Para Rubens Riols
No recuerdo dónde leí que, en la modernidad, el poder absoluto tiende a desconocer la risa. Desprecia con facilidad al distinto, lo pone en ridículo, se burla de él con ira y, desde luego, le impone castigos. Pero, en lo esencial, no ríe. Esto quizás se deba al hecho de que, en la modernidad, el poder absoluto pasa por un conjunto de representaciones descalificadoras, la primera de las cuales es su efabilidad. Un imperio inefable se avecina a lo divino, y las palabras enmudecen. La efabilidad es logocéntrica explica, o por lo menos describe, la jactancia, la altivez, la soberbia.
El príncipe heredero, hijo del emperador Francisco José, vive con sus amigos y criadas en una lujosa mansión campestre. Allí el archiduque, de manera sistemática, dilapida la fortuna y los bienes del imperio, pero con un propósito muy concreto: avergonzar a su padre, descubrir (exponer) su crueldad, deponer su imagen de gran patriarca y destrozar la hipocresía total en que vive la familia, asentada en una casta de militares nobles. Se ha casado, además, con una mujer a quien no ama.
Se conduce dentro de los límites operacionales de una figura dieciochesca: el libertino. Y ya sabemos que todo libertino traza, por medio de sus hazañas, un gesto político significativo.
La mansión, situada en Mayerling, es el escenario del célebre incidente que dio por cierto, al cabo de muchas interpretaciones, que el archiduque Rodolfo de Habsburgo no se suicidó junto a su amante, la baronesa Vetsera, sino que ambos fueron asesinados por motivos políticos.
Bajo el título de Vicios privados, públicas virtudes (Vizi privati, pubbliche virtù), el poco recordado Miklós Jancsó estrenó en 1975 su versión de los acontecimientos. La película, acaso la más significativa de lo que en su carrera se conoce como el “período italiano”, es en rigor la historia de varias advertencias silenciosas, discretas, acaso distantes, de un jefe de Estado a un hijo licencioso, desenfrenado y rebelde que tiene una amante disoluta y demasiado joven. Y también es la puesta en escena de un asesinato mediante el cual se silenció, borró, acalló y olvidó una oleada de escándalos sexuales y de ofensas al poder del emperador y a la nación. En la historia, este suceso se conoce como el “incidente Mayerling”. Jancsó hizo una lectura más que personal de la historia.
Numerosos testimonios impulsan a imaginar el asesinato de un joven de 30 años, acompañado por su amante de 18 y por varios admiradores, criadas y amigos. Los informes se sucedieron, escandalosamente contradictorios, hasta que un obrero local, experto en decoración y ebanistería, declaró con sencillez y sin alarmas que había sido contratado para “arreglar” la habitación de los hechos. Tanta era la sangre sobre el suelo de madera, que tuvo que cambiar el entablamento. Y limpiar las paredes salpicadas, empapelarlas otra vez, y sustituir las cortinas y las sábanas de las camas y hasta los adornos.
Hay un momento de la película, llena de pequeños puentes narrativos que la transforman en la representación de una representación, donde, de pronto, el príncipe abandona sus frívolas errancias (o esa frivolidad contaminante, diseminada y casi tonta, con que lo vemos moverse dentro de la mansión, como un sonámbulo siempre risueño y siempre desnudo) y les dice a sus amigos que el poder de su padre apesta y que detrás de todas las imágenes egregias y los símbolos del Estado (figura corpulenta, paternal y magnánima, protectora de la solidez familiar, la solidez de la moral y de la patria) no hay sino inmundicia, crueldad e indecencia.
Esta declaración se presenta a tiempo dentro de la configuración dramática de Vicios privados, públicas virtudes, pues para entonces, cuando a la mansión campestre llega el Circo de la Verdad, contratado por el príncipe, este se ha convertido ya en otra cosa. Sin dejar de ser un joven coqueto (que no disimula su bisexualidad, que se revuelve en el heno y es masturbado por su ama de llaves o su nana, y que corteja a su amigo favorito y tiene, para colmo, una novia hermafrodita), es ahora un artista.
En medio de la libertad del dinero y el poder, todo goce (corporal) extremado deviene representación del yo más íntimo. El príncipe se representa a sí mismo. O se presenta. Es decir: construye la realidad de su propio ser y la ofrece a los demás como un obsequio especialísimo. Y todo esto desemboca en lo orgiástico.
