< PreviousEl vicepresidente Lage llegó a hablar de la imposibilidad de una democracia bajo la «dictadura mundial» de Estados Unidos. Pocas veces se ha formulado de manera tan nítida la doctrina del autoritarismo subalterno, como necesidad histórica en un mundo unipolar: «la democracia y los derechos humanos, convertidos más en pretex- tos que en objetivos, no pueden existir en un mundo cada vez más desigual, donde esas palabras no alcanzan siquiera a ser leídas ni comprendidas por miles de millones de personas», dijo Lage. Lo que implicaría que hasta que no se haya conseguido la alfabetización de toda la población mundial, es preferible que las cada vez más hetero- géneas y plurales sociedades contemporáneas sean regidas por un solo partido y un mismo líder durante medio siglo. Desde la doctrina del autoritarismo subalterno, resulta comprensible que Fidel, Raúl y Chávez se refieran siempre a una próxima invasión militar de Estados Unidos contra Cuba. En la retórica de estos líderes, tales escenarios son prefigurados como fantasías numantinas, que les permitirían recobrar, al grito de «Patria o Muerte», el orgullo revo- lucionario perdido. Pero he aquí que en La Habana, a 90 millas del «imperio», se han reunido 57 jefes de Estado del Tercer Mundo, se han pronunciado decenas de discursos contra Estados Unidos y se ha defendido la soberanía como valor supremo de la política moderna y, en vez de un desembarco de marines, lo que se produjo fue una cobertura mediática extraordinaria, en la que cnn, The New York Times, Le Monde, El Paísy otros órganos de esa prensa, que la extrema izquierda llama «globalizada» y «cómplice del genocidio», reprodujeron las consignas de sus caudillos altermundistas. Si alguien desea convencerse de que Cuba es una dictadura nacional, normalizada por la democracia global, no tiene más que observar lo que ha sucedido en la Isla en los dos últimos meses. Tras el anuncio de la «delegación provisional de funciones», el Ejército y la Policía desplegaron operativos de seguridad y defensa, la Iglesia rezó por la salud de Fidel, la oposición pidió preservar la paz social, la ciudadanía se mantuvo expectante y los cinco políticos en quienes Castro delegó poderes —Raúl, Lage, Lazo, Machado Ventura y Balaguer— asumieron discretamente sus funciones. Lejos de la alarma desatada en torno a un «capítulo secreto» del Plan Bush, que contemplaría la invasión de la Isla para acelerar la transición, Washington prefirió enviar mensajes alentadores a las elites reformistas. Luego de la comprensible euforia de Miami, Estados Unidos reaccionó con sereni- dad y cordura: el Departamento de Estado insistió en que no deseaba episodios de vio- lencia, crisis migratorias y, mucho menos, una intervención militar, a la que la secreta- ria Rice llamó «idea rocambolesca». El lunes 7 de agosto, George W. Bush declaró que es el pueblo de la Isla «quien debe decidir su futuro y formar gobierno» e instó a la comunidad cubanoamericana a respetar ese proceso y postergar para el momento de la transición temas polarizantes como el de las propiedades confiscadas. Para comple- tar este cuadro promisorio, por aquellos días trascendió que varios legisladores estu- diaban impulsar un par de leyes que flexibilizarían las sanciones migratorias impuestas por la presente administración y el subsecretario para el Hemisferio Occidental, Tho- mas Shannon, declaró que el embargo podría derogarse en caso de apertura. Horas después de que el presidente Bush hiciera aquellas declaraciones del 7 de agosto, el Gobierno cubano dio a conocer una carta titulada «La soberanía de Cuba debe ser respetada» y firmada hasta hoy por más de 27.000 personalidades del mundo, 188 textual encuentro rafael rojas189 entre ellas, algunos intelectuales, como Noam Chomsky, José Saramago y Eduardo Galeano, que en los últimos años han criticado tímidamente la falta de libertades públicas en la Isla. Como tantas veces en el pasado reciente —recuérdese, tan sólo, la