< Previouspor el Malecón. Le pregunté, con afecto, dónde estaba cantando. La voz de oro del Conjunto Casino me dijo con una dolorosa sonrisa: «en la ducha». El Estado se hizo dueño de todo. Metieron a todos los músicos y cantantes en un mismo saco, el Centro de Contrataciones. Usted veía en la misma cola a Esther Borja, a Esther Montalbán (la pícara pianista), o al tramoya de cual- quier orquesta. Y, entonces, crearon jurados para medir la calidad de los can- tantes y músicos. Según la letra que les otorgaban, A, B o C, se les permitía trabajar en la televisión, grabar un disco, o presentarse en un cabaré. Nadie escapó de la evaluación, ni Barbarito Diez, la voz del danzón; ni Marta Estrada, la baladista preferida en los años 60, a quien una humillante letra C le impidió hacer tele- visión durante más de diez años. Pero, ¿cómo evaluar a Juana Bacallao? Juana no sabía ni papa de música. Pues, la negra genial se apareció ante el jurado con la ropa tiznada y un frag- mento de partitura quemada en la mano: «ustedes perdonen, señores del jurado, pero un incendio devastador acabó con mi casa, y esto es lo único que ha quedado de mi música». El cubano se burlaba de su propia tragedia. Otra puñalada a la música popular fue la intervención de todas las disque- ras y su fusión en una disquera única, la egrem, Empresa de Grabaciones y Ediciones Musicales. ¿Su política musical? Didáctica o represiva, según se mire. Durante sus primeros años, grabó sólo música elaborada, culta, clásica, o como quieran decirle. La ingenua pedagogía creía que la cultura se podía imponer por decreto. Se «orientó» a la Sinfónica Nacional dar recitales al pie del pico Turquino y tocar para los torcedores de tabaco. El día que la Sinfónica se presentó en Pinar del Río, cerraron los centros de trabajo, metieron a los obreros en camiones y los llevaron a la fuerza al estadio, mientras, por las calles, un camión de la radio local, arengaba: «todos al estadio, a bailar y a gozar con la Sinfónica Nacional». mi delito es por bailar el chachachá A estas alturas, el cubano apenas tenía dónde bailar. Habían intervenido las casas club, hasta el Casino Deportivo —donde nació el famoso baile Casino—, el Náutico, los centros Asturiano y Gallego, la Artística Gallega, el Bancario, el Universitario, en fin, que no dejaron títere con cabeza. Las sociedades donde, tradicionalmente, se bailaba los sábados y los domingos, algunas con dos siglos de existencia, fueron acusadas de racistas. Pero tampoco se salvaron La Bella Unión y El Gran Maceo, de negros y mulatos, ni las academias de baile, como la de Prado y Neptuno (donde Enrique Jorrín estrenó el chachachá). Todo lugar de reunión debía estar bajo el control del Estado. Bailar se convirtió en un desafío. Los grandes cabarés habían sido destrui- dos. Tropicana se salvó en tablita de ser demolido, gracias a que su interven- tor, un «rebelde» de especial sensibilidad, se negó a seguir las bestiales órde- nes de convertirlo en un almacén, pero Montmartre, Sans Souci y los casinos Del Río y Nacional, fueron cubiertos por la hierba y las piezas para tractores. Armando López 138 encuentro139 Pero Tropicana fue para privilegiados. Para el millón de bailadores haba- neros, sólo quedaba agenciarse un tocadiscos y un litro de ron en bolsa negra, y, lo más difícil, conseguir un permiso de reunión del temido Comité de Zona. ¡Qué espanto! Nuestros abuelos se habían conocido y enamorado en un baile, pero ahora los habaneros no tenían dónde bailar. El Gobierno tomó cartas en el asunto. ¡A su manera! Creó dos reductos amurallados en Marianao, donde la policía encerraba a los bailadores como si fueran ganado peligroso: el Salón Rosado, de la Tropical, y el Mambí, de Tro- picana (en los estacionamientos de autos). En sus puertas, miembros de tro- pas especiales, con