato: Jonás atra- vesando el océano en el vientre de una ballena mecánica en busca de una vida nueva; aunque termina reconociendo que no puede abandonar sus señas de identidad, entre las cuales destaca una manera particular de sentir el amor: atada al bolero más que a la estética del cuero o los bares sadomaso (tan apreciados por Foucault como «laboratorios de sexualidad»). Sus poe- mas transmiten —de ahí sus hasta ahora dos ediciones— un mundo emocio- nal tan personal como cubano. Lucas escribió el evangelio para los gentiles, en el que justificaba el rela- to para un punto de vista externo; este caso estaría representado por la doble obra de Jorge Ángel Pérez (1963). Una permanente provocación que, a fuerza de repetición e hipérbole, hace que el lector pierda visión de con- junto para centrarse en el detalle. Su primera novela, El paseante cándido, parece mejor construida, a pesar de ese constante dejar camino por vereda y de su caótico y católico final. En la segunda, el lector recibe una sobrecar- ga de exageraciones, provocaciones, citas e irreverencias. Pérez parece defender la expresión por encima del relato. Su intención de recrear un género picaresco en La Habana contemporánea podría resultar atractiva, pero, de la ironía pasa al sarcasmo y de la provocación al mal gusto, sin que exista un antes ni un después en sus personajes: no pasan de nombres pla- nos, atrapados cuerpos con relieve, entretenimiento para turistas literarios en busca de tópicos. Ena Lucía Portela (1972) encarnaría la perspectiva de Juan: mito y cul- tura a partes iguales; el relato de lo cotidiano a través de una mirada ideali- zante que cruza lecturas y arcanos. Mezcla pensamiento mágico (lo que podría interpretarse como herencia lezamiana) con referencias culturales. También recrea la experiencia erótica como un mundo autónomo e indepen- diente de condicionamientos sociales. Su estilo es claro y elevado. Entiende el erotismo como una mística; un camino que también ha recorrido Bataille y, entre los contemporáneos, la uruguaya —que se declara enamorada de Barcelona— Cristina Peri Rossi. Por supuesto que la comparación es arriesgada e impensable; como lo es hacer una valoración de tendencias a través de cuatro autores con escasa obra publicada. Tal vez, el tiempo transforme su escritura hasta convertirles en quienes nunca fueron. Pero el atrevimiento, la proyección, el sueño como parte de la lectura, también merece un lugar en la mente de los lectores. Luis Cremades 96 DOSSIER / literatura homoerótica encuentro97 Si hubiera que citar rasgos comunes en esta nueva generación de escritores que tratan el asunto de homosexualidad en la Cuba actual, se puede pensar en una autonomía de la experiencia homosexual frente a la sociedad. Para bien y para mal. Para bien, porque los personajes no necesitan justificarse, sencillamente son… aparecen así ante los ojos de un lector que necesita acep- tarlos si quiere seguir leyendo. Y para mal, porque aplaza las conexiones de la experiencia homosexual con la sociedad alrededor; a diferencia de buena parte de la literatura gay occidental que se nutre del conflicto entre ambas percepciones, al menos desde que David Leavitt contrastara los jóvenes gays con las mentalidades de sus padres (Baile en familiao El lenguaje perdido de las grúas). Puede leerse una cierta voluntad iconoclasta, de provocación, a través del lenguaje y las citas culturales. Con el tiempo y las dificultades, apa- recerán conflictos morales más que políticos—como aparecen en Los delitos insignificantes, de Álvaro Pombo, una novela sobre la culpa homosexual— y de integración con el orden cotidiano. Si hay que añadir defectos, mejor agru- parlos: se echa en falta compromiso, una visión de la mujer (salvo la idealiza- ción de Ena Lucía Portela) y mayor profundidad psicológica en los personajes (exceptuando el «yo poético» desde el que escribe Simón). Es destacable el hecho de que la literatura gay no exista como género, exclusivo y excluyente, entre autores y lectores de la Isla. Así, el «mundo aparte» que se retrata aparece compensado por el hecho de que no existan fronteras de género gay en colecciones gays para un público gay. Se trata, en primer lugar, de literatura, y sólo en segundo lugar, de literatura que recoge el asunto homosexual. No siempre es así en los especializados merca- dos europeos, donde la cultura no es sólo un placer difícil, sino, sobre todo, la confirmación de unas señas de identidad (importantes en colectivos mino- ritarios y emergentes). Como elemento positivo —y ese parece el gran acierto— hay que señalar la naturalidad y falta de prejuicios con que escriben. Ya no hace falta justi- ficación; la homosexualidad ha cobrado carta de naturaleza, como asunto, en la literatura contemporánea de la Isla. Y eso es una riqueza más que con- viene celebrar. Apuestas para el siglo xxi : literatura homosexual... DOSSIER / literatura homoerótica encuentroNext >