< Previoustibias personalidades escénicas surgen. Se aplacaron las orquestaciones festiva- leras y los alardes circenses; los autores y orquestadores se separan tanto de las élites culteranas como del populismo. Los más jóvenes comienzan a producir temas al gusto internacional, pero encuentran las puertas de la comercialización cerradas: por un lado, el embargo; por otro, el auto-aislamiento, las trabas que impone una sociedad centralizada, con economía de guerra durante 47 años. Coexisten en Cuba una timba desbocada, con fuerte influencia del hip-hop, para el consumo interno, y un son a golpe de nostalgia, para la exportación, secuela de Buena Vista Social Club. Pero, también, hay un rock subterráneo con la potencia desgarrada de lo proscrito, y diferentes «músicas para músi- cos» que no llegan a calar en la mayoría de la población. Los jóvenes cubanos que han logrado radicarse en España, como los gru- pos Orishas y Habana Abierta, revelan la fuerza de una música secuestrada por la ideología: «Salimos de Cuba porque nuestra música no podíamos hacerla allí —afirmó uno de los miembros de Orishas a Encuentro en la Red—, porque el rapestaba muy censurado y considerado música del enemigo, y también porque en la Isla no hay medios para trabajar, no hay estudios ni pro- fesionales para grabar un disco, ni mercado para vender». Pero aun estos grupos «de punta» padecen la misma soledad que Willy Chirino desde Miami: no cuentan con una industria nacional, ni con una «hinchada» que los respalde. La música popular, como el fútbol, requiere de una plataforma, de un público nacional que la «defienda» en sus conciertos, que la sienta como identidad, que compre y coleccione sus discos. Al mercado global y a las transnacionales del disco responde una natural reacción nacio- nal: colombianos, puertorriqueños, mexicanos, dominicanos, brasileños, defienden a sus artistas como parte de la tierra misma. Los músicos cubanos, en cambio, están solos entre la ideología, el embargo y el destierro. Hoy, por alergia a la Revolución o afán por lo prohibido, los jóvenes cuba- nos son más pro norteamericanos que nunca, pero cuando suenan un rock, un rap, o un reggae, no hay que preguntarles: ¿Y tu abuela dónde está? La genética musical de la Isla permanece intacta. El son corre en sus venas. La ideología represiva no pudo acabar con la picardía de la guaracha. Sólo hace falta abrir las puertas, que corra el aire fresco, ajustar la brújula de la comer- cialización y gritarle al mundo: «Timba en la trampa cayó y sí pudo salir». Armando López 148 encuentro 1 Conferencia dictada por el autor en South California University. (http://www.cubaencuentro.com/es/encuentro_ en_la_red/cultura/articulos/ canciones_viejas_para_el_hombre_nuevo). NOTAS149 encuentro H ay tantas razones para considerar a pedro Álvarez un «hombre nuevo», que resultaría imposible tratar de enumerarlas. Los filósofos se encargarán algún día de esa tarea: por lo pronto, vuelvo a lamentar su muerte y a adelantar un par de opiniones sobre su vida y su obra. Como pintor de nombre genérico, Pedro me recorda- ba a un clon socialista; lo imagino todavía como lo vi la última vez en la galería Gary Nader: vestido de caqui, con espejuelos de armadura Dorticós, ponchando la tarjeta en el reloj de la Fantasía. Cronológicamente, es un caso típico: nació en el 68 y murió en 2004, sin alcanzar a ver el crepúsculo de los muñequitos —el tan esperado That’s all Folks , en la voz gagueante de Porky Pig: su vida es un subconjunto en el conjunto mayor que representa el eón castrista, y todo su ser, de principio a fin, cabe dentro de los límites ontológi- cos de ese evento. «No conoció nada más», diría un cubano de Miami: por muchos viajes que haya dado, por muchas universida- des que haya visitado, el límite impuesto a su cono de luz le escamoteó el «más allá» —«la Cuba que reía», la que pintó en insuperables lienzos—, aunque no pueda impe- dirle ser visto, incluso por generaciones