cascos blancos, cacheaban a mujeres y hombres. Adentro, como en un presidio de máxima seguridad, un centenar de policías con gran- des porras vigilaba a los bailadores. Y es que el baile con ritmos de tambor, de procedencia africana, según teo- rizaba el Instituto de Neurología, enervaba los sentidos y compulsaba a la vio- lencia. Tanto fue así, que, en unos carnavales no hubo tambores, nada de comparsas de El Alacrán, Los Dandys o Las Jardineras. En 1970, desfiló una sola comparsa, con música grabada del francés Paul Muriat. obladí, obladá, otra cosa pasará Prohibido el bolero, por pesimista, la rumba por enervante, el son y la gua- racha por decadentes, y el rock y el jazz por música del enemigo, los des- orientados productores radiales bombardearon a la juventud con traduccio- nes de ripios norteamericanos interpretadas por combos españoles, ¡para morirse! Esa absurda política radial cortó el tradicional intercambio musical entre Estados Unidos y Cuba, y dividió a la juventud cubana en dos bandos que se convirtieron en enemigos irreconciliables. De un lado, los que consideraban la música bailable cubana decadente, vulgar y «chea» (insulto de moda). Del otro lado, los que llevaban el tambor en la sangre, y acudían todos los fines de semana, con riesgo de ir presos, al Mambí, de Tropicana, y al Salón Rosado, de La Tropical. Los órganos de prensa de la Juventud Comunista: El Caimán Barbudoy el diario Juventud Rebelde, atacaban diariamente el «mal gusto» de la música del pasado y sus intérpretes. No es extraño que esta política coincidiera con el encarcelamiento de los intelectuales negros cubanos que acusaban a la Revo- lución de racista, porque detrás de esta política musical, había una enorme carga de racismo. Baste decir que en las escuelas de música estaba desterrada la tumbadora, y prohibido interpretar música popular cubana. Varios fueron los alumnos expulsados del conservatorio Amadeo Roldán por tocar al piano un son de Matamoros. Pero las barbas guerrilleras estaban de moda. Muchos intelectuales en Europa y Estados Unidos tenían fe en el «milagro cubano», y el Gobierno los invitaba a la Isla con todos los gastos pagados. ¡Una semana en el trópico! Venían a escuchar tambores y les empujaban un ballet de Chaikovski. Venían Música vieja para el hombre nuevo encuentroa ver justicia social y los llevaban al tourde las maravillas: a ver al boxeador Stevenson y a la vaca Ubre Blanca. La lista de desencantados sería interminable. El poeta estadounidense Allen Ginsberg, fundador del movimiento beatnik, creyó en la libertad de la Revolución y, desde que llegó, se declaró públicamente homosexual, y piro- peó, a diestra y siniestra, a los hermosos comandantes: ¡pecado mortal! Lo montaron en un avión rumbo a Praga. El ingenuo poeta no sabía que en la ortodoxia revolucionaria el homosexualismo era un crimen. Un afamado psiquiatra de la Academia de Ciencias de Checoslovaquia, en una conferencia para psiquiatras y policías, mostró un aparato que, insta- lado en el pene, registraba la inclinación sexual del hombre. Aquel «cundan- gómetro», como lo bautizaron en son de burla los psiquiatras del minint, comprobó que las locas no tenían remedio. En consecuencia, el Gobierno creó las umap , Unidades Militares de Ayuda a la Producción, siniestros cam- pos de concentración. lo contrario del miedo ¿Qué tienen que ver las umapcon la música? Mucho. Porque en 1965, en las calles de La Habana había miedo, y la música es lo contrario del miedo. Se persiguió a los cabareteros, a los religiosos, a los homosexuales y a los disiden- tes. ¡Extraña mezcla! En reuniones relámpago, los expulsaban de sus trabajos y universidades. Afuera, había un camión-jaula esperándolos para encerrarlos tras alambradas de púas, en siniestros campos de concentración, al norte de Camagüey, con