< PreviousEros patriótico Francisco Morán Para Cintio Vitier Para emigrar a tu cuerpo viví hasta hoy; para encontrarlo en la multitud de otros cuerpos, esperé hasta hoy. No hagas caso de lo que nos han dicho. El final del mundo está en tu piel. El apocalipsis sería no haberte encontrado nunca. Voy a poner en paz al mundo con tus sudores. Abre, pues, las piernas (no con la pureza marmórea, con la pulcra delicadeza de los dioses griegos, sino como se abren los callejones, las esquinas peligrosas de los suburbios londinenses, o de los barrios habaneros), y deja que mi lengua dé, entre tus hierbas fragantes, con la palma, ¡ay!, la palma deliciosa . Arturo Jiménez 128 poesía homoerótica encuentro129 Receta de hombre Jorge Oliva Según Vinicius de Moraes, que nos dio la de mujer y para Tía Úrsula, que lo esperó en vano toda la vida. De los feos ni hablar, que aquí la belleza es fundamental. Es necesario que haya algo de árbol en esto, algo de mástil y velas en el mar abierto, algo de trapecista y de bailarín en la cuerda floja. Es necesario que el hombre sea todo un hombre pero que sea un niño, un ángel, una bestia. No es posible el término medio. Es preciso que de pronto se tenga la impresión de Valentino cabalgando bajo la luna llena, Gary Cooper atravesando el Sahara, Weismuller entre las ramas, Gardel cantando un tango triste, Brando gritando «Stellaaaa!», James Dean desbocado en un Porsche hacia la muerte... Que él no venga sino que surja , que no vaya, que parta . Pero que todo eso sea y no sea —que sea intuición, casi certeza, deseo, impresión que se refleja en los ojos de quien se encuentre con tus ojos. Todo esto tiene que ser terriblemente inesperado. Es absolutamente necesario que su cabeza inclinada recuerde un poema de Cavafis, que sus piernas sean las de esos atletas de los vasos griegos, que su torso repita las proporciones de Fidias y que quien toque su pecho, toque algo más allá de la carne : como se toca el borde de la tarde. Los ojos que sean enormes, preferiblemente negros o azules, y que al mirarlos te desnuden, te atraviesen y te asomes a un pozo sin fondo, a una revelación inminente. Las manos son importantísimas: ágiles y grandes, resistencia de acero, suavidad de ala. Indispensable es que el hombre sea naturalmente alto (como bien dice tía: Caballo grande, ande o no ande ) y que decididamente tenga la actitud mental Nueva York, hasta octubre poesía homoerótica encuentrode las altas cumbres —la solidaridad de Whitman, la lucidez de Sartre, el asombro incesante de Bradbury, la ternura de Chagall, el erotismo de Lezama, la pasión de Buñuel, el amour fou de Breton. Indispensable todo eso, sí, pero que baje de las nubes y sea una cumbre con pene y con brazos y piernas y funcione magistralmente en la cama. Es absolutamente necesario que el hombre que avanza a tu destino sea como un girasol o una montaña y que, como ellos, viva siempre ignorante de su poder y su belleza. Ah, sobre todo que sea un hombre que ría y que, no importa en qué situación se encuentre, siga exudando siempre ese aire sincero de absoluta confianza y espléndida generosidad y que, en toda su humana imperfección, sea el animal más hermoso del universo, criatura hecha a la imagen y semejanza de Dios. Arturo Jiménez 130 poesía homoerótica encuentro131 Y cómo hablarle… Alberto Lauro Y cómo hablarle sin palabras de la ceniza, del aullido del lobo oculto en la tiniebla de la sangre como en medio del monte un pájaro sin ojos,un lobo sobre una montaña sin lunas, la noche cayendo llena de ángeles mutilados, de cercenadas estatuas bajo la lluvia en el espejo. Es la hora en que debía venir, volver los ojos hacia donde yo estaba. Sin aliento. Petrificado en el fuego y la temeridad, mientras él se ocultaba en el miedo de no querer sufrir. É l y yo amargos como incestuosos hijos de Lot. Aguardando la luz y la mañana para huir de tantos ojos mudos. Sabiendo con exactitud que somos mortales y que no hay otra oportunidad para amar más que esta vida, que esta sola existencia deseosa de hallar unos labios para nombrarte. Y cómo hablarle sin hablarle, decirle