< PreviousToda palabra escrita sea parte de mí Michael H. Miranda he visto. fui feliz sin abstenerme sin evasiones. todo cuanto sufro no lo aprendí en esta vidamiseria. anduve. ando. vine de la muerte que es como gramo de polvo sobre el asfalto. ya está dicho: algo roe las entrañas del país. las trazas del odio ya no suman. en noches de tos y salmos soy parte del desfile antiguo. vidainútil. he visto. una palabra no dicha está flotando. está en el aire. está en las aguas. va a estallar como torpedo como granada en mano. la línea diurna destaca el añejo dolor. si una sombra duele ¿será mi sombra? toda palabra escrita sea parte de mí como silencio que recorre el terraplén de polvo esa lengua de olor contaminada cualquier todo escrito: lina y su noche espléndida, raúl rivero y los golpes en la puerta, josé mario y surcos de tierra en rodillas que sangran quiénes frenan la rabia cobijada en el párpado y la raíz vidamuerte. en esto que va a la deriva yo creí. ahora la casa de mi fe está cercada por lobos tumbada en la manigua. el sitio donde ahogar los cadáveres de mi guerra. soñé una isla de amparo y desnudez. al despertar hallé el manicomioen sordina de otros cuerpos danzando. los he visto. tú lo has dicho. algo como la noche está cayendo. 18 POESÍA encuentro19 H ace algunas noches, agotado de un tedioso día de trabajo y tras hojear el librito de Sueños y discursosde Quevedo (el subtítulo es ejemplar: De verdades descubridoras de abusos, vicios y engaños en todos los oficios y estados del mundo), me quedé dormido y yo mismo tuve un sueño en el que vi un México al revés. El sueño estaba dividido en dos escenas interrumpidas por un período de menos de una hora de vigilia. En la pri- mera escena, yo estaba en un eje vial enorme parecido al segundo piso del Anillo Periférico, pero en un estado rui- noso. Los automóviles habían sido abandonados hace mucho: su pintura era amarillenta, las llantas estaban desin- fladas, la hojalatería arrugada, los asientos destartalados. Debía ser mediodía. El sol me pegaba fuertemente aunque sentía ese tipo de frío que no se siente en la piel sino en los huesos. Me costaba trabajo respirar. Yo caminaba al borde del eje, solo, mirando hacia abajo de vez en cuando. El suelo estaba cubierto de un lodo seco y agrietado. No había nadie a mi derredor. «Estoy en el infierno», me dije. De uno de los automóviles salió un erizo enorme, de unos 40 kilos, con nariz puntiaguda. Me asusté, corrí en dirección opuesta y me escondí detrás de lo que parecía un anuncio publicitario de Taco Bell. Esperé unos minu- tos. Caminé de nuevo y encontré unas escaleras. Bajé al primer piso y me adentré por un calle estrecha con casas en hileras a ambos lados que encontré a mi derecha. Las puertas y ventanas de las casas estaban clausuradas con tablones que el viento y la lluvia habíanhinchado y que alguien había decorado con graffiti. Estudié el graffiti en uno de los tablones: en él había letras en griego organiza- das caóticamente, la bandera de Turquía, una pelota de fútbol, una televisión. Traté de mover el tablón y ver qué había dentro de la casa, pero no pude. Me di la vuelta, crucé la calle y me topé con una reja de metal. La salté y me adentré en un patio. De pronto, al levantar los ojos, vi un anciano sentado bajo un árbol con hojas, sentado en una silla de mimbre rojo. Llevaba vaqueros y un chaleco cuyos colores he olvidado y unas botas blancas. Tenía la encuentro Un México al revés Ilan Stavansbarba pintada de azul. Sus manos jugaban con una caja de fósforos como las que usaba mi madre para encender la estufa cuando yo era niño. Él no me veía. Di un paso y me escuchó. Hubo un silencio que debió durar varios segundos. Luego, el viejo se carcajeó. Tenía solamente tres dientes, uno de ellos dorado. Su gesto me resultaba amenazador y me eché atrás. En mis sueños la gente se entiende cuando habla pero yo no los oigo. El viejo me dijo algo y me ofreció un fósforo. —Ya todos se fueron. Poco a poco… —¿Adónde?