Centro histórico de la Ciudad de México (FOTO Pixabay)
Centro histórico de la Ciudad de México (FOTO Pixabay)

Era lunes. Para ese día no tenía ningún plan, para el siguiente sí. Buenos días bebé. Decidí salir a caminar sin rumbo específico, sin expectativas y sin apuro. Me dirigí al centro.

Subí por Dinamarca, pero no llegué a Suecia, sino a un dudoso entronque: Dinamarca, Insurgentes, Reforma, Roma. Entre Hamlet y el Papa, la guerra y la libertad. Doblé por Reforma, paseo protestante, con ese buen humor de turista en día soleado. A los pocos minutos llegué al mamarracho infame llamado Glorieta de las mujeres que luchan. Ojalá lo vandalicen y lo desaparezcan, como hicieron con el Colón que vivía ahí antes. A Colón lo quieren hacer morir en la miseria, por segunda vez. Observé la perreta, es decir, la glorieta, con detenimiento, leí las inscripciones que pude, le tomé fotos, videos. Me pinchó los ojos, pero no el entusiasmo. En la cuadra siguiente, cuando pasé junto al Hotel Imperial, hice una nota de voz para un texto que aún no comienzo, acerca de una fijación que tengo últimamente: los hoteles. La nota empezaba diciendo “he estado en hoteles lujosos y en hoteles mugrientos”, el resto no viene al caso. Al llegar a la esquina de Juárez, me detuve frente a un estanquillo decorado con fotos de una playa, publicidad de la Lotería Nacional. Compré un librito de sudokus.

Poco más adelante la calle –Juárez– estaba bloqueada. Una manifestación. Una manifestación de gente bien vestida. Me les acerqué, pregunté, me comentaron. A los dos minutos se aproximó también una señora con un solapín del Poder Judicial, a reclamarles –en calidad de ciudadana harta, no de funcionaria de nada–. Luego de un tieso intento de disuasión, al notar que los manifestantes ya habían hecho lo que ella indicó era lo más apropiado (llevar una queja formal al gobierno), les dijo bueno ya entonces quédense ahí hasta que les den respuesta, buen día. Seguí caminando, entré a la alameda, había una instalación (no artística, espero), una especie de muro con muchos post-it, cada uno de los cuales ponía sueños, escritos al parecer por diferentes personas. Había dos tipos ahí, no sé si mirando la pieza. Uno de ellos, muy alto y sucio, hablaba que si la guerra de Ucrania que si Putin que si Estados Unidos que si un chasquido de dedos. Le hablaba al otro, que apenas lo escuchaba, y cuando le pasé por al lado me habló a mí. Así es, le dije sin detenerme.

Llegué a Bellas Artes, hice unas fotos a unos cartelones de protesta que tienen a la entrada y le hacen flaco favor estético. Le pregunté a un custodio de qué se trataba el reclamo y me respondió que el museo abría tal día y en tal horario, yo le dije sí, pero esos carteles, quién los pone, por qué es la protesta, y él me indicó una vez más el horario y los días en que el museo abre. Era un robot chaparrito y bigotudo, con su gentil respuesta programada a la que le cambiaba un poco el tono y los accesorios cada vez, para pasar mejor por humano. Le di las gracias, viré la espalda, continué mi camino, riendo.

Pasé el supuesto cruce más grande de Latinoamérica, Eje Central y Madero, había poca gente. Atravesé esa calle rumbo al Zócalo y mientras bajaba, en un momento me detuve a hacer otra nota de voz: veo a la gente común echándola como puede, buscándose la vida, y yo jugando a la turista, en realidad tan muerta de hambre como ellos, o peor. ¿Qué coño es un privilegio?