primavera de 2003— el régimen cubano intentó crear un estado de vértigo internacio- nal, muy creíble para sus tantos simpatizantes acríticos en el planeta, con el perpetuo subterfugio de la «solidaridad con Cuba» frente a la «agresión del imperio». Pero he aquí que, esta vez, el «imperio» no deseaba «agredir» sino evitar un éxodo masivo y sondear la posibilidad de una sucesión reformista. Naturalmente, ninguna de las señales de distensión y cordura que envían Washing- ton, la oposición y el exilio —las declaraciones de Bush, por supuesto, no fueron infor- madas en Granma— cuenta para un Gobierno que asume las palabras transición y demo- cracia como ofensas e identifica cualquier deseo de las mismas con una renuncia a la soberanía de la Isla y una inverosímil anexión de Cuba a Estados Unidos. No hay un sólo político de la oposición, el exilio o Washington que niegue que la independencia nacio- nal es condición del tránsito democrático. La idea de que la preservación de la sobera- nía nacional es indispensable para crear un clima propicio al tránsito democrático está, de hecho, más arraigada en la oposición que en las elites del poder, ya que éstas incenti- van sin escrúpulos el intervencionismo económico y político de Hugo Chávez. La convalecencia de Castro, con todo su derroche de hermetismo y afectividad, se ha convertido en un episodio más de la obsesiva manipulación de símbolos que caracteriza al régimen de la Isla. Esas elites del poder, en vez de ofrecer a la ciudadanía y al mundo una idea de cómo piensan gobernar en ausencia del líder, se han concentrado en capita- lizar simbólicamente el fenómeno, haciendo alardes de cohesión interna, recabando afectos funerarios y asumiendo que ya la sucesión se produjo, en vida de Fidel y de manera pacífica. Nada más mañoso, pero supongamos, por un momento, que es cierto, que el régimen cubano puede funcionar perfectamente, sin cambio alguno, en ausencia de Castro. Entonces, ¿por qué el tema central de la vida política habanera en los dos últi- mos meses ha sido la recuperación de Fidel y no el trabajo del equipo sucesor? Cuando la verdadera sucesión comience habrá que ver si los sucesores se comportan como tímidos reformistas, como herederos institucionales o como huérfanos mesiáni- cos. Entre los políticos mencionados por Castro en su Proclama del 31 de julio los hay de cada tipo: unos piensan que para permanecer deben cambiar, otros que para suplir la ausencia del caudillo basta con las instituciones actuales y otros más creen que es preciso generar nuevos liderazgos carismáticos que movilicen a la población. Las tres alternativas poseen referentes históricos tangibles: la sucesión autoritaria podría producir una Cuba china, una Cuba soviética o una Cuba chavista. La oposición, el exilio y aquella parte de la comunidad internacional, comprometida con la democratización de la Isla, deberán prepararse para enfrentar cualesquiera de esos escenarios. Diario El País , Opinión, Madrid, 26 de septiembre, 2006. © El País, S.L. | Prisacom S.A. textual encuentro El autoritarismo subalterno190 textual encuentro E l secretismo, rasgo clave de todas las dictaduras y en especial de los estados totalitarios comunistas, que rodea la crisis que ha llevado a Fidel Castro a delegar de manera «provisional» sus poderes a su hermano Raúl, ha hecho que las conjeturas sobre su estado de salud —«secreto de Estado para no dar armas al imperialismo», según uno de los grotescos comunicados redactados por el propio dictador— se dispa- ren en todas direcciones y se lo proclame ya muerto, víctima de un cáncer abdominal que lo aniquilará muy pronto o sanísimo y protagonizando una mojiganga destinada a tomar el pulso al mecanismo de sucesión, de la que volverá pronto a retomar las rien- das del poder absoluto y a penalizar a los validos y subordinados que no estuvieron a la altura de lo que esperaba de ellos. En lugar de seguir fabulando respecto a la enfermedad que aqueja al longevo