— pregunté. —No sé—el anciano respondió. —Ya sólo hay extranjeros. Gente del Japón, Islandia, Costa de Marfil. Habrá que considerarlos mexicanos puesto que viven aquí, aunque, en verdad, son turistas. ¿No cree usted, joven? Un país de turistas. —¿Adónde se fue la gente? —Sabrá Dios. Quedamos unos pocos, ya casi nadie. Usted no lo sabría si yo no se lo dijera. Un México sin mexicanos… A mí tampoco me parece absur- do. Antes sí pero ahora no. Ya sabe cómo son las cosas, no hay nada a lo que no podamos acostumbrarnos. —¿Y por qué? —¿Por qué qué? —¿Por qué se fueron? —Ay, la pregunta es necia. A los mexicanos les va mejor afuera del país que adentro. Los tratan como esclavos pero no se dejan. Quizás haya sido por esa razón, para probar que son machos. Hizo una pausa. Me miró estudiosamente. —Usted tampoco es de México, ¿o sí? —He vivido lejos por décadas. —No tiene pinta de mexicano. ¿Ya cuenta más años afuera que adentro? —Casi... —Hice la cuenta y cambié de opinión. —Sí, ya soy más de allá. —De Extranjía. No le entendí. —Así le dicen al otro México, al México opuesto, el que ahora tiene a todos los mexicanos. Yo diría que hoy ese es el México de aden- tro porque adentro es donde están los mexicanos y afuera es donde no están. —Entonces ahora mismo estamos en Extranjía— respondí. —Digamos que tiene usted la razón, joven. Aquí todo se tomaba por hecho. Eso es lo que me dicen mis nietos por teléfono o e-mail, que la gente se fue porque desperdiciamos los recursos naturales y la corrupción y el nepo- tismo hacían imposible gobernar. ¡Qué le cuento! Todo el mundo hacía chis- tes sobre la pereza, el alcohol, la intransigencia. Tan pronto se instalaron en otros sitios, esas bromas se acabaron de una vez para siempre. Me dicen que los mexicanos allá se ríen de otras cosas pero que si alguien se atreve a burlar- se de México, le rompen el hocico. ¡El orgullo! Desgraciadamente, sin mexi- canos este país no vale la pena. Los turistas se ríen de boberías. Es fácil entre- tenerlos. Dígales usted lo que quiera sobre quiénes somos y ellos se lo creen como si fueran niños en el dentista. Ilan Stavans 20 encuentro21 El viejo se alisaba suavemente la barba azul con la mano. —¿Qué idioma se habla?— pregunté. —Imposible saberlo. La gente se entiende. Usted sabe cómo son los turis- tas: se las ingenian con la sintaxis y la escasez de vocabulario. Peor que des- pués de la Torre de Babel. Me dicen mis nietos que los mexicanos afuera, los de Extranjía, tampoco hablan español. ¿Es cierto? Dicen que hablan en «común y corriente»; así lo llaman. Detrás del árbol salió un erizo inmenso, igual al que había visto salir del automóvil. Se acurrucó al lado de la silla de mimbre. El anciano lo acarició con la misma delicadeza con que se había alisado la barba. —Es mi mascota. Lo llamo Fox aunque no es un zorro. Hay muchos como él en la zona. Se han multiplicado a velocidad asombrosa. Tienen suerte por- que únicamente se alimentan de basura. ¿Qué lo trae de vuelta, joven? —Quizás la nostalgia— respondí. —No pierda el tiempo. Nuestras memorias siempre son falsas, nos enga- ñan y al hacerlo nos obligan a ser infelices. Nada mejor que olvidarlas. ¡Míre- me a mí! Se me puso la barba azul por pensar demasiado en mis nietos. A usted se le caerá el cabello… No vale la pena. Hágase a la idea que su atadura con México no existe. La distancia falsifica todo y no permite... Antes de poder terminar, se escuchó una explosión ensordecedora. El susto hizo que me despertara agitado y sudoroso. Fui al baño y me eché agua helada en la cara mientras intentaba tranquili- zarme pero sin hacer ruido. No quería despertar a Alison y a los niños. Siem- pre he tenido sueños de esta índole y he terminado por acostumbrarme a la extrañeza que me inspiran una vez concluidos. A raíz de la malograda elec- ción presidencial había estado contemplando cómo cambiaría México en los años siguientes y, de paso, cuál