Italo Calvino en Nueva York, 1959
Italo Calvino en Nueva York, 1959

La traducción de estos fragmentos de Un optimista en América de Italo Calvino está motivada por la escasez de ediciones –y referencias– en lengua española, así como por el casi total desconocimiento que la rodea en el mundo hispanoamericano. Se trata de uno de los títulos menos difundidos de Calvino, entre otras razones porque se publicó póstumamente, en 2002. Catalogado como diario de viaje, Un optimista en América implica mucho más que el relato personal del intelectual italiano recorriendo los Estados Unidos de 1959 a 1960: el libro incluye reflexiones singulares que dan cuenta del pensamiento sociopolítico del autor, así como interesantes disquisiciones culturales sobre el Viejo y el Nuevo Mundo. Apasionante cartografía literaria para un examen de la ruta de Italo Calvino por los Estados Unidos, su lectura evidencia además pistas necesarias para entender la concepción que el autor tenía sobre la ciudad –genéricamente hablando–, una de sus fascinaciones personales, manifestada especialmente en un título como Le città invisibili (1972). La traducción de los fragmentos seleccionados como más representativos del libro se basa en la edición Un ottimista in America (1959-1960), Mondadori, Milán, 2015. Se mantiene íntegramente la extensión de cada segmento textual identificado además con un título a modo de breve capítulo o viñeta, tal cual aparece en su edición italiana.

Iledys González Gutiérrez

Un optimista en América (fragmentos)

América a primera vista

Me había arrepentido de no haber tomado el avión. Habría llegado a Nueva York impulsado por el ritmo de los grandes negocios, de la política al vértice, de los personajes sonrientes de las telefotografías: la justa vía de aproximación para los Estados Unidos de hoy. En cambio, me había dejado persuadir para tomar la nave a vapor –“¿Quieres probar? ¡Es muy bello!”–, el más moderno transatlántico americano que sale de Le Havre. Y así llegaba, en cambio, ya oprimido por la sombra de otra América: una América de letargo provinciano, de viejas parejas de cónyuges aburridos, de bienestar sin impulso, de pobreza de recursos vitales interiores.

La nave es un medio de transporte anacrónico, poblado, como las estaciones termales, de viejos que pasan las noches a jugar al bingo, una especie de tómbola, o a apostar por carreras de caballos filmadas.

En medio a una pálida bruma, abrigado, exponía mi cuello la mañana del quinto día al alba, sobre cubierta, para distinguir a Nueva York. He ahí, al horizonte que aclara, entre las luces de una deformada costa, como una montaña que toma forma. Y en un tramo todo fue justo, no se podía llegar sino así. El viaje, diferente, tiene sentido solamente si se paga la llegada: y nosotros, privilegiados y nerviosos, lo pagamos apenas con un poco de impaciencia.

Emergidos del cielo apenas claro, los rascacielos son las ruinas de una monstruosa Nueva York abandonada de aquí a tres mil años. No: es una masa porosa y casi diáfana, filtrando luces. Parecen luces olvidadas (¿en la fuga de los últimos habitantes?) y, de hecho, ahora, aquí y allá, como todas juntas, se apagan: es de día.

Los colores afloran lentamente sobre las formas macizas y plúmbeas y son colores completamente diferentes de aquellos que nuestra memoria fotográfica preveía, y uno se pierde en un diseño de volúmenes y de formas siempre más complicado, minucioso, laberíntico. Todo queda silencioso y desierto; en una línea, ¡los autos! Allá a la base corrían, corrían, desde quién sabe cuánto tiempo, como una corriente de hormigas luminosas, y no nos habíamos dado cuenta.

¿La América no está americanizada?

La primera impresión del viajero en Nueva York es que la América no esté del todo americanizada, que estamos más americanizados nosotros que ellos. Comienza a escandalizarte el hecho de que no se conoce a un neoyorquino que tenga un auto (porque no sabría donde estacionarse; por eso todos prefieren ir en taxi). En las oficinas (empresas privadas y entes públicos) el europeo que espera encontrarse la rigurosa eficiencia del organization man parece solamente ver una voluntariosa aproximación, una buena voluntad familiar. Y te parece que la juventud no vista a la moda americana como en Italia, y que no sepa lo que son aquellos billares eléctricos que en nuestro país llamamos flippers. (Aquí se llaman pin-ball-machines, pero para encontrarlos hay que ir en lugar específico en el Times Square). Y te marchas diciendo: no es última la impresión de que este sea el único ángulo del universo donde la Coca-Cola no ha persuadido a nadie.

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Al mismo tiempo te das cuenta de que es justo todo aquello que ves ser la América, más América de la América que ya está en nosotros. La americanización que está en nosotros no es otra cosa que la imagen del contraste entre un nivel tecnológico-productivo-distributivo más avanzado, al que una parte de la humanidad ha llegado, y un nivel tradicional inmóvil, del cual otra parte de la humanidad encuentra siempre dificultad para salir. Aquí, en cambio, viejo y nuevo son ramas de la misma planta: el organismo acumula y transforma sus contradicciones en un proceso de crecimiento continuo y casi animal.

Arte y antítesis

La consciencia actual de la inteligencia americana está caracterizada por un indeterminado descontento por la sociedad de la mecanización y del bienestar, aún más, por una incapacidad o no-voluntad de proponer posibles antítesis o soluciones.

¿Cómo se refleja este estado de ánimo en el arte y en la literatura?

El sentido de la antítesis histórica, en arte y literatura, provoca la imagen. El poeta contrapone a la realidad una imagen. Esta imagen implica (incluso cuando quiere ser una reproducción de una dada sección de la realidad elegida como paradigmática) una nueva separación de valores.

Tal operación ahora parece imposible a la consciencia americana, la cual consigue expresarse completamente sólo con unas reacciones que no se cristalizan en imágenes, sino que permanecen en estado de grito. Por eso son aventajadas dos formas de expresión que permiten la mayor tensión lírico-expresionista sin proponer imágenes: la pintura informal y la música jazz.

Los verdaderos “documentos” de la América de hoy hay que buscarlos entonces en estas dos direcciones (muy diferente la una de la otra: la pintura abstracto-expresionista está cargada de una desesperación demasiado ciega y escandalosa para persuadirnos de no ser injustificada; el jazz “frío” es, en cambio, una racionalización del nerviosismo actual –diría– más fundada e históricamente útil, pero siempre con la sospecha de un virtuosismo formal).

La literatura, en cambio, está obligada a escoger y coordinar imágenes o quizás sólo palabras con un significado; y no lo consigue. No nacen imágenes-antítesis, o mejor: ellas están todas cansadas e inadecuadas. Por eso un discurso sobre la literatura americana de los últimos años se puede hacer sólo sobre el plano de la fenomenología literaria, que no toca el plano de los valores.