catorce horas diarias de trabajos forzados. Los ballets de la televisión y Tropi- cana fueron diezmados. Los bailarines de Luis Trápaga fueron sustituidos por bailadores de la comparsa Los Guaracheros de Regla, que el pueblo, con humor, llamó los tabacos girls . En los cabarés, las parejas de bailes desapare- cieron. Las rumberas se quedaron bailando solas. En la televisión, los hombres no podían cantar con pelos largos, ni con cinto ancho, ni con pantalones campana, ni con guaracheras, ni con camisas de brillo. La lista de los que no podían aparecer ante las cámaras estaba a la puerta de cada estudio. En ella, figuraban Frank Domínguez, Luis Carbonell, y cientos de artistas y músicos más. Sí, en las calles de La Habana había miedo... y no todo el mundo tiene madera de héroe. Pablo Milanés escribió en la umap su canción «Mis veintidós años». «Y en cuanto a la muerte amada, le diré si un día la encuentro, adiós, que de ti no tengo interés en saber nada…». Pero Pablo había aprendido la lección, le cantaría a la Revolución. Por otras vías, Silvio Rodríguez había llegado a la misma conclusión. Debía salirse de la lista negra de Papito Serguera que, de fiscal fusilador, pasó a pre- sidente del Instituto Cubano de Radio y Televisión. La canción de Silvio «Resumen de Noticias» había sido clasificada como contrarrevolucionaria por la comisión del icrt que analizaba cada letra con lupa ideológica. Su tema Armando López 140 encuentro141 «Ojalá» —«a tu viejo gobierno de difuntos y flores»— podía ser una velada alu- sión al Comandante: «ojalá pase algo que te borre de pronto, una luz cegadora, un disparo de nieve, ojalá por lo menos que te lleve la muerte...». Silvio también había aprendido la lección. Se podía jugar con la cadena, pero no con el mono. Silvio y Pablo, protegidos por Alfredo Guevara y Haydée Santamaría, funda- ron, sin proponérselo, la Nueva Trova. Pablo venía del son, del blues, del filin. Silvio, del rock, de Los Beatles y Bob Dylan. La unión de ambos alcanzó un alto nivel estético. El Gobierno puso a su disposición los estudios de grabación. La Nueva Trova se sumaría al proceso de laboratorio para borrar el pasado. Se pre- tendería crear «el Nuevo Humor» (ddt), «el Nuevo Cine Latinoamericano (icaic)», «el Nuevo Café» (caturra) y «la Nueva Vaca» (Ubre Blanca). Así, la Nueva Trova sería la música del «hombre nuevo». De inmediato, se convirtió en un movimiento nacional. Se abrieron sedes en cada provincia. Y, del cantautor con su guitarra, pasaron a formar grupos que recordaban al fol- clor andino, porque utilizaban la quena y otros instrumentos indios sudameri- canos que les daban una sonoridad en tono menor, triste, ajena a nuestra cul- tura caribeña. radios por ancas de rana ¡Qué coincidencia!, Fidel Castro apoyaba la política chilena de Allende y una exposición de arte andino llenaba las vidrieras vacías de la calle Galiano, cuando el grupo Moncada vistió ponchos y tocó un tamboril como los arauca- nos. La Nueva Trova representaba a la Revolución y seguía sus pasos. Cuando Castro fue a Jamaica, los grupos Moncada y Mayohuacán incorporaron las tumbadoras; cuando visitó África, introdujeron el chekeré; pero, de nada les valió: cuando sonaban el son, les faltaba «bomba». Por esta época, sucedió una explosión social que sólo puede darse en una economía de guerra. (Pero, ¿acaso estábamos en guerra?). El sostenimiento de la libreta de abastecimiento cambió radicalmente el gusto musical de los jóvenes cubanos. A muchos núcleos familiares les tocó, por la libreta, un radio vef, soviético, de cinco bandas. Algún genio del trueque cambió radios por ancas de rana. Y en la calles, en la playa, en la guagua, todo el mundo andaba con la antena parada. Unos meses después, hasta los más jóvenes rechazaban toda la música que se hacía en Cuba: la bailable, la