tira- no, de la que sin duda nadie, salvo un grupúsculo insignificante de íntimos, sabe nada, vale la pena sacar algunas conclusiones a partir de ciertas evidencias que la crisis actual ha confirmado de manera rotunda. La primera, que, mientras Fidel Castro conserve un hálito de vida, nada se moverá en la Isla en el sentido de la democratización. Quie- nes esperaban —en el exilio de Miami, principalmente— que, con el anuncio de su operación y consiguiente delegación de poderes, el pueblo cubano se lanzaría a las calles, entusiasmado con la inminencia de su liberación, se quedaron con los crespos hechos. Casi medio siglo de regimentación, adoctrinamiento, tutelaje, censura y miedo adormecen el espíritu crítico y hasta la más elemental aspiración de libertad de un pueblo que, por tres generaciones ya, no conoce otra verdad que las mentiras de la propaganda oficial, ni parece tener ya otros ideales que los mínimos de la superviven- cia cotidiana o la fuga desesperada hacia las playas del infierno capitalista. Penoso y triste espectáculo, en verdad, el de esas masas arreadas a vitorear al dictador octogena- rio muerto o moribundo que, apenas se alejan sus arreadores, corren a telefonear a sus parientes del exilio a averiguar qué se sabe allá, si el hombre se muere por fin, y salen luego, convertidas en turbas revolucionarias, a apedrear y amedrentar a los disi- dentes que, una vez más, pagan los platos rotos de una crisis, ocurrida allá, lejísimos, en las alturas del poder, en la que no han tenido intervención alguna. Es verdad que, una vez desaparecido el super ego que ahora las castra y anula, esas masas saldrán luego a las calles, como en Polonia o en Rumanía, a vitorear la democracia, pero lo cierto es que cuando ésta llegue habrán hecho tan poco para alcanzarla como los dominicanos a la muerte del generalísimo Trujillo o los rusos al desintegrarse el impe- rio soviético. Cuba será libre, sin duda, más temprano que tarde —ésa es otra certeza indiscutible—, pero no por la presión de un pueblo sediento de libertad, ni por el heroísmo de unos grupos de ciudadanos idealistas y temerarios, sino por obra de fac- tores tan poco ideológicos como una hemorragia intestinal o una proliferación incon- tenible de glóbulos rojos en el vientre del Compañero Jefe. El principio del fin Mario Vargas LlosaLas dictaduras de derecha no son tan eficientes como las de izquierda aniquilando el espíritu de resistencia y la aspiración libertaria en un pueblo. Franco y Pinochet fueron brutales y se valieron de la censura y el terror para aplastar toda forma de disidencia. Pero nunca consiguieron embotar a la inmensa mayoría de la sociedad hasta someterla de esa manera tan lastimosa y tan indigna como en Cuba o Corea del Norte, donde pare- ce haberse materializado la pesadilla orwelliana de la dominación no sólo de la conduc- ta pública, sino también de las conciencias y hasta los sueños de los ciudadanos. Esto no desmerece en nada el coraje de los disidentes que se pudren en las cárceles o viven sometidos a la vejación y el vituperio cotidianos; más bien lo realza y muestra lo admira- ble que es. Pero, asimismo, destaca la orfandad en que se encuentra y el escaso eco que toda esa inversión de idealismo y de decencia halla en unas masas en las que el aherroja- miento ideológico y la minusvalía ciudadana parecen haber reducido todas las aspiracio- nes cívicas a sólo dos: comer cada día y huir apenas se pueda. Por eso está lleno de involuntaria comicidad el manifiesto de los premios Nobel y ami- gos intelectuales de la dictadura castrista pidiendo que Estados Unidos no se aproveche de la enfermedad del Jefe Máximo para atropellar la soberanía cubana e invadir el país. Basta tener dos dedos de frente para saber que el problema número uno que tiene actual- mente Estados Unidos con Cuba no es el de que Castro muera y llegue por fin la demo- cracia a la Isla, sino, más bien, el de que si esto ocurre, o aun si no ocurre y hay una míni- ma