Los libros más interesantes que llegan de los Estados Unidos en los últimos años no son creaciones literarias, sino libros de ensayística sociológica, que describen críticamente aspectos nuevos de la realidad americana, sin contraponer alguna posibilidad de solución. Sin embargo, cada vez que el novelista intenta una operación paralela a aquella de la sociología, es decir, intenta evocar una carga poética –positiva o negativa– sobre cualquier particular de este cuadro, falla.

Vida de escritores

En el mundo literario de Nueva York me he hecho amigo particularmente de un joven escritor que parece bastante típico y representativo, y que llamaré Bill Stern (no es que elija a mis amistades en función de su representatividad sociológica: soy amigo de Bill porque es un tipo alegre, intelectualmente ágil, dotado a la vez de claridad moral y astucia: cualidades que no son fáciles de encontrar juntas).

Bill ha escrito diferentes libros (uno al año, en media) y es bien retribuido entre los nombres de su generación. Pero cierto, los libros no bastarían para hacerlo vivir si no existieran los grants, es decir, las becas por parte de alguna fundación cultural. Espera hacerse asignar un grant ahora para culmina una novela. Irá a Arizona, o tal vez a California. Pero, mientras tanto, no quisiera perderse otra beca, de otra foundation, para autores teatrales, porque también tiene intención de escribir una comedia. Es necesario que elija. Con una Guggenheim (me parece) ha pasado seis meses en Haití, con una Rockefeller (¿o una Ford Foundation?) ha girado Europa.

Es el sistema mejor que un escritor tiene para vivir; de lo contrario, no es difícil encontrar una cátedra de writing, o sea, del arte de escribir, en una universidad o en un college: vida tranquila, poco que hacer, pero es necesario tener deseos de pasar algunos meses en un centro universitario alejado.

La jamás suficientemente loada providencia de la legislación fiscal americana, por la que grandes industrias y bancos pueden destinar una parte de los millones que deberían pagar como impuestos al financiamiento de fundaciones culturales, hace que la disponibilidad del dinero para la cultura sea enorme. Y para los escritores la batalla por la vida consiste en conseguir hacerse asignar una beca tras la otra. A menudo lo consiguen, incluso los principiantes, también quien ha publicado una noveleta en una revista, o quien presenta a la foundation los primeros capítulos de una novela y pide ser mantenido para poderla terminar. Son becas no altas, se entiende; se vive apenas; los escritores jóvenes viven siempre un poco de bohémiens; a menudo se escoge, para aprovechar del grant, un país exótico, donde la vida cueste poco, o donde se pueda salir en camiseta y sandalias: Cuba, las Hawái, Via Margutta. Existe también la ventaja de entrar en contacto con poblaciones extrañas, que inspiran coloridos bocetos de vida vivida: justo aquello que se necesita para las revistas de larga tirada y para competir en nuevos grants.

Ningún escritor aquí tiene, como en Italia, una segunda profesión, sino aquellos que entraron ya fijamente en la categoría de profesores universitarios. La enseñanza a menudo es algo temporáneo también, una invitación por parte de una universidad o de un college a desarrollar un curso de clases o de conferencias. El escritor es considerado siempre alguien que puede llegar a informar a terceros de los secretos de su arte.

Deriva, en la vida de los jóvenes escritores, una atmósfera unida de seguridad y de inestabilidad. El hecho de escribir, con tal de alcanzar un cierto nivel medio, es una profesión como otra, que puede dar para vivir. A través del mecenazgo institucionalizado, el trabajo creativo no está liberado de los cálculos económicos, pero no está ni siquiera vinculado a una exigencia de mercado: se encuentra ahí a mitad. Los escritores de medio nivel son una multitud y sus tiradas, en todos los Estados Unidos, no son más altas que nuestras iniciales tiradas italianas, ni mucho más fructíferas, como derechos de autor.

El blanco al que todos apuntan es el éxito: misteriosa institución, sin un reglamento preciso y que no se sabe jamás a quién pueda elegir entre sus favoritos.

La ciudad desaparece

He visto más “América” moviéndome en estos días por Cleveland y Detroit, que en dos meses en Nueva York. La fórmula que usaba como síntesis de mis primeras impresiones en este país, “La América está muy poco americanizada”, comienza a no revelarse verdadera.

Primero que todo ha cambiado la idea misma que me hacía de “ciudad”. Se sale de la autopista, se busca la ciudad; ¿dónde está? Ha desaparecido. Puedes girar por horas en carro y no encuentras aquello que corresponde al centro. Sí, hay todavía un downtown, un centro de oficinas, pero la ciudad residencial ha desaparecido, se ha expandido sobre una superficie grande como una provincia nuestra. La middle class vive en las villas de dos pisos, en los barrios interminables de calles todas iguales. No se puede dar un paso sin auto, también porque no hay ningún lugar a donde ir. No hay por ahí tiendas de tipo tradicional; de vez en cuando en un cruce de estas calles hay un shopping center, un centro de compras donde se pueden conseguir los suministros del hogar.

Creíamos que nuestra era estaba caracterizada por un máximo de concentración urbana. En cambio, no es más así. Estamos en la fase de la polvorización urbana; ya nuestra civilización, los vestidos, la mentalidad están cambiando; el mundo super-industrializado está volviéndose un mundo de pequeños núcleos familiares, estrechos en torno a la chimenea (la televisión) como era hasta ayer sólo el mundo agrícola.

Las catedrales del consumo

También la civilización del consumo tiene sus catedrales: los supermarkets, los department stores. Detrás de las paredes de vidrio de los supermarkets, por los pisos sostenidos de columnas y conectados por escaleras móviles, la abundancia de la América está a la mano del ama de casa. Se gira entre un mostrador y otro empujando hacia adelante la canasta de hierro a ruedas como por las vías de una ciudad y, en ciertos supermarkets enormes, cada pasillo entre los estantes tiene un cartel con un nombre de una calle.

En los grandes almacenes o department stores se pueden comprar, además de objetos pequeños y grandes, incluso los motorscooters italianos (que cuestan más que los autos a poco precio) y los motores acuáticos (en las ciudades sobre lagos, como Chicago y Detroit, es en enero que se agita el lanzamiento de los nuevos modelos de embarcaciones para el verano), y también muchos otros servicios. Un día The New York Times salió con dos páginas de publicidad del más grande almacén citadino ejemplificando todos los servicios que eran ofrecidos a la clientela: desde los remiendos de vestidos a la limpieza de joyas y a la reparación de electrodomésticos. En una sociedad donde encontrar un artesano a quien confiar el más simple trabajito se convierte en un problema casi insoluble, la centralización de los servicios parece la fórmula del porvenir.