romántica, la Nueva Trova, no importaba el género. Rechazan la música cubana, como rechazaban las palmas, la bandera, el escudo, la patria y hasta la tierra. No tenían la culpa. Para ellos, patria era sinónimo de Revolución. Y la Revolución los obligaba a ser «el hombre nuevo», y ellos querían ser simples mortales, emborracharse y hacer el amor en la playa, junto a su radio de onda corta. El Estado midió el peligro y, con mentalidad faraónica, creó la Orquesta Cubana de Música Moderna donde situó ¡la crema y nata! de los músicos. Un Todos Estrellas gigante. Llegó a tener seis trompetas, y salió al aire la primera grabación: «Pastilla de Menta». ¡Y sí que fue buena!, a chupar de la pastilla… Música vieja para el hombre nuevo encuentrouna orquesta faraónica Tremendo orquestón, pero en la radio tenía que competir con Barry White, Rolling Stones y Sangre, Sudor y Lágrimas, por un lado, y con la Fannia All Stars, Willie Colón y Rubén Blades, del otro: de león a mono amarrao. La radio cubana, obligada a la competencia, autorizó a los cantantes cuba- nos a grabar canciones extranjeras en sus estudios. Y como en Cuba lo que no estaba prohibido era obligatorio, y Julio Iglesias, José Feliciano y hasta Raphael estaban prohibidos (nadie sabía por qué), sus pegajosos temas se hacían obligatorios por Beatriz Márquez y José Valladares, que aseguraba tener el millón de amigos de Roberto Carlos. Pero las antenas seguían paradas. No sólo las radiales, también las de tele- visión, que algunos se las agenciaban para ver los canales americanos. Y usted veía en los techos de las casas, altas torres hechas de percheros de alambre, provistas de un motor que las hacía girar en busca de la señal. Y podía escu- char de acera a acera, «oye, vecino… no te pierdas los Grammiii». Como con- trapartida, surgió el grupo Irakere, con su «Bacalao con Pan», y la lucha se emparejó, por un tiempito. ¡Agárrate con Irakere! El virtuosismo de sus metales y los estribillos pegajo- sos movilizaron a la juventud. Irakere fue una versión viajera de la Orquesta de Música Moderna. La calidad de Irakere levantó multitudes en Cuba y en el exte- rior (ganaron un Premio Grammy); pero las trompetas de Sandoval, Varona y El Greco , los saxos de Paquito D’Rivera y Averoff, la flauta de El Tosco , el piano de Chucho Valdés y la percusión de Plá y Oscar Valdés, obligaban al baile. niurka, chupa mi pirulí El Gobierno cambió de palo pa rumba, organizó matinés bailables en los salo- nes del Casino Deportivo, el Ferretero, el Miramar, ahora convertidos en cír- culos sociales. La directiva del Partido era bailar. Se bailaba hasta por cuadras, «auspiciado» por los Comités de Defensa de la Revolución. Pero, aunque el baile refrescó el ambiente, las divisiones entre universitarios y cheos, de fuerte contenido racial, continuaron latentes, acentuadas por los textos populistas de algunos sones y guarachas. Sólo había que escuchar a Yoyo(ex compinche de La Lupe en el Trío Tro- picuba), recién salido de Mazorra, cantar «Niurka, chupa mi pirulí, ay, que me duele la cabeza, chupa mi pirulí», en el desbordado Quiosco de la Cons- trucción, en los carnavales de 1970. ¿Qué estaba pasando? Las orquestas que no podían enardecer al público con metales circenses —como Irakere para «consumo interno» (en el exterior tocaban jazz)—, lo hacían con estribillos «rompecocos». ¡Pobres músicos…!, desprovistos de mer- cados reales, expuestos a los vaivenes de la política, sin grabaciones, sin retro- alimentación, en desleal competencia con los grupos extranjeros, trataban de ganarse al público… como fuera. La radiodifusión pretendió compulsar a los autores a componer música bailable y creó festivales con premios. El resultado fue una híbrida mezcla de Armando López 142 encuentro143 culteranismo y folclor, con letras muy picúas (kitsch), y