apertura por parte del régimen, ello no provoque una emigración masiva de cientos de miles o acaso millones de cubanos hacia Estados Unidos. La tristísima y paradójica ver- dad es que la democratización de Cuba, en los momentos actuales, a Estados Unidos sólo le significaría un monumental dolor de cabeza: bregar con esa marea inatajable de cuba- nos de toda condición a los que medio siglo de totalitarismo no les ha dejado otra ambi- ción que la de escapar al país del Norte y la de tener que cargar sobre sus espaldas la monumental tarea de ayudar a resucitar una economía a la que casi cincuenta años de centralismo, estatismo y dirigismo han puesto en estado de delicuescencia. Contrariamen- te a las declaraciones grandilocuentes de Bush, la Administración norteamericana tiene muy poco interés, en estos momentos en que no sabe cómo salir de los atolladeros de Irak y de Líbano, de un nuevo dolor de cabeza y de gigantescos problemas de inmigra- ción y presupuesto por un país situado a pocas millas de sus playas. No sólo la pequeña rosca de oligarcas comunistas que rodea a Fidel Castro prende velas en estos días a las vír- genes y santos del cielo marxista porque su vida se prolongue; Bush y compañía, también. Pero nada de esto impedirá que Fidel Castro se muera y que con su muerte se ponga en marcha el proceso de transformación de un régimen que —más claro no canta un gallo— jamás podría mantenerse tal cual sin la presencia de quien lo ha modelado de pies a cabeza, le ha impreso su marca en todas sus instituciones y deta- lles, y es su motor, su aglutinante y su piedra miliar, esa piedra que, según las supersti- ciones medievales, bastaba retirar para que una catedral entera se desplomara. Es muy posible que este proceso haya ya empezado con la delegación de poderes a Raúl Castro. Pero sólo se precipitará con la desaparición de Fidel. ¿Conseguirá Raúl Castro imponer en Cuba el modelo chino de una economía capi- talista bajo un Gobierno comunista del que, según rumores, sería partidario? No es nada fácil. Una apertura económica tan radical tendría en Cuba, a diferencia de China, efectos políticos inmediatos y provocaría una agitación social atizada desde 191 textual encuentro El principio del finMiami que dificultaría o paralizaría las inversiones indispensables para asegurar el cre- cimiento económico y la creación de empleo. Es una ilusión imaginar que el modelo chino podría funcionar con un formato liliputiense. Otra posibilidad es la de que se establezca una dictadura militar de corte clásico que, prescindiendo de coartadas ideológicas, busque un acomodo con Estados Uni- dos, prometa evitar las migraciones masivas hacia el Norte y, para guardar las aparien- cias, organice elecciones «democráticas» de manera ritual, como las organizaba el pri en México durante su reinado de setenta años. No hay que olvidar que las Fuerzas Armadas son la institución más poderosa de Cuba, y dueña de un verdadero imperio económico, al que los privilegiados miembros de la nomenclatura militar difícilmente renunciarán de buena gana. Ésta es, para mí, la peor desgracia que podría sobrevenir al desdichado pueblo cubano: pasar de una dictadura comunista a una dictadura per- fecta, capitalista y priísta. La democratización, cuando venga, adoptará acaso una trayectoria sinuosa, confu- sa, poco heroica, y tal vez se dé la dolorosa circunstancia de que quienes la propicien y administren no sea el puñado de resistentes, de limpias y generosas credenciales, sino, principalmente, los propios cachorros de la dictadura, esos hijos de la Revolución que, con sus trajes endomingados y apariencias de ejecutivos, rivalizan ahora en el servilis- mo y la abyección alrededor de la cama de Fidel Castro. No hay que creerles: dicen lo que dicen para no perder posiciones y ceder cuotas de poder a sus rivales. Pero es seguro que todos ellos ya han comenzado a preparar el relevo y a sentirse, en el fondo de su alma, cada vez menos comunistas, y cada vez más