sin decir que la zarpa de la hiena es un nido que también ha cortado mi garganta, que las sierpes de allí hicieron nido y que la proximidad de su sueño es algo que vieron para no olvidar mis ojos de niño. Muñeco de trapo entre leones. Cómo no ser, no estar junto a él sin mi historia. Si pudiera despojarme de mí mismo igual que me desnudo ahora y me abandono para que su boca busque la mía, juntos de la mano por galerías de espejo, prófugos, huyendo, siempre huyendo, naciendo en el deseo, encamas diferentes, en calles sinuosas que miden por el brillo de una mirada la intención, la profundidad del abismo como si ahora el mundo se acabara y no pudiera dar un giro más. Tal si no hubiera mañana. Tampoco ayer. Y é sta es su palabra: sostenme. Líbrame de la sombra calcinada de los pasos dela nodriza que corre decapitada por la infancia con los senoscortados, dándome de beber y llamándonos desde el infierno. Oye: el gallo de la muerte canta y da vueltas en la veleta enloquecida. Tarde. Muy tarde. Sin voz y sin certeza. Nueva York, hasta octubre poesía homoerótica encuentroObreros, ¡Dios!, obreros… Alberto Serret Obreros, ¡Dios!, obreros de hinchados pectorales y piernas prometeicas que incitan a tocar, y piel como aceitada, de extensos pedregales tan firmes como el cielo, tan broncos como el mar. De repente un andamio me entrega las visiones humeantes, de sol vivo, de cemento y sudor: los cuerpos prometiéndome erectas compulsiones al amparo de agosto, que envidia ese calor. Ya subiré a morderles las carnes desatadas, a chuparles la cal, frotando mis ladrillos contra el repello macho de todas sus paredes. Ya subiré a morderles la pirámide alzada, el edificio cósmico con sus tantos anillos y sus potros viriles coceando entre mis redes. 132 poesía homoerótica encuentro133 encuentro «H asta la reina isabel bailó el danzón»; el son, la guaracha, la rumba, la conga, el mambo y el chachachá recorrieron el planeta. ¿Cuál fue la fórmula de tanta música buena? Mezclar guitarras y bandurrias españo- las con tambores africanos, agitar la explosiva fórmula durante cuatro siglos, sazonarla con violines franceses hui- dos de Haití, laúdes con aire de opera italiana e instrumen- tos de viento y estructuras orquestales tomadas del jazz. Los cubanos maceraron la ritmática fórmula cadenciosa- mente con los pies y las caderas, antes de servirla bailando con picardía en el muelle de cualquier puerto, en la calle, en la bodega de la esquina, en un cabaré a media luz. La música cubana hace milagros: «Caballero, esto le zumba, la cosa se ha puesto fea, el muerto se fue de rumba», cantaba la multitud en los carnavales habaneros, pero los rit- mos cubanos lo mismo hicieron bailar a un muerto que pro- fetizaron —a golpe de guaguancó— la tragedia de su pue- blo: «Timba en la trampa cayó y no puede salir». En las últimas cuatro décadas, la producción de nuevos ritmos bailables se agotó. Las causas hay que hallarlas en la Revolución misma: el autobloqueo, la falta de grabaciones y comercialización; pero, sobre todo, en el dogmatismo que calificó el pasado como decadente; en la represión sistemá- tica que acabó con todo resto de espontaneidad, de indivi- dualidad, de bohemia, y pretendió crear el hombre quími- camente puro: el hombre nuevo. las dos caras de la habana de los 60 En 1959, los perfumes Guerlain llevaban impreso en sus eti- quetas «París, New York, La Habana». Y no era por gusto… La bohemia musical habanera comenzaba en Santa Fe, en una veintena de clubes sobre el mar y recorrían 40 kilóme- tros de música en vivo hasta el Rincón de Guanabo. La Habana era mucha Habana; a las cuatro de la maña- na, en el cabaré Las Vegas, de la calle Infanta, cantaba la Músicaviejapara elhombrenuevo1 Armando Lópeztemperamental Vilma Valle; en la Taberna de Pedro, de la Playa de Marianao, a la hora de la resaca, el timbalero Chori aún repiqueteaba botellas, como en la época feliz de Marlon Brando; en la Autopista del Mediodía, los fieles al bolero iban a desayunarse con Orlando Vallejo cantando «que murmuren, que me importa que murmuren»; en los Aires Libres de