futuras: su obra es la expresión acabada de nuestro tiempo, y testimonio de los que, como él, nacieron y murieron con un nombre común en una era común. La primera impresión que nos deja su vida es la de haber transcurrido en un escenario de los muñequitos, desplazándose a la velocidad de la luz entre la Cuba del Período Especial y un país de las maravillas situado en los antípodas exactos de La Habana: en sus cuadros los extre- mos se tocan. El socialismo, ya lo sabemos, produce hornada tras hornada de artistas, aunque sea incapaz de producir otras cosas —y Pedro Álvarez fue el artista prototípico—. Los Winston Smith del socialismo, tras ser expulsados de la Néstor Díaz de Villegas PedroÁlvarezen elpaísdelasmaravillasrealidad histórica, devienen ingenieros de imágenes: en cuanto a los Pedros Álvarez, expulsados, además, de la realidad real y no sólo de la histórica (un país donde la Revolución se vuelve permanentecarece, por principio, de la últi- ma), son los parias de un tiempo unidimensional, como el del cartoon. Nuestro hombre nuevo, impedido de manejar otros materiales (económi- cos, digamos, el Ding an sich ), aplicará la tecnología del saber adquirida en la academia hacia lo impalpable y subjetivo. El estado «artístico» es, entonces, el estado natural del hombre socialista, exento de obligaciones materiales, —en su caso, las instancias superiores han decretado que no las tenga— pues la prohibición de la realidad «real» es el primer decreto del totalitarismo. Tampoco deberíamos apresurarnos a concluir por ello que el hombre nuevo desarrolla una espiritualidad superior: la espiritualidad, para no malo- grarse, necesita, paradójicamente, de una relación saludable y actualizada con la realidad de la materia y con las relaciones de producción que se deriven de ella en cada momento histórico. Las sociedades avanzadas producen hombres multidimensionales y las subdesarrolladas no. Los nombres lo dicen todo: Gustavo, Winston Smith, Ivan Denísovich, Pedro Álvarez. Al contrario del arte producido por otros fascismos, el de nuestro nacionalso- cialismo —a causa del ingrediente de «ligereza y abandono» implícito en la interpretación que Occidente dio a «lo cubano»— no llegará a figurar como denuncia en el catálogo razonado de los crímenes del siglo, sino, absurdamente, como testimonio de una felicidad : la fruición que produce «la persona» del hom- bre nuevo devenido creador, producto él mismo de un relevo de paradigmas. Es el artista, como «producto» del socialismo, quien imprime a su creación ese elemento frívolo inherente a cualquier mercancía. Después de todo, la sociedad socialista logró que el votante, el esclavo y el ciudadano alienado del capitalismo se convirtieran, en masse, en productores de arte, y esa «plenitud» renormaliza, a los ojos del consumidor occidental, la acusación implícita en la obra del artista —al tiempo que degrada la invectiva (cuando apunta al régi- men) o la confesión (cuando el crítico muestra sus propias heridas) a un simple juego, a una queja pueril, a una especie de «ahí viene el lobo» inconsecuente. La culpa del malentendido la tiene, en última instancia, el mismo artista: él (no su obra) es la encarnación de un contrasentido imposible de aprehen- der por el outsider. Su éxito, su independencia, las marcas de su estilo, el hecho de que se exprese con tanta habilidad y fluidez en el argot artístico contemporáneo, se representa, a los ojos ávidos del coleccionista, como apeti- tosa encarnación del Capital —si bien de un capital amasado en «riqueza artística»—, aun cuando en sus parábolas y retruécanos el pintor delate un panorama de terror y grisura, de desconfianza y opresión, que refute sus pro- pios presupuestos estilísticos. Utilizar los medios «fríos» del arte capitalista para expresar el horror «caliente» de un nacionalsocialismo contribuye a la confusión y al desplaza- miento del sentido. Y el artista, siempre alerta a las fluctuaciones del gusto, termina