una música desprovista de sabor. Pero los burócratas insistían. Aprobaron la plantilla salarial de nuevas orquestas, como La 440, Los Karachi y Son 14 que, a decir verdad, se defendí- an. Y hasta repartieron teclados sintetizadores entre algunas charangas, como Maravillas de Florida y la Original de Manzanillo, y fue simpático, porque (en un inicio) los hacían sonar como pianos: habían estado divorciadas del rock. Mientras, Irakere apretaba la rosca, sus metales competían consigo mismo, en un circo de tonalidades altas. Dondequiera que sonaban sus metales, ter- minaba como la fiesta del Guatao, uno muerto y dos esposados. A uno de sus temas, «Fiebre», el Gobierno le cambio el nombre por «38 y medio», para disimular. Las demás orquestas imitaron a Irakere y midieron el éxito de un baile por el número de broncas y gente presa. Podrán imaginar las conse- cuencias. El baile, a poco más de un año de ser rescatado, volvió a ser una actividad marginal. no pisen al muerto Una anécdota ilustra el desastre: en un baile en Guantánamo, con la Orques- ta Revé, le dieron una puñalada a un tipo, que cayó muerto al piso. Pero la orquesta no paró de tocar y los bailadores, frenéticos, continuaron bailando y pisoteando al muerto. Revé lo contaba con orgullo. Elio Revé era líder de una charanga que tocaba changüí, el son de las montañas de Oriente, y tuvo la suerte de encontrar al joven bajista y compositor Juan Formell. La Revé estuvo en los primeros lugares de popularidad hasta que el joven le dejó una raya y creó los Van Van. Los Van Van fueron un campanazo de alegría. Sus primeros temas, «La Candela», «Pastorita», «Seis Semanas», arrebataron a los dos bandos: los cheos de La Tropical y los universitarios amantes de la Trova. ¿Por qué? Por- que Formell venía del rock y logró hacer una música más directa, más moder- na, con influencias de Los Beatles y de ritmos caribeños como el reggae. Mientras otros autores entraban con una melodía cantable, la desarrollaban y luego pasaban a los estribillos y al mambo, Formell, con la inmediatez del rock, entraba con fuerza, y apoyado en su bajo roquero, agarraba al bailador. Y sus textos, verdaderas crónicas urbanas, no eran muy sumisos, que digamos, y más de una vez fueron prohibidos en la radio. soy de esta isla, soy del caribe La fuerte sonoridad Van Van excedió su nombre (los diez millones de tonela- das de azúcar que no fueron), y provocó que los universitarios comenzaran a aburrirse de la Nueva Trova. Y claro, fue la guerra. Silvio Rodríguez habló pes- tes de Formell y la Juventud Comunista arremetió contra los Van Van, acusán- dolos de mal gusto, que era peor que una acusación por brujería; pero el Gobierno intervino y los hizo fumar la pipa de la paz. Silvio grabaría con los Van Van el tema «Imaginada», que la radio transmitía 50 veces al día. Y Pablo Música vieja para el hombre nuevo encuentroMilanés compondría el son del oportunismo: «Soy de esta Isla, soy del Caribe, jamás podré pisar tierra firme porque me inhibe…»; mientras cumplía con- tratos en Madrid y Buenos Aires que no eran precisamente islas. Ya La Habana estaba lenta, apagada y atrincherada, pero los habaneros inventaban. Los jóvenes se resistían a ir a los círculos sociales, donde les exigí- an carné de identidad; preferían los arrecifes de Miramar o del Malecón, que ir a las playas con arena habilitadas por el Gobierno. Era un acto de rebeldía. En los arrecifes no había ni agua potable, pero mezclaban naranjas agrias y alcohol de farmacia, y bailaban con la onda corta, antes de correr a ver, en blanco y negro, la película del sábado o tomar un helado en Coppelia, donde tres horas de cola eran lo más natural del mundo. Y la gente se vestía como podía. Un sábado, en el estelar programa de tele- visión Juntos a las 9 , una popular cancionera llegó al estudio