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Samuel Beckett

Presentación

Guy Davenport (1927-2005) fue un traductor, poeta, crítico, ilustrador, pintor, profesor y escritor norteamericano. Estudió Arte en la Universidad de Duke, donde terminó graduándose en Literatura clásica e inglesa. Es mejor conocido por sus cuentos de estilo modernista, pero su gama de obras es amplia y abarca poesía, traducción y crítica. Fue profesor de inglés durante tres décadas, habiendo enseñado en Haverford College y en la Universidad de Kentucky. Ha recibido los premios de traducción de la PEN Society y de la Academy of American Poets. Davenport publicó más de 40 libros, entre ellos colecciones de cuentos, traducciones del griego, obras ilustradas, una novela y estudios críticos sobre literatura, cultura y arte, entre ellos los ensayos The Geography of the imagination y The Hunter Gracchus, además de cinco colecciones de poemas entre los que se encuentran Flowers and Leaves (1966; 1991) y Thasos and Ohio: Poems and Translations, 1950-1980 (1986). Recibió una beca MacArthur, un premio O. Henry y el premio Morton Dauwen Zabel de ficción de la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras. El texto que aquí se presenta pertenece al libro Every Force Evolves a Form. Twenty Essays.

Beckett tardío

Estudie una rotación del segundero en su reloj de pulsera. Tiene una sombra que se eclipsa cada treinta segundos. Durante la mitad de su recorrido, la sombra sigue al segundero, mientras que en la otra mitad lo precede. La sombra está a su máxima distancia del segundero a la mitad del arco de las dos oclusiones. Las simetrías de esta astuta línea de cabello de una sombra pueden atraer su atención durante el tiempo que desee estudiarlas. Usted tiene, por ejemplo, un reloj de sol de invernadero acelerado que avanza 1 440 veces más rápido que el artículo real; tienes un modelo simple del sistema solar; tienes algo que te haga compañía.

Casi al final de la nueva narrativa en prosa de Samuel Beckett, se nos dice que si “adormecido por los males de tu especie, levantas, no obstante, la cabeza de tus manos y abres los ojos”, puedes estudiar el segundero de tu reloj y “horas después” tienen la relación de este con su sombra resuelta. Esta es la única acción en la narración, la única flexión de la trama.

Mucho más, sin embargo, hay en el texto, suspendido en la incertidumbre, abordado con agonizante vacilación. Sabemos ahora que cualquier hecho en una novela de Beckett puede ser arrebatado. Aquí, en Compañía, ni siquiera nos podemos permitir el lujo de que el autor se comprometa con un personaje, y mucho menos con una trama o ambientación.

En cambio, estamos invitados a suponer (y a identificarnos con) un ser acostado boca arriba en la oscuridad total a quien una voz no identificable le dice: “Estás boca arriba en la oscuridad”. El ser no puede responder, no tiene poder para hablar. Tampoco puede saber que la voz le habla (y no, por ejemplo, a algún otro ser que está de espaldas en la misma oscuridad). El ser solo tiene esta voz “para compañía”.

¿Es el ser a sus espaldas en la oscuridad compañía para la voz desencarnada? Tal pregunta sin respuesta genera otras preguntas sin respuesta. Y luego está la sospecha de que la voz no es de afuera sino de adentro: la memoria misma. Porque esporádicamente (o plausiblemente el ser, invocando recuerdos y dirigiéndose a sí mismo como “tú”) relata hechos de una infancia. Estas breves escenas son como diapositivas de linterna mágica que aparecen en la pared sin programa ni secuencia inteligible, y dejan la oscuridad más oscura cuando se van con la misma arbitrariedad con la que llegaron.

Uno de estos resplandores proustianos del pasado no puede ser el recuerdo del ser sobre su espalda, pues describe la angustia de su padre el día de su nacimiento, un día remoto en que un De Dion Bouton era una marca de automóvil. Además, era Viernes Santo. El padre y la fecha de nacimiento se corresponden con los de Beckett, al igual que otros hechos que podemos encontrar en la biografía de Deirdre Bair –como el niño Beckett lanzándose desde lo alto de un abeto para ver si podía volar.

De modo que el ser sobre su espalda, presentado primero como un personaje tentativo, como para ver qué podría funcionar a modo de narración, se convierte en el escritor mismo. Esta identificación, sin embargo, es repetidamente rechazada con la frase: “Rápido, déjalo”. (La única puntuación en este libro es el punto. Beckett abandonó el punto y coma hace años y la coma varios libros atrás).

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A lo largo de los años, el arte de Beckett se ha atrevido a prescindir de diversas necesidades. Aquí, por ejemplo, comienza un juego en el que se niega a sí mismo el pronombre en primera persona del singular. Esto es una finta, porque en la página ocho ahí está, triunfalmente necesaria después de todo (“Sí, lo recuerdo”). Lo que esta finta escondía era la supresión no del “yo” sino del “nosotros” sociable.

