Luis Manuel Otero Alcántara (FOTO Orlando García García)
Luis Manuel Otero Alcántara (FOTO Orlando García García)

El arte es un espacio de vulnerabilidad desde donde se de-construye lo social para construir lo humano.
Tania Bruguera

I

La producción artística será siempre vía expedita para entender más acerca del hombre en sus múltiples contextos y realidades, como ente integrador de una sociedad. El artista es un ser social, y como tal dejará inevitablemente una creación que será reflejo tanto de un sentir epocal determinado como de su propio ser. La capacidad que tiene el arte de producir conocimiento es la que hace que su estudio (en una de las tantas formas posibles) sea realizado desde un reconocimiento de lo sociocultural en el hecho artístico. Existen creadores cuya obra constituye un llamado de atención sobre puntuales fenómenos de índole sociocultural, en tal medida que muchas veces ocurre que la obra se erige como un producto capaz de reproducir situaciones más afines a la vida cotidiana que a las convenciones tradicionales de la institución arte.[1]

En este perfil se inscribe la llamada “estética relacional”, concepto acuñado por el crítico y curador francés Nicolás Bourriaud en el año 1998.[2] A pesar de que Bourriaud centra su análisis en un contexto determinado (capitalismo primermundista), y que el traslado de dicha conceptualización a un ámbito tan diferente como es el tercer mundo puede causar inestabilidad teórica, sí son aplicables las características fundamentales con las que define la “estética relacional”.

Para el pensador galo el “arte relacional” es aquel “que tomaría como horizonte teórico la esfera de las interacciones humanas y su contexto social, más que la afirmación de un espacio simbólico autónomo y privado”.[3] Esto es, una clase peculiar de producto estético cuya esencia yace en el generar vínculos interhumanos y problematizar alrededor de estos, más allá del objeto artístico en tanto elemento fáctico. Para ello el artista se sirve de dispositivos, prácticas y lugares no correspondientes al campo del arte. La transdisciplinariedad es una cualidad casi intrínseca al arte relacional que, al emular operaciones profesionales provenientes de esferas no artísticas, origina una “cierta ambigüedad, en el espacio de su práctica, entre la función utilitaria y la función estética de los objetos que presenta”.[4]

Si bien “el arte siempre ha sido relacional en diferentes grados, o sea, elemento de lo social y fundador del diálogo”,[5] la estética relacional responde en específico a creaciones basadas en la interacción humana. Bourriaud define esta práctica como “intersticio social”, a partir del concepto que da Karl Marx a esta categoría. Se trata de producciones que escapan al cuadro general de las leyes económicas capitalistas, donde prácticamente todo adquiere valor de cambio. De esta manera, se ofrecen “espacios libres, duraciones cuyo ritmo se contrapone al que impone la vida cotidiana”,[6] como respuesta a la enajenación y la fractura comunicacional a las que arrastra la sociedad contemporánea (idiotizante y consumista). Para el teórico francés, ese (el intersticio social) es el lugar que ocupan las obras de arte en el sistema global de la economía actual. Un espacio alternativo para las relaciones humanas.

Las prácticas artísticas relacionales trascienden lo objetual aurático y los espacios tradicionalmente otorgados al arte y preponderan un ejercicio comunitario donde la “obra” se vuelve gesto, hecho artístico, hecho social, con un cierto carácter utilitario acompañando a la condición estética.

En el contexto cubano este modo particular de proceder comenzó a tener sonoridad a partir de la década del ochenta del pasado siglo, momento en que, en el plano artístico, empiezan a acontecer una serie de acciones de inserción social cimentadas en lo público. Ejemplo de ello fueron las intervenciones de Artecalle, Arte en la fábrica, Telarte… En los decenios siguientes sucede otro tanto (independientemente de las especificidades de cada periodo), con hitos como Tania Bruguera –luego creadora de la cátedra Arte de Conducta–; los grupos del ISA: Galería DUPP, ENEMA, DIP, 609; el colectivo OMNI-ZONA FRANCA; entre otros.

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Hoy en el panorama artístico cubano se puede detectar un conjunto de propuestas inscribibles dentro de esta clase de prácticas. Al respecto, uno de los creadores más destacados es Luis Manuel Otero Alcántara. La esencia de su obra radica en este espíritu “relacional”. Para detenerse a pensar su trabajo es preciso ver en el hecho artístico una forma más de aproximación al estudio de lo sociocultural, en tanto lo que propone en todo momento deja como saldo cognoscitivo una reflexión de gran hondura social.