Una historia de la organización del consumo podría ser considerada ya una sección necesaria en la historia de los Estados Unidos. La cadena de almacenes (centros comerciales) más difundida en todo el país adquirió su fama con las ventas por correspondencia. Su catálogo (que ahora se convirtió en un volumen tan grueso que necesita de un mueble para él) era enviado a las fábricas más aisladas en el campo, en los tiempos en que las comunicaciones eran escasas y difíciles.

La honestidad en las ventas por correo fue el secreto del éxito de esta compañía, en tiempos en los que los agricultores estaban sin defensa de los engaños postales. Me cuentan un ejemplo de engaño postal: un negociante desconocido distribuía para el correo en los campos la publicidad de un mobiliario para cuarto. El precio era razonable, la habitación parecía bella; el farmer mandaba el dinero, ¿y qué cosa recibía? ¡un paquete! Dentro estaba el mobiliario de un cuarto idéntico a la figura, pero era un cuarto de muñecas.

La relación entre el proveedor y el consumidor es una de las relaciones sociales que han tenido los cambios más vistosos. Y la cosa más importante es que ahora nadie paga. Casi todos, en los supermarkets y en los grandes almacenes, muestran su credit card y se hacen registrar en una cuenta todo lo que compraron. A cualquiera puede contar sobre un salario o sobre los ingresos, son abiertos créditos a menudo superiores a sus posibilidades actuales. Pero es todo un mecanismo de la producción para imponer que se consuma, que se endeude, que se sea optimista en el futuro, que se venda el auto antes de haber terminado de pagar sus plazos para comprar uno nuevo. Las casas ya es obvio que no las paga quien las compra, sino el banco; de lo contrario, ¿qué estarían haciendo los bancos?

¿Es esta la sociedad de la confianza o la sociedad de la ansiedad? ¿Una vida en la que a los cuarenta años consumes bienes que esperas poder pagar sólo a los sesenta parece dilatada o acortada? Los hijos nacen con el destino de trabajar para pagar la máquina eléctrica que está lavando sus vestiditos, y que sus padres no lograrán pagar porque tendrán que pagar todavía tantas cosas compradas antes…

Pero, si por un momento conseguimos sustraernos de los vértices de esta espiral que no se sabe a dónde irá a terminar, vemos, en la organización de producción y de consumo americano, que el mundo de la Utopía está cerca y es posible: el mundo de cuando la credit card no será ya un balón al pie (sea con una cadena lentísima y elástica) de una deuda que nos perseguirá por la vida, sino la tarjeta que dará derecho a cada persona que trabaja de disponer de todos los bienes que le sean necesarios. Los Estados Unidos, el país más alejado de los fundamentos ideológicos de esta aspiración humana, es en realidad el país más cercano a ella como presupuestos prácticos. ¿Corresponderá entonces a la imagen de un eficiente supermarket el mundo futuro desvinculado de las necesidades materiales?

El color de la miseria

El color de la pobreza en los Estados Unidos es rojo encendido, como el de los ladrillos fabricados en los barrios más humildes. O también es la tinta desteñida de las villitas de madera ya en mal estado, que son alquiladas como slums. ¿Es pobreza en el sentido europeo o es “otra cosa”? Moviéndome a través de las grandes ciudades industriales, de las apariencias de un bienestar de masa de proporciones muy vastas se pasa a territorios donde el bienestar parece no haber despuntado jamás, y donde las condiciones de amplios estratos populares parecen bien míseras, incluso a los ojos duramente ejercitados del europeo.

Entre ayer y hoy me he movido mucho con Tom por Detroit, sobre todo, en los barrios de slums, de casuchas. La recesión del 58 parece haber dejado aquí una red de desocupación y subocupación.

En una ciudad como Detroit, en la que se crea una parte conspicua de la riqueza americana, existen barrios fangosos, donde las casas son poco más que cabañas, y cuando una es demolida ves a mujeres y ancianos aglutinarse en torno con carretillas a mano para proveerse de leña para quemar. En estos barrios de la miseria no se encuentran sólo las masas de los últimos llegados (los Latins, o sea, los inmigrantes de la América Latina) o de los negros para quienes los pasos hacia adelante son más lentos y difíciles: están también peldaños de la inmigración europea de cincuenta o cien años atrás que “no lo han conseguido” y han permanecido pobres generación tras generación, incluso muchos anglosajones.

Chicago

Comienzo a entenderla, a Chicago. Quizás comience a darme miedo. En fin, empieza a gustarme. Es la verdadera ciudad americana, productiva, material, brutal, tough. En ninguna ciudad hay tal potencial de violencia, una tensión que se siente en las personas, en las cosas, en la topografía misma de la ciudad. Aquí las clases se enfrentan como ejércitos enemigos, a rostro abierto, como en ninguna otra ciudad de los Estados Unidos: los ricos y el mundo de los negocios en el pedazo de los edificios de lujo, en los rascacielos del Magnificent Mile y en el estupendo paseo del lago, y de inmediato, a espaldas de este pedazo, el triste mundo de los barrios pobres: los italianos, los polacos, los griegos, los negros, los mexicanos. Me imagino la Chicago en verano, cuando la ciudad de los pobres se traslada a través de la ciudad de los ricos e invade las playas del Michigan, deba llevar en la vulgaridad balnearia una especie de violencia revolucionaria.

Se siente que Chicago es una ciudad ensopada en sangre: la sangre de los anarquistas asesinados en 1886 en Haymarket que todo el mundo, excepto los Estados Unidos, conmemora cada 1º de mayo; la sangre de las víctimas sobre el trabajo que ha irrigado la potencia industrial local; la sangre de los famosos mataderos de las reses; la sangre de los gangsters.

La era de la sangre ha terminado: nadie recuerda ya a los anarquistas alemanes que podían haber hecho nacer de Chicago una tradición revolucionaria a la medida de la América (hojeo un viejo libro sobre ellos lleno de preciosas ilustraciones, un estudio de una minuciosidad informativa sorprendente si se piensa en quien es el autor, esculpido sobre el frontispicio: ¡el mismo jefe de la policía de Chicago que exterminó a los revolucionarios!); los obreros ya son protegidos por una legislación anti-infortunio que constituye una estable conquista sindical; el mercado de las reses y los mataderos han desaparecido (la carne puede viajar en vagones refrigerados y por eso conviene matar a las bestias en las fábricas); los gansters deben estar siempre, pero se dispara menos (justo el día de mi llegada ha explotado un grave escándalo de corrupción en la policía local, pero es cosa de ordinaria administración). ¿Dónde está entonces este dramatismo que siento aletear, sino en los recuerdos?

