Cartel Juan Padrón (1947-2020), diseño Pilar Fernández Melo
Cartel Juan Padrón (1947-2020), diseño Pilar Fernández Melo

Confieso con la mayor sinceridad que mis animados preferidos durante toda la infancia siempre fueron los de Elpidio Valdés. Ningún otro me hacía experimentar más goce, ni ningún otro lograba despertar en mí una pasión capaz de inmovilizarme como lo hacían las correrías del intrépido guerrero mambí y su caballo Palmiche. Ya de adolescente y también de adulto, si me tropezaba de casualidad con algún episodio de Elpidio en la televisión, me era imposible seguir de largo, me plantaba unos minutos para disfrutar golosamente de las mismas vivencias, y las más de las veces no podía parar hasta terminar de ver la miniaventura completa.

Debo confesar también que nunca había reflexionado en profundidad sobre los valores cinematográficos y artísticos de la saga de Elpidio Valdés. Me bastaba saber que los tenía de sobra. Quizá prefería conservar ese sabor emocional, espontáneo, puro (sin mediación de juicios razonados, conceptuales) con que recordaba el célebre dibujo animado de Juan Padrón. Lo otro es que siempre pensé que mis preferencias por Elpidio Valdés estaban asociadas a vivencias muy profundas que conformaron mi imaginario desde la niñez. Desde que tuve uso de razón, todos los fines de semana, visitaba con mis padres y hermano, tías y primos, la finca de mis abuelos maternos –La Loma del Potro–, situada a unos tres kilómetros del poblado de Cabaiguán, donde nací y crecí. Desde muy pequeños, mi abuelo Cuco nos regaló a mi hermano y a mí una yegua vieja y mansa llamada Natacha, a la cual todos los domingos le pegábamos una montura y correteábamos loma arriba y loma abajo hasta que el pobre animal no podía más. También me encantaban las labores de los “vaqueros”, andar por los potreros enlazando animales, separando a los terneros de sus madres para que al otro día estas dieran leche, trasladar ganado, bueyes de una finca a otra como en las películas del oeste y hacer viajes largos a caballo, mi aventura preferida. Mi abuelo siempre me decía: a La Habana se puede ir a caballo, antes se hacía, y yo soñaba con eso.

Por otra parte, mi abuelo siempre ha sido un patriota apasionado por la historia de Cuba, su abuelo materno fue mambí, peleó en la provincia de Las Villas en la guerra del noventa y cinco, y era práctica habitual suya contarnos infinidad de anécdotas de las guerras de independencia, de esas que no aparecen en los libros de texto y de las que extrañamente algún profesor habla en clase. Nunca me importó si sus cuentos eran reales o no, exagerados o distorsionados por la tradición oral campesina cubana. Lo que sé es que los disfrutaba mucho más que cualquier clase de historia en la escuela y siempre tuve la convicción de que con él aprendía mucho; en sus anécdotas vibraba la pasión por la historia de Cuba y la sabiduría popular.

Y es precisamente eso lo que siempre me han transmitido las aventuras de Elpidio Valdés, pasión por la historia de Cuba y sabiduría popular, picardía, un infinito humor, autenticidad, patriotismo del bueno, sentimiento desenfadado por la idiosincrasia del cubano, admiración por su rebeldía, su ingenio, su valentía, respeto por sus luchas, la riqueza de nuestra ingenuidad popular y de nuestra bondad. De seguro muchas de mis vivencias del campo, mi pasión por los caballos y las historias de mambises contadas por mi abuelo se fundieron en una sinergia indesligable con las imágenes, los colores, el movimiento y las peripecias de los dibujos animados de Juan Padrón.

No puedo recordar a qué edad la habré visto por primera vez, pero nunca podré olvidar el impacto que me causó la recreación costumbrista del primer largometraje de Elpidio Valdés (de título homónimo, 1979), porque la “corrida de torneo” y las peleas de gallos me apasionaban, y quizá me sorprendió sobremanera verlas ilustradas en el televisor. Esa secuencia memorable no tiene desperdicio. Elpidio, que pronto se convertiría en un destacado líder mambí, baja por segunda vez al poblado con su padre (un veterano de la Guerra de los Diez Años). Es el día del alzamiento, pero antes hay tiempo para correr torneo. Lo hace y logra ensartar la argolla a todo galope, pero también se enfrasca en una controversia con Mediacara en la taberna y Don Cetáceo le disputa a María Silvia; todo ello precedido por la metáfora de más hondas raíces populares que pueda haber: la pelea de gallos, sublimación simbólica de la hombría, la gallardía, la valentía de los guerreros. Un sutil guiño puramente cinematográfico al enfrentamiento que estallaría al final de la secuencia; cuando Elpidio es apresado después de la riña, Mediacara dice: ¡un gallito mambí!

