< Previouseminente; después, como obispo y cardenal; de papa no lo he visto, pero supongo que seguirá siendo igual. Tengo entendido que su secretaria per- sonal fue anteriormente la secretaria de su amigo monseñor Zacchi, quien fue nuncio aquí, y al que los cubanos recordamos siempre con tanto cari- ño. Tras la muerte de Zacchi, ella aceptó ser su secretaria.Un signo que, de algún modo, acerca a todos los cubanos al Papa actual. j.d. ¿Qué le recomendaría a un creyente que duda, pero que no quiere dudar? ¿Cómo se explica usted el misterio de la vida? c.m.c.A cualquiera que dude y que no quisiera dudar, le aconsejaría que rezara, «Señor, yo creo, pero aumenta mi Fe». Creo que la verdad está más allá de la razón y uno tiene que conformarse, que aceptar y promover la vida con sus misterios,el misterio de la vida, el misterio del mal. El dolor, el mal, no tie- nen una explicación razonable, ninguna, ni desde el punto de vista de la Fe ni fuera de la Fe.Es una aceptación del misterio de la vida. ¿Por qué ese terremoto en Pakistán?¿Por qué las catástrofes en Centroamérica, Nueva Orleáns y en el sur de México?¿Qué explicación racional vas a dar de eso? «Yo no entiendo, pero sé que Tú nos amas».Y se acabó.«Confío en Tu amor, me has dado prueba de ello muchas veces». ¿Qué sentido tiene la presencia del ser humano en la Tierra, que es una mota de polvo en el universo? ¿Qué sentido tiene la vida humana, y que Dios se haya hecho Hombre aquí, en esta pequeña pelota que se pierde en el universo? Dios sabe… Sólo Dios sabe. Josefina de Diego 208 perfiles encuentro Sin título. (Evidence_a). Fotografía a color, medidas variables, 2001.209 la mirada del otro encuentro E l tema de la muerte, presentado a través de las figuras de la agonía, desde las inmediaciones de la necrofilia, del recuerdo o de la presencia de los muertos, es suficientemente recurrente en la obra reducida y consa- grada a los géneros breves del escritor cubanoamericano Calvert Casey (1924-1969), como para que uno se plantee algunas interrogantes acerca de los móviles y motivos esté- ticos de esta exploración literaria de las cercanías de la muerte. En efecto, entre los veintidós textos que reúne la antología póstuma Notas de un simulador 1 , doce evocan la muerte bajo diferentes aspectos, haciendo de ella un recurso dramático o una circunstancia esencial de la intri- ga, un objeto de reflexión o de ensoñación. Entre los tex- tos de la antología, mayoritariamente de ficción, llama la atención una nota crítica dedicada a la obra y persona de José Martí, debido a que podría aportar al lector un indi- cio eventual sobre la muy particular iluminación bajo la cual están colocadas las diversas o extravagantes figuras de la muerte en los relatos, o en el poema de Calvert Casey. Titulada «Diálogos de vida y muerte», la nota se refiere a la paradoja por medio de la cual Martí, según el autor, habría logrado la «hazaña poética» de seducir a la muerte, hasta el punto de insuflarle la vida en las estrofas de sus Versos sencillos, prefigurando así su propia actitud en el momento de morir. Es el diálogo entre la vida y la muerte, la intrincación entre muerte y vida en puntos exquisitos, lo que escenifica la obra de Calvert Casey, ya se trate de narrar los últimos momentos de algunas personas antes de la explosión inminente e insospechada de una bomba de hidrógeno («El sol»); de hacer coincidir el desenlace de la mirada del otro Entrelavidaylamuerte Del simulacro a la identificación en «Notas de un simulador», de Calvert Casey Florence Olivierun relato con la ejecución injusta e inexplicable de un personaje o con las torturas seguidas de la muerte de otro, atrapado por la historia de Cuba («La ejecución» y «El regreso»); de contar el cuidado que pone un protago- nista en encargar la fabricación de un panteón familiar en el que escaparía a la vigilancia materna («En el Potosí»); de dirigir desde el futuro un poema a un vagabundo («A un viandante de mil novecientos sesenta y cinco»); de narrar un drama familiar en el que los muertos participan igual que los vivos, gracias a las sesiones de espiritismo y, por lo que parece, de santería («In partenza», «Los visitantes»); de convocar el recuerdo de lugares y de seres desaparecidos en el marco incongruente que los ha reemplazado; o que en un flash, un narrador en plena erección piense en su futuro estado de fósil, a semejanza de todos los muertos anteriores, polvo que regresa