modernos y más realistas, es decir, socialdemócratas (la manera políticamente correcta de decir capitalistas). No es imposible que algunos de ellos ya conspiren y envíen sondas, mensajes, al enemigo, haciéndole saber que, llegado el momento, habrá que contar con ellos, pues sólo ellos son capaces de asegurar una transición pacífica, ordenada, sin caos y arreglos de cuen- tas, amistosa y fraternal. Y lo peor de todo es que no es imposible que tengan una buena dosis de razón y que, como ha ocurrido en Rusia, por ejemplo, sean ellos, los Vladímir Putin de este mundo, los que terminen enterrando la dictadura castrista y heredando el poder. Ojalá me equivoque, pero creo que Cuba tiene todavía un largo camino que reco- rrer antes de —como diría Borges— merecer la democracia. Diario El País, Opinión, «Tribuna: Piedra de Toque», 13 de agosto de 2006. © Mario Vargas Llosa, 2006. © Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El País, SL, 2006. 192 textual encuentro mario vargas llosa193 textual encuentro A quienes en algún momento simpatizamos con andrés manuel lópezobrador, o más bien con su causa, no deja de sorprendernos el cúmulo de errores que ha acumulado en las últimas semanas. En este brevísimo tiempo ha estado a punto de des- pilfarrar todo su capital político; a lo largo de su carrera, López Obrador se caracteri- zó siempre por su defensa de los desamparados y, sin embargo, ahora parece dispuesto a traicionarlos. Incluso si, como hipótesis, aceptamos su punto de vista —es decir, que fue víctima de un fraude—, su estrategia de confrontación lo ha llevado a un callejón sin salida. A López Obrador le pesa demasiado la sombra de Cuauhtémoc Cárdenas. En 1988 éste fue víctima de un enorme fraude electoral, pero al final decidió no salirse de la vía institucional y, con la fuerza ganada entonces, forzó una mayor apertura democráti- ca. Este camino, que ahora muchos en el prd tildan de gradualista o timorato, le garantizó al país un sistema electoral confiable y la derrota del prien el 2000 (aunque, paradójicamente, por un candidato de la derecha). López Obrador está decidido a no repetir este modelo; él no quiere pasar a la historia como «líder moral» y, sobre todo, no quiere compartir el destino de Cárdenas, quien trabajó como nadie por el estable- cimiento de la democracia, sin alcanzar jamás la presidencia. A mi modo de ver, este miedo es el que ha guiado las acciones recientes de López Obrador, y por tanto del prd y sus aliados: no el bien del país, ni el de esos sectores marginados por los que siempre ha luchado, sino la ciega voluntad de no convertirse en otro Cuauhtémoc. Convencido de su triunfo, como Cárdenas en 1988, pero decidido a no repetir su frustrante experiencia, López Obrador no ha encontrado otra salida que forzar una vía «revolucionaria» que la izquierda mexicana había descartado varios lustros atrás. Así, de la noche a la mañana ha pasado a imitar, de forma casi grosera, el discurso y las acciones del subcomandante Marcos, la única figura relevante de la izquierda radical que ha tenido México en el último cuarto de siglo y quien, por cierto, fue uno de los críticos más acerbos de López Obrador durante la campaña. No obstante, en otra de esas paradojas tan comunes en nuestra historia, a éste no le ha importado suplantar a Marcos como luchador social dispuesto a denunciar la corrupción de todo nuestro sis- tema: de allí su ya célebre, e infame, «¡al diablo con sus instituciones!». En El 18 Brumario de Luis Bonaparte, Marx escribió que los grandes hechos de la his- toria ocurren dos veces, una como tragedia y otra como farsa. Y eso es lo que está pasan- do con la apropiación de la estrategia zapatista por parte del prd: su «resistencia civil pacífica» suena hueca y anacrónica. Nadie —sería mejor decir: nadie que no esté de su El callejón sin salida de López Obrador Jorge Volpi194 introducción encuentro lado— puede aceptar sus declaraciones de que Vicente Fox es un dictador, de que