< Previousbeso más tierno y sensitivo que ha recibido en su vida, mi lengua se hundió en un mar de cálido magma, mientras las olas golpeaban mis labios. «No me tor- tures más y síngame» —murmuraste y otra vez se volcó algo en mi interior y otra vez se me nubló la vista, dejándome a orillas de un universo trémulo y grandioso—. Me obligo a no cerrar los ojos, coincidiendo la oleada arrasado- ra en mi vientre con la ola mayor que rompe contra el muro y lo sobrepasa salpicando la acera del Malecón. La lata de cerveza resbala de la mano y cae a mis pies, rociándolos. La miro rodar hasta la hierba, miro calmarse poco a poco el mar, respirar con más docilidad, siento aplacarse mis latidos, cierto dolor oscuro en lo profundo del vientre, unos pocos instantes más para domi- narme del todo y abandono el lugar. Fue como un salto al vacío, los dedos se sumergieron blandamente como se hunde el cuchillo en la herida y fueron chupados por la pulposa hendidura que, luego de tragárselos, comenzó a oprimirlos con movimientos irregulares y absorbentes. Salgo del hotel con la intención de tomar un taxi de regreso, me noto absolutamente hueca, me duele la cabeza. Mis dedos, totalmente independientes de mi ser, se movían en el húmedo refugio, cada vez más húmedo, mientras en mi cabeza estalla- ban fuegos de colores y retazos de melodías, o palabras, o sonidos abstractos. Más tarde lamí tu néctar de mis dedos lánguidamente, era el sabor de la dicha. «Sabes a mar» —quise repetir la frase que habías pronunciado hacía ya un tiempo—. «¿Sabes amar?». Pero te adelantaste haciéndome la confesión más inverosímil y fantástica que podía esperar: «Eres la primera mujer en mi vida a la que he dejado penetrarme»... Ya cruzando la calle me tropiezo a un hombre que no me mira como lo hacían todos los demás. Está parado de algún modo inestable, abrazando un pequeño maletín y tiembla. La expre- sión de su cara delata un vacío mayor que el mío, cosa que me conmueve. —«¿Te sientes mal?» —pregunto—. —«Sí»... —«¿Qué te pasa?» —no res- ponde—. —«¿Estás bebido?» —adivino—. —«Sí»... Tiembla, no para de temblar. —«¿Dónde vives?« . —«En Alamar» —su voz es casi un suspiro—. —«Vamos, te acompaño al taxi» —lo tomo debajo del brazo y lo sujeto fuerte—. Con pasos oscilantes me sigue. —«No tengo dinero para el taxi —murmura— me lo bebí todo, todo»... Es muy joven, tendrá entre veinte y veintitrés años. —«Yo te daré el dinero, vamos» —digo, conduciéndolo con cuidado—. Podría lle- vármelo para mi casa, pienso. ¿Para qué? —pienso—. —«¿Por qué haces esto? —pregunta— ¿Por qué te preocupas por mí?». —«No sé... Olvídalo»... —«Eres la mujer más increíble que he conocido en mi vida... Nunca me he encontrado a nadie como tú... Dime tu nombre, ¿cómo puedo localizarte, agradecerte?»... —al parecer, se le ha pasado algo de la borrachera—. —«Olvídalo —repito— no estoy haciendo nada extraordinario, te sentías mal y estoy ayudándote». Agito el brazo y paro un taxi. Le doy el billete de veinte pesos que traía para miregreso con la chica que iba a pescar. —«Cuídate. ¿Sabrás llegar solo?». —«Gracias —parece a punto de llorar—, pero dime tu nombre, nada más que el nombre»... Cierro la portezuela sin responderle. Pero volvían obstinadas aque- llas fantasías virulentas con mucha sangre y carnes masacradas. Me asustaba de mí misma, ¿de dónde tanta crueldad? Eran días terribles, días de masturbación Anna Lidia Vega Serova 158 cuentos de encuentro encuentro159 perpetua, de más y más turbación, de deseos insaciados,insaciables. «Tus cuen- tos son morbosos» —dijiste, y no me atreví a hablarte de mis cuentos no escri- tos, mis cuentos no contables, porque no hay quien resista leerlos o escucharlos, ni yo resistiría contarlos o escribirlos—. Me masturbaba sin parar, en todo lugar, en todo momento, pensando sombría que únicamente muriendo ambas en una mutación, únicamente desangrándonos, abriéndonos las