al polvo («Mi tía Leocadia, el amor y el Paleolítico inferior», «En la avenida»). La vida, o el «bien supremo», como la nombran tanto Casey en su nota sobre Martí como el narrador del relato epónimo de la antología Notas de un simu- lador, se ve constantemente en su reflejo fúnebre. El argumento de esta his- toria es ejemplo de las variaciones de la obra sobre el espacio entre muerte y vida, pues allí se narra una fascinación por ese momento de tránsito que es la agonía para un personaje cuya actividad esencial, antes de ser encarcela- do, consistía en buscar enfermos susceptibles de morir, con la finalidad de ser testigo del «momento». Sin lugar a dudas, se encontrará una primera explicación a la fascinación de la obra de Casey por esta «inquietante extrañeza» que es la presencia de la muerte en la vida, colocándola en paralelo con el otro tema dominante de la obra: la cuestión de la identidad, planteada de manera directa o indirecta por los personajes, ya sea que estos últimos se la formulen sobre ellos mismos o que se pregunten sobre la de otros. La recurrencia de este último motivo es tal que se podría deducir, pasando de la obra a los elementos inseguros de la biografía de Casey 2 , que la ficción, de la que algunos elementos coquetean con la autobiografía, escenifica y desplaza —metaforiza y simboliza— una interrogación del autor en cuanto a su propia identidad. Así, se podría ade- lantar la hipótesis de que la escritura busque la inscripción de la identidad del autor de manera extremadamente aguda e irónica a la vez, apareciendo, por así decir, un agonentre la desaparición o la disolución de la identidad y su afirmación en la ambigüedad. Ahora bien, el límite esencial de la identidad del sujeto, que delimitaría su diferencia del otro, interrogada de manera obse- siva en la antología Notas de un simulador por los narradores de los quince cuentos, del relato epónimo y del capítulo sobreviviente de una novela des- truida por el autor, está desplazado simbólicamente de una ficción a otra. Este límite o estos contornos de la identidad parecen, para los distintos narrado- res, disolverse y responder, aunque de una manera menos festiva, cuando no de manera «fusional» y letal, a la exclamación de Rimbaud: «Yo soy otro». En efecto, en una de las ficciones más impregnadas de elementos biográficos, «El regreso», el «yo» del narrador solamente se define a través de sucesivas identi- dades ficticias: las de sus amantes; o se establece mediante la identificación Florence Olivier 210 la mirada del otro encuentro211 con la cultura de sus ascendientes cubanos, al rechazar o negar, de pronto, el personaje, su herencia cultural norteamericana. En «Piazza Margana», texto lírico y fantástico, en el sentido de que se trata del decir rítmico de un fantas- ma, el límite del «yo» se disuelve entre el propio cuerpo y el del otro, ya que el narrador se ha infiltrado en el cuerpo de su amante, circulando por su ana- tomía, de la cual se alimenta, y proclamando que su muerte sería la de ambos. La diferencia entre sí mismo y el otro se borra, por tanto, o se subdivide en la vacilación entre una nacionalidad y otra, entre una lengua y otra, entre un cuerpo y otro, en algunas historias de Casey. En «Notas de un simulador», la conciencia de este límite entre sí mismo y el otro sería, como último recurso, reemplazada por la búsqueda de otra distinción, absoluta y objetiva, puesto que el único límite al que el narrador daría crédito sería la muerte. Pero, pre- cisamente, el tenor de la conversión o de la metamorfosis esencial de lo vivo en muerte sigue siendo inalcanzable para este simulador. La gravedad de la apuesta —simbólica, para hablar con propiedad—que entraña la obra de Casey en lengua española está manifestada y aligerada por una expresión que se vale de los recursos del absurdo y del humor negro. Publicada en los años 60 en España, gracias al boom, aunque prácticamente no comparte rasgos con las novelas y relatos de los autores agrupados bajo esta denominación, esta obra singular no deja de estar emparentada con el pensa- miento existencialista, el teatro de Beckett, las novelas de Kafka y, de manera más directa o, por lo menos, casi contemporánea, con las ficciones de Witold Gombrowicz 3 . La crítica, o la promoción editorial, siempre con el deseo de hacer comparaciones, se ha puesto de acuerdo con frecuencia para definir al escritor como un «Kafka tropical». Si el relato «Notas de un simulador», que comprende diecinueve fragmen- tos o «notas», da título al libro publicado por Montesinos en Barcelona en 1997, Mario Merlino, el autor de la antología, justifica en primer lugar esta elección por su longitud, excepcional respecto al resto de la obra. No obstan- te, más allá de la extensión del relato, es «la actitud narrativa» propia de «Notas de un simulador», lo que llama la atención del crítico debido a que en la fragmentación de estas «notas» él ve un cuestionamiento del acto de escri- bir, una especie de modestia en cuanto al valor de verdad del texto, que carac- terizaría al conjunto de la obra de Casey. Si uno se interesa por las convencio- nes de la ficción propias de este relato, ni que decir tiene que el género de las «Notas» corresponde, en este caso específico, a los imperativos de cierta vero- similitud narrativa, ya que se trata de los escritos fragmentarios de un preso que pretende defenderse, por medio de este testimonio, de dos de los princi- pales cargos que obran en su contra, y que él reconoce: abuso de confianza y premeditación. Esto, afirma, a falta de pruebas suficientes para sostener el cargo inicial: el asesinato, que el personaje, narrador y autor de las notas niega indignado. En cuanto a la identidad de este personaje, definido como simulador en el título del relato por una voz que no sabemos si es la suya, está, de entrada, puesta en tela de juicio. Es tentador, como hace Mario Merli- no en su introducción, asociar el «simulador» de Calvert Casey al motivo del Entre la vida y la muerte la mirada del otro encuentrosimulacro que desarrolla Severo Sarduy en su ensayo titulado La simulación (1983). Sin embargo, los modos de expresión y las representaciones caracte- rísticas de las ficciones de Casey están muy alejadas de la estética del neoba- rroco cubano elegida y teorizada por Sarduy. A primera vista, la simulación del narrador del relato de Casey no depende exactamente, o no solamente, de una de las estrategias catalogadas por Sarduy: copia/simulacro, anamorfo- sis, trompe-l’oeil, a reserva de asimilar cualquier ficción o cualquier mentira al simulacro. ¿Qué es lo que simula el narrador? Parecería que finge la inocen- cia o, al menos, la aparente inconciencia del contenido de sus actos, ya que hay una gran diferencia entre sus intenciones confesadas: asistir a los mori- bundos y observar su agonía, y la pena de prisión preventiva que le conduce, para su defensa, a anotar sus ocupaciones en el período indefinido que prece- dió a su detención. De esta forma, el relato echa mano a una retórica de lo no dicho; tiene lagunas y es elíptico; recurre a la paralipsis, a la litote, a la perífra- sis, a la contradicción, a la inversión o a la confusión de los valores y de los sentimientos. El término «muerte» tiene aquí muy pocas oportunidades, pues la palabra está reemplazada casi siempre por las perífrasis que evitan su carác- ter absoluto. La extrema solicitud del narrador con los enfermos, y, sobre todo, con los moribundos, ¿proviene de la compasión que él parece sentir por ellos, o de su deseo de ser testigo del invisible paso de la vida a la muerte? ¿Acaso es sólo testigo? ¿O actor y autor de las muertes que desea presenciar? Todo su relato tiende a disimular su eventual responsabilidad en esas muer- tes, y el lector se encuentra, por tanto –cuando se entera, en el último frag- mento, que el personaje ha redactado ese texto en prisión–, colocado frente a una especie de enigma policial cuya pregunta no sería ¿quién es el asesino?, sino, ¿será el narrador un asesino? La diferida tensión dramática del largo relato descansa en esta interrogación final que no podría encontrar respuesta en los últimos argumentos del simulador, cuya profusión y complicación retó- rica son, no obstante, sospechosas, así como, a posteriori , ciertas reflexiones que salpican su narración. Así, leemos, en el momento en que el simulador se defiende de haber «puesto fin a vidas», cuando las apariencias le condenan: «En el fondo, las apariencias no engañan». Y algunas líneas más adelante: «Debajo de la verdad que revelan las apariencias hay otra verdad más profun- da que es preciso que se conozca» 4 . La retórica de lo no dicho, que propone la solución de un enigma lúdico al lector, transpone, por tanto, al acto de lectura el enigma físico y metafísico que no consigue resolver el narrador: ¿cómo y por qué la vida cesa para trans- formarse