Creo reconocerlo por las calles, en las caras duras y rojas de los hombres de negocio en el ascensor de un hotel (¡qué diferencia con los pálidos rostros intelectuales de Nueva York!), entre las tortas nupciales de las dulcerías italianas (aquel hombre con el sombrero y las patillas, cierto, es un gangster), en los locales nocturnos entre las muchachas descubiertas y tostadas por los vestidos a lentejuelas (¡la América de las películas, finalmente!), en las grandes fotografías a colores de mujeres desnudas del famoso magazine que se publica aquí, Playboy.

Sé que cuando en pocos días se haya construido la imagen de una ciudad, la única cosa por hacer es irse lo más pronto posible, antes de que las nuevas impresiones se acumulen y contradigan a las anteriores. Por eso, para salvar a esta Chicago, para que permanezca mía, me apresuro al aeropuerto.

Primer balance del American way of life

Debo decir que a mí el American way of life no me desagrada, si por ello entendemos un ideal de eficiencia, en el trabajo productivo y en el disfrutar la vida. El ritmo de un mundo en el que todos trabajan y todos quieren ser felices es la realidad de la América, aunque en la prisa nerviosa de las grandes ciudades eso comporta insatisfacción continua y úlceras gástricas. Pero para reaccionar a este ritmo el americano medio de hoy se atrinchera en una vida estrechamente familiar, de villas de periferia, bienestar standard, pretensión programática de estar satisfechos de sí mismos. Este tipo de American way of life me aburre y no lo aceptaría ni siquiera por una semana.

La ciudad “diferente”

Haber atravesado los Estados Unidos, como se dice, “de costa a costa”, haber asimilado hasta encontrar sublimes la uniforme miseria, la falta de personalidad y de pathos de los pueblos que, en cambio, desde aquí podrían estar a mil millas más allá o no importa donde, las casitas bajas, los centros comerciales con precios escritos en blanco sobre enormes carteles rojos, la ausencia de gente por las calles porque no hay ningún lugar a donde ir a pie, la ausencia de paisaje de las enormes llanuras, haberse habituado, digo, a estas imágenes de llanura física y espiritual, y llegar una tarde a una ciudad de edificios del aspecto cómodo y belle époque construida con sus promontorios y colinas en la ribera de un discontinuo golfo, con calles rápidas en modo absurdo habiendo sido cortadas según una red de paralelas y perpendiculares perfectamente regular sobre un terreno muy irregular y montuoso, y siguiendo estas calles pasar sin solución de continuidad de un lugar señoril, tipo Montecarlo, de los barrios de Nob Hill a una ciudad china traficada y populosa, toda de negocios, friteras y disparos de fuegos artificiales, y de allí a la Columbus Avenue semi-italiana y semi-Broadway y semi-beatnik y semi-París (están hasta –extrema punta de europeísmo– los cafés con los dehors incluso en invierno), llena de gente que pasea, que vaga, que se encuentra, que se detiene, que habla en voz alta: he aquí que entiendes por qué los americanos te preguntan primero si has estado en San Francisco, y cuánto te gusta San Francisco, y si no encuentras que San Francisco es diferente de las demás.

Esta primera impresión de felicidad de San Francisco, de riqueza vital, no te acompañará mucho; a ella seguirá una imagen más desvanecida, de discreción y casi de melancolía; sin embargo, todo no más que desagradable, quizás todavía más peculiar y conmovedora. Ya el Pacífico allá sobre la costa de la California septentrional es un mar más báltico que mediterráneo, velado siempre por una sombra de niebla, de vapor, frío incluso en verano; los bosques de sequoias y eucaliptos sobre los montes aledaños, a través de su exceso tropical, alcanzan una altura nórdica; aquellos lugares sobre la bahía, como Sausalito o Belvedere, se asemejan, como colores y como gente, no tanto a Santa Margarita Ligur cuanto a Pallanza, a Ascona, y si luego paseas por San Francisco una noche que no sea entre viernes y domingo, encuentras las calles semi-desiertas, los locales cerrados; hay un aire de mar un poco en decadencia, con los chinos apretados en sus callejuelas, la plaza con las jardineras y los bancos donde se sientan los viejos italianos; y después de un rato te das cuenta de que estamos aquí en el extremo confín del mundo (si todavía imaginamos un mundo eurocéntrico), en una Última Tula, y que The New York Times llega aquí tres días después de su tirada.

Nacida como ciudad del futuro, al mañana de la fiebre del oro, destruida por el terremoto y de inmediato reconstruida, San Francisco conserva el clima de su prosperidad desde el principio del siglo, y se ha modernizado defendiéndose de los elementos más niveladores de la civilización de masa. Queda, en sus estratos sociales, altos y bajos, una ciudad de élites, comenzando por los estibadores del puerto, élite de los trabajadores. Las viejas familias americanas conservan la impronta de la civilización anglosajona más que en otro lugar (basta visitar un club de perfecta tradición inglesa donde se conservan las reliquias de los escritores que han vivido aquí: desde Mark Twain a Jack London y a los dos ilustres huéspedes, Kipling y Stevenson). Los hebreos tienen una aristocracia de familias establecidas aquí desde antes de la fiebre del oro (netamente separadas, por eso, de la posterior emigración de masa de la Europa oriental). Los italianos son piamonteses, ligures, toscanos, tienen profesiones bien definidas (es únicamente aquí en California que la agricultura está en parte considerable en mano italiana, con las famosas empresas vinícolas); muchos de ellos comprenden y hablan el italiano (mientras los italianos que desembarcaron y permanecieron en Nueva York no sabían el italiano cuando llegaron ni hablaban el inglés, y por un par de generaciones permanecieron completamente inarticulados); tienen apellidos reconocibles (los extraños apellidos ítalo-neoyorquinos pertenecen a una Italia que no se ha asomado jamás a la historia) e incluso de apariencia se asemejan a los italianos de hoy (mientras los ítalo-neoyorquinos se parecen sólo a sí mismos).

Los viejos tranvías a cremallera que escalan por las pendientes calles de San Francisco son uno de los vértices del patetismo de esta nación sin pathos; y el rumor de la cremallera, que parece que se fríe en el raíl escondido, es el signo característico de la ciudad, aquello que nos volverá a la mente en los momentos de nostalgia (así como la nostalgia de Nueva York estará vinculada a la imagen del humo que sale por las alcantarillas de la calefacción en media de las calles).

¿Sería entonces San Francisco una especie de isla, de sala de conservación de una particular estación y atmósfera de la civilización americana?