adoptando la perspectiva del marchand: su obra hablará, «a la ligera», de los peores crímenes. Néstor Díaz de Villegas 150 encuentro151 Digámoslo de una vez: los pintores cubanos han sido obligados por el público de la galería capitalista a callarse la boca para no alarmarlo con sus quejas. El que conozca al diletante norteamericano que compra y colecciona arte cubano, sabe que ese mercader está situado en el reducidísimo margen de los más acomodados, o en la fracción demográfica, aún más reducida, de la oligarquía académica: entre ellos, quejarse en público es considerado del peor gusto. Así que nuestro pintor, obligado por imperativos mercantiles, aprende a decir que se trata sólo de un chiste —de un sarcasmo, a lo sumo— enunciado en el small talkcomún entre la gente de clase. A su obra se la empie- za a tratar como a una broma, jamás como a una denuncia, y en ningún caso se la equipara con la crítica de un Beuys, de un Kiefer o de un Guayasamín. Estamos listos, ahora, para imaginar el caso frecuente de un dealerque invi- te al artista cubano —un miembro de la academia o del consejo de directores del museo que lo expone— y que sea, al mismo tiempo, apparátchik de alguna iniciativa «latina», o de uno de los innumerables proyectos para la propagan- da del arte chicano en Estados Unidos, obligado por el sistema de becas y sub- venciones a presentar su mercancía como arte poveray, al mismo tiempo, como muestra «palpable» de la «riqueza artística» de que es capaz el sector marginalizado que él representa. En este panorama ideológico irrumpe nues- tro artista —un artista que (incidentalmente) cumple con (por lo menos) dos de los prerrequisitos liberales: ser vagamente «latino» y parecer vagamente marginado (aunque, en el caso de Pedro Álvarez, las clasificaciones resulten inadecuadas, por tratarse del abanderado de una herencia figurativa acendra- damente europea, agraciado, para colmo, con un nombre de conquistador). De cualquier forma, la fluidez extrema y la patente arbitrariedad de las taxonomías culturales con que se categoriza a lo «latino» en los Estados Uni- dos, permite pasar gato por liebre y vender a Pedro (o a Flavio, o a Kcho) por lo que no es. El artista cubano llega, entonces, cargado de enormes riquezas, y el burócrata «latino», que se ha pasado cinco décadas insistiendo en que ésta es, precisamente, la «riqueza» que vindica a la ficción socioeconómica (empobrecida y desheredada) que él «representa», reconoce allí la doble oportunidad de probar su tesis y de pagar las deudas: el pintor cubano trae de su isla poveramás riqueza «artística» que toda la que ha producido el arte chi- cano y el arte «latino» en varias generaciones, y (lo que es crucial) del tipode riqueza que el burócrata de los programas de estudios latinos puede transfor- mar, casi alquímicamente, en dólares contantes y sonantes. Evidentemente, el vernissage donde se vende la «abundancia espiritual» del nacionalsocialismo cubano no es la ocasión de insistir en el mensaje político (y políticamente incorrecto) derivado de una pericia técnica que atestigua, «felizmente», lo contrario. Sería mucho pedirle a un público entrenado en pensar a Cuba como isla bienaventurada, que hiciera la distinción política entre los medios y el mensaje. Además: este tipode arte, que las galerías de Soho y de Los Ángeles desean, es tratado con el mismo respeto que el arte de los blancos. Ni el fenómeno de mercado, ni el fenómeno social que, a partir de los 90, provocó la invasión de Pedro Álvarez en el país de las maravillas encuentroartistas cubanos en Norteamérica, ha sido analizado correctamente —quizás porque las conclusiones que se desprenden de tal análisis, a nivel local, resul- tarían poco halagadoras para la nomenklaturalatina de las artes. He mencionado dos: 1] Se trata, en definitiva, de una conquista del arte europeo y norteameri- cano, a través de su enclave cultural cubano, disfrazada de «aborigen» y «folclorista» por curadores amañados. 