Juan Padrón ha muerto, y esa noticia nos ha conmocionado a muchos. Tenía apenas setenta y tres años. Las redes sociales se llenaron de sentidas palabras. Fue como un homenaje espontáneo y súbito que no deja dudas de la gran admiración colectiva que se siente por Padrón y su obra –sin discusión–, uno de los artistas más geniales que ha dado Cuba. Hacía mucho tiempo que no veía un episodio de Elpidio Valdés. Revisé mis archivos de cine cubano y, entre las tantas cosas que uno va copiando, encontré una carpeta que decía “animados”. Dentro, ¡que feliz sorpresa!, entre Matojos… y otros muñes, una pequeña colección de obras de Juan Padrón. Pero no tenía claridad de cuán completa podía estar esa colección. Mi novia tuvo el mismo impulso que yo, ver todo Padrón (o todo lo que teníamos) así de una sola vez, en tanda corrida.

Y así lo hicimos. Vimos veinticuatro cortos, desde Una aventura de Elpidio Valdés y Elpidio Valdés contra el tren militar, los dos primeros episodios realizados en 1974 en los Estudios de Animación del ICAIC, hasta Elpidio Valdés ataca a Trancalapuerta (2003), bajo la dirección de Juan Ruíz, pero con argumento, guion, diseños y asesoría artística de Juan Padrón. Seguimos con el primer largometraje ya mencionado de 1979 y con Más se perdió en Cuba (1995), originalmente una serie de seis capítulos pero que es en realidad una película trepidante de casi dos horas de duración. (Hay un tercer largometraje, Elpidio Valdés contra dólar y cañón, realizado en 1983, que nos falta en la colección y del que no tengo siquiera vagos recuerdos). Después pasamos a Vampiros en La Habana (1885) y Más vampiros en La Habana (2003). Y cerramos la maratón con algunos muñes sueltos que aparecieron: La silla (1974), Tabey (1975), Las manos (1976), Los valientes (1977), La pregunta (1980), N’Vula (1981), ¡Viva papi! (1982), Celedonio (1983), La fiesta de los hongos (1990) y algunos Quinoscopios. Sólo lamentamos no haber podido revisitar los Filminutos, creados por Padrón en 1980, y que desarrolla a lo largo de toda esa década dirigiendo más de veinte entregas.

No hay mejor ejercicio que ese para ganar conciencia así de golpe de la magnitud de la obra de un autor. Lo que más me sorprende del ingenio de Juan Padrón es que los dibujos animados concebidos especialmente para niños me cautivan de la misma manera que las obras que tienen como horizonte de recepción a un público adulto. Pienso que esto se debe en lo esencial, abreviando mucho, a los siguientes aspectos. Padrón era un narrador nato, sus guiones son impecables, bien estructurados, balanceados, con el humor como leitmotiv, pero ricos en moralejas, información, valores, contenido humano, sabrosura popular, picardía… y siempre tres o cuatro pasos más allá de cualquier panfleto. Su capacidad para crear personajes memorables, carismáticos, hilarantes, todos ellos de gran originalidad es increíble –y son muchos–. Su talla de humorista es casi inalcanzable, capaz de sacarle un chiste a los motivos o situaciones más disímiles. Padrón logró lo que muy pocos artistas consiguen: inscribir en el imaginario popular cubano una colección de frases ingeniosas que hoy son patrimonio de nuestra cultura. También, como narrador, poseía el don del ritmo, y sabemos que el ritmo trepidante de la acción a base de peripecias en la animación solo se logra con una imaginación muy prolífica, veloz, que al parecer en él no tenía límites. Como director de actores para crear las voces de sus personajes sentó cátedra en Cuba. La expresividad de la voz es cultura pura, sus personajes son también sus voces: el Coronel Andaluz no sería el mismo sin su “Josú”, ni el negro de Vampiros… sin su voz grave, ronca y su “trigreee” (por sólo poner dos ejemplos). En esos registros expresivos bien diferenciados y caracterizados, Padrón canalizó su erudición humanista, su conocimiento antropológico de las sutilezas intrínsecas a cada matriz identitaria y cultural. Por último, en este breve sumario de virtudes, que son desde luego inagotables, no se puede dejar de mencionar su uso magistral de la música como recurso expresivo, que en Vampiros… llega a un nivel depuradísimo. En una entrevista dijo que la manera en que se le ocurrían los chistes era un misterio, que no lo podía explicar, que era como escribir música. Ahí está: ritmo, chistes, música, pura expresividad…