era ahora mi relación con mi país de origen. Yo viví en el Distrito Federal un total de veinte años, desde que nací hasta la fecha en que me fui a Nueva York como corresponsal de un periódico y descon- tando el tiempo que viví en España, el Medio Oriente y otros sitios. Desde que me ubiqué en Nueva York, mi relación ha estado marcada por la ausencia. Regreso cada vez que puedo, una o dos veces al año. En esas ocasiones siempre me embarga la incertidumbre. Lo mexicano para mí es una superstición. Su comida, su música, sus sabores me definen, pero ya no sé bien si me gustan o no, o si me fuerzo a hacerlos míos para no abandonar esa membresía que algu- na vez me definió y que ahora me incomoda. Al abandonar México me dije que la única manera de regresar era habiendo conquistado al mundo de afuera. Pero pronto esa certeza se esfumó. Regresar es reconocer que somos algo que quedó truncado y que las cosas siguieron sin nosotros. En el año 2001 escribí una autobiografía en inglés llamada On Borrowed Words. En el último capítulo, titulado «The Lettered Man», doy cuenta de una extraña visión que tuve una vez en la cual me topé, en la calle Tacuba, con mi otro yo, el Ilan Stavans que nunca se fue, el que se quedó en México cuando yo me fui. Él es divorciado pero, como yo, también tiene dos hijos, aunque con dos mujeres distintas, el segundo con una actriz de telenovela. Vive en Un México al revés encuentroPolanco y tiene un exitoso programa de tvdedicado a la política y tiene un puesto envidiable en el periódico Reforma. En el diálogo que ambos estable- cen, al Ilan Stavans de adentro le intereso un comino. —Te fuiste, cabrón— me decía en tono sentenciero. Esa frase me recordó al viejo de la barba azul. Ser mexicano fuera de México siempre ha sido para mí más complicado de lo que esperaba. Uno siempre justifica a los protagonistas de la historia nacional, explicándolos como si sus acciones tuvieran una coherencia que en otras partes del mundo no se entiende fácilmente. A los demás, el país les da la impresión de ser imposiblemente caótico. Ese caos tiene que ver con una moralidad improvisada, espontánea, el resultado del ensimismamiento de tra- diciones distintas. Y es una condena. Pero para los mexicanos ese caos tiene un orden propio. Es una forma de vida coherente, misteriosa y divertida, una alternativa a la monotonía de las sociedades civilizadas. El progreso en Méxi- co nunca es lineal sino que tiene la forma de un garabato. Es errático, aleato- rio, interrumpido. «Te fuiste, cabrón». Las palabras resonaban en mi mente. Me senté en mi estudio y reabrí el libro de Quevedo. Me entretuve en la sección «El mundo por de dentro», que empieza con una frase lúcida que me gusta desde que lo leí por vez primera en mi adolescencia: «Es nuestro deseo siempre peregrino en las cosas de esta vida, y así, con vana solicitud, anda de unas a otras, sin saber hallar patria ni descanso». Quevedo habla de cómo el tener conocimiento no elimina la confusión y de cómo lo que vemos es un engaño. Cansado, regresé a mi recámara. Me metí en la cama y di varias vueltas, envolviéndome en la cobija. Al cabo de un rato, caí nueva- mente en un sueño en el que tuve la segunda escena. Otra vez estaba solo pero no en un eje vial sino en un estadio, sentado en una banca de concreto, esperando que empezara un partido que, según el programa que tenía en mis manos, estaba programado para esa tarde. Al principio del sueño, me decía a mí mismo que la paciencia es la mayor de las virtudes de un hombre que ya no es joven. Yo había cumplido 45 años hace algunos meses. Mientras esperaba, estudiaba con detenimiento el cés- ped en la cancha, las líneas pintadas de cal demarcando los límites. De pronto, sentía ganas de jugar. Cuando era joven, antes de partir de México, formé parte de un equipo semiprofesional. Mis hijos, que también juegan fútbol, me preguntan con frecuencia sobre aquella experiencia. La añoran- za de