en muerte? El relato pertenecería entonces a un género policíaco metafísico impregnado de humor negro. La cuestión sin solución que plantea el personaje, cáusticamente asociada a una retórica de lo no dicho, recuerda la estrategia narrativa del cuento de Borges «La secta del Fénix», que remite, a su vez, a la pregunta prácticamente inversa: ¿de dónde vienen los niños? Dicho de otra forma, ¿de dónde viene la vida? Y el discurso del «simulador» no deja de confirmar el parentesco entre las curiosidades que se refieren al origen de la vida o al origen de la muerte cuando afirma: Florence Olivier 212 la mirada del otro encuentro213 No es la muerte la que me obsesiona, es la vida, el humilde y grandioso bien siempre amenazado, siempre perdido. Me intriga el momento en que se extin- gue para siempre; aún no he podido explicármelo, está más allá de toda com- prensión. He tratado de sorprenderlo. Siempre se me escapa, es evasivo. Un instante estamos vivos, el siguiente la vida se ha extinguido. En vano he tra- tado de sorprender el momento en que efectivamente cesa. ¿Cómo es posible que se nos prive del bien supremo? Es como una blasfemia cuyo significado desafía todas las explicaciones, una atrocidad, un ultraje sin nombre 5 . Este deseo de comprender el fenómeno de la muerte se parece a un recha- zo de ésta y, por tanto, a una negativa perversa de las leyes de la naturaleza, al punto de encarnar él mismo la ley 6 . Lo que parece confirmar el carácter prác- ticamente asexuado del narrador, desprovisto de cualquier pasión rectora que no sea su fascinación por la metamorfosis de la vida en muerte. Si él se encuentra entre sus semejantes, es en la medida en que ellos son mortales y no en que ellos son sexuados, —o muy poco—. El efecto de causticidad del relato procede de la narración que da la palabra al único simulador, justifi- cando sus maniobras con una lógica implacable. El discurso del otro —de los acusadores, de los jueces, de la ley—, no aparece sino de manera indirecta y, sobre todo, en tanto que objeto de su refutación, hacia el final de su relato. La atención se vuelve, entonces, hacia lo que obsesiona al narrador: el espec- táculo de la agonía, y las pobres, sutiles y variadas estrategias, algunas de las cuales son ejemplo de la simulación que él despliega para presenciarla, colec- cionando vagabundos enfermos, pacientes en fase terminal en los hospitales, amigos aquejados de patologías sospechosas, parientes que envejecen y, a fin de cuentas, cualquier ser con quien se codea y en quien procura distinguir los síntomas prometedores de un final esperado. El relato del narrador, cada vez más subrepticia, y doblemente sospechoso, implica que uno se pregunte a pos- teriori , por una parte, si ha habido asesinato y premeditación, y, por la otra, si la mirada que él dirige a los otros es objetiva o si es un signo de alucinación. ¿No será el simulacro el cambio constante del régimen de la ficción en este relato donde realismo y onirismo de pesadilla se interpretan el uno al otro, códigos no yuxtapuestos o en ruptura contradictoria, fracturándose el uno al otro, pero íntimamente ligados? Desde este primer aspecto, el relato es manifiestamente kafkiano y la duda es inútil por lo que se refiere a la realidad o la irrealidad de los hechos narrados. Sin embargo, aquí el presunto culpa- ble podría ser verdaderamente culpable, a diferencia de los K, los José K. y otros personajes de Kafka. Y bajo este segundo aspecto, la atención se desvía hacia una de las características genéricas del relato: la intriga, si pudiéramos decir, policial. Ya que el narrador podría ser culpable si nos atenemos a la lógica social del universo de la ficción, y culpable y simulador si nos atenemos a una lectura lúdico-policial de la intriga, aunque sincera en lo que concierne a su apasionado interés por la agonía. Ahora bien, el verdadero juego que el relato quiere proponer al lector no es desenmascarar al simulador; ni siquiera distinguir entre alucinaciones y hechos objetivos, o entre delirio y razón, sino Entre la vida y la muerte la mirada del otro encuentrodesenmascararse a sí mismo, o sea, separarse de la fascinación que ejercería el discurso de la locura con apariencia de lógica, y, por tanto, seguir el juego del humor negro. En efecto, por la abundancia y por la precisión maniática de las descripciones de últimos momentos que consigna el narrador, el relato finge hacer del lector