Cartel Juan Padrón (1947-2020), diseño Pilar Fernández Melo
Cartel Juan Padrón (1947-2020), diseño Pilar Fernández Melo

Si es cierto que cada literatura nacional tiene un canon y una periferia, y esto se reproduce en su cine, en sus autores, y así sucesivamente, entonces, de acuerdo a esta pauta, podríamos distribuir de la misma forma el cine de animación de Juan Padrón. Sus zonas canónicas, esas que se evocan inmediatamente después de su nombre, son la larga saga de Elpidio Valdés (formada por largos y cortos) y su primera historia de Vampiros en La Habana. Aquí se pueden catalogar sus obsesiones, y el acierto de modular entre comedia y drama, fantasía y realidad, manigua y espacios citadinos, etc.

Afuera de ese centro nos encontramos a otro Juan Padrón. Se trata de una periferia inconexa, mezcla de diferentes imperativos. Allí aparece el historiador de tecnologías: los relojes, las sillas, los aviones, el machete…; el ejecutor de odiseas pioneriles; o el comentador de contiendas bélicas en otros horizontes geográficos (varios países africanos, la Unión Soviética). Me gustaría evadir el centro en este texto, para adentrarme en algunos de los (por llamarlos de alguna manera) gestos más interesantes de ese otro corpus, desatendido por periférico, del autor de Elpidio Valdés.

Exploremos algunos de esos pequeños trabajos que su autor decidió no convertir en sagas, ya porque le parecieran agotados en sí mismos, ya porque pensara que los personajes no tenían el empuje para aparecer nuevamente en escena, o simplemente porque a los directivos de la industria de cine cubana no le interesaban. Centrémonos, dado lo amplio de sus trabajos, en cuatro materiales de su primera etapa como director, enmarcada en la segunda mitad de los setenta.

Comencemos, por ejemplo, con el corto Tabey (1975). En este animado que parece un divertimento, más allá de imaginar la forma en que dialogaron los aborígenes cubanos en un idioma vernáculo, Padrón reconstruye un capítulo de historia contrafactual. Para lograrlo, viaja fuera de los confines de la historia escrita, y se sitúa en el momento de la llegada de los primeros conquistadores a Cuba para imaginar una posible resistencia, y posterior triunfo, de los primeros pobladores sobre aquellos. Aunque hubiese podido tener material a la mano de esos primeros contactos, su corto los anula cuando coloca la perspectiva del lado de los aborígenes.

Tabey es un modelo perfecto para ilustrar las recurrencias del realizador durante esta etapa. Por ejemplo, la perspectiva de que, mucho antes de la llegada de los españoles, ya Cuba era una isla en guerra. Así lo demuestra su comienzo, presentando dos tribus enfrentadas sin que sepamos muy bien cuáles son las causas de ese enfrentamiento. Entonces, desde esta perspectiva, la guerra viene a ser un elemento esencial e indivisible de la historia cubana, una etapa permanente que contamina todas sus etapas.

En estas batallas constantes, siempre hay una de las partes que se dispone a ganar nuestro afecto (en Tabey ese rol lo juegan los aborígenes), y una parte contrincante, que siempre es caricatura de sí misma. Así, en este corto los españoles son glotones, holgazanes, cobardes, y nunca se valen de sus propias habilidades para dar batalla, sino de alguna tecnología (los caballos, las armaduras, la cañonera).

Por su parte, los aborígenes lucen afables y ágiles, todos muy parecidos unos a otros, delgados y con el cabello largo, de acuerdo a los estereotipos más socorridos de los libros de historia. A diferencia de los españoles, que presentan un simplón nivel de aprendizaje, los aborígenes aprenden (durante los minutos del corto), a utilizar el fuego como arma, a organizar estrategias de combate, a poner a los caballos en contra de los oponentes, precipitando la historia hacia un final donde los conquistadores huyen despavoridos de la Isla. Este cierre extiende a nuestros antepasados no solamente el proyecto de una guerra permanente, sino que opera de la misma forma con la idea del triunfo. Contra todos los pronósticos, los aborígenes aprenden en pocos días a dominar las tecnologías del enemigo y usarlas para ganar en el combate.