con un vestido de lamé azul con hilos de plata. ¿De dónde lo habrá sacado?, fue el comentario de los músicos. La respuesta llegó cuando un camarógrafo descorrió tras ella la nueva cortina de boca del estudio, hecha de lamé azul con hilos de plata. Así vivíamos. ¿La máxima aspiración de la gente? Irse, largarse de la Isla como fuera, en lo que fuera. Y, mientras, hacer el sexo, que no hay más na —el entrenamiento comenzaba en la secundaria y terminaba en la posada—, o asis- tir al Festival de la Canción de Varadero, donde el padre de la cantante españo- la Massiel preguntó: ¿Cuánta gente cabe en el anfiteatro? Diez mil personas, le respondieron. Se puso las manos en la cabeza y exclamó: «los cubanos están locos, miren que hacer un festival y no cobrar la entrada». Lo que nunca supo el comerciante español es que la mayoría de los jóvenes rockeros que venían para aplaudir a su hija nunca llegaban a Varadero. Que apenas entraban en Matanzas, la policía los montaba en una guagua… y los regresaba a La Habana. Por los 80, el Gobierno dio candela contra candela, ¡tanta!, que la calle se puso malísima. Tuvo que abrir la válvula de escape para que saliera la presión. Y el éxodo masivo por el Mariel cambió el panorama. Pero el que no se fue, trató de adaptarse. El Gobierno también hizo concesiones, invitó al Festival de Varadero a Oscar D’León, que todos admiraban a través de las antenas de sus radios. Cuando el venezolano debutó, la familia completa estaba frente al televisor. Y ocurrió el milagro. Los viejos sones del Benny, con orquestaciones de los 80, resultaron un escándalo. el regreso del son Como un niño perdido que encuentra a sus padres, los cubanos volvieron al son. Oscar D’León pretendió cantar en Guantánamo y hubo que suspender el concierto, porque a las puertas del estadio se amotinaron miles de orientales que se quedaron sin poder entrar. Si el Barón de Humboldt fue el segundo descubridor de Cuba, Oscar D’León fue el tercero. Cuando se fue, muchas orquestas comenzaron a imitarlo. Una mañana aterrizó en Rancho Boyeros un avión blanco con una escale- rilla blanca. Grandes parasoles blancos recibieron al rey de los Yorubas, el Armando López 144 encuentro145 Papa de la religión lucumí. Venía invitado a un congreso de babalawos en el Palacio de las Convenciones. ¡Puerta abierta! Adalberto Álvarez sacó su tema «Y qué tú quieres que te den»; la orquesta Dan Den arrasó con su guaracha «San Lázaro», y los Van Van, para no quedarse atrás, le cantaron a Orula, el adivino en la religión del tablero de Ifá. La música continuaba bailando al son de la política. Por falta de dólares, el Gobierno descubrió que la decadente música del pasado podía ser rentable. Creó empresas para comercializar el son y la guara- cha. Pero sólo los filtrados salían al extranjero, y en condiciones humillantes: acompañados por un miembro de la Seguridad, con pésimos instrumentos, y sin un afiche, sin un disco que repartir o vender. Los alojaban en hoteles de ínfima categoría, con un miserable estipendio para comida. Usted podía reco- nocer a los músicos cubanos en las calles de México por su facha; dormían varios en un mismo cuarto de hotel y cocinaban en reverberos. Eran los gitanos de la música tropical. Los únicos que viajaban con condiciones eran los patriar- cas de la Nueva Trova, que se presentaban en estadios con enorme publicidad. En 1983, el premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez, me dijo en entrevista para la revista Opina: «La música cubana que se oye en el exte- rior es la Nueva Trova, porque es la más difundida, la más protegida por las autoridades culturales de la Revolución, la que los sectores cultos de Cuba consideran (es) la expresión cultural de la Revolución». Y añadió, el escritor amigo de Castro: «los cubanos no están aprovechando un