un voyeur alucinado, un cómplice de los fantasmas hechos realidad del personaje. Así, más allá de lo que sería una trampa lúdica tendida al lector ingenuo, el simulacro puesto en práctica por la narración reside en su aparente ligereza, debida al alejamiento del narrador, y a la eficacia de la escenificación fantasmagórica de la realidad mediante su discurso. El tema de la agonía, ¿no es, acaso, en consecuencia, un pretexto para probar la tenden- cia del lector a la identificación, aun cuando el narrador simulador está ocu- pado en la identificación de los vagabundos cuya compañía persigue, y de los moribundos a los que dice asistir? A todas luces, «Notas de un simulador» une un relato sobre la identificación a los métodos que fingen procurarla en torno al espectáculo de la muerte. El simulador, por su parte, abusa de la con- fianza de los otros, se engaña, sin duda, a sí mismo y se burla de la muerte al contemplarla con fijeza en la ejecución de la agonía. En la ficción, desrealización, despersonalización y desterritorialización van parejas con la obsesión del narrador por la agonía y con su paradójica identi- ficación con los moribundos, en cuya mirada persigue la última luz de la con- ciencia. El fraccionamiento del relato en diecinueve «notas» crea una serie de episodios cuya tensión dramática es decepcionante —parece que no ocurre nada o casi nada mientras las escenas y los decorados se suceden—. Esta frag- mentación corresponde al vagabundeo, de buenas a primeras incomprensi- ble, del personaje por una ciudad sin nombre, como él. Al carácter abierto del espacio urbano, se opone la abundancia de espacios cerrados, algunos de los cuales se hallan entre los más significativos del encierro, ya se trate del hospital o de la prisión. Así, el simulador se introduce sucesivamente en viviendas, en casas de salud, en azoteas, hasta que termina en la cárcel. La paradoja reside en que la libre circulación y el confinamiento acaban por ser equivalentes, debido a que los vagabundeos del narrador, o sus estrategias no confesadas de fuga, lo obligan a autoexpulsarse de su casa y a ser, literalmen- te, «encerrado afuera», mientras que algunos otros personajes se condenan a una reclusión voluntaria, por fobia al contagio, o son internados allí por su cónyuge. Esta anulación recíproca de los valores del interior y del exterior contribuye a simbolizar el «deambular mental» obsesivo del narrador, y del relato, a pesar de la sorpresa final. Los desplazamientos del personaje, siste- máticos y erráticos a la vez, son, por tanto, un pretexto, a lo largo de la narra- ción, para la aparición de interiores en los que reina la indigencia, la incon- gruencia, el amontonamiento o la yuxtaposición absurda de elementos propios del exterior y del interior: los espacios contradictorios en los que el personaje penetra casi indebidamente, adquieren, de esta manera, caracterís- ticas prácticamente oníricas; parecen de pesadilla o fantasmales, y son minu- ciosamente descritos de una vez, como para provocar «efectos de realidad». Asimismo, los exteriores que él frecuenta con asiduidad, como la plazoleta Florence Olivier 214 la mirada del otro encuentro215 situada debajo de su edificio, adonde vienen a dormir los vagabundos, están descritos con una precisión extrema, igual que los movimientos de las perso- nas y sus sitios preferidos. Sin embargo, en virtud de la duplicidad de su rela- to, o en virtud de su locura, el narrador parece ser el director de una escenifi- cación y no el simple espectador de escenas que graba, a semejanza del soñador que, en «la Otra-escena» del sueño es, al mismo tiempo, su actor y director. Bajo su mirada escrutadora, las personas devienen personajes, inclu- so objetos; al menos, objetos de un deseo no formulado en los primeros frag- mentos. Con todo, para ganarse la confianza de los vagabundos el simulador los imita, compartiendo su comida y acostándose junto a ellos sobre un car- tón. Ahora bien, entre la simulación y la identificación con el papel que él representa y con el otro que imita, hay poca distancia. Así, antes de su encarce- lamiento, el narrador, despedido de su empleo a causa de sus repetidas ausen- cias y huyendo, tal vez, de eventuales acusadores, se dedica, primeramente, a un semivagabundeo, no ya por las calles, sino por las azoteas cercanas a la de su vivienda, y, más tarde, él mismo acaba durmiendo en la calle. Esta consumación del destino