Fotograma de 'Otto e mezzo', Federico Fellini dir., 1963
Fotograma de 'Otto e mezzo', Federico Fellini dir., 1963

Hay que decirlo de entrada: desde 1963, cuando apareció Otto e mezzo, de Federico Fellini, el cine empezó a ser otra cosa. Con esa película y otras de similar naturaleza creo que de alguna manera se materializan, de antemano, las ideas de Robert Bresson acerca del cine, expuestas aforísticamente en Notas sobre el cinematógrafo.

La experiencia visual –surrealista, de ensueño ilógico– que Fellini alcanza a transmitir en los primeros minutos de esa película, deviene irrepetible al menos como novedad estructural caracterizadora de un personaje-creador que busca una salida. Ese personaje (Marcello Mastroianni) es, ni más ni menos, un director de cine, y aunque la cuestión autobiográfica siempre se subraya en los comentarios sobre la película, lo importante allí es que ya Fellini era muy conocido –había estrenado al menos dos obras muy significativas: La strada (1954) y La dolce vita (1960)–, y, sin embargo, quiso romper los esquemas de una narrativa lógica, llena de un esplendor barroquizante y elaborada con pericia, al apostar por la discontinuidad, los pasadizos ciegos y la libre asociación.

Apostar por cosas de importancia suprema en la narrativa que caracteriza la Modernidad ayer y hoy: la estratificación móvil, la flexión, la curvatura, el pliegue, el torcimiento, la asimetría compleja, la abolición de la “integridad” del discurso, la indeterminación, la imprecisión.

Aunque, hay que aclararlo, Otto e mezzo es un filme gárrulo, voceador, casi parlanchín (Bresson defendía la realización, con muy pocas voces, de un cine discreto).

Entre paréntesis: reparo ahora en el título de este texto y comprendo que la posverdad es siempre necesariamente artística en ese contexto, pues brota de ese crafty thought donde el impacto estético y el trazado de la emoción dependen casi exclusivamente del lenguaje.

Otro entre paréntesis: los hechos objetivos traen, sin embargo, una modalidad inferior de la verdad.

Hasta ese momento, hace ya sesenta años, Fellini era un cineasta de la convención realista. Pero ya era posible conjeturar, tomando en consideración sus películas anteriores, que lo fascinaban el caos dionisíaco de la metáfora visual y las acumulaciones de rostros, enumerables en tanto contexto emotivo en un mundo que, a ratos, podía tener la forma de una feria. Esa forma, tan arcaica como moderna, es uno de los ejes de su cine.

Fellini o la feria. Desde su nacimiento moderno (y hay un nacimiento arcaico, por supuesto), la feria es la feria del mundo. Ella contiene al caos como formulación de la libertad, el intercambio ilimitado, la ausencia de restricciones, la preeminencia del goce, la salutación sistemática de lo vital, el intenso reflujo (echo chamber) de las voces.

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La cámara de Fellini registra un encadenamiento que solo la mecánica del sueño creativo podría convertir en arte. La enumeración de los rostros y las secuencias de pesadilla acallan el lenguaje, lo obligan a aceptar y reconocer cierto grado de autoabolición progresiva. El cuerpo del cineasta-personaje (Guido) se eleva por encima de una playa y después lo vemos, seductor, en un orbe procesional dominado por el agua –curas por ingestión de agua, en un extraño local que no es un balneario ni deja de serlo– e interrumpido por la belleza paralizante y fugaz de Claudia (Claudia Cardinale).

En la secuencia del sueño con los padres de Guido, Otto e mezzo accede a lo visionario y lo caprichoso. El espacio es mítico, cumple con un destino metafísico, por así llamarlo, y es como si estuviéramos en el interior de un paisaje, soleado y abrumador, de Giorgio de Chirico. Es el tipo de paisaje que, ya estilizado y en función de lo clásico, podemos ver en la interpretación que Fellini haría del texto de Petronio en Satyricon (1969). Un paisaje donde las formas clásicas ligadas al cuerpo transitan, primero, hacia una congelación distanciadora, y, después, hacia una revalorización teatral.

Esto habla muy bien, claro, de las facultades de un artista que depositó en los sueños y en la lucidez de lo imaginario una confianza casi absoluta en cuanto al desentrañamiento de lo real.

Una estructuración modular, dentro de la sagacidad ordenadora de la alucinación y el ensueño, sirve para que, por dentro del filme, empiecen a surgir interrogaciones sobre una obra, o la Obra, que es la obra futura. Interrogaciones que proceden de la independencia de las voces —en las escenas del baile, mientras los asistentes observan al director de cine, pendientes de él— y de la asociación de imágenes.

Sin embargo, ¿qué obra es esa? La que siempre está en el horizonte del espíritu del arte como trabajo tenaz en torno a una idea, una historia, un símbolo o un enigma. El personaje del director de cine sabe esto, pero no alcanza a concrecionar nada. Es decir: nada de acuerdo con la convención que el cine pulsa, admite y propaga como médula de su identidad.

Asa nisi masa. He aquí una extraña frase que, desde niño, Guido recuerda. Durante el baile una psíquica evoca la frase y la escribe en una pizarra. Y entonces vemos el mundo de la infancia de Guido y descubrimos el origen, fuertemente latino, de sus visiones y su sentido de lo real. En la casa de la infancia hay una tina para que los niños se bañen y jueguen. En la tina hay agua y vino. Una niña arroja uvas al agua. Y, de repente, todo esto se conecta con una antiquísima tradición donde el juego y la superstición importan mucho. La palabra clave es esa: juego.