II

Una parte sobresaliente de la obra de Otero Alcántara es aquella en la que la religión constituye el referente medular, al cual recrea o distorsiona por medio de disímiles operatorias de ficcionalización. Al apropiarse Luis Manuel de procedimientos propios de las prácticas religiosas cubanas, así como de elementos materiales e imágenes concernientes a las mismas, realiza desde dentro una reconfiguración de la propia religión como disciplina y como existencia social simbólica, pues su operación estética subvierte preceptos y perspectivas establecidas en el imaginario colectivo. De tal forma, que el resultado final, en más de una ocasión, no será simplemente arte hecho en o sobre la religión, sino que será tanto lo uno (arte) como lo otro (religión).

La Caridad nos une (2013) correspondiente a la serie Con todos y para el bien de unos cuantos es de las primeras obras en las que Otero toma el mencionado tema. En ella el artista realizaba una acción performática consistente en una peregrinación desde La Habana hasta Santiago de Cuba, acarreando en una carretilla artesanal una gran efigie –confeccionada en papier mâché— de la virgen de la Caridad del Cobre. Por el camino recogía cartas que serían depositadas en la iglesia del cobre y limosnas que serían entregadas a una familia santiaguera afectada por el paso del ciclón Sandy. El trayecto se vio frustrado cuando el artista transitaba apenas por Ciego de Ávila, luego de poco más de un mes de viaje, momento en que es detenido por las autoridades políticas y religiosas del lugar y le son decomisados todos los accesorios relativos al performance (virgen, cartas, carretilla y dinero).

Aunque se trató de una acción artística, el público general sólo veía un devoto abnegado y ferviente, y con ese “devoto” era con quien interactuaban. ¿Engañaba Luis Manuel a las personas? Para nada. Tan real era el viaje como las ofrendas que pretendía entregar. A pesar de que el artista no profesa religión alguna, sí cree –me ha confesado– en fuerzas que trascienden lo terrenal, las implicaciones éticas de la obra estuvieron cada segundo asentadas sobre sólidos pilares de respeto y conciencia. De hecho, incluso el espacio y el tiempo en que transcurrió La Caridad… cobraron significado. Según cuenta Otero, durante el viaje interactuó con un sinnúmero de personas que le aportaron experiencias de un hondo calado emocional. De tal suerte que mientras avanzaba se compenetraba más con la actividad desarrollada, se fundía más en ella… Con cada paso de Luis Manuel la incertidumbre avanzaba en paralelo. Él ignoraba con qué se encontraría. Pero el arte es delicioso cuando nos sorprende. Sucede que, al ser arrestado por las autoridades, el hecho artístico da un giro connotativo: un gesto religioso (la policía ignoraba que se trataba de un performance) es convertido en un gesto político. Sin embargo, cuando nos enteramos de que esta obra tuvo una primera edición el año anterior cuando, impedido por oficiales de la Seguridad del Estado, el día en que el Papa Benedicto XVI dio su misa pública en la Plaza de la Revolución, Luis Manuel intentó presentarse en el lugar con una virgen de papier mâché y cinco metros de alto, ¿no podemos acaso pensar que siempre fue un gesto de connotación política?

Otra acción artística en la cual Otero crea un acontecimiento partiendo de la religión fue Mesa sueca (2014), realizada en Espacio Aglutinador como parte de la exposición colectiva Diga lo que quiera y nadie sabrá quién lo dijo, organizada por Magaly Espinosa y Sandra Ceballos. La acción consistió en lo siguiente: sobre una amplia mesa se mostraba, muy bien presentado, un bufet de inauguración confeccionado por el propio artista a partir de ofrendas religiosas recogidas por él mismo; a un lado, la proyección de imágenes y la muestra de un texto informaban al público sobre la procedencia de los alimentos. Mediante la recontextualización y transformación de los objetos recopilados, el artista genera acá un escenario cargado de invitaciones a repensar nuestros propios esquemas mentales, desde prejuicios sociales hasta convicciones religiosas. Lo estético en esta obra fungió como un elemento de escisión entre los objetos mostrados y las identidades que ellos mismos poseían antes de ser manipulados por el creador, a tal punto que, en efecto, el bufet fue en pocos minutos devorado. (Muchas de las personas que degustaron la Mesa decían, al percatarse del origen de los aperitivos, decían “¡La candela y el agua lo quitan todo!”.) Como en casi toda la producción artística de Luis Manuel, en Mesa sueca la temporalidad es un aspecto revelador. Ella es la que propicia ese “factor sorpresa” tan definitivo. Una pieza como esta en un contexto como el nuestro (donde la comida es tema estresante, traumático y más delicado que jarrón de porcelana china en ómnibus metropolitano) resulta de una ironía finísima, más aún cuando el público tiene una reacción tan eficaz.

