Yo estaba sentada en el sofá azul, con los dibujos de Jorge Pantoja en las piernas. Jorge Pantoja Amengual le hacía fotos a ese gesto mío de ponerme sus dibujos en las piernas para, después de un suspiro, mirarlos. Iba a mirar los dibujos mientras Jorge Pantoja, el artista cubano que desde hacía días había dicho que quería conocerme, seguía frente a mí en mi butaca mostaza, con las piernas que le llegaban a Guáimaro.
—¿Dónde está Guáimaro?
—Guáimaro está lejos.
Nos encontramos en la Barnes & Nobles de Miracle Mile. La milla del Milagro que empieza en Ross y termina en una fuente. Trabajé en esa milla más de un año vendiendo libros, adoraba vender libros y trabajar ahí, porque es una calle con peatones fuera del modo Miami, aunque sea una calle, en realidad, superflua y frívola, llena de restaurantes y tiendas cada vez más turísticos e incomprensibles. Le dije a Jorge Pantoja que en Barnes & Nobles, para conversar, había que consumir. Había que pedir un café, o dos, y consumir. Así que le proponía irnos a mi casa, aquí al doblar.
Tenía un dato importante para reconocerlo antes de saludarnos: pulóver azul con bolsillo negro. Aunque hubiera bastado decirme: hombre demasiado alto. Me puse una blusa de gatos y se lo dije a Jorge por Messenger, y también se lo dije a Idalia por Instagram, que me había puesto, nerviosa, una blusa de gatos para conocer a Jorge. Cualquiera se pone nervioso cuando va a conocer a un artista. Hasta los gatos estaban nerviosos, creo. Yo me pongo nerviosa y me retraigo. Me vuelvo nada. Digo estupideces.
—Ah, sí, claro, vámonos a tu casa. –Ya en el carro me pidió permiso para hacerle una foto a mi mano, la derecha en el timón. Jorge Pantoja Amengual es un hombre demasiado alto que le hace fotos a cualquier cosa que se mueva y a lo que no se mueva también. Era martes y yo no había tomado café desde ayer.
Empecé a preparar la cafetera mientras Jorge decía que iba a llamar a alguien, por video. ¿Ustedes no se conocen?, preguntó, y la verdad era que no nos conocíamos, solamente nos habíamos visto por Zoom una vez, en la presentación de la antología Teoría de la transficción. Narrativas cubanas del siglo XXI, Editorial Hypermedia, 2020. En la pantalla del teléfono de Jorge apareció la cabeza de una escritora cubana que admiro, con quien he intercambiado, incluso, mensajes personales. Se veía linda en la pantalla del teléfono, la cabeza ladeada sobre una cama cinética, que se movía gracias a la conversación de Jorge. Nada de esto es real, pensé.
Le serví el café a Jorge y me puse a buscar el libro de Tana Oshima de la Colección Fluxus, editado por Carlos Aguilera para Rialta, a principios de 2022. No es extraño que a Tana Oshima le guste Jorge Pantoja y viceversa, y tampoco que yo haya pensado que de los libros que tengo, el de Tana Oshima sería el que podría gustarle a Jorge. Pero no lo encontré a pesar de buscarlo obsesivamente.
Bueno, llegó la hora, dijo Jorge en algún momento. Había llegado la hora del clímax, el momento en que Jorge Pantoja Amengual me entregaría las cosas que traía para mí: El catálogo one hundred haiku, Museum of Contemporary Art, North Miami, 1998; el número 61 de la revista ArtNexus, 2006; el catálogo Playwheel, Mosquera Orthodontics, 2015; La simulación, de Severo Sarduy; postales de sus obras y un dibujo original.
Hojeaba aquello sin querer hojearlo, porque me debatía entre el disfrute y la idea de tener que elegir uno, solo uno de aquellos dibujos para mí. El hombre (grande y robusto) había dicho: escoge uno. Entonces pasé la página y me vi a mí misma con la cabeza en otro lado, la verdadera pelota roja era mi cabeza separada de su cuerpo igual que un alma separada de su órgano. Le dije: este. Pero luego vi a una virgen con surfista debajo y un dibujo horizontal abstracto con un círculo.
