Gustav Sack: “El rubí”

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Por la época en que los tilos florecen en la costa el soldado voluntario por un año Cómoesposible se hallaba sentado a horcajadas sobre el muro que circundaba el cuartel. Pues aparte del arresto por tres días y la degradación a cabo, su castigo, provocado por la manifestación violenta de decadencia moral, consistía en acuartelamiento: por eso cada noche tenía que abandonar subrepticiamente la habitación que compartía con la gente de su escuadra, tenía que avanzar a hurtadillas a lo largo del pasillo y de las sonoras escaleras y por entre las sombras en acecho del patio del cuartel, y luego saltar por encima del muro hacia el aire libre. Allí lo esperaba la rubia Madelon, con la que rápidamente desaparecía dentro de su casa…

Crujiendo, el viejo reloj llevó aire a sus herrumbrosos pulmones y lanzó doce golpes metálicos a la noche, y fuertes y sordas se escucharon sobre los adoquines las botas cubiertas de clavos de la patrulla o se deslizaron lentas y pérfidas por sobre los rechinantes guijarros. Pero cubriendo blancos charcos y lagunas se abrió paso por todas partes la niebla, desde la que cual abultadas cabezas de lagarto sobresalían los copos de olmos y tilos y las luces de un tren miraban como ojos de cucaracha rojos; y en medio de la noche libre de estrellas la luna colgaba como un semáforo de latón pulido hasta brillar. Un puñado de sonidos perdidos atravesó el aire y revoloteó ensimismado por entre los rojizos edificios y se hundió gimiendo en la triste neblina…

¡Alto!

Con un brutal agarre un puño pelirrojo lo agarró del pie y tiró hacia abajo. Pero entre maldiciones logró abrirse camino hacia arriba, pateó al tipo con tal fuerza en el rostro que trastabilló hacia atrás y el casco y el arma cayeron al suelo ruidosamente, y se alzó.

¡Oh, Madelon!

En gruesas nubes brotaba el perfume de las flores de tilo hacia la habitación, desde cuyo techo colgaban oscuros flecos de sombra en medio de la luz roja, que se hallaba allí entre las cuatro paredes como un gigantesco rubí. Y si quieres que el rubí luzca como lo que es, entonces podrás considerar como una rasgadura vertical o una opacidad de la piedra a la temblorosa nube de humo gris que desde un cenicero azulado ascendía, se expandía como una sombrilla y se disipaba entre fantásticos capiteles de acantios y rizados arabescos. Y no más como opacidad sino como el secreto más íntimo, como el corazón de la piedra preciosa tendrás que llamar a la garrafa de aceitoso vino en el que a veces relucía en un púrpura profundo, como si se tratase precisamente del palpitante corazón del rojo rubí. Pero una alta llama blanca, el ardiente y ansioso espíritu de la piedra es como tengo que llamar a Madelon cuando en despreocupada desnudez accedió al lecho sobre el que se había arrojado su amante…

¿No quieres desnudarte?

No, porque te ves más blanca y sedosa junto al opaco azul y el estridente rojo y los botones deslumbrantemente relucientes de ese… ¡ay, de ese vestido de honor! ¡Oh, Madelon!

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Entonces la atrajo hacia él y le pidió que se sentara a horcajadas sobre su pecho. A continuación tomó sus manos y buscó sus ojos para hundirse en su radiante azul como en un mar cada vez más profundo y abismal.

¿Viste cómo allá afuera la luna colgaba en medio de la noche libre de estrellas, cual solitario semáforo encendido, cual luz olvidada?

Así mismo cuelgo yo en mi mundo, perplejo y solitario en medio de su absurdo indescriptible y de su eterna brutalidad… No he podido maldecir este mundo, soy demasiado inteligente como para maldecir; pues sé que mi maldición estaría condicionada y afirmaría a algún fantasma, a un ideal alumbrando a los lejos como un fuego fatuo… No voy a sostenerme tampoco sobre ese fundamento y a pesar de ese fundamento de absurdo y brutalidad una casa grande y luminosa; soy demasiado débil para ese «a pesar», y mi voluntad se diluye en la luz de mis ojos… Me echo a un lado y olvido el mundo envuelto en embriaguez, apartando la vista rigurosamente de todo y hundiéndome fervorosamente en tu rojo amor y en tu sedoso cuerpo.

Tú, bella y espumeante ola, a quien la tormenta allá afuera hizo cobrar vida y sigue empujando impetuosamente y no deja descansar hasta que ve hundirse en sus suaves brazos a los riscos que cubre de espuma y remolinos y saborea día a día…

¿No es como en una iglesia, en cuyos arcos y nichos en penumbras quedan atrapadas nubes de incienso y timbres de órgano? ¿No quieres beber? Míralo, el vino es tan rojo, rojo como los botones de tus soberbios pechos.

Oh, Madelon, en tu amor yace para mí la posibilidad de contemplar el mundo como un cuadro en cuya policromía y colorido me regocijo sin preguntar por el objetivo, el creador o la composición de los colores. Tú, dulce áster, tú, vino tinto y cuerpo sedoso, oh, tú, ola espumeante, tú, última felicidad perdida y sonrisa azulvioleta en la comisura, tú… ¡Dios… Dios mío…!