El muerto delante (2014), por otro lado, fue una intervención realizada en una muestra de arte llamada Brujas, pero también Brujos organizada por Sandra Ceballos en el Museo de Arte Maníaco. Acá un espiritista, acompañado por todos sus accesorios habituales, comunicaba el mensaje de los espíritus al personal asistente del lugar. Esta acaso sea la pieza más ambigua de todas. En las anteriores el factor de ficción quedaba manifiesto (si bien no para la mayoría del público) en tanto el artista dejaba en claro su posición, generando cierto distanciamiento. Pero en El muerto delante la “representación” se convierte en una nebulosa, pues la misa, con todos sus elementos (el santero, los enseres religiosos… e incluso la fe de las personas implicadas), es real; Luis Manuel únicamente traslada el evento de su lugar habitual[7] a otro con cierto halo de galería, y desde la hora en punto en que la obra comienza a funcionar, él pasa a ser un sujeto más dentro del público. El espacio donde se realizó no era más que una casa, de manera que dicha actividad de descontextualización no supuso una ruptura total en cuanto a implicaciones rituales. Aunque el lugar de emplazamiento donde se llevó a cabo esta obra connotó la propuesta por formar parte ella de una muestra expositiva, es decir, estar rodeada de obras de arte tradicionales, sucedió que la gente interactuaba con El muerto… como si de una “consulta” usual se tratara. Aquí además resulta curioso cómo se produce una especie de inversión de roles: el santero, al escudriñar en el receptor y develarle ciertos misterios de forma fragmentada, aleatoria (como los pensamientos), convierte al público en obra de arte y se transforma él mismo en público; del mismo modo en que nos paramos frente a una obra y nuestra mente crea asociaciones e intenta desentrañar relaciones de sentido.

Según Bourriaud, “no se puede considerar a la obra contemporánea como un espacio por recorrer (donde el “visitante” es un coleccionista). La obra se presenta ahora como una duración por experimentar, como una apertura posible hacia un intercambio ilimitado”.[8] Y así son estas piezas. Uno puede ver la documentación y enterarse de qué iban, pero la verdadera experiencia estética se tiene sólo si se viven. Cuando el intercambio es materializado la obra logra darnos un golpe catártico más completo.

En estas producciones es el público quien determina el resultado final. La teoría de la recepción nos enseña que cada pieza artística se completa en el instante en que el receptor se enfrenta a ella. Para el arte relacional esta noción es crucial, pues el devenir del hecho artístico depende casi en su totalidad del receptor, que será un ente activo en la conformación (colectiva e individual) de significados. Son obras que se definen en su interacción con aquel y en la propia interacción entre diversos receptores, cualquiera que fuese su procedencia.

III

La otra vertiente cardinal de la obra de Luis Manuel Otero está pensada expresamente como una especie de regalo (en el sentido más familiar del término) para el público. Me refiero a la arista más “objetual” de su trabajo. Sus intervenciones urbanas, por ejemplo, se erigen como un obsequio para los transeúntes, son un corte en el paisaje, una interrupción de la cotidiana visualidad citadina. Y es la gente quien las posee.

Una de las primeras obras de esta índole fue Resistencia y reciclaje (2011-2012), conjunto de piezas hechas a partir materiales de desecho y reutilizados, que emulaban esculturas realizadas por artistas reconocidos (Louise Bourgeois, José Emilio Fuentes). Aquellas eran emplazadas (a altas horas de la madrugada y sin previa autorización) en los mismos espacios donde habían estado sus referentes y en otros lugares más underground. Tales intervenciones estéticas se planteaban –ya lo anuncia su título– como un gesto de reluctancia, de desacuerdo, de disconformidad, complementado con un reciclaje tanto en la forma como en el contenido. Era resistencia frente a las imposiciones, frente a la marginación, frente a la desigualdad, frente al automatismo cotidiano, frente a la desidia, frente a la muerte.