2] El burócrata «latino», ansioso por celebrar la «riqueza» artística de los cubanos de la Isla, olvida —a la hora de efectuar las conexiones lógicas— que el «triunfo» del arte cubano está sospechosamente emparentado con el «milagro económico» de los inmigrantes de Miami. Lo «triunfal», en ambos casos, sería una característica de «lo cubano» en sí, antes que de «lo latino»«para nosotros». Podría citar otras. Pero, volviendo al asunto de las interpretaciones: inclu- so la crítica de un pensador abstracto como Joseph Beuys se entenderá más fácilmente en Norteamérica por estar situada en un marco de referencias que resulta familiar al diletante de la academia. Pedro Álvarez, por ejemplo, habló de un fascismo real, pero el malcriado de Basquiat se llevará siempre la palma. (La denuncia de Basquiat no se refiere a un gueto situado en el lejano barrio de Cayo Hueso, ni a un lavado de cerebro que apunta a la educación guevarista, sino a la violencia física y mental de las calles del Bronx. La efectividad de su discurso está garantizada por la misma maquinaria que hace «inteligible» un detergente o una marca de cigarros). La denuncia tiene sentido únicamente si está inscrita dentro del sistema de signos de las sociedades industrializadas y sólo si se refiere a los lugares canonizados por el «uso» —los lugares comunes que Norman M. Klein, en The Vatican to Vegas, ha llamado scripted spaces. Si nos aproximamos a la estética de Pedro Álvarez, veremos, enseguida que sus muñequitos son anteriores a la animación japonesa, al reino ilustrado de Miyasaki, ajenas incluso al universo de Nintendo y de PlayStation: se trata, evi- dentemente, de muñequitos republicanos. Su paleta pertenece al catálogo de la Sherwin Williams y sus bosques han sido coloreados por duendes protestan- tes. Tampoco el dibujo abandona nunca el élanromántico de la vieja escuela: su San Alejandro es un retiro para pioneros intoxicados. También sus yuxtaposiciones tienen algo de forzado, no porque las reali- dades separadas a que aluden sean irreconciliables, sino porque su relación «natural» ha sido negada. Las relaciones históricas «contra natura» son el tema de las apropiaciones de Álvarez: un conflicto entre «lo que es» (Cuba en tanto que comarca de lo norteamericano) y «lo que se pretende» (Cuba como antípoda de lo norteamericano) que viene dada en sus cuadros como tensión dialéctica. Lo cubano y lo norteamericano, a nivel del cómic, se confunden: son términos contiguos o, por lo menos, (nos dice Pedro en el lenguaje de Lewis Carroll) co-posibles. La promiscuidad cubanoamericana de sus imágenes resulta difícil de acep- tar al principio, para luego revelarse como absolutamente necesaria. (Un Che- vrolet 59 estacionado frente al castillo Falkenstein, ¿existirá algo más «lógico»?) Néstor Díaz de Villegas 152 encuentro153 Sus comentarios parecen transgredir siempre alguna ley, algún principio de realidad: un tabú impide que la unión «natural» de lo cubano y lo norteame- ricano se realice. De manera que arribamos, en su obra, a lo natural por lo antinatural —por el cómic, por el dibujo «animado»— aunque la «anima- ción» de esta relación debió darse primero en la naturaleza. Sus cuadros cuentan la historieta de un niño que, como el Hansel de Grimm, escapó de la jaula donde la bruja lo proveía con comidas regulares y salud gratuita, mientras lo engordaba para el sacrificio. Que un cuadro como «Ahora somos más fuertes» haya alcanzado precios surrealistas en el mercado de imágenes —que ese cuadro amargo cuelgue en los salones donde se beben cocteles y se comen bocaditos— debió ser, para un introspectivo como Pedro Álvarez, error que emula su propio sarcasmo. Su historia fue a parar, por arte de magia, al cajón de la «historieta» —al catálogo de las fábulas inconsecuentes para consumo de la crítica. Su muerte temprana resultará, así, doblemente trá- gica: porque, como a Pedro, el del lobo, no lo creyeron, y porque su obra termi- nó