Me voy a detener en esta arbitrariedad de la guerra y el triunfo en otros dos cortos de la década: Los valientes, de 1977, y La pregunta, estrenado en 1980. En ambos se repite el mismo esquema, donde tenemos un conflicto resuelto sólo por medio del enfrentamiento, y luego, la victoria de los que a toda costa son la contraparte más débil. En Los valientes, se trata de unos juguetes diminutos que caen por accidente del transporte que los lleva hacia algún paradero, presuntamente, una tienda para niños. La caída tiene lugar cerca de una escuelita rural, lo que les brinda la posibilidad de pasar la noche allí, para luego ir a parar a manos de los estudiantes y así cumplir su destino. Sin embargo, la fatalidad los pone frente a un dilema moral: el huerto escolar está siendo saqueado por unas ratas y deben intervenir para detener el desastre. Aunque son juguetes (algo así como dibujos inanimados en un mundo de dibujos que sí pueden moverse), estos adquieren vida cuando no están frente a humanos. Los cuatro juguetes de la historia tienen, sin embargo, una coartada a su favor: son soldaditos. Esto le permite a Padrón anteponer el relato bélico a la diégesis del corto.

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Los cuatro guerreros: una chica en una avioneta y tres chicos, uno vestido de soldado inglés, otro de francés, y un tercero, que luce ese uniforme del ejército libertador que caracteriza a los personajes de la saga de Elpidio Valdés. De hecho, el parecido con el mambí le transfiere buena parte de su audacia. Padrón se propone convertir a esta caricatura de Elpidio Valdés sin su tropa y sin su caballo Palmiche, sin su legitimidad, sus grados, su experiencia, en un líder indiscutible. Desde ese punto de vista, la batalla de este pequeño soldado es doble: por una parte, debe derrocar a las ratas que destruyen el huerto, y por la otra, debe saber hacerse escuchar entre sus iguales para llegar a convertirse en el guía. La narración avanza a partir de que, para lograrse lo primero, debe suceder lo segundo. O sea, la única forma de ganar la batalla contra las ratas es organizándose de acuerdo a los mandatos del juguete mambí. Si en Tabey los aborígenes deben desencadenar primero su furia guerrera exorcizando el miedo a las tecnologías del enemigo, para luego utilizar una inteligencia que ya poseen de antemano, en Los valientes sucede de otra manera: son ellos aquí los dueños de la tecnología (una cañonera, un avión, sables y machete), pero deben aprender a usarla de un modo inteligente. Aunque son cuatro y las ratas, dos, la victoria es sólo verosímil, como en Tabey, del lado de los malvados, pero un punto de giro (el uso estratégico de una tecnología), posibilita el triunfo de los buenos. Al final, encarceladas las ratas, los juguetes completan su viaje heroico ejecutando su meta, es decir, terminando en las manos de los pioneros.

En La pregunta son precisamente unos pioneros los protagonistas de la historia. Cuco y Lola, junto a sus compañeros de aula, recorren un museo de historia nacional con motivo de una clase de esa misma materia. En el instante cuando el guía les habla de la existencia de una liga pioneril que ayudó en la lucha clandestina, se intrigan ante una foto donde se muestra lo arriesgado de un rótulo subversivo en un edificio habanero. La dificultad no sólo estriba en que ese “Abajo Machado” fue pintado durante los peores momentos de aquella dictadura, sino en su ejecución en lo alto del edificio, haciendo casi imposible imaginarla a manos de un puñado de niños. Es aquí cuando Padrón se juega, como en Tabey, una carta contrafactual. Pero esta vez, el recurso es salpicado con una acción fantástica que, aunque ocurre al inicio del relato, no deja de ser chocante a los efectos del mismo. Resueltos a resolver la intriga, Cuco y Lola, acompañados de su gato, “saltan” a otra fotografía del momento en que esos hechos sucedieron.

En la escena, unos niños (los más activos en la liga pioneril), conspiran contra la dictadura bajo la fachada de un cumpleaños. Más tarde, se les ve sumándose a huelgas obreras, o repartiendo hojas sueltas que denuncian el robo de los fondos del desayuno escolar. Siempre la pregunta acerca del cartel en lo alto del edificio se insinúa, pero un evento de urgencia la pospone. De esa forma, en espera del momento oportuno para consumar la pregunta, Cuco y Lola permanecen atados a los niños subversivos y terminan por ser partícipes ellos mismos de la causa. Poco a poco, pasan de ser observadores pasivos a protagonistas privilegiados. Pero ese viaje en el tiempo no sólo los coloca en el momento más convulso de la revuelta, aprendiendo de primera mano cómo se organizó la lucha contra Machado, sino que su experiencia se precipitaba hacia el propio objeto de su intriga, es decir, la participación en los hechos se consuma cuando ayudan a pintar el cartel subversivo.

Para hacerlo, el panorama adopta el molde de una guerra. En este punto, Padrón repite la fórmula de los cortos analizados anteriormente. Unos triunfadores improbables (los pioneros) contra la policía nacional, con armas de fuego, numerosos autos, estrategias de control… Sin embargo, la puesta en práctica de un plan elaborado matemáticamente, permite que el edificio sea pintado y la dictadura muestre su fragilidad.