Prado, descargaba el Conjunto Saratoga, y en el Night and Day, de la Avenida de Rancho Boyeros, si se ponía usted de suerte, el Benny Moré, con su Banda Gigante, melodiaba «cómo fue, no sé decirte cómo fue…». Pero ya a los cabareteros nos miraban feo cuando llegábamos a casa con el sol, mientras el vecino se levantaba para cortar caña. En la calle Infanta, a una cuadra de Radio Progreso, en la conjunción de Vapor y 27, hay un parquecito con una parada de guaguas. Un amanecer, coin- cidimos allí las dos caras de La Habana de los 60: de un lado, un grupo de jóve- nes que cantábamos filin alrededor de una guitarra: «esta tristeza se niega al olvido como la penumbra a la luz…»; del otro, el hombre nuevo, un miliciano con su mocha en la mano, que esperaba el camión que lo llevaría al surco. De pronto, el de uniforme se puso de pie, nos miró, escupió con asco, y exclamó: «me gustaría cortales la cabeza, pero ya la Revolución se encargará de ustedes». Y bien que lo sabíamos, había que ganar la carrera contra reloj, disfrutar cada noche como si fuera la última… Al día siguiente, estaba parado en la esquina de Espada y Jovellar, en el barrio de San Lázaro, recostado al mostrador de la bodega de la esquina, cuando se llevaron la vitrola, la rockola, o como quieran llamarle. En una tarde, retiraron la mayoría de las vitrolas del barrio, hasta el Parque de Trillo; las montaron en camiones, en un operativo, por orden «de arriba»... Las pocas que quedaron se atragantaron de níqueles hasta enmudecer. La Revolución Cubana quería un mundo nuevo, y eso de tener una bodega en cada esquina y una barra con cerveza en cada bodega, sonando música, era intolerable. Que los niños vinieran de la escuela y su padre estuviera jugando al cubilete y escuchando boleros era un vicio del pasado que había que erradicar. Y nos dejaron sin ranura para echar el níquel. Y le dieron la primera puñalada a la música cubana, porque las vitrolas constituían un muestreo del gusto musical, y, para la industria, un vehículo de retroalimentación. Pero ni cuenta nos dimos, porque todavía La Habana era mucha Habana. oh, la habana, quien no la ve, no la ama «Oh, La Habana, oh, La Habana...» repiqueteaba la conga, cuando el son de Carlos Puebla sonó como un mal agüero: «Llegó el Comandante y mandó a parar»; pero La Habana traqueteada, uniformada, desvencijada, se resistía. Sus mujeres, inventaban. Como ya no había maquillajes Max Factor ni Maybe- lline, comenzaron a delinearse los ojos con tempera. Y si llovía, sucedía lo que anunciara Miguel Matamoros: ¡lágrimas negras! Surrealismo o realismo mági- co, da igual, las oficinistas se pintaban una raya negra en el dorso de las pier- nas para simular que llevaban medias de nylon . Armando López 134 encuentro135 ¿Se acuerdan de las lámparas Quesada?, aquellos armatostes de cristal que pretendían imitar a las lacrimosas lámparas de Versalles (del palacio francés, no del restaurante de Miami). Pues, las señoronas cubanas, que las tenían col- gadas en su sala, las cambiaban por cuatro pollos o un puerco. Y es que se pusieron de moda los collares de cristal de lámpara. Por delante y por detrás y de varias vueltas. Recuerdo a la escultural Alicia Figueroa, modelo de Tropica- na, encaramada en sus tacones de raso, ataviada con su bombillo de tafetán, engalanada con un imponente collar de lágrimas de cristal, bajo la monumen- tal lámpara del cabaré del hotel Capri. ¡Una imagen digna de Buñuel! Y es que todavía La Habana era mucha Habana. En el Club 21, de El Veda- do, usted podía encontrarse a Aida Diestro, La Gorda, la maga de las armoní- as; Aida, la del cuarteto, con su boquilla de marfil y su cigarro humeante, tra- tando a todos de usted, con pícara arrogancia, sentada, saboreando su whisky a la roca, esperando su turno, que a la una y media de la madrugada, entre los olores a sopa de ajo y el sonido frío de la coctelera, cantaba su cuarteto o, mejor dicho, lo que quedaba del famoso cuarteto; porque Aidée, la hermana de Omara Portuondo, ya se había largado del país. Omara, de miliciana, con la melena alborotada, le cantaba