aquel espíritu atlético me invadía, de tal manera que opté por aban- donar la banca en la que estaba sentado y correr, correr, correr a lo largo de la cancha. «Estoy en el paraíso», me dije. Corría frenéticamente, con una agilidad milagrosa, con una libertad des- conocida pero también —y eso no lo noté al principio— con inconfundible torpeza. Notaba, en el acto, que vestía yo un uniforme rojiverde, con medias blancas y tacos limpísimos y carísimos. Notaba también que jugaba fútbol sin pelota. ¿Qué perseguía entonces? ¿Cuál era el propósito del juego? Ilan Stavans 22 encuentro23 Minutos más tarde un árbitro se apareció, vestido de negro, su silbato en la boca, junto a una de las porterías. Su camiseta y rostro estaban cubiertos del mismo lodo seco y agrietado que vi en la primera escena de mi sueño. Hacía muecas que me inspiraban terror. Caminó hacia mí y dijo: —Me temo, mi estimado señor, que ha cometido una infracción cuyo casti- go tardará en pagar más tiempo del que le queda de vida. —¿Qué falta? —Pretendió jugar un partido sin tener un equipo que lo apoyara… —No pensé que fuera un delito —le respondí—. Los equipos no han lle- gado. O ya se han ido. Y los espectadores todavía no llegan. No hay nada de malo en divertirse… —¿A expensas de quién? —preguntó. —No entiendo —le repuse—. No lo hice de mala intención. El árbitro no le prestaba atención a lo que le decía. Sacó de un bolsillo una libreta de apuntes y escribió mi nombre y el número que llevaba en mi camiseta. —Mejor le vendría irse. Así nadie se dará cuenta de su infracción. Si lo hace, yo le prometo dejarlo tranquilo. Además, ¿no se ha dado cuenta de que a usted se le olvidó cómo jugar? —A mí no me da vergüenza. —Resígnese pues a las consecuencias, señor— dijo y se dio media vuelta. Quise pedirle perdón, rogarle que borrara lo que había apuntado en su libre- ta. Pero tenía trabada la lengua y las palabras no me salían. Sentí que se derramaba una lágrima por mi mejilla izquierda. Opté por volver a la banca adonde había estado originalmente. Me convencí de que la mejor alternativa a mi disposición era esperar. Esperé y esperé hasta que sonó el despertador. Un México al revés encuentroEl sueño de la razón produce monstruos y después los devora, como mismo el viejo Cronos devoró a sus hijos. El paso del tiempo y el golpe de la modernidad, el florecimiento y la inmediatez de los periódicos virtuales, los falsos valores éticos del nuevo periodismo —donde la imparcialidad se mide en la misma balanza que se pesa el dinero o la política—, la catás- trofe económica que sucedió al derribamiento de las Torres Gemelas, y una sarta de escándalos locales, han ido arrancando —uno a uno— los dientes al Monstruo de la Bahía. Pero este animal de fondo, plantado en sus razones, sigue todavía siendo El Monstruo de la Bahía, cariñoso epíte- to con el que ambos bandos del espectro político del exilio cubano en Miami han bautizado al edificio de seis pisos donde se albergan las redac- ciones de The Miami Heraldy El Nuevo Herald, los dos diarios más leídos (sólo hay tres) de esta aldea con pretensiones de gran ciudad. El fumadero del Monstruo es un enorme balcón que rodea por tres cos- tados la segunda planta del edificio, y cada vez que nos asalta la impe- riosa necesidad de seguir viviendo, nos escapamos al balcón a conver- sar un rato con el mar, a estirar las piernas o a reventarnos los pulmones. Siempre bajo a la misma hora y me acodo, de espaldas al mar, en la baranda que da al oeste, a ver la caída del sol y fumarme —como todos los días— mi último cigarro. Me hundo en el humo rojo de la tarde y veo a Carlos Victoria atravesando el parqueo rumbo al edificio, con su paso lento, un libro bajo el brazo, las manos en los bolsillos y la cabeza baja, en un silente y misterioso diálogo con la sombra que pre- cede sus pasos sobre el asfalto. Y doy gracias, una vez más, por el sencillo acto de saber que hoy también estará Carlos con nosotros. Saberlo allí, callado, en su escritorio, dispues- to para todos, con un consejo que siempre calma, con un golpe de ánimos en nuestras pesadillas, con un comentario mordaz o una frase lapidaria que sella cualquier polémica. Saberlo allí también nos da fuerzas para seguir viniendo a diario, para seguir rompiéndonos los brazos con el perió- dico de la mañana. 