vivi- mos en un «Estado represivo», de que el panes un partido «fascista» o de que Calde- rón ha dado un «golpe». Con todo lo incómodos y molestos que son, los campamentos del Paseo de la Reforma y el Zócalo recuerdan más a los stands de una feria del libro que a las trincheras de la Comuna de París. Y sus admoniciones épicas, violentas e ilu- minadas suenan como copias burdas —y desprovistas de humor— de los comunicados del subcomandante. No deja de ser irónico —y penoso— que su mayor iniciativa, la convocatoria a una Convención Nacional Democrática el 16 de septiembre en el Zóca- lo —y su apuesta porque el «pueblo», en un acto de «democracia directa», lo elija como «presidente legítimo»—, no sea sino un remedo de la organizada por Marcos en Chiapas en 1995 (y en la cual la pregunta a la concurrencia, más divertida, era si éste debía quitarse el pasamontañas). Insisto: aun si creyéramos que López Obrador fue víctima de un fraude, su táctica resulta equivocada. Como ya denuncian las últimas encuestas —en las que, por supues- to, él no cree— su «resistencia civil pacífica» sólo logrará alienar a la mayor parte de sus votantes. Si en verdad quiere ser congruente con su programa político —y sobrevi- vir a este trance—, López Obrador necesita replantear sus métodos. Quince millones de personas lo eligieron por un motivo. No puede continuar traicionándolos sólo para conjurar un fantasma (Cárdenas) y resucitar otro (Marcos). Nadie le pide que reconozca el triunfo de Calderón; ni que transija con quienes detentan el poder; ni que se muestre menos combativo. Pero, si no quiere pasar a la historia como otro líder que despilfarró el apoyo de su gente por arrogancia, debe rea- lizar acciones que en efecto, y no sólo de manera espectacular, incidan en la transfor- mación de esas instituciones que él —y muchos con él— consideran caducas. Así que debería dejar de bloquear calles y convocar marchas (que incomodan a tantos ciudadanos inocentes), de sabotear los actos de Gobierno (el bloqueo del Infor- me de Fox sólo mostró al prdcomo un partido intransigente) y de abjurar de las insti- tuciones (su hipotético nombramiento como «presidente legítimo») para realizar acciones que en verdad pongan en cuestión los actos de Felipe Calderón. Su propuesta de un «gobierno paralelo», si se transforma en un «gabinete en la sombra» como el que existe en otros países, no me parece desdeñable: la idea sería que hombres de probada capacidad examinen de modo implacable cada una de las decisiones del Gobierno de Calderón. Luego, no en el Zócalo, pero sí en nuevas con- ferencias televisivas, el mismo López Obrador podría cada día dar su punto de vista sobre los actos de su rival, asumiendo las funciones de líder de la oposición que existe en otras partes. Y, en fin, debe encontrar cauces legítimos para que el movimiento social que lo ha acompañado pueda mostrar su descontento y contribuir razonada- mente a la reforma que México necesita con tanta urgencia. Diario El País , Opinión, 9 de septiembre de 2006. © El País, S.L. | Prisacom S.A. textual jorge volpi195 E n un seminario internacional de periodistasescuché varias veces la estrambótica opinión de que, por obra de Evo Morales, Bolivia marcha hacia el socialismo. Lo mismo dijeron de Venezuela, no sé con qué fundamento. En todo caso, el Gobierno de Morales no resiste una defini- ción simplista como ésta, aunque el nombre de su partido sea justamente mas, es decir, «Movimiento al Socialismo». Un nombre que, sin embargo, sirve como marbete para muchas ideologías distintas que se organizan, antes que en torno a una propuesta modélica de nueva sociedad, alrede- dor de un rechazo a la sociedad tal como es. Las disímiles facciones que componen el mas no se han puesto de acuer- do respecto al curso de la transformación que ellas mismas están impulsando (unas hacia el Estado del bienestar, otras hacia el Estado multicultural, y algunas, sí, aunque no las más importantes, hacia el socialismo), pero