Las tres historias se organizan bajo el mismo molde, presentando una batalla dispar (unos aborígenes pasivos contra unos conquistadores guerreros, unos diminutos juguetes contra unas horribles ratas, unos pioneritos contra la policía nacional), donde la parte victoriosa siempre es la menos verosímil. El subtexto es, lógicamente, Cuba enfrentada a enemigos imposibles (España, Estados Unidos, pero también la batalla contra la subversión, contra el analfabetismo, contra cualquier relato donde no se reafirme su condición de vencedora).

Estos cortos definitivamente introducen otra dimensión de extrañeza a la categoría de narración clásica que ostentan. Me quiero referir al uso de animales en la diégesis, que dispara el extrañamiento de la narración a un paroxismo. No me extenderé en el caso de las ratas, porque en Los valientes juegan el rol muy definido de contraparte de los juguetes, y por esa razón (aparte de lo caprichoso de sus máscaras), no pueden quebrar demasiado su función narrativa. Sólo valga aclarar que, si los héroes de Padrón pueden leerse como parte de una misma familia, gracias a los rasgos comunes de su carácter y hasta sus parecidos físicos, ejemplificados en ese soldadito y Elpidio Valdés, también los oponentes se parecen. Desde este punto de vista, hacer de las ratas unos personajes antagónicos (teniendo en cuenta que son animales portadores de enfermedades mortales, viven en las alcantarillas, comen desechos, etc.) nos permite reflexionar sobre su proyección hacia los otros enemigos, tanto conquistadores españoles como policías del machadato. El efecto nos permite representarnos a estos como animales indeseables que vendría bien exterminar. El molesto ruido escuchado cuando uno de los españoles del primer corto ingiere una bebida, presuntamente alcohólica, se reproduce en un pasaje de Los valientes, donde una de las ratas también bebe alcohol directamente de una botella. No creo que esta similitud sea deliberada. Además, hay otro elemento constante que define a ambos grupos: el uso de la risa y de un lenguaje coloquial como extensión de su maldad.

Pero como ya había mencionado, el interés aquí recae en otros animales que no son protagonistas centrales, pero que juegan extraños papeles en los cortometrajes. Tabey cuenta dos historias en paralelo. En la primera, se narra el sometimiento y la consecuente insubordinación de los aborígenes a los españoles, mientras en la segunda, vemos emerger poco a poco la relación de Tabey (el personaje) con un potro salvaje de color rosado. Pero, además, este joven aborigen se hace acompañar de una cotorra que funge como aliada. Entre Tabey y su ave no parece existir una relación más allá de la consabida entre un amo y su mascota, aunque en ocasiones muestre indicios de razonamiento, como su capacidad de reaccionar ante el peligro y la intelección de las bromas, ilustrada en la escena final. Además, la cotorra juega por instantes el rol de informante, que alerta a Tabey (a través de un desdoblamiento escénico) sobre las verdaderas intenciones de los españoles en la isla. Hasta ese momento, los aborígenes habían pecado de ingenuos en el relato, imaginando una relación armónica con los visitantes. Por otra parte, la relación con el potro es completamente distinta. Para empezar, su color rosado, marca distintiva de los que sirven a los españoles, podría amplificar la convención de que no se trata de un caballo de guerra, igual a sus pares negros y pardos. Desde esta lógica, se nos hace más fácil tomar al potro como un introductor del factor lúdico. Mientras los españoles explotan a los aborígenes en su infatigable búsqueda del oro, y los indígenas que aún no han sido esclavizados conspiran para enfrentarse a los primeros, Tabey y el potro juegan a la pelota, se bañan juntos en el río, sonríen al unísono mientras sellan un trato de complicidad.

Más tarde, cuando son sorprendidos espiando a los aborígenes conspiradores, estos se asustan ante la fraternidad entre los dos. Hasta ese momento, los caballos representaban una extensión de los enemigos, un arma fuera del alcance de los aborígenes. Tabey les demuestra que su uso no es privativo de los españoles. Bajo el asombro de los conjurados, improvisa una ronda cabalgando en su compañero. Luego de esta escena, se hace posible lo imposible. Si son capaces de dominar lo que hasta ahora era para ellos una tecnología mortífera (uno de los españoles exclama más adelante: “¡a los caballos, con ellos somos invencibles!”), entonces pueden ganar la guerra. El potro rosado se convierte, de esa forma, en el as de triunfo que posibilita un vuelco en la historia de la conquista.