carnes, mordiéndo- nos, masticándonos, devorándonos, únicamente destrozándonos, triturándonos y uniendo los restos, mezclándolos en un amasijo inhumano, únicamente así, quizá, llegaría yo a una mísera semejanza del placer. Saco un cigarro, lo encien- do sin apuro y tomo el camino a casa. Voy por la acera opuesta al muro, evitan- do a los hombres con sus impertinentes cortejos y a las parejas con su insoporta- ble exhibicionismo. Una noche acaricié largamente tu más profunda piel, hasta sentir bajo mi lengua cómo se franqueaba despacio pero definitivo el sendero hacia el universo secreto. Me regodeé aplazando la entrada, succioné con delei- te captando cada movimiento apenas perceptible, cada capricho líquido, enton- ces coloqué en la boca la cuchilla. «Así, mi amor, así»... —gemiste—. Habíamos rebasado las fronteras. Besé con generosidad abriendo surcos con cada contor- sión y bebí de los pozos descubiertos. «Más —rogabas— más»... La cuchilla res- balaba despiadada y traviesa entre dos bocas voraces, la sangre me corría por la barbilla y goteaba entre tus nalgas como una lava perezosa. Hubo un instante de aparente paz y luego tu grito partió la noche en mil fragmentos. Subo las interminables escaleras de mi edificio tratando de evitar los charcos de orine, avanzo por el largo pasillo obligándome a no pensar —no pensar— no pensar. En la oscuridad me parece ver una silueta difusa delante de la puerta de mi casa, me acerco sin poderlo creer, pero te reconozco. Me recuesto a la columna y te miro mirarme; como dos tiburones al acecho, ambas conociendo el final. La mujer arponeada cuentos de encuentro encuentro Sin título. (De la serie «Speed-Split»). Impresión fotográfica digital sobre papel, 48 x 162 pulg., 1998.160 cuentos de encuentro encuentro era una pareja de sobrevivientes. había sobrevivido durante los primeros tiempos de la relación a las presiones de la Seguridad del Estado en la isla para que los padres de Ella la obligaran a romper con ese antisocial; a los chis- mes de la gente que le aseguraba ese tipo no le convenía por su afición a las mujeres, el alcohol, la pendencia y la tortilla; a los mismos cuadros de tortilla cuando Él le comió el cerebro hasta el punto de acoplarla en despelote con la primera puta linda que apareciera; a un herpes genital simple que Él padecía como penitencia, suponía, por los excesos en la entrepierna y como recorda- torio en llagas, decía filosófico, de que a una dosis de placer correspondía una de dolor en el negociado de la existencia; a la persecusión policial; a los tiros; al mar; a las depresiones y al carácter a veces ácido de ella; a la violencia contenida de Él; a las discusiones tontas; al exilio; al desarraigo; a la adapta- ción a una lengua y cultura ajenas; a la resistencia de Él para no adaptarse a esa lengua y cultura; a las exigencias de Ella para que adquiriera al menos unos usos y costumbres mínimos que permitieran el avance; a la entrega de Él a una obra literaria que lo absorbía y por la que en Cuba sólo pudo aspirar al premio de la cárcel y en el exterior al premio de la indiferencia; a los enredos conspirativos de Él en parafernalia de logias anticomunistas; a los naufragios e intentos de desembarco en las costas de la más fermosa; a la falta de tiempo de Él por andar enfrascado en lo que llamaba grandes proyectos; a los sueños truncos o dilatados; a la sicótica superstición de Él que se daba a interpretar la realidad en clave de símbolos providenciales; a las deudas en tarjetas de crédi- to con intereses leoninos; a la pérdida del crédito; a una economía de subsis- tencia; a períodos en que casi ni se veían porque Él laboraba durante las noches y regresaba a casa de su trabajo cuando Ella partía para el suyo; a diez años de vida en común; a la rutina; al trópico; a una ciudad chata y desparra- mada en una planicie donde la vida se iba a velocidades de espanto