se unirían fácil- mente para condenar el presente en cualesquiera de sus aspectos. Esto también se expresa en el Gobierno, que por eso llamo un gobierno «anti», es decir, contrario a cierto tipo de política económica, a cierta visión de la democracia, y a determinada orientación de la cultura. Su programa no es original: consiste en la negación de los proyectos, los perso- najes y los poderes anteriores, aun al precio de recaer en las ideas que los antecedieron. La definición más concreta sería la de gobiernoantiliberal, en las dos dimensiones en que esto es posible: la económica y la política. Lo que, simplificadamente, planteaba el «neoliberalis- mo» económico de los años 90 era: Inversión = nuevos nego- cios = más empleos = menos pobreza. Se trataba de hacer, pues, todo lo posible, incluso sacrificios económicos a corto plazo, para atraer a la inversión privada, particularmente la extranjera, de modo que se asegurara la obtención de grandes beneficios a medio plazo. Sin embargo, esta cadena no se verificó en la práctica. Sólo tuvo lugar la inversión, y, por tanto, solamente creó visión de américa encuentro Fernando Molina ¿Va Bolivia al socialismo? visión de américaactividad económica en las zonas modernas de la economía, con lo que el efecto de «derrame» sobre el resto del país, es decir, sobre el país marginado, el país indígena, no se produjo. ¿Por qué? En opinión del mas, se debió al carácter de esa inversión, realizada por transnacionales obsesionadas por el lucro, que han inventado la «globaliza- ción» para invadir a los países con recursos naturales, explotarlos por medio de «enclaves» y saquear sus excedentes, bajo la protección de las reglas de inversión y comercio impuestas por «el imperio». Éste es su diagnóstico y de él se deriva el tipo de solución que propone, comenzando con la denuncia de los supuestos responsables de la expoliación: las transnacionales extranjeras, las elites que fueron sus cómplices, y Estados Unidos. Se trata entonces de «nacionalizar» estos enclaves y de desplegar una polí- tica anti-transnacionales, anti-elites (en especial contra las elites más conserva- doras del oriente del país) y anti-norteamericana (pero también, a veces, anti- extranjera). En otras palabras, frente a las amenazas y las decepciones que implica el tipo de modernización que se desarrolló en el país en las últimas décadas, se opta por «mirar hacia adentro»; esto es, por recuperar los exce- dentes de los enclaves, en especial los petroleros, y usarlos para hacer lo que los anteriores receptores de estos excedentes no pudieron: industrializar el país (en la onda del desarrollismo y la «sustitución de importaciones» de los años 50), crear un mercado interno y extender el capitalismo (no el socialis- mo) por todas partes. Esta «mirada al interior» tiene una serie de implicaciones ideológicas. Se trata de una orientación nacionalista, por supuesto, que cuando se sale de la economía y llega más allá, a la cultura, se convierte en la exaltación de lo tra- dicional, las culturas y las religiones nativas, en oposición a lo importado occi- dental. El nacionalismo se combina así con el indigenismo, formando una mez- cla que está de moda, que es impactante en un país con la historia de Bolivia, y que se corresponde bien con las inclinaciones de los principales intelectua- les oficialistas. Aunque, al mismo tiempo, ha aumentado la distancia entre el Gobierno y las regiones menos indígenas del país, las del oriente y el sur, y ha provocado un choque con la Iglesia católica por el tipo de educación religiosa que se impartirá en la escuela. Sin embargo, la línea ideológica principal no deja de ser laantiliberal nacio- nalista, que tiene, además, una larga y exitosa historia en el país, pues se le debe la revolución nacional de 1952. Ahora se expresa, por ejemplo, en la nacionalización de la industria petrolera que está en curso. El Gobierno tam- bién planifica la re-estatización de las empresas que fueron