siendo ejemplo de la viabilidad mercantil del mismo orden que impugnaba. Si retrasáramos los pasos del éxodo de artistas, y regresáramos al big bang que los lanzó a los cuatro vientos, llegaríamos al punto cero de que habla Pedro —al momento de la Creación— y entonces se vería la infinita, casi inconcebible riqueza del país de las maravillas. Allí nos aguarda la punta del arcoiris —el 31 de diciembre de 1958, alrededor de las doce de la noche, a caballo entre el Ser y la Nada: como exige la fábula, la bruja mandó a sus pája- ros glotones y no hay regreso posible. Así lo ha declarado, también, en su poema «Mao», el poeta Carlos A. Aguilera: enemigo radical de y enemigo radical hasta— que destruye el campo: «la economía burocrática del arroz» y destroza el campo: «la economía burocrática de la ideología» con sus paticas un—2—tres En The Uses of Enchantment, Bruno Bettelheim descubre el primitivo temor a morir de hambre (la avaricia infantil por acumular alimentos, el instinto de «llevarse a la boca») en el cuento de Hansel y Gretel, y concluye que la salva- ción, en ese mito, viene dada por «un deseo de volver atrás». Es la misma dinámica que reaparece en el arte del Período Especial, y que en Pedro Álva- rez se manifiesta como el regreso nostálgico a la era del Chevrolet y de las mansiones encantadas. Su arte es el síntoma de un infantilismo de la econo- mía política. Las semillas derramadas indican el camino de regreso o la dirección de la flecha del Tiempo —una «flecha negra», porque apunta al pasado. Nuestra hambre será saciada en la cocina materna, en «la patria recobrada». El Éxodo, consecuentemente, representa el instante inflacionario de máxima dispersión: Pedro Álvarez en el país de las maravillas encuentroFernanda Decleva Caizzi describe la época en que Ptolomeo VIII expulsó de Alejandría a las profesiones ilustradas como el momento en que they scattered over the cities and islands to produce a renaissance of cultural life, y apunta que, en tales circunstancias, nothing remains, but the subjective. Otra coincidencia: Pedro es el segundo niño que se precipita al vacío desde una ventana; la primera fue Ana Mendieta, la Gretel perdida que buscó en el suelo cubano el rastro de sus propias huellas. Pedro podría ser su Han- sel —o su Peter Pan, si ese nombre no tuviera las connotaciones macabras que comporta para nuestro exilio «histórico». Pensemos, entonces, con infini- ta compasión, que entró en el «más allá» —en el reino encantado de la «Cuba que reía»— por la ventana que Ana dejó abierta. Néstor Díaz de Villegas 154 encuentro Enter. 9 fotografías blanco/negro, 30 x 30 pulg. c/u, 1997.155 cuentos de encuentro encuentro Dos soledades que algunas veces se juntan para alimentar el ego de la destrucción. Marilin Roque sobre la cama de las frustraciones, cama de las esperanzas perdidas, camabarco fantasma, demasiado ancha de pronto, demasiado profunda, demasiado quimérica, miro diluirse en el aire el humo de los cigarros, obser- vo las fumaradas flotar y desvanecerse, desaparecer sin rastro, sustituidas súbi- tamente por otros chorros vaporosos e imprevisibles. Nunca más podré entrar a este cuarto. Nunca más podré entrar a mi cuarto, ni acostarme sobre mi cama, ni mirar las vigas de mi techo, ni las paredes, ni el espejo.El espejo frente a la cama retiene los arabescos de humo, el espejo, más que los otros objetos, guarda en la memoria gestos y palabras y olores, el espejo, artificio y traición. Yo estaba sentada sobre la cama, tú, en el piso. En mi mano derecha sostenía el peine y con el peine acariciaba tu pelo, tan fino, tan leve y detrás del peine pasaba la otra mano en una caricia más ligera aun. A veces rozaba tu cuello, el borde de la espalda, una oreja, apenas. Me detenía desenredando algún nudo, pasaba la vista por nuestro reflejo, veía tus ojos semicerrados. Más que amantes éramos sutiles curanderas. Aplasto la colilla contra el cenice- ro, alcanzo una revista, la hojeo, busco