“Una justificación intelectual de la infelicidad”: esta definición del pensamiento de Schopenhauer, formulada por Samuel Beckett en su correspondencia, es también uno de los temas centrales de su extraordinario Proust (1932), un libro que, a pesar de no estar precisamente entre los libros favoritos del severo escritor irlandés, sigue siendo una de las obras imprescindibles sobre la casi infinita novela del enfermizo y genial esteta francés.
Se trata de un ensayo que intenta dilucidar la estructura filosófica profunda de la obra proustiana, es decir, los conceptos fundamentales que el novelista consiguió articular con solidez en su dilatada investigación literaria y que (al menos para Beckett) son el insoslayable fundamento de cualquier discusión más o menos seria sobre la dignidad estética de Proust. Entonces, lo que tenemos aquí no es la enésima monografía que insiste sobre los innumerables procedimientos narrativos utilizados por el escritor,[1] ni tampoco, por fortuna para el lector, otro de los textos igualmente numerosos que intentan interpretar el libro a partir de la biografía del artista, sino una ambiciosa inmersión en “el centro del remolino proustiano” que consigue exponer, con agresiva lucidez, las líneas centrales de su pensamiento sobre el amor, los celos, la naturaleza del tiempo, el arte como camino de perfección (en el sentido que algunos místicos confieren a esta frase) y… todo lo demás.[2]
Ahora bien, aunque quizás sería correcto afirmar que el mayor logro estético de Proust radica en haber representado “con una perfección que nunca ha sido igualada, los flujos y reflujos, la oscilación múltiple, y sin embargo completamente aprehendida, de la pasión”[3], para Beckett lo más importante es siempre lo que se encuentra más allá de la psicología, la dimensión metafísica o incluso teológica[4] de un texto. En el caso de Proust, Beckett identifica tres elementos fundamentales: la compleja concepción proustiana del tiempo (“esa dimensión desconocida”), una doctrina densa y fatalista que conduce inevitablemente a dudas corrosivas y pertinaces sobre la existencia de un núcleo inamovible en la identidad del sujeto (erosionada sin cesar por “el cáncer del tiempo”) y, finalmente, la idea del Arte como única salvación posible, “lo más real que existe, la escuela más austera de la vida y el verdadero Juicio Final” (El tiempo recobrado).
Beckett, con su agudeza característica (y desplegando un estilo que consigue mezclar sin estridencias la terminología filosófica más abstrusa con sorprendentes y atinadas metáforas) concluye que Proust pertenece en última instancia a la larga genealogía de escritores, ascetas y pensadores para quienes “la sabiduría no consiste en la satisfacción del deseo sino en su eliminación”. Pero lo más interesante es que el perspicaz y cáustico irlandés rastrea el origen de estas ideas en un filósofo que, mucho más que Bergson (la casi obligada referencia en decenas de estudios sobre En busca del tiempo perdido), resultó decisivo para la conciencia estética de Proust: Arthur Schopenhauer.
En efecto, en El mundo como voluntad y representación (acaso la obra filosófica que más influyó en la literatura francesa desde finales del siglo XIX hasta los últimos libros de Céline), el pensador alemán había sostenido que la existencia oscilaba “entre el hastío y el sufrimiento”, que el amor era una ilusión solipsista y que la única posibilidad de anular el deseo estaba o bien en la vía ascética o en la contemplación serena y desinteresada de la belleza que es la esencia del Arte. Precisamente es esta última opción la que escoge Proust (que después de todo no era precisamente un monje, a no ser que consideremos los largos años que pasó escribiendo la novela en su habitación revestida de corcho como otra forma de vida monástica). Por supuesto, como Beckett enfatiza, se trata sobre todo de una afinidad espiritual: no había nada en la obra de Schopenhauer que Proust no hubiera ya intuido por sí mismo, pero sin duda las densas páginas del misantrópico pensador alemán resultaron un estímulo considerable. Por lo demás, se trata de cosas muy diferentes: Schopenhauer teoriza, desarrolla un silogismo bien escrito pero de dudosa verosimilitud; Proust, con suprema maestría verbal, nos muestra, por así decirlo, la encarnación de las ideas y su salvaje danza: es la diferencia entre un sistema conceptual que pretende acceder a “la verdad del Ser” (esa curiosa entelequia más o menos desprovista de sentido) y un sistema poético que busca alcanzar ante todo el éxtasis estético.[5]
En cualquier caso, Beckett, mucho antes que cualquier otro crítico, consiguió identificar una de las influencias más significativas en la formación del pensamiento de Proust y escribir un ensayo extraordinario que prefigura algunos temas de su propia obra, que entre otras cosas es también un agudo y penetrante comentario a una de las frases más desoladoras de este libro inicial: “el Arte es la apoteosis de la soledad”.
Notas:
[1] La apoteosis de esa crítica formalista se alcanza probablemente con las muchas páginas que Gérard Genette dedica a un exhaustivo análisis narratológico de En busca del tiempo perdido.
[2] El carácter enciclopédico de la obra de Proust –su insistencia casi delirante en crear un libro que contenga la totalidad de lo real– ha sido señalado por muchos de sus críticos.
[3] Esta brillante definición pertenece al propio Proust: se trata de uno de sus últimos textos, el ahora célebre prólogo a un libro de su amigo Paul Morand, donde escribe sobre las tragedias de Racine estas palabras, que resultan mucho más apropiadas si se aplican a su propia obra.
[4] Beckett (un tipo que que no disimulaba su desdén por lo que siempre llamó “mitología cristiana”) siempre estuvo más interesado por las diversas filosofías pesimistas y por los aspectos más extremos de la doctrina agustiniana y calvinista sobre la predestinación.
[5] “Para Proust la calidad del lenguaje es más importante que cualquier sistema de ética” (Beckett). A lo que podría añadirse que es también más importante que cualquier sistema filosófico.