privatizadas duran- te los años 90 y un conjunto de medidas que son la imagen especular y, como tal, invertida, de las políticas aprobadas en esa década, cuando campeaba el «neoliberalismo». (Todo lo cual confirma el carácter «anti» del Gobierno). Mencionamos arriba que el antiliberalismo tiene también otro sentido, el político, que consiste en la oposición a la forma institucional (de reglas y pro- cedimientos) de la democracia, considerada en determinado momento como «una simulación» por el vicepresidente García Linera. Tanto él como Morales Fernando Molina 196 visión de américa encuentro197 hicieron su carrera criticando la institucionalidad, llamando a tomar «medi- das de acción directa» en todos los campos, por lo que no es raro que ahora, una vez en el poder, no crean en, ni se sientan cómodos con el entramado de pesos y contrapesos, de requisitos y recursos que sostienen a la democracia. Al contrario, desconfían de estas instituciones y tienden a elevarse por enci- ma de ellas, para actuar directamente , sin detenerse en las formas y en los cómos, justificados de antemano por su propósito. Es decir, no recurren a los métodos institucionales para cumplir las tareas estatales, la lucha contra la corrupción, por ejemplo, sino que, yendo directamente al grano, prefieren colgar simbólicamente a unos personajes supuestamente deshonestos de los mástiles de las plazas. Tales son los dos elementos más importantes de la ideología boliviana mayoritaria. Agreguemos que este tipo de procesos, por su naturaleza emoti- va, se tornan intensamente personalistas, lo que promueve el surgimiento de una figura bien conocida en la historia nacional y latinoamericana: el gran caudillo, el hombre visionario capaz de amalgamar, mediante su liderazgo, la diversidad ideológica, étnica, clasista y organizativa existente. No en vano Gar- cía Linera ha llamado al mas, y a su estela de simpatizantes, «evismo». Pues bien, por esta razón, la concepción política del caudillo y de sus cola- boradores de mayor confianza reviste un carácter decisivo. En el caso del MAS, se trata de dirigentes populares de diversa pelambre, aunque cortados todos por la misma tijera del sindicalismo tradicional, que en Bolivia es una mezcla de maximalismo retórico con egoísmo sectorial (lo que los vuelve, en muchos casos, oportunistas). A este grupo pertenece Evo Morales, también dotado, igual que sus compañeros, de una gran flexibilidad práctica —especialmente en cuestiones ideológicas— escondida detrás de una elocuencia incendiaria. En la medida en que sea posible atribuir una concepción coherente a estos hombres, ésta tendría que ser el «nacionalismo revolucionario» que guió a la revolución boliviana. Aunque Evo Morales admira a Fidel Castro, a quien llama su «abuelo sabio», también habló de las «diferencias» que mantiene con él, lo que no ha hecho en relación a Hugo Chávez. Y aunque Evo Morales cree que en Cuba hay democracia, ni él ni su partido podrían durar un segun- do en un régimen que, como el cubano, esté basado en la capacidad organiza- tiva y coercitiva de un aparato de índole bolchevique, porque carecen por completo de recursos para montar y poner en marcha una maquinaria de este tipo. Lo suyo, en cambio, es la apelación directa y plebiscitaria (no institucio- nal) al mandato popular, a la acción de masas, al acto puro de rebeldía. Mora- les sólo se siente cómodo en campaña electoral, y, en cambio, fracasaría rotundamente como un «comisario» de esos que inventó Lenin, obsesionados por el orden y la planificación. Nadie puede predecir el futuro, pero si yo tuviera que apostar por algo, apostaría por que Bolivia no va hacia el socialismo, sino hacia un destino mucho más conocido en nuestro continente: la «monarquía», es decir, el reino de un caudillo popular que, sobre la base casi sagrada de su carisma, ofi- cia por enésima vez un «nuevo» culto al pueblo, ofreciendo a sus adherentes ¿Va Bolivia al socialismo? visión de américa encuentroNext >