una imagen o palabra, algo que rompa la telaraña en la que estoy atrapada, algo que detenga el desangrar de los recuerdos, cualquier cosa; me obligo a leer, casi no capto el sentido de las ora- ciones y de pronto me estremezco. «Sentí deseos de pescar una chica» — dice—. Eso, pescar una chica, una muchacha solitaria, traerla a mi casa, acos- tarla en mi cama, desvestirla lentamente, besarla despacio. «¿Por qué corres?» —después de los primeros besos—. «¿Por qué te apuras?». No comprendí la pregunta, no conocía otra forma de besar que no fuera simulando tragarme unos labios y lengua que simulan tragarse mis labios y mi lengua, hasta aque- lla confesión tan reveladora: «Cuando te beso, a veces me imagino que tu boca es tu bollo»... y entonces nunca pude imaginar otra cosa que una boca- bollo, y mis besos por siempre se tornaron lentos y penetrantes, mientras mis cuentos de encuentro Lamujerarponeada Anna Lidia Vega Serovafantasías me brindaban un bollo-boca, algo oscuro y sublime, algo vibrante, hasta tenerlo ante mí («todo tuyo») y ese vacío en el lugar en que se supone están las vísceras. Busco frenéticamente entre mis ropas («pescar una chica»); esta noche necesito vestirme de gala, esta noche quiero estar deslumbrante, arrolladora, perfecta. Elijo una combinación ambigua, elegante y atrevida a la vez, bajo a bañarme; el agua me quitará el resto del letargo, restaurando mi esencia. «Quiero que me bañes siempre» —cerré los ojos, tu mano me envol- vió en espuma, sentí las olas, la sal, el mareo; a tu lado todo el tiempo estaba mareada—. Me abrazaste murmurando: «No temas, no te dejaré caer»... Luego, me secaste, me vestiste; me sentí tan niña, tan cándida e inocente que más tarde, en la cama, deseé la madre, la teta y la tuve junto con la confesión: «Mis senos antes de que tú los tocaras por primera vez, eran absolutamente insensibles»... Me alarmé. Andábamos demasiado cerca de ciertos límites, había demasiadas cosas «por primera vez» para ambas, demasiada proximi- dad. Dejé que mi lengua siguiera jugueteando con los pezones en un retozo menos ingenuo, mientras te abracé con gesto desesperado. Me miro final- mente antes de salir, estoy deslumbradora, sólo los ojos brillan más oscuros que de costumbre, lástima que de noche no se usen gafas de sol, mis ojos podrían asustar a cualquiera que los mire a fondo. Los entorno un poco y me convenzo de que bajo la sombra de las pestañas se disimula la hoguera. Le sonrío a mi doble y salgo. Me siento eufórica, lista para cualquier aventura, para cualquier exceso. Nos mordíamos sin piedad. Como bestias que se aman violentamente nos llenábamos los cuerpos de mordidas, a punto de arrancar- nos pedazos. Cuando no alcanzaban las caricias y besos, perdíamos el control y nos lanzábamos una sobre la otra en busca de más carne y sangre, tal vez. El sólo sonido de la palabra «sangre» nos hacía vibrar tenazmente. Más de una vez nos juramos matarnos, planificando nuestros asesinatos mutuos o suici- dios o ambas cosas. «Quiero pedirte un favor» —me miraste y vi que no domi- nabas tus ojos, se te escapaban como peces—. «Dime, mi amor»... «Bésame»... De un salto me arrodillé ante ti y me prendí a tu boca en la que casi con vehe- mencia colocaste la cuchilla de afeitar. Tus labios envolvieron los míos, tu len- gua me ofreció su humedad y el frío del metal. Lamí el filo, tragué la sal espe- sa que nació bajo el movimiento agudo de nuestras bocas, cerré los ojos y estuvimos una eternidad ausentes, mientras nos llenábamos de cortadas visco- sas. Camino todo Prado sin hacer caso de los piropos que me lanzan indivi- duos de toda clase («pescar una chica»). Miro con esperanza los bancos, pero sólo descubro parejas enroscadas, parejas estiradas, parejas acopladas. Sigo sin detenerme, dejando el rastro de mi perfume, aceite de sándalo, y el repique- tear de mis cascabeles de plata. Las imágenes se mezclaban en mi cabeza sugi- riendo visiones de vulvas con largas lenguas que se