a Angela Davis, y Elena Burke, La señora Sentimiento, descargaba en el Club Sherezada, de los bajos del Focsa, con Frank Domínguez, en una especie de rito para iniciados del filin. Con La Burke, redonda de voz y de cuerpo, comenzaba la marcha ritual de El Vedado: «sé que has tenido en la vida la mar de aventuras, sé que has pecado mil veces vendiendo tu amor…». Y de ahí, enviciados de melodía, de humo… y de Habana, subíamos hasta 17 y K, hasta el Karachi, a escuchar a la carismática Doris de la Torre, acompañada por Peruchín, ¡qué maravilla!, «hay que darse cuenta, que todo es mentira, que nada es verdad, la vida es un sueño y todo se va», cantaba Doris, flemática, impenetrable, iluminada por velas que sostenían sus admiradores, mientras miles de cubanos se iban de verdad, se largaban del país; entre ellos Celia Cruz, que se llevó la guaracha, y Olga Guillot, que dejó un vacío en el cabaré del Capri que nadie pudo llenar, ni La reina del guaguancó, Celeste Mendoza, porque Olga era insustituible. no la llores que fue la gran bandolera Así cantaba Celeste, en el Capri, mientras los faranduleros respondíamos: «nada de llanto, mucho abanico», frase acuñada por la actriz cómica Lita Roma- no (que también se largó por esos días). Del Karachi nos llegábamos a La Red, donde estaba ese volcán de fuego desparramado, La Lupe, cayéndole a golpes a Homero, el pianista, desgarrando una canción digna de Frankestein: «a mí que me importa que me salga una llaguita en la puntica de la lengua, yo lo que quiero es que caiga la bomba», maldecía la provocadora mulatachina, mientras las bombas de la contrarrevolución explotaban en las tiendas vacías de Galiano, y en La Cabaña fusilaban, y la calle se ponía malísima. Pero los faranduleros no dejábamos de salir todas las noches, porque no queríamos perdernos nada de aquella bohemia irrepetible, que en El Gato Música vieja para el hombre nuevo encuentroTuerto estaba la rara Miriam Acevedo, acompañada de la guitarra virtuosa de Froilán, y de gente aún más rara que ella, que venía a oírla cantar «ponme la mano aquí, Macorina, ponme la mano aquí», mientras llegaba el pastel de carne, sin carne, que ya estaba racionada, servido en platos pintados por Amelia Peláez. Y, ¡en el Capri!, la enorme negra de voz total, La Freddy, gemía «Noche de Ronda», y Caperucita sería Juana Bacallao, «la negra que en el bembé salpi- ca pa’ no mojar». Alucinante, una Caperucita que se comía al lobo... O el Cuarteto de Meme Solís electrizaba con Moraima Secada, La Mora, cantando: «en tu calvario triste surgiré como alivio que rompe las cadenas», y la gente se miraba sin decir ni jota de las cadenas, porque iba presa, y en el Caribe, del Habana Libre (de mentiritas), podías descocotarte con el ritmo pacá de Juanito Márquez: «cuidado con la vela que viene y te quema, cuidado con la vela, candela». O escandalizarte con las insólitas locas del Saint Michel, porque La Habana tenía decenas de clubes gays , y era muy open mind , antes, mucho antes que Nueva York o París. «¡Oh, La Habana, quien no la ve no la ama!», repetía la conga. Pero, cómo no amarla, si en un mismo hotel de El Vedado, en el Saint John, descargaban tres monstruos de la canción: José Antonio Méndez y Portillo de la Luz, en el piso quince, ¡una vista aérea para morirse!, y Ela O’Farrill, con su voz de persona y su guitarra animal, descargaba en el lobby. Y eso ocurría al doblar de la esquina de La Gruta, donde Pepé Delgado susurraba «sobre todas las cosas del mundo, no hay nada más bello que tú...». Y a sólo una cuadra, en el lujoso Monseigneur, actuaba el piano hecho expresión: Bola de Nieve… de risa y guaracha se ha muerto el bongó ¿Cuál es la mejor escuela para un cantante de música popular?, me preguntó una noche el pianista estrella de Tropicana, Felo Bergaza, mientras escuchá- bamos a una de esas «mecánicas cancioneras» salidas de las escuelas de arte, que todas cantan igual. «El cabaré —me respondió—, porque en el cabaré se canta observando las reacciones del público. Tan cerca estás del público que puedes manosearlo, y saber si la frase, la entonación, el