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Con Más se perdió en Cuba pasó algo sorprendente. La película, que tiene una trama argumental compleja, que es rigurosamente realista en la recreación de los hechos históricos, en el desarrollo de las batallas, en la representación de la muerte, en la que los chistes o gags tienen escasa presencia como ganchos dramáticos, Palmiche apenas asoma y el General Resóplez y el Coronel Andaluz quedaron fuera de la historia, no tuvo la misma aceptación en el público adulto que los episodios y largos anteriores. Ese público estaba muy habituado a los gags, los golpes y porrazos, a la chanza con los españoles, las ingeniosas frases…

Pero si se mira en términos cinematográficos, esta obra es quizás el trabajo más depurado de Juan Padrón en lo que se refiere a Elpidio Valdés. Son dos horas de metraje en las que la historia se estructura en varias subtramas, y la variedad psicológica de los personajes y las motivaciones e intereses en pugna hacen que la narración se torne bien intrincada con un hilo argumental sostenido de principio a fin. El tratamiento del ejército español es totalmente diferente. El trabajo de caracterización psicológica de los comportamientos humanos desplaza por completo la ridiculización de los oficiales que encarnaba en Resóplez, el Coronel Andaluz y Don Cetáceo. La dramaturgia de las batallas, en especial el cerco a Santiago de Cuba, es de un nivel de destreza cinematográfica que la convierte en una secuencia de referencia en el cine cubano en lo que a la acción bélica se refiere. Sin abandonar ni por un segundo los ganchos narrativos, el avance de las diferentes subtramas, la focalización de los personajes principales, algunos gags, Padrón nos hace aprender mucho de historia. Mediante didascalias, va marcando los diferentes puntos geográficos del teatro de operaciones, y escenifica de manera trepidante la manera en que estaba desplegada la defensa de los españoles, el uso eficiente de la artillería, el posicionamiento y avance de las unidades del ejército norteamericano y el papel asignado al Ejército Libertador. Aquí Juan Padrón se luce como el gran conocedor que fue de las guerras de independencia cubanas, de la técnica militar del siglo XIX, los procedimientos, las fortificaciones, la manera en que se desarrollaron las batallas, hasta los detalles aparentemente más insignificantes.

Ahora bien, si uno se detiene a pensar, Juan Padrón tuvo que desarrollar el perfil de su héroe mambí en plena década del setenta, momento en el que, no ya digamos los dibujos animados para niños, sino hasta el arte más “elevado” estuvo llamado a cumplir una función didáctica que reafirmara los valores positivos de la ideología revolucionaria socialista. Entonces, cómo desarrollar historias en las que se pudiera lucir un héroe militar criollo, cumpliendo una función de entretenimiento a la vez que pedagógica, al trasmitir conocimientos históricos a los niños, valores y conductas positivas, sin sucumbir en el panfleto didáctico e ideológico más llano. Difícil. Se necesita mucha creatividad, imaginación, sentido del humor, conocimientos históricos, culturales, psicológicos, aptitudes pedagógicas, intuición para pulsar la sensibilidad infantil, maestría narrativa, más todo el dominio técnico necesario del cine y en especial del mundo de la animación. Todas esas virtudes que palpitan con desenfado y autenticidad en sus muñes son las que hacen que la obra de Padrón posea el escaso don de un valor artístico que crece y se agiganta con el tiempo, porque su significación es profundamente humana, lo cual quiere decir universal.

Yo no conocía la entrevista publicada en Oncuba en el 2017 que le hiciera a Juan Padrón Mario Luis Reyes: “Juan Padrón, un pillo manigüero”. Agradezco inmensamente a mi querido amigo Mario Piedra que me indicara su lectura, porque en boca del propio Padrón supe cosas que me impresionaron. Uno que nació en los ochenta puede pensar, ingenuamente. que un artista de su talento, que trabajó durante décadas en la creación de dibujos animados con un alto contenido humano, pedagógico, artístico, lo tuvo todo fácil. Pues no. Y es doloroso saberlo. ¡Hasta hubo intento de boicotear a su personaje Elpidio Valdés! Cuando salieron los dos primeros episodios en 1974, el animado fue inmediatamente congelado durante dos años. ¿La razón? Funcionarios con sobreabundancia hermenéutica que lo interpretaron como si se tratara de un “Superman cubano” que alentaba el heroísmo individual. Dice Padrón: “Es así, uno siempre tiene iluminados en el camino. Pero en el caso de Elpidio fue el público el que lo salvó, los niños, que enviaban muchas cartas pidiéndolo”. Es decir, los niños, mucho más sabios que los funcionarios de turno, salvaron a Elpidio, porque sabían desde la intuición más pura que era genial.