Un escritor es un diseñador. “Ideador ideado ideando todo para la compañía”, reflexiona el texto. Es el texto de Beckett; es decir, ¿por un autor que nos cuenta una narración? ¿El texto está pensado, como, digamos, el texto de Esperando a Godot, para que hable un actor? Este problema es la trama de Compañía. Es el viejo problema del dominio de lo subjetivo o de lo objetivo en una obra de arte. El problema es fugaz: ¿hemos de meditar en la expresividad humanística de Miguel Ángel al contemplar el David, o hemos de olvidar a Miguel Ángel y prestar toda nuestra atención a la imagen de heroísmo, belleza y piedad que el artista se esforzó tanto en mostrarnos?

En cierto sentido, Compañía es la respuesta de Beckett a la biografía de Deirdre Bair, un libro que solo pudo haber sido vergonzoso para él y que a muchos críticos les pareció una escandalosa invasión de su privacidad. Sin embargo, cooperó, en cierto modo, con su redacción. Aceptó no ayudar a Bair ni se interpuso en su camino. Compañía es una meditación sobre el creador y lo creado. La privacidad que un biógrafo parece violar es inviolable. Y mientras que el biógrafo solo puede operar con reportajes y conjeturas, el artista trabaja con el único material que el biógrafo debe evitar: la imaginación.

La imaginación de Beckett siempre se ha distinguido por lo que podríamos llamar un estado de alerta cómico. Comprometido con su disciplina de compresión, de exactitud de palabra y frase, de pulirlo todo hasta la médula, utiliza este cuidado absoluto de la composición como caldo de cultivo de lo cómico. No se permite que se escape ningún chiste, por irónico que sea; no se excluye ninguna ironía, por sardónica que sea.

Compañía reproduce el problema central de Beckett en toda su obra. El hombre, sea lo que sea (¿broma cósmica? ¿títere de un titiritero divino? ¿error de un Dios frívolo y cruel? ¿una criatura un poco menos que los ángeles en majestad que desobediente, obstinada y estúpidamente se ha apartado de toda bendición?), no hay manera de estar seguro de nada. Las obras magistrales Esperando a Godot y Final de partida fueron escritas en torno a la incertidumbre enloquecedoramente burlona de los mitos cristianos. El señor Godot dice que no vendrá hoy, pero que seguramente llegará mañana. Qué religión más angustiosa: promete una llegada. Sus adherentes esperan desde hace 1 955 años un regreso prometido “pronto”. ¿O son 1 950 años, como los contadores del tiempo tienen idiotamente a Cristo nacido en su quinto cumpleaños? ¿Ha Él regresado ya, digamos en 922 o 1934, y estúpidamente nos perdimos el hecho como lo hicieron millones cuando vino por primera vez?

Final de partida es una crucifixión en cámara lenta –no todo, solo el momento en que Cristo gritó desesperado–. El ser de espaldas en la oscuridad en Compañía considera todas las posibilidades de conocer su identidad y condición, excepto la de ser retenido contra la pared de una centrífuga, con el giro del tiempo acelerado para retenerlo allí (como, por ejemplo, la velocidad de ese segundero en comparación con el tictac más lento del tiempo tal como estamos condenados a percibirlo). Y no un muro, sino una cruz. “¿Qué tipo de imaginación es esta tan oculta por la razón?”, alguien pregunta en Compañía. Y alguien responde: “Una de su tipo”.

Ningún personaje de Beckett ha admitido jamás que la existencia no es más que una broma cruel. Pero aquí, en Compañía, Beckett se adentra en una oscuridad más oscura de lo que hasta ahora ha sondeado, para preguntar si el pobre bromista, después de todo, no nos creó a nosotros, su broma, para hacerle compañía a su yo solitario. ¿Es esta es una forma de preguntarnos si en nuestra profunda y agonizante soledad hemos inventado al bromista, Dios, para hacernos compañía? ¿Y qué es una compañía? ¿Qué no hemos hecho por su bien? Por todo lo humano que hemos inventado, comenzando por nuestros nombres. Nuestras leyes, nuestros pintorescos sistemas de parentesco, nuestras ciudades, nuestra tecnología, el estudio cuidadosamente investigado de un clérigo victoriano sobre la cosmología sumeria –ficción todo–. Lo hemos inventado todo, para ocultar un misterio en una caja decorada como una idiota. La única realidad es que tomamos conciencia del mundo de espaldas en la oscuridad (el útero, la cuna), con una voz que nos habla, y terminará de espaldas en la oscuridad (lecho de muerte, tumba). En Compañía, Beckett conecta estos dos puntos de indefensión existencial. Estamos por siempre de espaldas en la oscuridad, escuchando una voz (los sueños, la imaginación, la filosofía, la religión, Walter Cronkite). Pero, como él dice, la voz es compañía, o somos compañía para ella.

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