En el camino vi un balcón con el cartel TATTOOS y decidí entrar. Mándame fotos tuyas quiero verte. Para acceder había que franquear un pasillo convertido en tiendita de abarrotes, con paredes empachadas de objetos vivos, botellas de agua, dulces, latas, paquetes de Cheetos y Ruffles que me miraban con ojos de criatura malnacida. El paso era tan estrecho, que un gordo tendría que atravesarlo de lado. Pásele, güerita, ¿qué le damos? Hola, buenas, ¿el estudio de tatuajes hacia dónde está? OK, gracias. Al final del pasillo se llegaba a un patio, era el patio de un solar en la Habana Vieja. Mientras subía las escaleras de aquel falansterio ultradecadente, un gato me vino a saludar: “Hija mía, deja de vivir en pecado”. El estudio de tatuajes quedaba en el segundo piso, su limpieza y orden contrastaban muy graciosamente con el laberinto comunal donde estaba ubicado. Permanecí un rato, coticé par de tatuajes sin la menor intención de hacérmelos ahí. Les pedí su Instagram, para revisar su trabajo, que no estaba mal, pero no me enamoró. Coticé piercing de nariz, no septum, sino a un costado. No tenían el modelo que yo “quería” (no quería nada, ni sé por qué dejé avanzar tanto el teatro), y me alegré porque tuve una excusa para marcharme sin el cargo de conciencia de no haber intercambiado un centavo. Me fui dejándoles la típica pregunta que siempre hago antes de salir de un lugar en el que no compré nada y al que no pienso regresar: ¿Hasta qué hora ustedes están abiertos acá?

A la salida, divisé en la acera del frente un lugar desconocido, el MUMEDI, Museo Mexicano del Diseño. Crucé la calle evadiendo vendedores de espejuelos y gente que me entregaba tarjetas. Entré a ciegas y me encontré con que tenían una expo homenaje a Charles M. Schulz, focalizada, naturalmente, en Charlie Brown. Muy bonita sorpresa, Snoopy era de mis muñecos favoritos cuando niña. Me quedé casi par de horas. La muestra la vi en una visita guiada (no había otra opción), era apenas mediodía y la chica que dio el recorrido destilaba menos entusiasmo que cualquier recepcionista de OFICODA. Y eso que el museo es privado.

Enfilé hacia el Zócalo. Encontré la catedral llena de andamios, la plaza con montón de estructuras… Algo se construía, algo se destruía (en mí, no en la plaza). Le pregunté a un par de oficiales, chicas jóvenes, a qué se debía tanto alboroto, y muy amables me dijeron que hubo un concierto la noche anterior, de un tal fulano. Ambas iban con el uniforme apretadísimo y maquilladas hasta el culo, me recordaron a las guajiras policías de La Habana, mismo nivel de sofisticación. Una de estas payasitas con tonfa tenía una pequeña estrella plateada, plástica, pegada cerca de la esquina externa del ojo derecho (la autoridad llorando estrellas, ¿hay cuadro más poético que ese?). Semejante imagen me hizo pensar en esas damas del siglo XVIII que, como parte de su atuendo, se pegaban en la jeta parches de tafetán con figuras a veces tan elaboradas como una calesa, movida que, con frecuencia, más que ornamentar, buscaba ocultar defectos de la piel, enfermedades. Ahí en el Zócalo, en uno de los edificios, unos diablillos desde los balcones, con medio cuerpo fuera, competían entre sí para ver quién, a gritos, seducía más transeúntes para subir a los restaurantes de las terrazas y pisos superiores.

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Empecé a sentir hambre, me antojé de comida cubana. Seguí mi camino, pasé por un lugar donde una vez comí arroz con frijoles –siempre he preferido esta variante al congrí–, plátano frito, bistec. No tenían. El antojo me pegó fuerte, me empeciné, no sé si por nostalgia, por ganas de sentir algo parecido a casa o por qué impertinente razón. Casa. Hace tiempo no tengo casa, mi casa soy yo, soy un pinche caracol, viaja conmigo a donde voy, la abandono cuando no me sirve. Mi casa son también algunas personas. Ser homeless no es solo vivir en la calle, se puede ser homeless teniendo un techo cálido. En CDMX no vivo, es una ciudad prestada; en México vivo, es un país prestado. Busqué en Google Maps “comida cubana”, me dirigí al sitio que más cercano me quedaba. Del otro lado del Zócalo unos policías de negro habían cerrado uno de los pasos y a poca distancia de ahí bajaban apresurados unas planchas azules de metal como las que usan para rodear/proteger algunos sitios. No pregunté, pero me pareció que era por tema de manifestación. La calle estaba atestada de cristianos. Le pasé por al lado al Templo Mayor, ruinas menores. Lo observé sin detenerme.