La virgen era bella. Jorge Pantoja no es religioso pero igual dibujó una virgen. Tuvo que dibujar una virgen, sin rostro, sobre una tabla de surf dirigida por él mismo. La virgen y la tabla debieron ser de otra época, pero yo me imagino a Jorge surfeando sobre las aguas, pidiéndole a la virgen que lo ayude. El mar es la aduana cubana.
Jorge Pantoja Amengual quiere irse y comer. Su madre, una mujer de 87 años, le hace sopas cubanas contemporáneas con agua y pedacitos de zanahoria, pedacitos de lo que haya. Jorge Pantoja ha visto de todo, durante la pandemia y después de la pandemia, en la Cuba sonámbula de la inflación. Gente buscando comida en la basura y viejitos buscando comida en la basura. Basura cubana sin color. No hay bote con gente naufragando, no hay tempestad en el dibujo, no hay oración. Hay una virgen y una tabla de surf.
El dibujo horizontal era un rectángulo dividido en dos con un círculo rojo, una pelota, levitando en la mitad de arriba. Era el último dibujo. Lo antecedían varios que me gustaron mucho. Todos me gustaban, en realidad, tanto, pero yo sabía que tenía que enfocarme en la acción de preferir. Idalia, por Messenger, me dijo algo que me dejó pensando: muy generoso él que no te llevó uno ya. Y yo sentía eso exactamente, una generosidad constante, una humildad mezclada con la grandeza genuina.
Hablamos de los contrastes. Porque los dibujos que más me gustaban eran situaciones de contrastes: una muchacha bailando entre dos hombres con ametralladoras, un sepulturero sin pies con las manos abiertas, un remolino de colores incompleto, una mujer que camina hacia alante pero mira hacia atrás. A Jorge Pantoja le parecía que más allá del dibujo, lo que me gustaba era el contraste.
Para nada, a mí me gustaba el dibujo Jorge, veía reflejadas ahí muchas de las ideas que me interesan en la escritura: ver el mundo por primera vez, como un niño viejo o un viejo niño, da igual; y todo eso. Se lo dije, que cuando el niño se dormía yo empezaba (o intentaba empezar) a trabajar. La carga de la conversación me empezó a dar asma pero Jorge Pantoja Amengual no se dio cuenta. Hablamos de cuándo dibuja. A las doce de la noche empieza a dibujar. Se ha pasado el día esperando que llegue esa hora. Se mete en el baño, dijo, que es la mejor parte de la casa, el baño, y empieza a dibujar.
A Jorge Pantoja le llamaba la atención, o tal vez lo inquietaba, el orden que había en un lugar tan pequeño. Es un orden por el que me he buscado problemas. Un orden que tiene que ver con mi mamá, una mujer que me abría las gavetas a ver si yo había organizado mi ropa interior bien, una mujer que movía mis cosas de lugar en aras de un orden lógico que ella se había formado en su cabeza, sin darse cuenta de que ese mismo orden lógico se había reproducido en la mía, que era una extensión de su cabeza. Así que venía yo más atrás y retornaba el objeto al orden lógico que era mi orden. La cabeza de mi hijo también hace lo mismo y yo me amarro las manos para no cambiarle los objetos de lugar, a veces.
Seguíamos hablando mientras yo llegaba al final y el hombre me hacía anécdotas de cómo había dibujado esto o aquello. Es curioso que te gusten tres cosas tan distintas, anotó Jorge. Cerré el cuaderno y saqué el dibujo. Tiene que ser este, Jorge, le dije en modo automático. Tiene que ser este porque esto soy yo. No, esa es mi mamá, repuso Jorge, mira la foto aquí.
Jorge Pantoja sacó una foto de su cartera, una foto amarillenta, de antes. El dibujo era la foto. Su mamá cuando era niña medio de perfil, con una pelota en la mano. Le dije a Jorge que esa foto iba en la esquina superior izquierda del dibujo, con una presilla cubana de alambre. —Ah, sí, como un expediente. Y yo le vi en los ojos el brillo alegre, inesperado, de haber dado, por suerte, en el clavo.