Había mencionado unos párrafos atrás que, en La pregunta, Cuco y Lola viajan al pasado en compañía de un gato. En la medida en que ellos se van implicando en las acciones bélicas, el gato va modificando su presencia, hasta volverla definitiva. De acuerdo a las convenciones de la narración, una vez pasado el elemento fantástico gracias al cual los niños del presente se introducen en la realidad de los años treinta mediante una fotografía, todo regresa al tono relativamente realista del inicio. Los policías, los niños, los adultos insurgentes y todo lo demás en escena no deben usurpar ninguna agencia más allá de su verosimilitud. Y así sucede, si no fuera porque el gato incurre en varias transgresiones que invalidan este postulado. En un momento, el animal simula leer una proclama (donde se pone de manifiesto el robo de los fondos de la merienda escolar y la indignación de los niños), y más tarde, muestra su incomodidad cuando su cola es usada como brocha para pintar un cartel para la huelga. Evidentemente, ese rol demasiado pasivo no le satisface.

El gato alcanza su verdadero protagonismo justamente en el momento clímax del corto. He aquí que la imposibilidad para llevar a cabo el gran rótulo en lo alto del edificio pudo sortearse gracias a él. Cuando los niños lanzaron la brocha sujeta a una vara desde lo alto de la azotea donde se encontraban, el sonido de la lata de pintura despertó la sospecha del guardia de turno. Pistola en mano, este se disponía a indagar las causas del ruido en plena madrugada cuando un gato (nuestro gato), apareció en escena. Siendo un animal nocturno (ajeno a las agendas políticas y, por tanto, a la subversión contra Machado), las sospechas se esfumaron. Esta jugada maestra de Padrón conlleva más de un extrañamiento. Cuando la vara es lanzada desde lo alto de la azotea, un plano de los ejecutantes permite ver al gato junto a ellos. Sin embargo, apenas unos minutos después, aparece al lado de la lata de pintura. Para colmo, otro plano nos lleva de regreso al grupo de niños que consuman el letrero en el edificio del centro, y nuevamente está el gato con ellos. ¿Presenta el gato el don de la ubicuidad? ¿Posee una habilidad para desplazarse a velocidades supersónicas? Una vez terminado el cartel, y de presenciar todo el tropel del general después de ser descubierto este, un reloj perteneciente al gato activó una alarma que tácitamente fue entendida como una despedida, debían regresar al presente. O sea, que, además, el gato se transformaba en un administrador del tiempo fantástico de los niños, elevando su rol al nivel de demiurgo. ¿Cuál es el propósito de esas licencias narrativas en los cortos de Padrón?

No deja de ser importante acotar que la aparición de Juan Padrón como director de dibujos animados, en plenos años setenta, coincide con varios eventos desafortunados en el país. El primero de ellos, de carácter nacional, está ligado a la sovietización de la sociedad, unida a un Congreso de Educación y Cultura que se traducía en la implementación de un arte de naturaleza realista socialista y la exaltación de las glorias del pasado como una alegoría de las glorias actuales. Segundo, en lo relativo a la producción de dibujos animados, su llegada coincide con el fin de la producción experimental que caracterizó a los años sesenta, cuando Jesús de Armas dirigió ese departamento en el ICAIC. Con este contexto en mente, puede entenderse la insistencia de Padrón en la trama histórica y los conflictos bélicos. Sin embargo, su imaginación negocia las normativas que dictaban un ceñimiento al didactismo y la propaganda.

Aunque el cine de animación les permite a sus realizadores el control total de la escena, constituye un espacio perfecto para crear un mundo a la medida de un dictamen ideológico. Aún peor era saber que, cuando Juan Padrón asume el rol de creador, se había abandonado el proyecto de llegar a un público adulto, y todos los materiales iban destinados a un público infantil. Padrón tuvo que sortear, entonces, la dificultad de construir una obra que, siendo compleja en sí misma, no abandonara la sencillez característica de la producción audiovisual para niños. Es así como traduce esas complejidades en relatos de buenos y malos, elaborando personajes que, tanto en carácter como en fisonomía, fueran reconocibles inmediatamente por ese público. Sin embargo, se permitió esos extrañamientos que, a la luz de los años, elevan su estatura creativa. El objetivo de estos animales en escena no es otro que el de interpelar el didactismo, dinamitando la sencillez de su fórmula preconcebida. Más allá de resolver o vehicular situaciones dramáticas inesperadas (como en efecto también hacen), vemos en estos animales la posibilidad de hacer entrar lo irracional en el discurso (las bromas protagonizadas por los animales, la capacidad de agencia, su raciocinio inesperado, esa posibilidad de distorsionar las dimensiones del espacio y del tiempo). Gracias a estos gestos, la obra de Juan Padrón adquiere otras significaciones.

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