sobre una intrincada red de autopistas; a viviendas como cajas refrigeradas; a la fantasía de que algún día vivirían y morirían en París con aguacero; a la sorpresa de amanecer un día en sus calles y comprobar que el París al que cantaron César Vallejo, Anais Nin y Henry Miller ya no existía, si es que alguna vez existió; a las llamadas con proposiciones de seguros de vida y confortables sepulturas en cementerios católicos; a la intercepción del teléfono desde la base espía de Lourdes en Bejucal, según el fbi; a los celulares, la celulitis, la Internet, la computadora y la televisión mexicana; al acecho en manada de las Testigos de Cargadelacaballería Armando de Armas161 Jehová que los sábados y domingos tocaban en la puerta al amanecer prome- tiendo el Paraíso; a su respuesta al abrir desnudo y con la pinga tiesa mientras las sayas largas huían, ¡mirando hacia atrás!, y haciendo el signo del detente; pero, sobre todo; era una pareja que había sobrevivido a la familia, a la del uno y a la del otro, y a la que ambos habían constituido juntos. Aguardaban expectantes (Ella lúbrica y Él artillado) hasta que el último habitante de la casa se durmiera para entonces meter manos a la obra; claro que muchas veces terminaban ellos mismos dormidos para despertar al otro día con una sensación de vacío y frustración y desgano y ansiedad manifiestos en una manera de relacionarse, ¡si es que aquello era relacionarse!, que discu- rría por los desfiladeros de la inercia, por unos silencios extendidos y como de capas superpuestas, o monólogos inextricables, interjecciones, ironías, irri- taciones, miradas y respuestas cortantes; un cóctel molotov que estallaba a veces en unas cóleras y discusiones sin cuento. Ella más ácida que nunca y Él con un dolor innombrable en los cojones hinchados, un dolor desparramán- dosele primero en los riñones, o sabe Dios, y subiéndole después con impie- dad por la espina dorsal. Aquella noche habían vencido al sueño y a la familia, o más bien el sueño había vencido a la familia antes que a ellos. Él permanecía en la cama; hacía rato que aguardaba, desnudo, bocarriba y con la pinga enhiesta; desafiante ante las ráfagas puntuales del aire acondicionado en 75. Comenzaba ya a diva- gar, entraba reticente en el estadio de la semivigilia, se esforzaba para no irse por los vericuetos del sueño, por no despeñarse pataleando por aquel túnel de oscuridad insondable de camino a la nada. En esas estaba cuando Ella entró en la habitación el pelo suelto sobre los hombros tallados en un mármol salpicado de pecas, chorreando el agua, envuelta en una toalla verde y una sonrisa triunfal. Ella se quitó la túnica improvisada y Él regresó a la semipenumbra del cuarto. Ella se le subió enci- ma y comenzó a chupársela con esmero, la cabeza en un sube y baja de movi- mientos cortos y precisos; como si bailase a ritmo de un rock duro ejecutado en una lejana planicie. La cabellera en ondas suaves y alborotadas caía escu- rriendo el agua sobre los muslos, la pelvis y los cojones del caballero; un olor a jabón, a jazmines; un cosquilleo, un contraste entre el agua fría y la carne caliente; resuellos, la cama sin grasa que chilla como una rana devorada por un jubo. Él sonreía, sentía ahora que la rana invertía los roles y devoraba, se atragantaba con el jubo. La atrabancó por las ancas y la atrajo sobre su cara, la barba áspera de tres días como a la dama le gustaba. Comenzó a mamarle el asterisco mientras le pajeaba la crica estrecha con el dedo gordo. El batracio daba unos resoplidos gruesos, salivaba sobre el jubo que devoraba. El caballero se erizaba por deba- jo de la armadura en espasmos eléctricos en sintonía con el aire caliente exha- lado en sus cojones; pensaba, un antiguo artesano en el Bajo Egipto soplando sobre su fragua. Después, repentinamente, Ella se desconectó del lengüeteo y se tendió encima de Él. Se abrazaron y besaron