26 EN PERSONA encuentro entrevisto por Germán Guerra La mentira veraz CARLOS VICTORIA27 GERMÁN GUERRA [G.G.] :Toda historia, todo tiempo de vida tiene un principio y un final, un nacimiento y una muerte que siempre terminan enlazados, regre- sando al mito del tiempo cíclico, donde una serpiente que se muerde la cola traza un círculo perfecto. Cuéntanos el principio recordable de tu historia. ¿Cuáles fueron las primeras lecturas?, ¿cuándo descubriste que habías escrito el primer texto perdurable, que estabas haciendo literatura?, ¿dónde han queda- do esos manuscritos y la biblioteca que calmó la sed de aquel adolescente que a los quince años ganó el primer premio de cuentos de El Caimán Barbudoy a los veintiún años, en 1971, fue expulsado de la Universidad de La Habana por «diversionismo ideológico»? CARLOS VICTORIA [C.V.] :Como no tuve una niñez feliz, descubrí muy pronto que podía fabricar otra realidad a través de la lectura. Leía embelesado las cosas más diversas: Dickens, Verne, historietas de Batman, novelitas de amor y del oeste, Stevenson, Daudet. Ese gusto tan amplio me ha durado hasta hoy, y se ha exten- dido a la música y al cine. Disfruto lo mismo de Joyce que de Dashiell Ham- mett, de Los Beatles que de Shostakovich, de Antonioni que de John Woo. Pero volviendo a la infancia: al mundo inventado de la lectura se sumó al poco tiem- po el mundo inventado de la escritura. Escribo con regularidad desde los ocho o los nueve años. En cuanto a tener conciencia de que eran textos perdurables, creo que todo el que escribe, incluso un niño, piensa que su escritura es impor- tante, al menos durante el acto de escribir. Todos mis manuscritos, miles y miles de páginas de poemas, cuentos, novelas, comentarios y obras de teatro, salvo algunos que había prestado o regalado a amigos, fueron a parar a manos de la Seguridad del Estado de Cuba en 1978, cuando me arrestaron. Siempre repito, en broma, que ha sido el único acto de justicia de ese aparato siniestro. Espero que como segundo acto de justicia hayan destruido esos papeles. Me avergüenza pensar que algún día aparezcan todos esos delirios pueriles, mediocres y mal escritos. Lo que escribí hasta los treinta años, la edad en que salí de Cuba, no tiene el menor valor. Sólo me sirvió, digamos, como aprendizaje. Por suerte, sólo pude publicar el cuento que mencionas, escrito a los quince años, influido por Cortázar y los surrealistas, que me deslumbraban por esa época. [G.G.] :El éxodo del Mariel, en 1980, te trajo a estas playas del exilio. Han pasado ya veintisiete años de ausencias y desarraigos, y has vivido todo ese tiempo en Miami, desde donde has escrito y publicado toda tu obra. Desde aquí encon- traste al padre que no conocías,has descubierto que tienes dos hermanas, y en esta aldea grande también murió tumadre. Cuando atamos lazos perdidos, cuando se nos muere un padre o nos nace un hijo en el lugar donde respira- mos, nos asalta un sentido de pertenencia y las aceras se tornan cotidianas. Aquí y ahora, hoy, en Miami, ¿cuánto «sentido de pertenencia al lugar» palpita en tu vida cotidiana?, ¿cuántas veces has ido caminando por una calle de la «sagüesera» y al doblar la esquina caes en una plaza de Camagüey? [C.V.] :Mi sentido de pertenencia ha ido cambiando y se ha ido reduciendo. Duran- te mis primeros tiempos en el exilio sentía que pertenecía a Cuba, sobre todo a Camagüey; luego, sentía que pertenecía a Camagüey y a Miami. Ahora sólo per- tenezco a la casa en la que vivo desde hace diecisiete años. Carlos Victoria entrevistopor Germán Guerra EN PERSONA encuentroNext >