Asa nisi masa. Á-ni-ma. ¿Será esa frase una alusión traviesa, retozona, al ánima, el alma y, en definitiva, los arquetipos femeninos de la creación? Guido está rodeado de mujeres. Ninguna es igual a otra. Allí están las representantes de la madre, el eros, el conocimiento carnal, la espiritualidad, la sabiduría. ¿Remarcaba Fellini, así, la perentoria jerarquía de la mujer y de lo femenino en la creación artística?

Preocupado por la continuidad de la inspiración y el talento, la mente de Guido se transforma, desde el inicio mismo de Otto e mezzo, en el entorno donde el equipo de rodaje aguarda. En la sala de producción el trabajo se aproxima a las fronteras del absurdo. Más tarde, por segunda o tercera vez –y hasta el mismo final–, Fellini nos advierte que, desde el punto de vista del arte, la búsqueda de ciertas simetrías creativas equivale a una suerte de indirecta reproducción del pensamiento –sus recodos, sus altibajos, la fecundidad de sus imágenes y el continuo hacerse y rehacerse de las historias–, operación que en Guido posee toda la exuberancia posible. Se trata de la construcción del yo en un momento en que la voluntad no interviene.

Pero el yo y la personalidad del creador están ahí, en una indagación cuya meta es aposentarse en ese margen de verdad cuya esencia es la conversión de los actos del intelecto en experiencias vitales, y viceversa. Hoy por hoy, y desde hace mucho tiempo ya, esa doble conversión se halla en la base misma de prácticamente todas las operatorias de la representación y la artisticidad.

El catolicismo, el descubrimiento de la sensualidad y de las puertas que llevan a una infancia que se resguarda del olvido son tópicos fuertes que Fellini grafica con una energía apenas comparable en la historia del cine. Por ejemplo, los episodios que transcurren en el insólito balneario (también hospital y palacio), donde hay unos baños de vapor y donde aparece un cardenal que representa la culpabilización del paganismo, tienen que ver con las visitas del Guido niño a la playa, en busca, con sus amigos, de una mujer solitaria y medio loca (la Saraghina) que bailaba para ellos a cambio de un poco de dinero.

Con Otto e mezzo Fellini introduce en el cine posmoderno (si fuera legítimo, útil o admisible reconocer su existencia) una narratividad propia del pensamiento creador, cuya lógica interna se sostiene en esa suerte de movimiento browniano que la evocación ficcional, la invención y la memoria tejen más allá de lo arbitrario y lo verosímil.

Guido se encuentra en un constante estado de autofagia al hallarse en otro estado: el de la autocontemplación burlona, que no se enemista con el más serio de sus dilemas: cómo crear. Él, su esposa y su amante van barajándose en esos espacios que Fellini diseña y coloca en el borde mismo de lo cotidiano, pues están a punto de pertenecer a un universo fantasmagórico, circense, procesional.

Al construir, como escape o inclusión, varias versiones de sí mismo, vemos a Guido como un niño que juega, como un cabeza de familia en una casa poblada por todas sus mujeres, como un artista abrumado por los sueños y la construcción de un estilo. Allí, en esa casa-harén, se produce una rebelión. Guido es autocrático, es el director todopoderoso, y de pronto las mujeres se amotinan. En términos de puesta en escena y movimiento, el Fellini resultante, con la música de Wagner (la Cabalgata de las Walkirias), es barroco y paródico de un modo inimitable.

Hacia el final, Claudia (un símbolo de la belleza sin corrupción) regresa a ver a Guido y este le cuenta la película y describe, para ella, algunas escenas que ya hemos visto al inicio de Otto e mezzo. Claudia le pide más detalles, pero Guido, desanimado, le dice que no cree, que su papel no existe, que todo está en su imaginación y que la película es un fantasma. Sin embargo, quiere hacer algo que sea bello y real, algo que comunique una verdad. Claudia, sonriente, solo le indica que hay que aprender a amar.

En eso anda la parte seria de la cultura de ahora mismo: legitimar su existencia por medio de la creación de algo bello, real y que sea capaz de comunicar una verdad.

Los productores y todo el personal administrativo interrumpen esa suave magia nocturna de Guido con la muchacha, y le informan a este que el rodaje empieza al siguiente día, en un campestre escenario de ciencia ficción –se llama La Aeronave– donde la película al fin irá cobrando realidad. Guido, ya en el lugar, intenta evadirse, pero es forzado. Quiere escapar, refugiarse en su casa. Y entonces se suicida como creador y se marcha. Uno de los personajes, un mimo gentil, se le acerca y le dice que todo va a empezar. En este punto la irresolución deviene forma coherente de la resolución. Los demás personajes, en procesión serena, avanzan juntos. Todos visten de blanco. El mimo gentil ordena que todas las luces se enciendan. Y la filmación comienza.

Por fin hay ya un director de cine ahí, poniendo orden en una procesión a la que se unen los músicos y un conjunto de hombres y mujeres que se dan las manos en un gran círculo. Así empieza la película de Guido. Y así termina Otto e mezzo, una película que es el relato de sí misma.

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ALBERTO GARRANDÉS
Alberto Garrandés. Narrador, ensayista y editor. En años recientes ha publicado Sexo de cine (Premio de la Crítica en Cuba, 2013), Body Art (cuentos, 2014), El ojo absorto (ensayo, 2014), Una vuelta de tuerca (ensayo sobre cine de autor y películas de culto, 2015), y Demonios (novela, 2016, Premio Alejo Carpentier). En 2018 reunió lo esencial de sus cuentos en Mar de invierno y otros delirios.

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