más allá del tiempo; con una ternura insospechada. Carga de la caballería cuentos de encuentro encuentroSaltaron de la cama. Con el impacto la lámpara de un azul tenue configu- rada en un globo terráqueo, colocada en la cima del librero, estuvo a punto de reventarse contra el piso. Afuera ladró el perro de la vecina. Ella se inclinó estupenda sobre el borde de la cama, Él se partió por el centro hacía atrás y le entró desde bien abajo por la crica como de niña en sus quince años. Enton- ces inició el azote en la grupa compacta, como el resto de sus carnes a pesar de dos embarazos seguidos, de dos césareas seguidas; a pesar de todo. En las nalgas blancas le surgieron dos ramalazos encarnados; dos dragones enardeci- dos. Ella emitía unos sonidos guturales, ahogados contra una almohada traba- jada en motivos de la novelística bucólico pastoril; una cabra y un cayado des- aparecían a medias en el abismo de su boca. Él, ¡que era un patón de primera!, bailaba descoyuntado tras el fambeco. Endemoniado, poseído por el toque de los tambores en una playa de salvajes que aúllan con ferocidad en torno a hogueras encendidas. Seguía en el des- enfreno de su danza cuando el cuarto se escoró, como un galeón en la punta de la marejada; o al menos así lo percibió. Hubo un remolino que nacía justo en la grupa de Ella; vio sus nalgas moviéndose en círculo a velocidad de vérti- go, difuminándose, entrelazándose y mezclándose con unas nalgas de mulatas y éstas con las ancas de unas yeguas que se encabritaban, remolineaban, des- bocaban, espumareaban, se abrían, meaban y pedorreaban (o creyó que pedorreaban); sobre las yeguas los bandidos de miradas fulgurantes en la faena de subir a las mulatas... Un lapsus, una pervivencia en la mente de una olvidada clase de Historia del Arte, pensó... Entonces todo fue nítido. Apareció una montura de piel repujada y ense- guida el tropel de la caballería; porque no sólo la veía, sino que la sentía, una carga o vaya usted a saber qué, y flotando sobre la caballería, la imagen de un joven oficial ataviado con sombrero y guerrera blanca; en el sombrero una estrella de oro sobre el ala recogida en la frente. Su parte consciente aseguró que se trataba de Maceo; fue sólo una impresión fugaz, una engañifa más de la lógica y el intelecto, pues veía con inusitada claridad que el oficial tenía un rostro tan pálido como la guerrera misma y unos ojos azul marino. El apuesto oficial mambí se le presentaba como una fotografía de la cintura hacia arriba, adecuada para figurar en uno de esos marcos a manera de meda- llones, muy por encima de la caballería, pero formando parte del mismo encua- dre. No podía decir que aquello fuese una escena mental, la veía transcurrir desde atrás de su mujer, en un probable espacio entre ellos y el espejo que tení- an al frente y al otro lado de la cama, a una altura que estaría sobre sus cabezas. Él se arqueó más hacia atrás, agarrado a las caderas todavía estrechas, para facilitar el incremento del ritmo y de la fuerza en la acometida del cuerpo sobre el pistón; del pistón sobre el húmedo fruto del papayo. En ese instante oyó, o creyó oir, la voz que le llegaba, casi cálida, desde un impreciso lugar: ¡eso... eso...así... eso... como antes... en el... campamento... duro... rómpeme el corojo... como en las noches... del campamento!... Yacían uno al lado del otro, vaciados, exhaustos y empapados en sudor; a pesar del aire acondicionado en 75. Él le preguntaba con el tono menos Armando de Armas 162 cuentos de encuentro encuentro163 alarmante que encontró acerca de ciertas palabras que pensaba Ella había dicho en su punto de ebullición. Ella; qué palabras, qué dije, no dije nada, no hablé. Él; bueno, dijiste, tal vez no te diste cuenta, la locura, qué se yo, pero dijiste, algo, raro tal vez. Ella; ¡pero cómo voy a decir nada!, si tenía la almoha- da en la boca, si mordía la almohada para