Y es que cada una de sus piezas puede tomarse como un acto de resistencia, no es sólo este conjunto. Su obra toda crea situaciones en las que el arte se impone como un cuerpo pertinaz, como una entidad de férrea robustez conceptual.

La operatoria de Luis Manuel tiene una recia base de dimensión pragmática, constatable en el aspecto visual de sus obras, en su materialidad. Él apela, mediante el reciclaje de objetos, a un anclaje con la realidad diaria del cubano. A pesar de que su obra es en esencia gestual, en la mayoría de sus piezas el material se alza como un elemento connotativo más. Ese aspecto povera, inacabado, poco pulido, rústico, es una constante en su trabajo. Habiéndose desarrollado la vida de este artista en un barrio marginal, buena parte de las imágenes que lo han acompañado durante mucho tiempo son aquellas de violencia, escasez, suciedad, y pobreza (material y espiritual), propias de estos lugares. Así, no cabe esperar otra estética que no sea esta, bien ruda, y alejada de posiciones preciosistas y edulcorantes. Sin embargo, la materialidad característica del ejercicio creativo de Luis Manuel no es sólo muestra del medio más cercano en el que ha vivido; es también correlato de una situación que se extiende mucho más allá. Ese estado de ruinas y deterioro físico es expresión vívida (y vivida) del desasosiego y la decadencia que azotan cotidianamente a la generalidad de nuestro presente, lo mismo a niveles tangibles que emocionales; y no sólo apreciables en los seres humanos.

De igual forma, Mikilandia (2012) fue una serie de intervenciones en las que se colocaban a hurtadillas en las afueras de centros donde se inauguraban eventos de importancia durante la Bienal de La Habana, esculturas muy toscas que remedaban al archiconocido Mickey Mouse. En paralelo, el artista recorría las calles con un carrito artesanal vendiendo a precios disparatados representaciones más pequeñas de la misma figura y esparcía carteles y sueltos donde se ofrecía una recompensa por el artista y su creación (se mostraba una foto de él junto a una de las esculturas del ratón). También fue intervenida una obra de la artista Liliana Porter exhibida en el Museo de Arte Universal y perteneciente a la colección de Ella Cisneros; le fue colocada una cabeza de Mickey a una estatuilla de un hombre. Mikilandia, como la obra antes citada, fue un acto de protesta. Al apropiarse Luis Manuel de un ícono como este y presentarlo tantas veces, no está solo representando la figurita, está también reproduciendo una operatoria mercantil: la repetición en muchas variantes que casi se troca en imposición y genera cierta automatización. Pero el proceder de este artista, lejos de ser afirmativo, es altamente desfamiliarizador. Las esculturas no estaban para ser vendidas ni eran mostradas de manera atractiva. Más allá de que el símbolo tomado es uno de los mayores exponentes de la cultura estadounidense, con todo lo que ello implica (capitalismo, consumismo, enajenamiento…), Mikilandia fijaba la atención del mismo modo sobre cuestiones taxativas del arte en sí, y si se prefiere, del arte cubano. En otras palabras: la creciente mercantilización –y ausencia de espiritualidad– de las producciones artísticas de la Isla; la institucionalización excluyente; el encorsetamiento autoimpuesto; e incluso, la censura.

Del mismo momento que Mikilandia data Regalo de Cuba a Estados Unidos (2012). Acá la obra estuvo constituida por el emplazamiento en el Malecón habanero de una estatua de la libertad tercermundista, muy a lo Luis Manuel. Ella acompañaba a un grupo de piezas de artistas cubanos que componían la exposición Detrás del muro, casi formando parte de esta. La escultura fue colocada en el sitio, de manera furtiva, en vísperas del 4 de julio (día de la independencia de Estados Unidos). En esa misma fecha fue enviada por Otero una carta a la Oficina de Intereses de este país en Cuba en la cual se le daba noticia al pueblo estadounidense, en nombre del pueblo cubano, de la donación que este le hacía y la intención reconciliadora que con ello tenía.

Regalo…, como Mikilandia, constituye un juego con la clásica dicotomía entre lo hegemónico y lo subalterno, pues los referentes tomados son acaso las representaciones más distintivas de la cultura estadounidense, patrón (nos guste o no) de referencia del Tercer Mundo. El modo alternativo que tiene el creador de mirar dicho referente subvierte el mencionado patrón al proporcionarle al público una nueva perspectiva del mismo. Y la mirada de Luis Manuel es una mirada crítica, de ojo avispado (y hasta adelantado). Con un gesto que puede parecer irónico, a la luz de este minuto, instante de conversaciones y diálogos entre los gobiernos de Cuba y de Estados Unidos, esta obra se levanta como expresión de un sentir general.