No es verdad lo que se dice siempre

No es verdad lo que se dice siempre, que el único modo de ver la América es recorriéndola en automóvil. Además del tiempo que se emplearía dadas las inmensas dimensiones, el elemento dominante de tal viaje sería la monotonía. Pocas millas de autopista bastan para dar una idea de las pequeñas y pequeñísimas ciudades, de los interminables suburbios, con todas las construcciones bajas, distribuidores de combustible, negocios con las insignias escritas en enormes caracteres. Pero lo más aburrido es el tener que pararte cada noche a dormir en uno de estos pueblos anónimos, donde no hay nada más que hacer que verificar que el letargo del little town es tal cual nos lo han descrito. La América menor mantiene sus promesas: el bar adornado con trofeos de caza, cabezas de ciervo y de alce; los farmers en una sala de depósito jugando a cartas con el sombrero de cowboy en la cabeza; la gruesa mujercita alegre que está seduciendo al salesman de paso; el borracho que intenta molestar.

La ciudad demasiado grande

El motel en el que vivo en Los Ángeles tiene de frente un extraño edificio blanco cándido, casi sin ventanas, con una altísima torre en el centro y, en la cúspide, un ángel de oro con una trompeta. Es el templo de los mormones, el más importante de toda la costa del Pacífico. No podré visitarlo: sólo los mormones pueden entrar, y no todos, sino exclusivamente los ancianos. Incluso los gestores del motel son de religión mormona: gente anciana, gorda, tranquila e insólitamente gentil.

Alrededor es un barrio verde, todo de casitas muy bajas, habitado por japoneses que trabajan como jardineros en las villas de Westwood y de Beverly Hills. Cada mañana y cada tarde, pasa por aquí enfrente la camioneta de un distribuidor de helados, que emite como llamada un acorde de carillón, agudo y tormentoso. El carillón del heladero y la trompeta del ángel mormón se asociaron en mi memoria; quizás la primera vez que sentí ese sonido pensé que de verdad provenía del ángel, pero ¿hubo una primera vez? Estoy aquí desde hace diez días y me parece haber conocido este arpegio, este absurdo templo, esta sensación de asfalto debajo del sol.

¿Entonces, Los Ángeles? Desde que estoy en los Estados Unidos, todos, absolutamente todos aquellos con los que hablé me dijeron que habría amado San Francisco y que habría odiado Los Ángeles. Tanta unanimidad de juicios ha acabado por ponerme nervioso. He estado en San Francisco, la he amado, cierto, ¿pero qué bravura había?: la ciudad es bella, de un tipo de belleza insólito en América, pero no he tenido la sensación de un descubrimiento, de una difícil conquista, de un contraste de sentimientos. Chicago, aquella sí, me había dado satisfacción: conseguir entenderla, sentir su sabor, aceptarla así como es. Del mismo modo quería poder decir, regresando al East: “¡Los Ángeles, qué ciudad! ¡Ustedes no la entienden!”

Y apenas llegado, tenía pensado que me habría gustado de verdad. Primero que todo, una ciudad tan grande, así exageradamente amplia, una ciudad que para atravesarla en auto es como ir de Turín a Milán. Sólo las ciudades enormes hoy me interesan. Además, una ciudad tan fundida con la naturaleza, que de aquí alcanza el mar, dejando despejados promontorios desiertos a pico sobre el Pacífico, y de allá las montañas, así que para pasar de un barrio a otro a veces la calle más breve implica atravesar una zona montañosa completamente selvática (y no se dice por decir: en el boscaje se mueven los mountain lions, es decir, los pumas). Y una ciudad industrial del tenor de una vida superior a todas las otras que he visto, en una escala tan amplia para poder ser considerada finalmente no una zona privilegiada, sino un pedazo de la sociedad americana.

¿Pero qué? Después de pocos días, había bruscamente cambiado de opinión. Amigo de las grandes ciudades, había entendido que Los Ángeles no es una ciudad, que vivirla como una ciudad es imposible. Manejar de un extremo a otro, incluso en un mismo boulevard, es un largo viaje, y los servicios de autobús son lentos y raros. Durante mi estancia es este ya el tercer hotel y barrio que cambio, he buscado siempre el lugar donde sentirme más “adentro” de Los Ángeles, y me encuentro cada vez aislado como en un nuevo exilio. Los habitantes viven en tantas sociedades separadas, los de Beverly Hills visitan a los de Beverly Hills, aquellos de Pasadena a los de Pasadena; la ciudad enorme que tiene como resultado la vida provinciana. También encontrar un número de teléfono es difícil: los listados de teléfono de Los Ángeles, divididos por zona, son una decena; en ningún lugar se encuentra más de un par; sólo en los grandes hoteles existe la colección completa, conservada en un mueble.

Pero no quiero darme por vencido ante mis interlocutores y continuo, contra aquellos que me definían a Los Ángeles como la ciudad del smog, y alabo el cielo azul y el aire límpido. De hecho, mi estancia ha sido favorecida por una feliz disposición de los vientos. Giro por las calles de Westwood, entre las distantes casas, escucho el carillón del heladero que parece que sale de la trompeta de oro del ángel mormón, con la ansiedad y el desagrado de quien ve abrirse delante de sí la puerta del paraíso terrenal, pero sabe que para entrar el precio es uno solo: la pérdida del alma.

Mitología del Texas

Los automóviles a Houston llevan una raya pegada detrás: Built in Texas by Texans (fabricado en Texas por texanos). No es verdad: son Ford o Cadillac o Jaguar como todos los demás, las piezas vienen de las fábricas del norte y en Texas están sólo los talleres de montaje, que las grandes sociedades automovilísticas han descentrado un poco por todos lados. Pero es inútil razonar con el famoso espíritu autonomista de Texas, el único estado de los Estados Unidos que tiene –por una especial excepción constitucional– el derecho de separarse de la Confederación cuando desee, el estado que consiguió entrar en guerra con Alemania un año antes de Pearl Harbor mandando un escuadrón de voluntarios con la aviación canadiense, el estado para el que la más grande humillación fue cuando la Alaska fue declarada estado también, porque perdió el primado de la superficie (y ahora en toda América no se dice ya Texan size de los helados o de los televisores de talla gruesa, sino más bien Alaskan size). En este orgullo local hay implícita una intención de subvalorar el resto del país, y, para burlarse de los texanos, algunos simpáticos empezaron a pegar sobre la parte trasera de sus autos el escrito: Built in Detroit by idiots (fabricado en Detroit por idiotas).