Pero Juan Padrón tuvo “iluminados” en el camino desde su comienzo como dibujante e historietista. A fines de los sesenta, sus primeras series de vampiros, verdugos y piojos también fueron juzgadas con recelo siendo objeto de todo tipo de ridículas paranoias. Sobre los Verdugos se le dijo que ese tema no era revolucionario porque durante la tiranía batistiana se había torturado a mucha gente –siendo que sus Verdugos eran de la Edad Media–. De los Vampiros se dijo que parecían “una burla a las palabras del Comandante en Jefe”, porque este había dicho en un discurso: “Por Vietnam estamos dispuestos a dar hasta nuestra propia sangre”. Y la objeción a los Piojos fue aún más hilarante. El “iluminado” cuadro de Juventud Rebelde alegó que cómo, si el país estaba enfrascado en ser una potencia médica mundial, ese compañerito historietista iba a andarse dibujando piojos. Sobre su tendencia al humor negro cuenta Padrón que le dijeron: “«El humor negro no es lo que queremos para nuestra juventud, y si no es bueno para nuestra juventud, tampoco para la latinoamericana». Entonces mandaron a retirar mis chistes. Yo me preguntaba, ¿con tan sólo veintidós años ya soy una amenaza para la juventud?”

Pero la historia que más indignación me produce, porque ocurrió en el ICAIC a mediados de los ochenta, y ya no en un diario político a comienzos de los setenta, es la batalla que tuvo que librar Juan Padrón para realizar su primer largo de la saga Vampiros en La Habana. Más allá de todos los problemas de producción, trabas burocráticas, injerencias en su proceso creativo, contingencias de todo tipo y la presión de los productores alemanes gravitando sobre su cabeza, la censura se abalanzó sobre el genial filme, nada más y nada menos que por su contenido erótico. Se le pidió al director hacer una versión más casta, menos picantica, para el consumo nacional, mientras que para los extranjeros sí podía ir la versión original con todas las tetas y nalgas animadas. Padrón se negó, por supuesto, pero sí confiesa que retocó dos escenas, concesión de la que luego se arrepintió profundamente.

Para colmo, la película se intentó archivar por tiempo indefinido, y finalmente se accedió a proyectarla en cines de barrio para mayores de doce años. Resultados: Vampiros en La Habana fue record de taquilla en sólo la primera semana de exhibición; ganó el segundo premio Coral en el Festival de La Habana; se convirtió en el animado más vendido del ICAIC; en una lista de cien, se ubica hoy en el número cincuenta (único animado) de las mejores películas iberoamericanas del siglo XX; y para rematar sobre la cabeza de sus obtusos detractores, fue seleccionado nada más y nada mensos que por el MOMA para su colección de audiovisuales.

Si termino haciendo este recuento es porque no era consciente de un Caso Juan Padrón: la censura y el boicot a la creatividad de otro artista genial. Hay que decirlo alto, porque es también la mejor manera de homenajearle. A ese pillo manigüero insurrecto ARTISTA nunca pudieron doblegarlo en ninguna aventura. Él se dedicó a crear amor, patria, sabiduría, risa y mucho entretenimiento, para nuestros niños y para todos.

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HAMLET FERNÁNDEZ
Hamlet Fernández (Cabaiguán, 1984). Ensayista, curador, crítico de arte y medios audiovisuales. Doctor en Ciencias sobre Arte y licenciado en Historia del Arte por la Universidad de La Habana. Posdoctor en Educación por la Universidad de Uberaba, MG, Brasil. Profesor de la Facultad de Artes y Letras de la Universidad de la Habana. Su trabajo académico, docente e investigativo, gira en torno a temas de estética, semiótica, hermenéutica, teoría del arte y educación artística. Ha obtenido en tres ocasiones el Premio Nacional de Crítica de Arte Guy Pérez Cisneros, que otorga el Consejo Nacional de las Artes Plásticas de Cuba. Con su libro de ensayo La acera del sol... Impactos de la política cultural socialista en el arte cubano (1961-1981), obtuvo el Premio Nacional de Ensayo Alejo Carpentier 2019.

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