filón cultural tan importante como es su música popular, y existe el peligro de que, si no se esti- mula el filón, empiece a extinguirse». Baste señalar que la voz del danzón, Barbarito Diez, tenía que cumplir una norma de veintiséis actuaciones al mes, si no, le descontaban dinero de su miserable salario; mientras, cualquier joven de la Nueva Trova pertenecía a la elitista Agrupación de Conciertos y estaba exento de cumplir la burocrática norma. No hay que extrañarse de que el Diccionario de la Música Cubana , de Helio Orovio, en su primera edición, traiga una foto a página completa de Sil- vio Rodríguez, en contraste con una foto tamaño pasaporte de Ernesto Lecuona: cantarle al Comandante daba magníficos resultados. rockeros contra policías A finales de los años 80, la Unión de Jóvenes Comunistas decidió maquillarse al estilo pop. El eslogan «I love New York» fue transformado en «Yo amo al Comandante». Y como parte de la nueva onda, autorizaron un Festival del Rock, en el anfiteatro de Alamar, a más de diez kilómetros de La Habana. Pero no reforzaron las guaguas. Más de 2.000 rockeros se lanzaron a pie por la Vía Blanca. La peregrinación de melenudos excedió lo planificado. Y vino la contraorden. En la carretera detenían a todos los jóvenes «raros». Pero unos cientos lograron llegar hasta el anfiteatro, donde se enfrentaron a una turba de policías. Hubo carros de patrulla incendiados, dos jóvenes heridos y decenas de arrestados. Música vieja para el hombre nuevo encuentroPero la gente seguía con las antenas paradas, oyendo cómo se derrumbaba el Muro de Berlín, y al ídolo de entonces, Willy Chirino, y su sonido Miami, con influencia del rock. Usted podía caminar de La Lisa a Luyanó sin dejar de escuchar los temas «Ya viene llegando» y «Oxígeno». Respirar libremente era lo que estaban pidiendo a gritos los cubanos. Pero ni soñarlo. A los rockeros los contentaron con vídeos de Michael Jackson y Madonna, en un programa de televisión dirigido y comentado por un nuevatrovero. A los sangre caliente de La Tropical les dieron NG la Banda, «la que manda», timba de nueva gene- ración; Irakere segunda parte, para desgañitarse meneando el esqueleto, «y que pare el que tenga frenos». cortan el cordón umbilical Y sin los umbilicales subsidios de la Unión Soviética, la economía cubana se paralizó. ¡Y qué burla! ¡Legalizaron el dólar! Y a buscarlo, a inventarlo como fuera. Y a vender La Habana a quien quisiera comprarla, Meliá o qué más me da. Y nacieron las jineteras (y jineteros). Y a todo aquel que sonara la maraca y la tumbadora (entiéndase buscar dólares), lo montaron en el avión. Y claro, se formó la estampida. En menos de cinco años, un «seremillar» de músicos y cantantes consiguieron contratos en el exterior y escaparon de la Isla. ¿Qué es un combo?, preguntaba el choteo cubano, sino la Sinfónica Nacional al regre- so de una gira por el exterior. Había que buscar el relevo. Y bajó la orden de rejuvenecer la televisión. Pero, ¿con quién? Los jóvenes que interpretaban música popular estaban con- gelados en el Movimiento de Aficionados. No les grababan un disco. No podí- an hacer televisión. En treinta y tantos años no se habían creado plazas de artistas profesionales. Pero, ahora, la orden venía de arriba, había que rejuve- necerlo todo. Hasta la primada bailarina Alicia Alonso fue conminada a jubi- larse, el ministro de Cultura fue sustituido por un escritor de largos rizos y a los viejos músicos que quedaban les pidieron que se acogieran al retiro para dejar espacio en las empresas de contrataciones musicales a los jóvenes. Graduados de las escuelas de arte, de formación clásica y libidos jazzísti- cos, ¡ay, Irakere!, fueron incorporados a la música bailable. Desesperados por brillar, por destacarse en el anonimato de las orquestas, los recién llegados sonaron