Antes de llegar aquí me preguntaba si conseguiría en pocos días capturar una imagen significativa de este país tan particular como espíritu y como vida económica. Pero, como de costumbre, fui afortunado: llego a Houston mientras está el Fat Stock Show, la gran exposición anual de reses, en ocasión de la cual se tiene el más importante rodeo de toda América. Houston es una gran ciudad moderna como tantas, pero ahora presenta un aspecto único en el mundo: están en la ciudad los cowboys de todo el Texas, más bien, de todos los estados ganaderos. Y no sólo está vestido de cowboy incluso quien no lo es, viejos hombres de negocios, señoras, niños, todos con vestuario texano, sombrero y chaqueta con flequillos.

Para obtener una entrada al rodeo me aconsejan unirme a una comitiva de estudiantes de agricultura paquistaníes, huéspedes del estado de Texas en un colegio agrónomo de los alrededores, y hoy de visita en Houston. Me sumo a los paquistaníes tratando de mimetizarme entre ellos. Una anciana del comité de acogida, esposa de una personalidad de la ciudad, sirve el café con vasos de cartón, está vestida con un disfraz western de raso blanco. Texas se me presenta como un país en uniforme: hacia la exposición de zootecnia, las buenas familias burguesas marchan compactas en perfecto uniforme de cowboy. Me siento vagamente alarmado. Esta mitología local, esta ostentación de un traje práctico y antintelectual que tiene en sí una carga de fanatismo, de alarmante belicosidad, despierta en mí ciertos desagradables recuerdos. Por suerte –a diferencia del mundo de aquellos recuerdos desagradables– aquí es una mitología vinculada al trabajo, a la producción, a los negocios: a estas reses en muestra, y –todavía más– a la gran riqueza del petróleo.

En un estadio grande como el Vél dʼHiv de París y adornado de banderas (las banderas texanas sobrepasaban a las de los Estados Unidos, así como el himno texano es aquí el incontrastable himno oficial), se tiene el rodeo. Y es también eso un mixto de pragmatismo y de mitología. La gran parte de las pruebas a las que se aventuran los cowboys son operaciones de su trabajo cotidiano en las granjas: montar con o sin silla un caballo todavía no domado, amarrarle las patas a un toro o a un ternero en un cierto número de minutos, ordeñar a una vaca que no quiere, etcétera. Pero entre una competencia práctica y otra hay números de la retórica western más falsa: los más famosos cantantes cowboys de la televisión se producen entre el entusiasmo de la multitud.

Se diría que pragmatismo y retórica forman para los texanos un todo único, sin posibilidad de distinción. Pero cuando el cowboy a caballo sigue al ternero, lo sujeta con el lazo, se le tira arriba en modo de destruirlo con la panza al aire, consigue amarrarle las patas con la ayuda del caballo que debe moverse teniendo el lazo tenso, y bien, es un espectáculo de exactitud técnica, de amor por el good job, el trabajo bien hecho, con su belleza y su moral que la retórica no destruye.

Nueva Orleans como en los libros

Estoy en Nueva Orleans en el esplendor de las fiestas del Mardi Gras (Mardi Gras en América –o mejor, en Nueva Orleans, el único lugar en que se festeja de verdad– es término extensivo para significar carnaval; la palabra carnaval, de hecho, a menudo se usa para indicar las atracciones del Luna Park). Llego temprano en la mañana, los hoteles naturalmente están todos llenos como un huevo, y me pongo a dar vueltas por el Vieux Carré, que es todo igual a las fotografías, cada casa con el balconcito y el pórtico de hierro. Vengo del West, donde lo “antiguo” se encuentra siempre en mínimas proporciones e inflado y lleno de propaganda turística y retórica local, pero aquí debo decir que Nueva Orleans es justamente toda Nueva Orleans, decadente, putrefacta, hedionda, pero viva.

De un arrendador de habitaciones en el Vieux Carré consigo tener por milagro –y haciéndome tomar por el cuello– una habitación oscura, llena de cosas polvorientas y dobladas. Para salir al obligado balcón de hierro se pasa a través de un habitáculo oscuro, donde tienen encerrada todo el día a una vieja de noventa años. Mi primera impresión es la de encontrarme en una escenografía de Tennessee Williams o en el ambiente de un cuento de Truman Capote: aquello que había siempre creído reconocer como un especial clima fantástico de este o aquel escritor, o un especial gusto por la imaginación, común en los escritores del sur, ahora me parece sólo una fotografía de aquellos ambientes, sin algún margen de transfiguración.

Luego entendí que ha sucedido también el proceso inverso, que la literatura ha influido en la realidad. Por ejemplo, de muchas casas viejas de Nueva Orleans se cuentan historias extraordinarias: pero siento decir que Faulkner, de joven, cuando ganaba haciendo cien oficios, había servido también de guía para turistas que visitaban el Vieux Carré, y a sus preguntas respondía inventando historias. Muchas historias pasaron de boca en boca y se convirtieron en patrimonio de todos los guías, y han entrado a formar parte de la historia y de los recorridos oficiales de Nueva Orleans, y ya no se sabe qué sea verdad ni qué cosa es de Faulkner.

Los últimos napoleónicos

Napoleón habría debido escapar de Santa Elena y venir a refugiarse a Nueva Orleans. Aquí tenía organizado el plan de fuga, predispuesto el refugio. En cambio, no se hizo a tiempo: el emperador murió. En Nueva Orleans ha permanecido la “casa de Napoleón”, es decir, la casa que el emperador habría debido ocupar; y la muestran a los turistas.

El culto a Napoleón persiste en muchas viejas familias francesas de la ciudad y triunfa en el gusto de los diseñadores y de los anticuarios. Pero que el estilo de Nueva Orleans sea más francés o más español, es cuestión de controversia; la disposición actual de la vieja ciudad es aquella que le dieron los españoles que la gobernaron por sesenta años, antes de que volvieran los franceses por pocos meses en el 1803 y fuera luego vendida de Talleyrand a Jefferson.

Ahora la ciudad ha recibido un extraño regalo del gobierno franquista: tarjas de mayólica con los nombres de las calles en la época de los españoles, de tal modo que el ostentador espíritu francés de la ciudad viene corregido en cada ángulo.

Muy diferente es el Garden District, donde las familias francesas fueron a vivir en el siglo XIX (mientras el Vieux Carré se convirtió en el barrio de los negros, hasta que alguna decena de años atrás, redescubierto como la gran atracción turística del South, se volvió un barrio de anticuarios, hoteles y locales nocturnos): todo era grandes villas, entre ellas muy preciosos ejemplares de plantation houses, las blancas villas señoriles con columnas.

