En los comienzos de la década de 1960 visitaba mi casa de El Vedado un joven amigo de mi prima, ávido y fluido lector en cinco idiomas, de lúcida inteligencia y conocedor atento de mucho de lo mejor de la literatura de Occidente. Un día, en una de nuestras conversaciones ya habituales, esa vez hablando de Eliseo, me dijo: “Eliseo Diego es un príncipe”.

Se refería, desde luego, al refinado linaje espiritual del poeta, una afirmación que entonces yo no podía suscribir ni negar porque por aquella fecha yo no conocía al autor ni a la persona. Poco después cayó en mis manos En la Calzada de Jesús del Monte, y más tarde conocí a esa figura silenciosa, de una amabilidad cálida, de sonrisa discreta, como si siempre estuviera meditando o pensando en algún verso para iniciar uno de sus espléndidos poemas.

Aquella experiencia me conmocionó y me hizo evidente la rigurosa verdad de la afirmación de mi amigo. Desde ese encuentro con la obra y con el poeta me volví un lector fiel y constante de sus libros, empecé a visitarlo cada vez que podía y que mi sentido de la mesura me aseguraba que no estaba molestando ni ocupando el precioso tiempo del extraordinario creador, a quien yo imaginaba leyendo los libros que él tanto amaba o escribiendo los poemas que tanto amábamos nosotros sus lectores.

Lo visité alguna que otra vez en el departamento de literatura para niños de la Biblioteca Nacional, lo traté muy de cerca en su casa y en otras ocasiones en encuentros literarios. Tuve el privilegio de acercarme a su biblioteca personal, riquísima en ejemplares clásicos de nuestra lengua y en autores de expresión inglesa, de los que se nutrió durante años sin necesidad de traducciones.

Yo escuchaba con toda la atención de que era capaz sus opiniones acerca de algún libro o autor sobre el que me diera sus criterios. Nuestros diálogos eran esencialmente monólogos, pues yo no podía hacer un aporte valioso ante semejante maestro de la palabra poética. No sé si logré comunicarle mi gran admiración por su poesía y sus prosas, ni llegué a saber nunca si le parecían bien o mal mis acercamientos valorativos a sus textos.

Sí sé, sin asomo de duda, qué me significó y me significa ya para siempre su obra. Y también tengo plena conciencia de los inolvidables momentos que disfruté en su compañía, como aquel en que Norberto Codina y yo caminamos con Eliseo por los alrededores de su casa y en un momento del camino nos mostró una escalera que terminaba poco después de comenzar en el costado de un edificio, construida sin un propósito práctico, una de esas maravillas que él sabía ver como nadie, experiencia central de su libro Por los extraños pueblos, de 1958.

Otra experiencia iluminadora en mi acercamiento a Eliseo Diego fue el conocimiento de su familia: su esposa Bella García-Marruz, sus hijos Lichi y Rapi, su hija Fefé, su cuñada Fina y su hermano en la poesía, Cintio Vitier.

Es necesario para mí recordar que gracias a Eliseo y a las gestiones de mi amigo Codina realicé mi primer viaje, invitado por los organizadores del Premio Juan Rulfo, en cuya lista de asistentes me incluyó nuestro poeta.

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Es imprescindible en esta evocación recordar, también, lo que este autor nos ha dejado con su obra y su vida, en su condición de figura cimera de las letras del idioma. En este primer centenario de su nacimiento, le damos las gracias por tanta belleza en las palabras y en la vida, por su oscuro esplendor, por su magisterio, por la riqueza de su maravillosa herencia espiritual.

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