lamían chorreando baba, se besaban incorporando cuchillas de afeitar al beso, sangraban, absorbían la sangre y las secreciones mutuas hasta los úteros y palpitaban dando a luz des- comunales orgasmos. «¿Nunca le has hecho el amor a una mujer?» —pregun- taste—. Negué con la cabeza. Tenía un abismo en el abdomen y una mujer desnuda delante. Al llegar hasta Malecón me detengo por unos instantes. Es Anna Lidia Vega Serova 156 cuentos de encuentro encuentro157 el clásico dilema: si tomas el camino de la derecha llegarás a tal lado, si te decides por el de la izquierda, a tal otro lado, y si vas recto, tendrás que enfrentar al dragón... En realidad, a la derecha quedaba el camino hacia tu casa. («Pescar una chica»...). Avancé rápidamente en dirección contraria, dominando el impulso. «Mastúrbame» —«No sé hacerlo»... —«Hazlo como te lo haces a ti misma» —«Déjame fumarme un cigarro»... Lo saqué de la caja, lo encendí, noté cómo me temblaban las manos y los labios. No me creía prepa- rada como para enfrentar la situación. Me había pasado los días masturbándo- me, imaginando una y otra vez ese cuerpo estremeciéndose entre mis brazos, cada fragmento de esa piel al tacto, la más recóndita humedad, el más violen- to surco. Aspiré todo el humo que me cupo en los pulmones y cerré los ojos. Otra vez vi aquellas figuras fragmentadas: vulvas lamiéndose con rojas lenguas que gotean sangre, los besos de unos senos que se frotan los pezones abulta- dos, el movimiento rítmico de nalgas abriéndose y cerrándose como alas de pájaros gordos y hambrientos... «¿Lo vas a hacer?» —insististe—. Me senté delante del espejo y abrí las piernas. «Ven»... No sé qué me habrá hecho pen- sar que el Malecón estaba lleno de mujeres que sólo esperaban a que yo llega- ra para irse conmigo hasta el fin del mundo. El Malecón, aparte de las pare- jas, está lleno hombres que sólo esperan a que yo pase para decirme cualquier cosa, para ofrecerme acompañarlos hasta el fin del mundo. Pero los hombres me tienen sin cuidado. Más que eso, los hombres me dan rabia. Trato de no mirarlos para no responderles con groserías. Varios carros frenan a mi lado, sus conductores, siempre hombres, me invitan a un paseo nocturno. Les viro el rostro ocultando el aborrecimiento. Parece mentira que en esta ciudad de mujeres solas yo no pueda encontrar ni una sola mujer. Avanzo acelerando el paso, estoy a punto de arrepentirme de esta salida y tengo ganas de mastur- barme urgente. Nunca antes había sentido tal exaltación de los nervios como cuando mis manos rozaron tu sexo. Me perdí y resultó inútil el espejo con dos mujeres agitando los impacientes cuerpos, inútil la varita de incienso prendi- da, inútiles aquellas fantasías, casi disparatadas. Únicamente el tacto, el tibio rocío bajo la piel de los dedos, el cuello a unos milímetros de la boca, la respi- ración entrecortada y un esfuerzo sobrehumano por no morder, no destrozar, no estallar, suprimir la furia ciega que corría por las venas y resbalaba en un fluido ardiente entre los muslos, domar las manos exasperadas, retener los impulsos para degustar íntegramente aquella primera aproximación. Cruzo la avenida y subo veloz hacia el hotel Nacional. Unos italianos se meten conmi- go a la entrada, los esquivo, un español intenta detenerme en el lobby, me escurro, unos alemanes me miran sonriendo desde la mesa del jardín. Me alejo hasta el mismo fondo, busco el banco más apartado frente al mar, de espaldas a todos, y le encargo una cerveza al camarero de expresión malsana. Luego, con la cerveza helada en la mano izquierda y la mano derecha intro- ducida disimuladamente entre las piernas, miro el mar, las olas, intento imitar sus movimientos suaves y rotundos, su ritmo. Pero no era suficiente frotar con los dedos aquel rincón volátil, yo necesitaba averiguar su sabor, sentir de cerca sus pliegues, repasar sus apremios. Y mi boca tuvo el regalo insospechado del La mujer arponeada cuentos de encuentro encuentroNext >