Encerrada en su orgullo aristocrático francés, Nueva Orleans permaneció siendo una de las más pobres y atrasadas ciudades de los Estados Unidos, y las consecuencias de la Civil War hicieron el resto; ahora está logrando una cierta prosperidad como ciudad del petróleo y como puerto para frutas y minerales de Suramérica. El puerto es italiano, sede de uno de los más antiguos créditos italianos en los Estados Unidos, familias originarias de Sicilia y de las islas Lipari.

El profundo Sur

Viajo en autobús a través de Alabama y Georgia. Afuera, el pobre campo, las casas de los negros son tugurios de madera.

En el autobús la línea de división entre los asientos de los blancos y los de los negros ahora no está marcada, pero sigue en vigor el tácito acuerdo de que los negros se metan en el fondo del transporte, y los blancos delante. Cuando la parte negra –es decir, aquella detrás de la cual comienza a sentarse algún blanco– está toda ocupada, los negros que todavía suben al autobús deben permanecer en pie.

Pero los escritos bien grandes White y Colored sobre los bancos separados donde se espera el autobús, y en las salas de espera, y en los toilettes, por todos lados donde las dos partes de la población no deben encontrarse, tienen una perentoriedad exageradamente dramática, como los carteles de las prohibiciones en un territorio de guerra, que impresiona al viajero, sea europeo o americano de los estados del norte. Se siente que estamos en territorio de guerra de verdad, que la coexistencia de razas diferentes aquí no ha entrado en un clima de natural acomodo y compromiso como en otros lugares, que la lucha de los antiguos patrones para no dejarse sumergir por los antiguos esclavos dura desde casi cien años y necesita una tensión continuamente alimentada por la voluntad.

La primera cosa que comprendes, por poco que te adentres en el “profundo Sur”, es que no puedes hacer otra cosa que ocuparte de la cuestión racial. Todos están hipnotizados por ella, blancos y negros; no se sabe hablar de otra cosa; la política tiene sólo ese tema; los negros parecen excluir la posibilidad de encuadrar sus problemas en un más vasto plan de renovación social y productivo; los blancos no saben salir de la particularidad regional, de la defensa contra la presión negra que creen instigada por sus seculares enemigos: los easterns (habitantes de la East Coast), llamados yankees.

Los primeros síntomas de esta obsesión los tuve en Nueva Orleans. Me estaba marchando, y sobre la limousine para el aeropuerto habían subido ciertos señores de la Louisiana interior, que regresaban creo de alguna convention local. Hablaban entre ellos sin saber que yo era un extranjero; ¿y de qué creen que hablaban? Injuriaban a los easterns que cada vez que están en vista de elecciones se ponen a instigar a los negros, porque ellos no saben qué cosa quiere decir: allá arriba los negros son pocos, pero los quisiéramos ver en nuestra little town donde los negros son cuarenta a uno, etcétera, etcétera, los discursos habituales que desde siempre se suelen poner en boca los blancos del sur.

Viajando, cada vez que se descubre gente que hace y dice aquello que se espera que hagan y digan, se siente primeramente un sentido de satisfacción. “¡Ah, finalmente también yo los he visto! ¡No me estoy perdiendo nada de aquello que cada buen viajero en los Estados Unidos deba ver!” Pero, luego, repensándolo, te alcanza un gran letargo.

El consejo de guerra

Estoy en Montgomery, capital de Alabama, el peor estado segregacionista. Justo aquí están ocurriendo cosas nuevas, jamás sucedidas en la historia del sur: los negros han comenzado a luchar. Sacudiéndose una resignación que parecía eterna, los negros del sur, o mejor, la joven generación, están experimentando sus primeras formas de lucha, formas nuevas que se inspiran en la “no violencia” de Gandhi. Al frente de este movimiento está el doctor Martin Luther King, un joven ministro negro de la iglesia bautista, que hasta hace poco tiempo era pastor aquí en Montgomery, y ahora ha trasladado su púlpito y su barrio a Atlanta, en Georgia, donde la concentración de masas obreras da una base más compacta al movimiento.

En Montgomery la situación es tensa en estos días. Todos los periódicos de los Estados Unidos hablan del caso de los nueve estudiantes expulsados de la universidad negra por haber intentado sentarse en el café del Tribunal estatal. (Como saben, sentarse silenciosos e impasibles en los locales prohibidos, sin reaccionar a los insultos, a las escupidas, a los golpes de los blancos, es una de las principales formas de lucha adoptadas por los negros partidarios de la no-violencia.)

Recién llegado a Montgomery, comprendo que la situación está caliente y que King está en la ciudad. Consigo encontrar los contactos que me permiten compartir con él. Es un tipo muy sólido y hábil, sobre los cuarenta y cinco años, con bigotes; nada en él hace pensar que sea un eclesiástico. Estamos en la sacristía de la iglesia que ahora está dirigida por el doctor Abernathy, sucesor de King, un jovencito grueso con bigotes, con aspecto de músico de jazz. Están presentes también otros dirigentes, casi todos pastores de la iglesia bautista.

Está claro que King no tiene tiempo para discurrir conmigo. Me doy cuenta de que en la sacristía se está teniendo una especie de consejo de guerra. Me siento en una esquina a escuchar. Los leaders deben decidir cuál línea de acción de los estudiantes apoyar, para responder a la expulsión de los nueve. En otra iglesia bautista, justo en este momento, está teniendo lugar un meeting de los jóvenes de la universidad negra y esperan por la intervención de King.

Está la propuesta de realizar una marcha demostrativa de protesta en el Capitolio de Montgomery el domingo en la tarde. King examina con los pastores los pros y los contras. Aquella forma de protesta, inatacable desde el punto de vista legal, tiene, en cambio, fuertes probabilidades de no conseguirse. ¿Cuáles serán las repercusiones en caso fallido? ¿Podría el gobernador decidir cerrar la universidad negra? Prevalece el criterio más arrojado. Se decide tentar la acción. King y Abernathy se dirigen al meeting de los estudiantes. Los sigo.

Una ciudad

Mis impresiones del sur habrían sido oscuras si no hubiera descubierto Savannah. Me detuve en Savannah, Georgia (para dormir una noche, dar una mirada de paseo por la mañana y volver a partir), sólo atraído por la belleza del nombre y de cualquier vago eco que suscitaba en mi memoria, pero nadie nunca me aconsejó ir, nadie entre el centenar de personas que encuentro y que me abastecen de consejos para mi viaje. Y es la ciudad más hermosa de los Estados Unidos.