no gritar, ¡como siempre!, para no despertar al familión. Le contó entonces lo que acababa de ver como si se tratase de una pelícu- la, y lo realmente inquietante, la voz, lo que oyó, o creyó oir, sobre el sexo en las noches del campamento mambí. Ella se sentó en la cama de un salto, de un susto, y le interrogó con apremio en las palabras; ¡cómo supiste, dime, cómo supiste! Él: ¡qué supe, qué es lo que supe! Ella: eso, que yo he tenido la idea, el capricho, el convencimiento casi de haber vivido una existencia ante- rior junto a ti, es más, ¡cómo supiste que fue durante la guerra contra España si nunca he hablado a nadie del tema! Él argumentaba, tartamudeaba, intentaba explicar que lo visto no era una mujer, sino un hombre en toda la indumentaria de la leyenda y la realidad de un oficial mambí, joven y bello, ¡pero hombre! Ella contuvo la risa en la almo- hada, le miró en la semipenumbra con una mezcla de asombro y picardía, y en un tono neutro y emocionado a un tiempo dijo que justo eso presentía que había sido, ¡un hombre!, y que Él, ¡hombre también!, un ejemplar curti- do, algo mayor, un alto jefe de la guerra tal vez, le poseía sin pudor en el cam- pamento insurrecto después del día azaroso a la búsqueda o la huida del ene- migo español. Uno de los niños llamó, entre los espasmos del sueño; lloraba pidiendo la leche. Ella se tiró desnuda de la cama; ahora la lámpara de un azul tenue confi- gurada en un globo terráqueo cayó desde lo alto en el librero, se reventó contra el piso en un aspaviento de meridianos, paralelos, lagos, ríos, desiertos, valles, selvas, montañas, ciudades, naciones, mares, oceános, islas y continentes de cris- tal roto, en un desencuentro, en una dispersión de los fragmentos del orden en la esfera antes contenido; el niño comenzó a gritar, las luces de la casa se encen- dieron, el perro de la vecina aulló largo y arrastró la cadena sobre un cemente- rio de latas en el pasillo. Él tuvo frío, se sintió viejo e intentó dormirse. Carga de la caballería cuentos de encuentro encuentroEl pasado 31 de julio, los cubanos de la Isla y del exilio, y la opinión pública inter- nacional, fueron sorprendidos por una Proclama del primer mandatario cubano en la cual, obligado por su estado de salud, éste delegaba, «con carácter provisional», sus funciones públicas en Raúl Castro y en otros altos funcionarios del Gobierno. Por primera vez en sus 47 años de mandato, Fidel Castro se vio obligado a reconocer que sus achaques físicos le hacen imposible el cumplimiento de sus funciones públicas. Y debió ser lo inusitado de la noticia (más la presión de ese casi medio siglo de retención del poder) lo que empujara a muchos a sacar apresuradas conclusiones. Así, una delegación de poder «con carácter provisional» llegó a ser entendida, equivocada- mente, como sucesión o cambio de Gobierno. Las últimas semanas, en cambio, han desmentido tales esperanzas. O, al menos, han prestado a éstas carácter prematuro. Para lograr entender el momento en que Cuba se encuentra, para echar luz sobre las expectativas y los peligros, y para ayudar en la tarea de encontrar el mejor modo de afrontar los cambios que, indiscutiblemente, se avecinan, el diario digital Encuentro en la Redconvocó durante varias semanas a analistas y a escritores, y abrió espacio a cualquier comentario que quisiera hacerse llegar sobre la actualidad nacional. De ese volumen de colaboraciones, las páginas que siguen muestran una breve selección. Y acompañan a ésta, cuatro acercamientos a la figura de Raúl Cas- tro, provisional Primer Secretario del Comité Central del pccy posible sucesor. Poco o mal conocido públicamente, beneficiado cuando se le compara con su hermano, hasta ahora ha sido difícil hacerse una idea exacta de él. Todavía resulta imposible deslindar hasta qué punto ha obrado en concordancia con Fidel Castro, hasta qué punto ha actuado a pesar suyo