del otro, primero imitado, está precedida por una identificación de su imagen con la imagen del otro. Como el simulacro se refiere esencialmente a lo visible, la identificación con el otro del simulador cogido en su propio juego, pasa necesariamente por la imagen. Los episodios más impregnados de carácter alucinatorio, hacia el final del relato, permiten suponer que espiando vertical- mente, desde lo alto de una azotea a un/una paciente insomne, con la mirada fija se ilumina, a veces, con un destello de burla, el simulador se mira a sí mismo; hasta tal punto lo insólito de las escenas observadas alcanza allí un paro- xismo. El carácter especular de la mirada del simulador delata una fascinación en la que él se toma por el otro. No puede ser menos, ya que su fantasma con- siste en sustituir la experiencia intransferible de la agonía por su espectáculo, viviéndola así «en apariencia», prácticamente, por poder. La despersonalización del narrador, a pesar de su aparente dominio del simulacro, o gracias a él, está, por tanto, asociada clásicamente a una desocia- lización progresiva y a una pérdida de referencias espaciales y temporales —él vive de noche, para observar a los vagabundos en el momento más propicio para su agonía—. Conducido por la necesidad de la visión de la agonía, huye de las normas y desafía a la Ley, al convertirse la contemplación de los entresi- jos de la muerte ajena en su único objetivo y su único rasgo de identidad. Ya se pretenda leer el relato con una perspectiva realista, o sea, seria y muy aleja- da de las intenciones de la fábula, o se lo tome por lo que es: un cuento ejem- plar acerca de las dificultades de los hombres con la Ley simbólica, a la mane- ra de Kafka, comprobaremos que la ficción logra el retrato de un perverso característico, que niega completamente la existencia de la Ley para adorarla y servirla mejor a través de su adicción al espectáculo de la agonía 7 . Y el hecho de que el narrador diluya su propia imagen en la de los agonizantes, no haría otra cosa que reforzar esta posibilidad de interpretación. En efecto, la visión del momento supremo perseguida compulsivamente, tal y como él la evoca, se parece al flash de la dosis de droga, momento orgásmico en que el narcisismo Entre la vida y la muerte la mirada del otro encuentroquedaría satisfecho, por fin, ya que cualquier otro está capturado en el sí 8 . La perfección de sus observaciones da cuenta de su deseo de dominio absoluto del instante de morir y de que su ojo clínico querría ser el ojo de Dios. De tal forma, el narrador se entrega a largas tiradas, en la sexta nota, sobre sus cono- cimientos de experto en la materia y sobre los instrumentos y técnicas que aportan la prueba de la muerte, graciosamente tradicionales: la llama de una vela, el espejo para comprobar la ausencia de aliento del moribundo; así, se manifiesta como un esteta admirador de los diferentes momentos del tránsito, donde se produce el milagro del regreso de la atención del moribundo hacia aquello que le rodea, y termina la decimocuarta nota con una exclamación lírica llamando a Dios. La coherencia del retrato del perverso, fetichizando el espectáculo de la agonía, no es, sin embargo, sino uno de los recursos de humor negro del rela- to. Puesto que el efecto humorístico, o «efecto de simulacro», de la larga histo- ria proviene, en esos pasajes, de la expresión de las emociones estéticas del narrador y de los acentos didácticos de su discurso, cuya enunciación remite, mediante el empleo de una primera persona del plural, a una congregación de iniciados en la observación de la agonía, opuesta a los «profanos», incapaces de apreciar la sucesión sutil de las diferentes etapas del proceso. Este dominio de la vida y de la muerte, del que se enorgullece el personaje, se relaciona sim- bólicamente con un episodio sobre los poderes de la ficción cuyo alcance auto- rreferencial acentúa el carácter lúdico del relato. Entre sus estrategias de acer- camiento a los enfermos del hospital, el simulador, después de haber renunciado a un pequeño comercio de cosméticos que se ha revelado inope- rante, se hace bibliotecario ambulante y comprueba que él puede, al prestarles libros, modular la duración de la vida de los pacientes, o la de su agonía: Con los libros voluminosos podía prolongar ciertas vidas, y si mis más modestos tomitos lograban reavivar el interés podían también alejar el momento, o pro- longarlo. (...) Un