Diré enseguida que es bellísima también Charleston, en Carolina del Sur, bien famosa, y algo más sugestiva por las maravillosas casas del siglo XVIII que dan a jardines semitropicales y selváticos, pero su fascinación está en la decadencia y el abandono. Savannah, en cambio, ha permanecido prácticamente intacta como era en los tiempos prósperos del algodón, conservada en su belleza por una diligencia cívica que se adivina aún asidua.

Es una de las pocas ciudades americanas construidas según un plan urbanístico, de extrema regularidad racional y, a la vez, de variedad y armonía: cada dos intersecciones de calles hay un pequeño square lleno de árboles, siempre igual y siempre diferente, por la gracilidad de los edificios antebellum, como dicen aquí (es decir, de antes de la guerra de secesión), o incluso de la época colonial. También el puerto, que es el único recurso actual de la ciudad, ha conservado un impagable sabor de vieja América.

Esto es un placer que había olvidado: el placer de sentir una ciudad que sea la expresión de un nodo de civilización, de una continuidad histórica, digo, una ciudad como hay tantas en Italia, una ciudad como Piacenza. Piacenza es una ciudad en la cual no he pasado mucho más de pocas horas de seguido, entre un tren y otro, pero la única nostalgia que me asalta de vez en vez en mi viaje es el pensamiento de que aquí, en ninguna parte, se puede bajar de un tren y encontrar una ciudad como Piacenza. Y he aquí que cuando menos me lo esperaba encuentro una sensación completamente diferente, pero en cualquier modo del mismo valor, paseando una mañana por Savannah.

El goce del descubrimiento no me impide darme cuenta de que se trata de una ciudad de un letargo absoluto, mortal. El secreto de su conservación está en su meticulosidad; no por gusto el personaje más famoso que han dado los nacimientos es la fundadora de las girls-scouts, de las jóvenes exploradoras. En las habitaciones del hotel son expuestos por todos lados carteles con las instrucciones sobre la chimenea para seguir en caso de alarmas aéreas; carteles recientes, digo, para la guerra próxima, no olvidados allí de la guerra pasada.

Aburrida sí (y, de hecho, no viene nadie, a pesar de tener un equipamiento turístico de óptima clase y saber presentar sus atracciones históricas y urbanísticas con un aire señoril desconocido en otras partes), pero llena de estilo, de racionalidad, de protestantismo, de Inglaterra: encantadora. También aquí, como en todo el sur, las viejas señoras no hacen más que hablar de sus antepasados, pero ahora tengo finalmente una idea de qué cosa era esta famosa civilización del viejo sur, y la actitud señoril del viejo sur, y el  paternalismo hacia los negros del viejo sur (que aquí todavía prevalece como actitud sentimental); todo inmerso en un aire de digna pobreza y desilusión.

La actitud hacia los Estados Unidos

Primera actitud del europeo en los Estados Unidos:

“Los americanos tendrían todas las posibilidades; sólo no saben ciertas cosas que nosotros los europeos hemos elaborado con el pasar de los siglos. Bastaría enseñarles, y la historia del mundo tomaría su curso justo. El problema a resolver está aquí, en este país. Es inútil pensar en los pequeños problemas de nuestra casa. Es necesario dedicar todos nuestros esfuerzos a la América, a consolidar la cultura americana con la europea. La tarea de los europeos es conquistar la América y su enorme energía en una historia común.”

Segunda actitud del mismo europeo después de algunos meses en los Estados Unidos:

“Lo bello de la América es cuando es América y basta, cuando te encuentras de frente soluciones exclusivamente americanas, no trasplantadas de Europa. Cada vez que los americanos buscan asimilar ideologías, escuelas, problemáticas típicamente europeas, ¿qué resulta? Aplicaciones grises, pedantescas, privadas de vida, privadas de la espontánea fuerza americana. Los Estados Unidos es un país diferente de los demás: deberían desarrollarse por vías propias, sin tener que ver con el resto del mundo. El aislamiento no estaba tan equivocado. Es necesario apuntar sobre la máxima diferenciación entre Europa y América. La tarea de los europeos es alejar de los Estados Unidos la tentación de seguir nuestros procedimientos de pensamiento.”

Tercera actitud del mismo europeo en los Estados Unidos, pasados otros meses más:

“Los americanos no saben qué es americano y qué no lo es. Sólo nosotros los europeos lo sabemos. Debemos venir aquí todos los europeos y dar clases de americanización. Es necesario dedicar todas nuestras fuerzas a América, para darle una mentalidad, una eficiencia que sean absolutamente americanas como entendemos nosotros. Hay un trabajo enorme por hacer. Estudiar las bases teóricas y las vías prácticas para que América sea siempre más americanizada. Sola América no puede ser América. Esa es tarea de los europeos…”

Europa

El jet ha salido de Idlewild, es apenas de noche, desde hace una hora solamente es que se navega por el cielo negro y ya las líneas del alba están sobre las costas claras del Viejo Mundo. ¿Estaba tan cerca Europa? Estamos en Orly.

Cambio un boleto de mil, espero quinientos francos de vuelta, pero me dan cinco, protesto… No: el franco ahora es “el nuevo franco”. Me he ido por seis meses y es como si volviera después de cincuenta años, el viejo emigrado que no conoce ya el valor del dinero ni la distancia de los recuerdos.

Pero París no cambia su rostro tan de prisa como Nueva York. Camino por los quais. En una esquina del bistrot, la primera cara conocida de la Europa es la de Sartre. Intento hablarle de los Estados Unidos, pero él ha regresado ahora de Cuba, empieza a contarme, a explicarme, a preguntarse: Castro, la novedad histórica de la Revolución cubana, el lugar que tiene en el cuadro en el que se configura hoy la lucha política en el mundo, la crisis de los partidos tradicionales, la nouvelle gauche, la ideología…

He ahí que encuentro Europa, con el largo hilo ininterrumpido de su lógica, Europa con su traducir incansable en conceptos del mundo de las cosas, con su demostrarse adelante en la historia, Europa con su insatisfacción o sus entusiasmos, tan diferentes de la insatisfacción o los entusiasmos de los Estados Unidos. Me doy cuenta de que por meses cada razonamiento mío ha debido articularse en otros términos, en otro sistema de ideogramas y jeroglíficos, para intentar explicar una realidad diferente y una lógica diferente. Ahora comienza a correr un discurso alrededor mío donde todo es cierto, y complicado, e improbable. Y allá, alejadísima, América, la América llena de cosas sin palabras, de banalidades difíciles de decir, la América que no sabe pensar en el futuro y, en cambio, lleva consigo tanta parte del futuro de todos, la América…

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2 comentarios

    • Me ha encantado leer estos fragmentos y tras buscar el libro varias horas por internet, remito a preguntaros: ¿hay manera de conseguirlo aunque sea en inglés?

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