A la vez que regalo, estas obras son homenaje. Mediante la manipulación de figuras icónicas de la cultura (nacional y global), Luis Manuel crea asociaciones intertextuales que, si bien insertan las obras en un perfil satírico y burlesco, también constituyen un gesto de deferencia para con los referentes que toma.

Especial atención merece Chong Chong Gang (2014). La pieza es un “regalo” pero, a diferencia de las obras antes mencionadas, no constituye una intervención urbana; es puro arte conceptual. Acontecimiento virtual. Se trató de un gesto que intentaba donar al Estado de Palestina, por medio de su embajada en Cuba, un conjunto de armas manufacturadas (comúnmente conocidas como “inyectores”) compradas en barrios marginales de La Habana. La obra empleó el espacio digital (correos y publicaciones) como escenario exhibitivo y promocional. Y suscitó polémica.

Chong… fue un gesto de puro y total cinismo. El nombre de la pieza alude al barco norcoreano homónimo que en el 2013 fue detenido en Panamá transportando material bélico escondido, proveniente de Cuba y rumbo a Corea del Norte. Otero logra recrear dicho suceso ahora con guiños orientados hacia el entorno social de la orilla habanera. El gesto propone una serie de niveles de lectura que oscilan pendularmente entre una cuestión tan universal como los conflictos armados a nivel global y otra tan local como la situación en un barrio marginal cubano. Chong…, a primera vista, hace pensar en el tráfico ilegal de armas, pero un poco más allá, nos llama a meditar sobre todo aquello que subyace a las apariencias generales, las segundas intenciones, las dobleces, los intercambios por debajo de la mesa… tan característicos de la atmósfera política, sí, pero también de la vida cotidiana.

Es una pieza que (como toda la obra de Luis Manuel) está hablando acerca de cuestiones como realidad, simulacro y tercería también al interior del propio mundo del arte. Aun cuando el discurso de este artífice se erige en torno a un “acontecimiento”, en el cual por momentos la función utilitaria se hace muy visible, la ambigüedad inherente al arte termina siempre tomando posesión de la obra toda. A pesar del carácter multidisciplinario que pueda observarse en su trabajo, y de la carga y resonancia social que este pueda tener, cada gesto de Luis Manuel está pensado desde la metáfora y el tropo; cada uno de ellos posee los altos niveles connotativos y las sutiles referencias intrínsecas al hecho artístico. La artisticidad nunca se pierde en tanto lo que se muestra es un producto en el cual la función que prima sigue siendo la estética[9].

Esta clase de gestos oxigenan el espectáculo artístico. Nuestras circunstancias agradecen la existencia de creaciones y creadores “con los pies en la tierra”. Las acciones públicas –y relacionales en general– estimulan la cultura desde el espacio cívico, que es contenedor de experiencias heterogéneas, y a un mismo tiempo generan vivencias sociales enriquecedoras de los imaginarios y la memoria colectiva. Menos mal que el arte es una plataforma tan flexible.

La Habana, marzo de 2015


Notas:

[1] Asumiendo el arte como fenómeno semi-autónomo y diferenciado del resto de las actividades humanas.

[2] 1998 es el año en que Bourriaud publica la primera edición de Esthétique relationnelle, compilación de textos sobre arte escritos por él durante la década del noventa, en los cuales reconoce una particularidad de la creación del momento: la recurrencia de piezas basadas en la intersubjetividad y la formación de relaciones entre las personas.

[3] Nicolas Bourriaud: Estética relacional, Adriana Hidalgo editora, Buenos Aires, 2008, p. 13.

[4] Ibídem, p. 40.

[5] Ibídem, p. 14.

[6] Ibídem, p. 16.

[7] Estas misas suelen tener lugar en la propia casa de quien desea comunicarse con el “más allá”.

[8] Nicolas Bourriaud: Ob. cit., p. 14.

[9] Véase Roman Jakobson: Lingüística y poética, en Araújo, Nara y Teresa Delgado (comp.), Textos de teorías y critica literarias, Editorial Félix Varela, La Habana, 2009.

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