gesto, funciona o no. Y si funciona, lo per- feccionas hasta encontrar tu estilo propio. ¿De qué sirve una buena voz sin estilo? ¡Óyela, ahí la tienes! Los mejores intérpretes que ha dado Cuba, desde María Teresa Vera a Rolando Laserie, triunfaron por acentuar sus defectos, que no es otra cosa que crearse un estilo, el que perfeccionaron de cara al implacable, que si no le gusta lo que haces, te tiran un zapato por la cabeza. Y a zapatazos se aprende». A las dos de la madrugada, en un tugurio llamado El Toreador, en la calle Belascoaín, cantaba Miguel de Gonzalo. Los que sabíamos que era el más grande intérprete del filin, lo seguíamos en sus presentaciones. Nos sentaron en una mesa coja. Olía a rayos. ¿El público? Aseres con cadenas de oro, abra- zando a sus parejas y hablando tan alto que a cada rato venía un gordo y man- daba a bajar la voz. Armando López 136 encuentro137 Pero empezó el showy salió Miguel con su cara triste. No dijo buenas noches, ni habló; comenzó a cantar «Nuestras vidas, que quizás un día valie- ron un poco, ya no valen, no digo yo un poco, ni siquiera nada», y pareciera que la melodía de Orlando de la Rosa fuera la llave para entrar al Cielo. Los aseres pusieron caras de ángeles. Sus hembras cerraron los ojos en afán místi- co. Y mientras Miguel escalaba a media voz los agudos, susurraba los graves y se detenía como un equilibrista en los medios tonos, me acordé de Felo Ber- gaza: el cabaré era la «escuelita» de la música popular cubana. Pues, un mal día de 1968, la operación Ofensiva Revolucionaria intervino de un tirón los pocos cabarés que quedaban, y lo hizo para clausurarlos. La llamada Ley Seca los cerró a cal y canto. Daba grima ver a los músicos vagan- do como zombis, y a las amas de casa destilando alcohol en ollas de presión. Hubo miles de intoxicados, y presos. Y esta vez La Habana se fue apagando. ¿Han visto ustedes cómo se ponen los gorriones con la lluvia? Así se pusie- ron los bombillos del alumbrado. Ya no se podía leer bajo el poste de la esqui- na; las bodegas sin ron y sin música, cerraban a las seis de la tarde. La Habana parecía un cadáver o un recuerdo. «Mulata infeliz tu vida acabó, de risa y gua- racha se ha muerto el bongó», la popular zarzuela de Ernesto Lecuona, fue un presagio. El maestro Lecuona también había tenido que exiliarse. La tarde que me enteré que Miguel de Gonzalo se había suicidado, me fui al Malecón y me senté solo a mirar el mar. La voz de Miguel resonaba como una profecía: «Nuestras vidas, que quizás un día valieron un poco, ya no valen, no digo yo un poco, ni siquiera nada». ¡Qué verdad tan grande! Ni la vida de Miguel, ni la de Ela O’Farrill, ni la mía, simple farandulero, valían nada. A la genial compositora le habían prohibido la entrada al hotel Saint John y la encerraron en una mazmorra del G-2. Nunca le perdonaron componer «Adiós, Felicidad, casi no te conocí, pasaste indiferente sin querer nada de mí». La inocente canción de amor resultaba un himno al desencanto de los que habían soñado con la Revolución. a bailar y a gozar con la sinfónica nacional «Dentro de la Revolución, todo; fuera de la Revolución, nada», había senten- ciado el Comandante en Jefe en la Biblioteca Nacional, cuando el escritor Vir- gilio Piñera se atrevió a tener miedo. Y era hora de hacerlo cumplir. Cultura fue sinónimo de ideología. Y la música, un arma de penetración. El bolero fue acusado de pesimista. Boleristas como Blanca Rosa Gil, Orlando Contreras y Tata Ramos, ídolos de multitudes, y autores de la talla de Luis Marquetti y Leopoldo Ulloa, fueron silenciados. Se acabarían los besos de fuego de La muñequita que canta. La mujer tenía que ser la miliciana, federada. Hasta las canciones de la vieja trova, como «si quieres conocer, mujer perjura», de Teofilito, fueron acusadas de machistas. La mayoría de los boleristas, como Membiela, Vallejo y Contreras, se mon- taron en el avión para no regresar, y los que se quedaron se convirtieron en sombras. Un día, vi a Lino Borges caminar con un raído casimir azul de rayas Música vieja para el hombre nuevo encuentroNext >