En ese instante llovió sobre el cuerpo de ella y se hundió sobre él de tal manera que la cabeza vino a descansar entre sus pechos…

Cuando el soldado voluntario por un año Cómoesposible al día siguiente fue sacado de la cama por el sargento y supo que sería castigado con diez días de arresto y pérdida del cinturón, uno de sus camaradas le habló a solas: No lo entiendo a Usted…, ¡una chica que notoriamente le engaña! Hoy mismo por la mañana vi cómo entraba a otro cuarto a tres casas de la de Usted. Y a Usted nunca va a verlo antes de las doce, ¿no es cierto? Y Usted no puede saber…

El soldado voluntario por un año Cómoesposible se marchó a su casa, se desnudó lentamente y se acomodó entre los almohadones, que aún conservaban el calor de aquel cuerpo. Allí esperó hasta la llegada de la patrulla que venía a recogerlo y en el instante en que derrumbaron la puerta se pegó un tiro en la boca…

¿Vas a reconocer ahora que tuviste relaciones con él? ¿Lo vas a hacer?

Y como ella callaba y solo se inclinaba gimiendo ante él, el látigo descargó su azote sobre su espalda.

¡Es un escándalo! ¡Dispararse por una ramera como esta! ¡Reconócelo por lo menos! ¿Estás escuchando?

Y como seguía callada y solo se inclinaba gimiendo ante él, nuevamente el látigo descargó su azote una, dos, tres veces sobre su espalda desnuda. Entonces le soltó la mano, de modo que la muchacha arrodillada se derrumbó y golpeó con la frente una esquina de la silla y allí mismo se quedó inmóvil.

Pero él seguía andando de un lado a otro de la habitación, en la que se respiraba una agria atmósfera de cerveza y tabaco, agitando el látigo, hasta que finalmente lo arrojó con un «¡Tú, carroña!» sobre la espalda cubierta de surcos de la rubia Madelon. A continuación fue a la ventana, la abrió y se secó el sudor de la frente.

Tembloroso, el aire de la noche entró y acarició el cabello revuelto de Madelon y sostuvo ante sus sollozantes ojos la imagen del oscuro rubí y su corazón púrpura…

Pero al sentir aquel hijo de las musas su hálito sobre su frente cortada, arrancó de la pared un sable de duelo y se colocó en posición de guardia y empezó a golpear el tubo de la estufa con estruendosos toques de cuarta.

Así, Madelon perdió el rojo rubí y olvidó llorar y empezó a sonreír para sí suavemente, y cuando el incansable arrojó el sable con estrépito en una esquina, arrastró hasta el sofá una caja de botellas de cerveza y empezó a beber, dejó que sus ojos cobraran nueva luz y esperó solo al «Bueno, muchacha, vamos a reconciliarnos». Y cuando finalmente sucedió, se deslizó hasta caer de rodillas y rodeó con sus brazos el cuerpo borracho.

Luego le quitó las botas y las medias y oprimió los labios sobre el pie…

A la mañana siguiente a las nueve el calor del sol reposaba sobre la calle como un malvado animal blanco que saltaba con sus vítreas garras y su asfixiante aliento sobre todo aquel que abandonaba la nocturna frialdad de las casas; luego le oprimía los pulmones, mordía y quemaba sus ojos y se pegaba a sus pies con la pesadez del plomo. Y mientras más subía el sol, más crecía el animal y más blanca se volvía su vítrea piel; más alto trepaba por los muros de las casas y subía por las ventanas y se arrojaba a las habitaciones, perezoso y pesado y sofocante. Pero era como mejor se sentía y se infló de placer en la habitación, en cuyo suelo yacía el sable mellado junto al abollado tubo de la estufa y las botellas de cerveza vacías. Absorbió en profundas aspiraciones el vaho de sudor y cerveza, lo calentó hasta arder en su pecho y lo expulsó con diabólica sonrisa por sobre ambos durmientes.

Entonces Madelon despertó. Y al ver la diáfana claridad del día y el blanco animal solar, se volvió y despertó a su amante y dejó deslizar sus ojos en su más azul ternura por sobre el rostro abultado y enrojecido del hombre, su boca semiabierta, de la que brotaba el vapor agridulce del alcohol, y sus ojos cubiertos de secreciones. Luego se abrazó al cuerpo tibio y húmedo y sintió cómo de repente un sudor pegajoso brotaba de todos los poros de este…
—Oh, querido, ya no estás enfadado…

De repente el retumbar de una, dos, tres salvas atravesó la mañana…

—Ya lo enterraron…

Pero sacudió el cabello con sonriente enojo, una tormenta de dulce ternura voló por sobre su fino rostro y mientras abrazaba febrilmente al hombre que gruñía de placer, susurró en sus rojas orejas de burro:

—¿Por qué te querré tanto?

Traducción: Orestes Sandoval López

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