En la orgía nadie tiene la exclusividad del poder. O más bien esa exclusividad, si aparece, es transicional y efímera. Es la orgía misma la que lo transforma todo en un espacio intransferible, a no ser dentro del lenguaje y la memoria. Toda orgía es autotélica y se constituye en el exorcismo de la aventura del cuerpo.
Por cierto, el detalle una novia hermafrodita es una suerte de cumbre, de remate, de puntillazo. La cereza del pastel.
Según Jancsó, Rodolfo de Habsburgo ha descubierto el arte por el camino mejor: el del goce físico y el de la libertad irrestricta para ejecutarlo. El príncipe ha encontrado (y pregonado) el valor de las máscaras, de la risa, del movimiento emancipado, del sexo en grupo, del baile, de la música, y ha puesto ese conjunto en función de la parodia, del sarcasmo, de la experimentación y, sobre todo, de la sinceridad expresiva. De cierta manera ha articulado el arte con la vida.
Morirá como artista de la verdad: desnudo, anclado a lo diverso. Morirá en los límites, en el borde de la experiencia radical, amando hasta la muerte su propia complejidad y la complejidad de los otros. Y es precisamente esto lo que transmite Jancsó.
La materialización más radical de lo que acabo de decir se encuentra en el hermafroditismo de esa joven que tiene sexo con el príncipe heredero. En términos de funcionalidad socio-cristiana en un ámbito aristocrático, se trata, para el Estado, de una condición tan anómala e impúdica como inconveniente. Pero que la muchacha tenga un clítoris enorme, o un pene, resulta ideal para un joven que quiere poseer y ser poseído sin salirse de ese vínculo excepcional y extraño con una mujer. Sería un toma y daca perfecto.
Ese vínculo, legibilizado por el poder como un imposible moral que se transforma en un imposible social, es el elemento que el mismo poder utiliza para encubrir el asesinato del joven, la joven y sus amigos. El poder anuncia que el príncipe se ha suicidado porque comprendió que no puede consumar su matrimonio. Razones de Estado, dice el Poder.
Jancsó, que huyó de Hungría tras la represión desatada por los militares en 1956, entreteje verdades y ficciones para construir enlaces y junturas capaces de desplegar una gran ambigüedad. ¿Se mezclan y entreveran aquí acciones que subrayan la historicidad (y la no historicidad) de un matrimonio, un noviazgo, unos amantes varones, unas amantes hembras, una feminización y una masculinización, todo ello en el emplazamiento extraordinario de la orgía, o más bien de lo orgiástico? Claro que sí. El barroco vitalista de los días finales de la vida del príncipe pervive en ese tejido transitivo, lleno de color, permutaciones, combinaciones y refracciones. La democracia de la orgía. La democratización (¿supuesta o real?) del placer, la verdad y la identidad, entre la desnudez y el deseo.
La secuencia más significativa, la que mejor expresa la libertad hallada por el príncipe y su novia, es precisamente una secuencia de sexo. Él la posee a ella. Toca y acaricia el pene de la chica mientras la penetra. Después él queda debajo e intercambian papeles. Ella lo posee con igual eficacia. Todo esto transcurre sin encubrimientos, en un lecho simple, bajo la extraña luz de un péndulo del que se sostiene una tabla llena de velas encendidas, y que va, con suavidad, poniendo luces y sombras encima de los cuerpos.
Que yo sepa, no existe otra escena así en la historia del cine.
Me refiero al lujo, la calma y la voluptuosidad de que allí vemos.
No es Matisse pintando un verso de Baudelaire, claro, pero tal vez sí sea el espíritu de lo que haría un Baudelaire en un cuartucho con seis mujeres.
Al amanecer, la muerte (real y llena de símbolos) se apodera de la mansión. Pistoleros elegantes, al mando de un oficial, entran y disparan. Una banda militar toca un himno entre fúnebre y patriótico. Todo patriotismo tiene algo de funéreo, lo cual, a la larga, lo avecina a la superchería política.
Jancsó reescribe a su aire una historia llena de misterios terribles: la de los cuerpos del Príncipe Rudolph de Austria y de su amante la Baronesa Marie Vetsera, encontrados en la casona del coto de caza de Mayerling, en los bosques de Viena, y embellecidos después por un equipo de maquillistas. Estos sucesos nacen en lo real, en lo histórico, pero se metamorfosean en una metáfora que nos persigue hasta hoy: cuando el poder, sea cual sea, no puede o no quiere dialogar con un artista que se le opone eficazmente, tiene dos caminos que son acaso tres: o lo ignora, o intenta eliminarlo, o lo elimina de veras.