caso me parece especialmente digno de atención. (...) Tal vez el deseo de estar junto a él lo más posible me hizo hacer lo imposible por con- seguirle un volumen grueso. (...) Cuando acabó yo estaba junto a él. (...) Me pareció inútil llamar a nadie (...) ¿a qué dejar que otros vinieran torpemente a estropear nuestros últimos momentos juntos? Más que en ningún momento me sentí dueño de la vida y la muerte 9 . Más que los cosméticos, cuya superposición sobre las carnes ajadas de los viejos remite al deseo de simulacro y, cruelmente, a los cuadros llamados «vanidades», el remedio más seguro para curar provisionalmente a los enfer- mos es, por tanto, la ficción, que les proporciona la ilusión de vivir destinos diferentes del suyo propio, y les ofrece, al mismo tiempo, un suplemento tem- poral de vida. Esta nueva variación sobre el tema de la identificación, la de los lectores con los personajes de ficción, viene a confirmar el régimen alternati- vo de la doble noción de simulacro y de identificación en la noveleta: entendi- do en el sentido de ficción, el simulacro tiene virtudes curativas gracias a la Florence Olivier 216 la mirada del otro encuentro217 ilusión y se revela como una especie de placebo. El relato establece así un paralelo entre el simulador y el autor de ficción: siendo aquel el testigo de la lectura y de su conclusión decepcionante, es también el regulador, por tanto, autor o señor, de la vida y de la muerte. Al comparar de esta forma el poder de la ficción con el del narrador, el relato, dentro de una buena lógica de humor negro, elogia y denuncia irónicamente la ilusión de la ficción. El simu- lador, por su parte, denuncia, con la sistematicidad de sus observaciones de síntomas en los que gozan de buena salud, la ilusión humana consistente en ignorar la cercanía de la muerte. «Notas de un simulador» imitaría de manera ligera el principio en el que descansan los cuadros de vanidad. Una de las ambiciones de la noveleta de Calvert Casey parece ser, en efec- to, exorcizar el tema de la muerte mediante las virtudes del humor negro, que son el código y la postura que la obra busca en varias de sus historias. No obstante, para llegar allí, el escritor se ha planteado visiblemente la cues- tión del tratamiento del espacio entre muerte y vida en la tradición literaria. Cabe recordar aquí que Casey se interesa por la actitud de Martí con respec- to a la muerte, negándose a ver en ella únicamente la adhesión al «viejo culto hispánico de la muerte que se hermana con la pasión por la vida», y elogia la complejidad del poeta, digna de los héroes existencialistas «con- temporáneos», visible en su «negativa a aceptar a priorinada que él no haya podido experimentar directamente»; pero admira aún más su capacidad para «trabajar con ella [la muerte] en todo el curso de una de las vidas más plenas posibles» 10 . Es en la obra de Kafka, evidentemente más próxima de sus preocupaciones estéticas, donde él parece haber encontrado «el instru- mento de observación» de lo humano que le será más familiar. En una nota crítica sobre El castillo, comenta: ¿Qué ocurre en El castillo? Muy poco, o mejor dicho, nada esencialmente. El genio de Kafka es capaz de hacer una gran novela sobre un hecho que no llega a ocurrir (...) Algunos críticos han observado que lo que Kafka nos dio fue esta nueva visión, esta revelación de la pesadilla que puede haber en toda vida, o sea: un instrumento de observación 9 . El genio de Kafka, subraya, citando a Thomas Mann, reside en su «humo- rismo religioso», en su rebelión no activa contra un dios que, para él, es tan «cómico y tan cruel», en su facultad para unir la pesadilla y la sátira. Recuerda que los amigos de Kafka se reían a carcajadas cuando el autor les leía algunos pasajes de El castillo . «Notas de un simulador» procura, de manera muy evi- dente, crear un universo de inquietante extrañeza nacido de la visión subjeti- va del narrador pero, por enfermos o locos que estén los otros personajes, no se produce allí una objetivación de la locura de la Ley como en el universo kafkiano, y tampoco se descubre una visión que sea signo de una ortodoxia religiosa, incluso si uno puede descubrir un vago sustrato de esta visión. En cambio, la puesta en escena de una sacralización fetichista de la muerte por parte del narrador sí está, y cómicamente, presente en la noveleta. Entre la vida y la muerte la mirada del otro encuentroNext >