Más adelante, entre el desbordado río de gente, había una mujer vendiendo una cosa para quitar las pelusas de la ropa, pensé comprarle una, pero entre el hambre, la caterva de caras feas y cuerpos imprósperos, y el sol, me dio pereza hacer esa parada. A los pocos metros me salió al encuentro uno de esos personajes que van vestidos de militares vintage, beiges, y tocan unas cajas de música que suenan como el demonio, con graznidos desafinados, abominables. Era un chavo bien morrillo (“chavo”, “morrillo” y todos los demás, modismos prestados), le pregunté qué eran ellos, me respondió somos Los Dorados de Pancho Villa, estos organillos son los originales de esa época, a nosotros nos los renta un tipo que es el dueño de todos, a 200 pesos al día. Gracias, ten, le dejé una propinilla. Seguí mi paseo entre callejuelas saturadas de carros, de ventas de ropa barata, ventas de comida con mucha salsa, ventas de trastecillos electrónicos. Qué país tan barroco, qué ciudad tan viva. Llegué al sitio de la comida, al fin, maravilla. Había un pasillo, unos guardias civiles, unos chinos con pinta de delincuentes. Pregunté. Uno de los guardias me dijo no, ese lugar tiene tiempo que no existe, cuánto tiempo, le dije, pos más de dos años, desde la pandemia. No jodas. Yo con más hambre que un pitbull, cero ganas de comida mexicana, cansada de tanto andar a pie bajo el sol, ya hasta me dolía la espalda baja y los gemelos derechos. Busqué otro sitio de comida cubana, me quedaba como a 4 o 5 km, ni de chiste iba a caminar yo eso. Transporte público menos, muy lento. Me pedí un Uber. Qué ganas de tus besos.

Me tocó un chofer súper conversador, de los que detesto. Un señor con cara de decente, un acento chilango cantadísimo y entusiasta de López Obrador. De pinga. Yo solo le daba cuerda a golpe de monosílabos. Casi al final del viaje, aburrida, decidí preguntarle qué creía de que AMLO le hubiera dado en este último año más de 11 millones de dólares a las feministas para no resolver absolutamente nada. Él se descolocó un poco, no entendía bien de qué le hablaba, me dijo la corrupción viene de muchos gobiernos atrás. Yo intenté una vez más explicarle un poco mejor el asunto, pero ni modo, ya había llegado al lugar. Y de todas maneras tenía yo más hambre que ganas de hablar de política. El sitio está en una esquina, Bajío y Medellín, es de esos con las mesas en la acera. No me hace mucha gracia comer así tan expuesta pero ya, suficiente, no iba a seguir explorando todos los putos lugares de comida cubana en la ciudad. Me pedí una ropa vieja (suculento cliché), ensalada, y arroz blanco, con lentejas porque no tenían frijoles. Porciones generosas. En la comida de pronto me saltó a la vista un elemento extraño, un sentimiento. Sentimiento que no quise comerme y que descarté como si fuera un cabello, pero sin asco y sin darle importancia. No pude acabarlo todo. Delicia.

Cuando me fui, mientras caminaba rumbo al Metrobús de Insurgentes, un sujeto aparecido de la nada, corporizado de súbito a mi lado, me preguntó si no me interesaba comprar un juego de sala o de cama, muebles para decorar mi casa, que me los llevaban ahí mismo. Mi casa, dice. ¿Qué casa? Por poco le suelto “Sí, es justo lo que necesito, muebles ofertados de pronto en una calle X por un tipo más X que la calle. Nunca se me ocurriría buscar muebles en una tienda normal”. Al lado del sujeto había lo que supongo fuera el camión de mudanzas, una enorme caja negra, dentro de la cual imaginaría cualquier cosa menos muebles. Gracias, le dije sin detenerme.

Tomé el Metrobús. Llegué a la casa donde me estaba quedando, casa prestada. Esa tarde tenía clase, la puse en audio, como podcast. Palabrería barata en jerigonza árabe, baba, mierda, manera de hablarse mierda en esa clase. Mientras la oía resolví unos cuantos sudokus. Eran como las 5. Me desconecté de la clase sin despedirme, un buen rato antes de que acabara. Afuera seguía soleado. Adentro, no tanto. No volví a salir. Esa noche me acosté a dormir temprano, con ganas de que fuera ya el día siguiente y reubicando en CDMX aquel poema de Ernesto Cardenal: “Si tú estás en / Nueva York / En Nueva York / no hay nadie más / Y si no estás / en Nueva York / en Nueva York / no hay nadie”.

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2 comentarios

  1. Ciertamente se puede ver a la ciudad y a la gente con más empatía, eso cambia la perspectiva cuando una camina sin rumbo y sin hogar, pero no es obligatorio, claro está.

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