bajo presión del superior, hasta qué punto libremente. Y, aunque ninguna de estas posibilidades serviría para desvincularlo de la política dictatorial del régimen, conocer a cuál de ellas atenerse en cada uno de los episodios de estos 47 años de dictadura arrojaría luz sobre su carácter. Por ahora, cualquier pronóstico acerca de su ejecutoria futura descansa en suposiciones. Raúl Castro es una incógnita que tratan de despejar estas cuatro aproximaciones a su figura. «Cuba está, quizás, ante la posibilidad histórica de cambiar de rumbo», seña- laba el editorial publicado el viernes 4 de agosto en Encuentro en la Red. Y agre- gaba: «Pero antes de que ello suceda, queda mucho por hacer. Para llegar allí, deberíamos ser capaces de esperar lo inesperado y de ir construyendo las alianzas adecuadas a lo largo del camino. Deberíamos dialogar, escuchar y negociar para conseguir lo posible, sin perder nunca de vista que nuestra meta es una Cuba democrática. Será necesario entonces que tratemos de encontrar la sabiduría y generosidad que permitan curar nuestras heridas». Las páginas que siguen quisieran contribuir a ese propósito. 166 ESPECIAL / ¿CUBA SIN FIDEL CASTRO? encuentro INTRODUCCIÓN167 Marifeli Pérez-Stable Vicepresidenta de Diálogo Interamericano en Washington y profesora en la Universidad Internacional de la Florida La era de Fidel se está apagando. Sin él, a los cubanos —en la Isla y en la diás- pora— se nos presenta la oportunidad de dotar a nuestra política de un amplio y fuerte centro donde normalmente se dialoga y se llega a acuerdos. La polarización es perversamente fácil de mantener: no exige que nos veamos abocados a tomar decisiones difíciles. Para convivir en paz, hay que abandonar las barricadas. Sólo la democracia podrá abarcar y encauzar la diversidad y el pluralismo entre nosotros. Sin embargo, si el traspaso se tornara permanente, Raúl y los sucesores podrían emprender reformas económicas que disminuyan las tensiones materiales de la vida cotidiana. Sólo así lograrían un respiro para estabilizarse —porcuánto tiempo, nadie sabe—, pero, además, le devolverían al país una cierta normali- dad. Aunque no sería un Estado de derecho pleno, le reconocería a los cubanos derechos económicos nada despreciables. Estados Unidos y Cuba llevan enfrentados casi medio siglo. Una Cuba sin Fidel le ofrecería posibilidades a ambos para ir rompiendo el círculo vicioso. Hace poco, la Administración de Bush presentó su segundo informe sobre la transición en Cuba. Si bien mejorado de tono, aún manifiesta una necesidad compulsiva de pronunciarse sobre los más mínimos detalles. Me eriza pensar que la Administración responsable de Irak pretenda asesorar a una Cuba demo- crática. Para Washington, la sucesión es inadmisible y no ofrece otra cosa que más de lo mismo. Los sucesores también intentarían mantenerse en sus trece. Ellos, sin embar- go, se verían forzados a actuar rápidamente en el frente económico y así ensaya- rían el escenario que Fidel truncó a principios de los 90 y que apostaba por una distensión con Estados Unidos. Una Cuba que abrazara reformas económicas como las de China y Vietnam sería apoyada por la Unión Europea, Canadá y América Latina. ¿Se empecinaría Washington en negar la sucesión si es un hecho establecido? Posiblemente, pero a regañadientes, tantearía otro camino y entonces La Habana tendría que responder. Los cubanos siempre nos hemos referido a Cuba en términos desmedidos que no guardan proporción con lo que es nuestro país. Nos queda asumir a Cuba en minúscula. Lo lograríamos si nos serenáramos. Debemos prepararnos, porque lo imprevisto puede pasar y entonces tendremos que concertar alianzas inimaginables hoy. Hay que dialogar y pactar lo posible sin perder nunca el horizonte de una Cuba democrática. Ojalá que los cubanos sepamos movilizar ESPECIAL / ¿CUBA SIN FIDEL CASTRO? encuentro LA OPINIÓN DE...Next >