con todo lo aprendido y más: estalló la egomanía musical. música vieja para el hombre nuevo A 40 años de Revolución, gracias a la visión nostálgica (y comercial) del esta- dounidense Ry Cooder, Cuba comenzó a exportar a Buena Vista Social Club, Compay Segundo, Omara Portuondo, Rolo Martínez, Pío Leyva, Celina Gon- zález e Ibrahim Ferrer: los pocos sobrevivientes de la música del pasado. ¿Es que no había cantantes y músicos jóvenes en Cuba? Sí, brotaban silvestres, sólo que la timba que hacían no gustaba a los anglosajones, ni a los mexica- nos, ni a los españoles, ni a nadie, no era radiable, «no pegaba». Armando López 146 encuentro147 En 1991, la orquesta Dan Den se presentó en Ciudad México. El debut fue en las Piscinas Olímpicas, un enorme salón donde caben más de 10.000 bailado- res. El tema para abrir fue el que enardecía a los bailadores cubanos: «Tú eres más rollo que película». Y 5.000 parejas se dispusieron a bailar, pero no pudie- ron. Confundían sus pasos. La única nueva música cubana que conocían era la Nueva Trova. Sus pies se habían quedado en el son tradicional y el mambo. Los promotores mexicanos exigieron a la orquesta montar un nuevo repertorio o, mejor dicho, un viejo repertorio. Los sones de Ignacio Piñeiro, Benny Moré y Matamoros, y los mambos de Pérez Prado, salvaron la gira de Dan Den. Cinco años después, Buena Vista…, con música de los años 40, llenaba tea- tros en tres continentes, mientras que Issac Delgado, la llamada «locomotora cubana», se presentaba en los conciertos de verano del Parque Central de Nueva York. Comenzaba a cantar para 10.000 personas y terminaba con ape- nas 500, y otros dos jóvenes que provocaban multitudes en la Isla, Manolito y su Trabuco, y Paulito y su Élite, se presentaban en Nueva Jersey, en pequeños clubes, para un centenar de cubanos «recién llegados», porque boricuas, colombianos y dominicanos rechazan su música de estribillos agresivos. Parecía que todos los instrumentos estaban fajados unos con otros, que los metales querían soplar miles de notas por minuto y la percusión pretendía obligar al piano y al bajo a una marcha forzada. Era como si todos los instru- mentos quisieran escapar de la Isla, al mismo tiempo y en el mismo bote. Cada orquesta era un sálvese quien pueda. Tras 40 años de aislamiento y prohibiciones, sin retroalimentación, y con un sistemático autobloqueo al oído y a la comercialización, la música cubana bailable había perdido el rumbo. Los promotores internacionales, tras el éxito de Buena Vista…, pedían a los jóvenes músicos cubanos que montaran sones de los años 30, música vieja para el hombre nuevo. Triste ironía del destino, porque a cada generación le corresponde cantar la época que le toca vivir. que cuba se abra al mundo En la última década, la dolarización y el contacto con el turista resquebraja- ron el muro ideológico que separa a Cuba del mundo. La Nueva Trova se puso vieja como la Revolución misma. El Estado, enfrascado en sobrevivir, dejó por un tiempo que cada cual se las arreglara como pudiera. Cada músico o cantante «luchaba» sus contratos en el extranjero. Tímidamente, comenza- ron a aparecer algunos estudios privados de grabación. Los graduados de las escuelas de música ya no consideraron «lo comercial» como una concesión (o un insulto); músicos y cantantes aprendieron, con el estómago, que la comer- cialización es la única forma de distribución, de darse a conocer y, sobre todo, de escapar de la Isla. La industria de la música en Cuba (si es que puede llamarse así) va cam- biando. Los cubanos despiertan de su larga utopía fracasada. En las orquestas, los instrumentistas ya no aplastan la voz del cantante para demostrar que exis- ten como individuos. Las estridencias comienzan a desaparecer, al tiempo que Música vieja para el hombre nuevo encuentroNext >